Dunne asegura que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad.
Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca.
J. L. Borges.
Sumado a ser más rápidos, más fuertes, más ricos, más hermosos y más exitosos, la posmodernidad también nos propone ser más saludables. La enfermedad, el desfallecimiento físico, la perdida de las aptitudes del cuerpo, pierden su carácter contingente para convertirse en una suerte de cálculo de “factores de riesgo” o de “conductas saludables”.
Es común escuchar en un sinnúmero de espacios estas expresiones, junto con: alimentación balanceada, riesgo probable, cirugía preventiva y variaciones sobre el mismo tema. La letanía de lo saludable se deja escuchar en cualquier sintonía y su ritmo monótono y recurrente es el signo de aquello de lo que se trata realmente.
La humanidad sigue enfermando igual que siempre y sigue muriendo las mismas muertes. Algo se mantiene incólume.
Señalaremos que para nosotros se trata de dos cosas a razón de nuestro titulo. El “más” por un lado y por otro la exhortación. Es una tesis sencilla. La salud como imperativo genera un efecto de enfermedad.
Silvia Ons (2009) define sintéticamente la posmodernidad como la época de la desaparición de las fronteras. Entre sus muchas consecuencias, que pueden preguntarse principalmente a los sociólogos, una que nos interesa particularmente es el quebrantamiento de los lazos sociales.
Este quebrantamiento está fundamentado en una especie de desmaterialización de lo real, en la cual los discursos, los “grandes relatos”, caen y dejan de estar cerca de los objetos que representan. Así, aparecen discursos que deambulan como fantasmas, apuntando a una nada que nos esforzamos por hacer consistir con todas nuestras fuerzas. Las palabras se convierten en apariencias. Lo que se dice está cada vez más lejos de lo que se hace, para sintetizar.
Para Laurent (2005) esto genera “un empuje al todo”. Una especie de exceso generalizado que tiene su mayor ejemplo en el auge de la toxicomanía, pero que de ninguna forma se agota ahí. El empuje al todo se hace manifiesto en los aspectos centrales de la vida posmoderna. Workaholics, amantes de los deportes de riesgo, parejas swingers, turismo sexual o exótico, filósofos del caos, queremos todo y queremos más. Tendencia que incluso se deja escuchar en terrenos inusitados, como el político.
El placer ha cambiado de estatuto. Ya no puede entenderse de forma clásica. Silvia Ons (2009) señala que Kant consideraba que el principio de la propia felicidad no podía fundar nunca algo como una ley moral. Esta última, como universal, debería trascender el bienestar de cada uno. “El imperativo kantiano barre con los intereses individuales y se afirma contra todo interés particular”. Sobra decir que la moral de Kant no tiene nada que ver con la moral moderna.
La moral moderna, empujada al todo y más allá del todo, absolutamente individual, también trata de ir más allá del placer. Los psicoanalistas tenemos una idea de que hay en ese más allá.
La búsqueda de la felicidad individual es uno de los efectos de la ruptura de los lazos sociales. Gracias al lazo, la felicidad, en el sentido de la virtud antigua, se encontraba con el otro, con el prójimo. Ahora, si el prójimo goza más que uno, o no sirve como medio de goce, se convierte en una molestia insoportable, incluso angustiante.
Señalábamos que cuando la búsqueda del placer se convierte en un deber, genera precisamente el efecto contrario. Entonces el vuelco es hacia el goce. Una operación que pone a la bestia súper yoica en el centro del escenario posmoderno.
No se escucha que la gente diga hoy, en la época del levantamiento de toneladas de represiones a respecto de la sexualidad y de un nada decoroso libertinaje, que su sexualidad ha dejado de serle problemática o que padece menos la neurosis. Por el contrario, asistimos a pandemias de ataques de pánico y consultas por impotencia, curiosos efectos justo después de descubierto el sildenafil.
Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el gran protagonista de la posmodernidad es el súper yo. Adelantaremos una tesis que no vamos a desarrollar aquí. Freud (2001) ha señalado al súper yo como heredero del complejo de Edipo, permítasenos decir que el súper yo es más bien el efecto del crimen cometido por los “hermanos” contra el padre de la horda primitiva. En pocas palabras, el súper yo es la marca de la entrada del hombre en lo que constituye su cultura. La marca de la muerte del padre.
Para Legendre (2008), el asesinato del padre de la horda debe entenderse como crimen; esto es, como acto en el cual el ejecutante se halla implicado, no como el asesinato automático del verdugo o del soldado que ha recibido órdenes.
