Toda ciudad toma su forma del desierto al cual se opone.
Italo Calvino (Las ciudades invisibles)
En la ciudad se pone al desnudo el poder activo o vencido de
sus habitantes. La lucha de clases es lucha de barrios y casas.
León Rozitchner (Mi Buenos Aires querida)
Nómadas versus sedentarios
El tema de la ciudad es muy antiguo, originalmente relacionado con los ritos del sacrificio, como aparece y lo justifica la mención especial, en el relato del Génesis: las ofrendas vegetales de Caín en contraposición a las animales de Abel. Y que se relacionan a su vez con el asesinato entre hermanos, como condición para la aparición de la ciudad: “toda civilización, todo orden o cosmos (ciudad) en su origen, estaría asentada sobre un asesinato en común”. Recordemos también, que Rómulo debe matar a su hermano gemelo Remo para poder fundar Roma. En el Antiguo Testamento y en los mitos griegos, los hermanos son casi siempre hermanos enemigos, y las relaciones entre sacrificio-violencia y ciudad son íntimas. ¿La civilización sería entonces, otro tipo de barbarie? Incluso, existiría un “mínimo común denominador” de la eficacia sacrificial, tanto más visible y preponderante cuanto más viva permanece la institución. Y este denominador: la violencia intestina (civil, doméstica) es la que instaura la armonía de una comunidad y refuerza su unidad social. Por el hecho mismo de ser sedentarios, son naturalmente los pueblos agricultores los que se plantearon la construcción de viviendas fijas; de hecho se dice que la primera ciudad fue fundada por el propio Caín. Paradójicamente, la acentuada fijeza y el estrechamiento espacial propio del sedentarismo, y de manera general, las obras de los pueblos sedentarios son “obras del tiempo”: permanecen fijas en el espacio con relación a un ámbito estrictamente delimitado, desarrollan su actividad dentro de una continuidad temporal que les parece indefinida. Frente a ellos, los pueblos nómadas nunca edifican nada duradero ni trabajan para un porvenir; tienen a su frente el espacio ilimitado, que por el contrario, les abre nuevas posibilidades. La actividad de los nómadas se ejerce sobre el reino animal, tan móvil como ellos mismos; la de los sedentarios en cambio tiene como objetos los de los reinos fijos: el vegetal y el mineral. También, es curioso observar que los nómadas, a quienes les estaban prohibidas las imágenes, como todo cuanto pudiera atarlos a un lugar determinado, desarrollaron símbolos sonoros, y crearan la poesía y la música (es decir artes que se despliegan en el tiempo). A su vez los sedentarios crean las artes plásticas como la pintura, la escultura y la arquitectura, artes que se despliegan en el espacio. Sin embargo, estos opuestos se terminan complementando: los que trabajan para el tiempo quedan asentados en el espacio; los que se desplazan por el espacio se modifican por el influjo del tiempo. Y aparece aquí otra paradoja: los que viven según el tiempo, elemento destructor, se mantienen fijos y se conservan; aquéllos que, por el contrario, viven acordes con el espacio, elemento fijo y permanente, se dispersan y cambian continuamente. Ahora bien, y afirmando su esencia de “destructor”, el tiempo devora al espacio. De la misma manera, que a lo largo de la historia, los sedentarios (la ciudad) fue absorbiendo a los nómadas. Este es el sentido histórico y social que podríamos darle al pasaje bíblico, donde el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín, está relacionado con el supuesto origen de la ciudad.
Ciudad: “campo” de conflictos
Sin embargo, el tema de la ciudad cambia radicalmente a partir de la Revolución Francesa (victoria política), y con la Revolución Industrial (victoria técnica). La poesía, la literatura moderna, y posteriormente el cine, nacen con la ciudad moderna. Incluso, y hasta el siglo XIX no era muy común que un poeta utilizara una determinada ciudad como tema central. Salvo -como nos recuerda Borges- algún que otro soneto de Wordsworth, o un texto de Thomas de Quincey, quien con su “sensibilidad exacerbada por el opio” describió la belleza laberíntica de Londres. Toda ciudad es en cierta medida un laberinto artificial, en su doble sentido de refugio y cárcel. También podríamos mencionar el escenario de París a través de la prosa de Víctor Hugo y a la incipiente pero potente Nueva York en las enumeraciones poéticas de Walt Whitman, recicladas con crueldad y violencia, y no con tanto acierto por Scorsese en uno de sus últimos films: Pandillas de Nueva York. Pero sin duda, uno de los primeros poetas realmente enamorado de una ciudad fue Baudelaire: “la ciudad moderna tan vasta como un cosmos y diminuta como una buhardilla”. El descubrimiento de la París popular, el paisaje de los suburbios pobres y miserables, Baudelaire con su obra refinada y al mismo tiempo perversa, es el espejo de su ciudad, el espíritu poético de su famoso “spleen”. De ahí el especial interés de Walter Benjamín por su poesía, que desde luego es central para su posterior y monumental teorización acerca de la ciudad moderna. Incluso su gran proyecto Obra de los pasajes, dedicado a París, en 1935 cambió su nombre por el de París, capital del siglo XIX. Para Benjamín las ciudades son como textos, descubrirlas y recorrerlas es equiparable a leerlas y escribirlas. Al respecto expresa: No existe ninguna ciudad que esté más íntimamente ligada a los libros que París. Es un gran salón de biblioteca atravesado por el Sena.1 En este sentido las ciudades son la memoria de la cultura y al mismo tiempo el espacio donde transcurre la cotidianidad, la vida colectiva y la privada. Son puntos de referencia de la historia, o sea, existen en el espacio y en el tiempo. Es decir se constituyen en “cronotopías”. Verdaderas “ventanas”, siempre reveladoras de los diferentes tipos de discursos dominantes. Y en este punto el campo semántico de la palabra ciudad entra en conflicto con la realidad social: en los términos civitas y pólis, ya se encuentra la contradicción presente en toda ciudad, que, al mismo tiempo que conjunto de personas libres, es una entidad que limita y aliena. De hecho la ciudad, es una forma racional de organizar las relaciones sociales que prescinde de las diferencias individuales, un “campo” de conflictos, en el que las leyes del mercado determinan la movilidad, el cambio, la exclusión, la marginación continua; una pregunta retórica se impone: ¿nos mudamos o nos mudan? Comunidades que son “mudadas”, mejor dicho expulsadas del centro a los barrios y de los barrios a las villas miserias. Como dice Rozitchner en el acápite inicial: ...En la ciudad se pone al desnudo el poder activo o vencido de sus habitantes. La lucha de clases es lucha de barrios y casas. ...Los habitantes de las casas tomadas son expulsados a la periferia. La miseria ofende a la dignidad urbana. Ciudadanos indignos de habitar esos espacios que la especulación gana para hacer negocios. La ley del mercado distribuye las zonas y la reorganiza. Pero también la policía traza su estrategia: la ciudad universitaria alejó a los estudiantes del centro y les concedió un retiro apartado cerca de la costa para que no jodan….Lo cierto es que la ciudad determina al sujeto, al “yo pienso que existo”. Pero también lo extermina.
El modelo ideal de la ciudad moderna, cuyo fundamento es la libertad de los individuos y la igualdad social de los que la habitan, cuyo espacio son las calles y los lugares públicos de encuentro, siendo la plaza el más emblemático, ha colapsado en casi todas las megalópolis. Incluso para algunos investigadores y urbanistas, se pasó de la ciudad a la “no ciudad” o a la “anticiudad”: un gran espacio fragmentado de “microcosmos” sin comunicación entre sí, y sin posibilidades de encuentros. Por otro lado la lucha y la ocupación por el espacio público es complejo, y al decir de Beatriz Sarlo: no es algo definido establemente, sino una zona de permanente conflicto, donde algunos tratan de ocuparlo con razones legítimas o no, y otros buscan impedirlo.2
Literatura, cine y ciudad de Buenos Aires
Los poetas la han visto, recorrido y cantado como caída en el viejo agujero infernal, o como ascenso hacia una nueva edad de la historia. En este sentido, podemos decir, que la poesía “argentina”, nace con la ciudad de Buenos Aires. Recordemos que el poema El Romance elegíaco, del fraile Luis de Miranda, que acompañó a Mendoza en 1536 en su expedición y primera fundación de la ciudad (en realidad, un precario campamento), es su primer testimonio en verso, ya que el texto inaugural de la Argentina, fue escrito por el alemán Ulrico Schmidel, donde se cuenta al igual que en dicho poema, las angustias, crueldades, la hambruna y el canibalismo de los soldados. Estos hechos, son también narrados, magistralmente por Manuel Mujica Lainez en los dos primeros relatos (El hambre, 1536; y El primer poeta, 1538) de su emblemático libro Misteriosa Buenos Aires (1950), llevado después al cine en el año 1981, por el antropólogo y cineasta Alberto Fisherman. También tenemos, en la década del 60, pero en tono paródico, el ensayo de cine-pintura sobre un cuadro de Oski, inspirado a su vez en el mismo relato de Schmidel, La primera fundación de Bs.As., y el corto lírico realista Buen día Bs.As., sobre el despertar de la ciudad, de Fernando Birri. Quiere decir que la ciudad de Buenos Aires conoce ya en su fundación, su primer acto de antropofagia, donde incluso un hermano mata y se come a otro. Así lo canta Luis de Miranda en su poema: Las cosas que allí se vieron/no se han visto en escritura:/comer la propia asadura de su hermano. Allí comienza la violencia desplegada obscenamente o metafóricamente encubierta; la necrofilia dantesca que luego se va a extender por la vida y el arte argentino. Desde textos clásicos como Martín Fierro o el Facundo hasta la producción actual (los últimos trabajos del pintor Carlos Alonso ilustran el primer cuento argentino, El matadero, de Esteban Echeverría, como metáfora del país). Los restos de Juan Lavalle llevados de un lado al otro, reactualizado en la novela Sobre héroes y tumbas de Sábato. El entierro tumultuoso de Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas en 1838. No es casual en este sentido, que el primer film argumental del cine argentino sea El fusilamiento de Dorrego (1909) del italiano Mario Gallo, y el primer río argentino se