El asesino, en la perspectiva de Legendre, debe ser separado de su crimen. El crimen lo ubica en identidad con el padre de la horda primitiva, que podía disponer de la vida de cualquiera. El sujeto se ha puesto en el lugar de aquel que tiene poder sobre la muerte, punto de goce sin fuga, goce sin límite. Separar al sujeto del asesinato es devolverlo al campo de la identificación, haciéndole relegar el campo de la identidad. Muerte y sexualidad eran los privilegios del protopadre y sus asesinos solo podían fundar la sociedad humana perdiéndolos.
Los asesinatos hipermodernos se pueden entender desde esta perspectiva como intentos de afirmación del ser en el punto en que todos los otros límites han fracasado. No se trata del asesinato al modo de Raskolnikov sino al modo de Anders Breivik o de los masacradores escolares americanos.
El sentido del “más” lo encontramos en la noción lacaniana plus-de gozar. Lacan (2008) homologa su plus-de-gozar a la plusvalía de Marx. A respecto dice lo siguiente:”El plus-de-gozar es función de la renuncia al goce por el efecto del discurso. Eso es lo que da lugar al objeto a. En la medida en que el mercado define como mercancía cualquier objeto del trabajo humano, este objeto lleva en sí mismo algo de la plusvalía. Así, el plus-de-gozar permite aislar la función del objeto a.”
¿Qué quiere decir esto? No otra cosa que por el hecho de hablar el goce como totalidad está excluido de las posibilidades del hombre. Y por ello, algo es recuperable bajo la forma de plusvalía. El objeto a lacaniano no es otra cosa que el representante de ese valor de uso/goce a ser recuperado.
El lenguaje es la enfermedad del hombre; y es incurable. Allí radica la cuestión. Hay un punto de pérdida irreparable en el ser humano, un punto para el cual no hay salud posible. Y es justamente este punto el que el capitalismo, bajo la forma de tecno-ciencia, no tolera. A ese punto dirige todos sus esfuerzos, porque ha comprendido que todo lo que lance allí retornará con voracidad. La criatura que se encuentra en el borde más interno del punto en cuestión es la primera marca subjetiva de la renuncia al goce obligada por la culturización; el súper yo. El mercado, en pocas palabras, ha aprendido a alimentar la voracidad del súper yo.
El psicoanálisis ha comprendido desde el principio que lo máximo a lo que puede aspirarse, es a convivir con la enfermedad del lenguaje lo mas dignamente posible.
Los efectos de esta dinámica son claramente visibles en la actualidad. El ejemplo que resulta más convincente es el de la salud mental. Mientras más se amplían los servicios de salud mental, mientras más estudios acerca de condiciones de vida saludables surgen, mientras la psicología habla un lenguaje más accesible al consumidor, mientras más y más patologías se suman a los manuales de diagnostico, mientras más se “refinan” los métodos de tratamiento; mas enfermos aparecen y mas medicados están.
Es ciertamente curioso cómo mientras más se expande la salud mental, más cosas de la vida común resultan ser patológicas, mas niños resultan medicados y menos tranquilidad hay en la cotidianidad.
Así, el empuje al todo, se manifiesta mortíferamente en el empuje a la salud. Todos igualmente saludables es una corriente que pone a los sujetos en la vía del empuje a la mismidad (Pérez, 2011) que no es otra cosa que una tendencia a deshacer identificaciones para forzar la homologación de la identidad. De esta forma, todos saludables por igual.
El efecto de homogenización de la posmodernidad genera violentas reacciones subjetivas; las más notables son los efectos de segregación. No sería raro encontrar que la violencia en general se origina más como afirmación desesperada de la subjetividad que como “falta de educación” pulsional. Freud y Lacan han señalado ampliamente cómo las afirmaciones narcisistas se encuentran en el núcleo de la agresividad. Lo curioso es que esto parece pasar desapercibido a la posmodernidad, que insiste, a pesar de las evidencias en lo social, en generar una especie de sujeto tipo, cuyos patrones de consumo y tendencias de conducta sean predecibles por el mercado.
Por supuesto, no puede decirse inocentemente que la responsabilidad es del mercado; pues el sujeto posmoderno, el último hombre de Nietzsche, ha cedido, indudablemente, aquello que lo haría único. Su síntoma.
La enfermedad, hoy, no es propia del que la padece. Ha sido sustraída al sujeto y ahora pertenece a la tecno medicina. Ya no es el antiguo mal que nos aquejaba, pero nos acompañaba, ha sido despojada de su poesía y es hoy promocionada por el mercado de la salud, a través de un mecanismo tan paranoico como destructivo.
Borges decía que “Uno se acostumbra al dolor igual que a la vejez, a la vida, a una enfermedad, a un sanatorio o a una cárcel”. Frase en la que el poeta señala a la enfermedad como parte de la vida, del decurso normal de la existencia. Más saludables quiere decir más padecientes bajo el imperativo categórico, más aferrados a un ideal etéreo que no para de alejarse; mientras que la dignidad de lo posible se hunde en el barro de un olvido programado.