denominara Río de la Matanza. El país-ciudad representado por las siguientes y significativas metáforas espaciales: el campamento sitiado de la primera fundación, el matadero sangriento de la guerra civil, la gran aldea, Babel de aspiraciones y codicias (estado social y moral de tres presidencias: Mitre, Sarmiento, Avellaneda), el reñidero (film -1965- de René Mugica adaptado de la obra de teatro -1964- de Sergio De Cecco, que es a su vez una transposición de la antigua tragedia griega Electra de Sófocles), símbolo de una época de crisis y muerte (1905), la casa tomada (cuento de Cortázar), una lectura posible: llegada de Perón al poder, ocupación gradual del país-casa. Recordemos a propósito del uso de esta metáfora espacial, pero en otro contexto, la mentirosa y cobarde frase de Alfonsín: la casa está en orden. Luego a partir de la dictadura militar y genocida: las zonas de detención, al decir de Piglia3, todo se había vuelto explícito, esos carteles decían la verdad. La amenaza aparecía dispersa por toda la ciudad. Como si se hiciera ver que Buenos Aires era una ciudad ocupada y que sus tropas de ocupación habían empezado a organizar los traslados (lugares de detención clandestinos) y el asesinato de la población sometida. “La ciudad se alegorizaba. Por de pronto ahí estaba el terror nocturno que invadía todo y a la vez seguía la “normalidad”, la vida cotidiana, la gente iba y venía por la calle. El efecto siniestro de esa doble realidad que era la clave de la dictadura. La amenaza explícita pero invisible que fue uno de los objetivos de la represión. Zona de detención: en ese cartel se condensa la historia de la dictadura”. Y por último tenemos el shopping-center, metáfora e imagen emblemática de los noventa: Buenos Aires ya no tiene un centro, los barrios ricos y de clase media han configurado sus propios centros en torno al shopping: “un simulacro de ciudad de servicios en miniatura” acondicionada por la estética del mercado. En realidad la ciudad no existe para el shopping que niega lo que lo rodea. En este sentido es todo futuro, y lo que lo rodea, al menos en Buenos Aires, una vuelta al siglo XIX, donde los cartoneros, “revolvedores” de basura, circulan en carros tirados por caballo, o arrastrados por sus dueños. La historia está ausente o es tratada como un suvenir para ser vendido, el shopping se independiza de su entorno, de ahí su aire irreal.4
Otro eje, que tiene a la ciudad como “teatro de operaciones”, sitio privilegiado de elección de conflictos y luchas, es el culto del cadáver como elemento de trueque político: el memorable cuento Esa mujer, de Rodolfo Walsh, sobre el cuerpo embalsamado de Eva Perón, tema que sería ampliado en la novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita. El mismo autor, comenta a propósito en un reportaje: la muerte y la política están constantemente vinculadas. Hay una tradición por tanto, y una crueldad extrema en un país que se finge o disfraza de país civilizado y racional. El morbo forma parte constitutiva de la vida política argentina. Un momento emblemático fue la ofrenda del cadáver de Juan Bautista Alberdi en el balcón de la casa de Gobierno de Tucumán. El ataúd de Alberdi fue colocado ahí por Menem para apoyar la candidatura a gobernador de Palito Ortega. Estas son realidades complementarias, o mejor dicho, aspectos complementarios de la misma realidad. Nuestra literatura, que en una época se dividió entre Boedo o Florida, nuestro cine, son hijos de la ciudad pero, a su vez, nuestras ciudades no serían lo que son y lo que fueron, y posiblemente lo que serán, sin los poemas, los cuentos, las novelas, las pinturas, y las películas que simultáneamente, las retratan, la recrean, las transfiguran y la completan. De ahí que más que el espejo de la ciudad, los textos son su lengua y su consciencia, sus sueños, pero también sus pesadillas. Sin dejar de ser al mismo tiempo, la constitución de un espacio común de diálogo, un fenómeno de culturas en contacto, en conflicto, un hábito de reflexión crítica, y como debería ser toda ciudad: “un espacio político-ciudadano”. Sin más, el arte de la ciudad es la cultura misma: desde sus relaciones de producción, sus vías de comunicación hasta su urbanística. El sitio de elección de un conflicto, de la historia como reivindicación de la memoria. En este sentido, la ciudad no sólo es la gran creación de la Edad Moderna, sino que todos los acontecimientos decisivos de los últimos doscientos cincuenta años han ocurrido en las ciudades. Resulta claro entonces que, así concebida, todo poema, toda película, toda literatura es genéticamente urbana: producto del encuentro-desencuentro dirigido, con y al otro. Incluso como nos marcara Italo Calvino: toda ciudad toma su forma del desierto al cual se opone.
Héctor J. Freire
Escritor y crítico de arte
hector.freire [at] topia.com.ar
Notas
1 Benjamín, Walter, París, la ciudad en el espejo en Cuadernos de un pensamiento, Ed. Imago Mundi, Buenos Aires, 1992.
2 Sarlo, Beatriz, Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002.
3 Piglia, Ricardo, Crítica y Ficción, Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1990.
4 Sarlo, Beatriz, Escenas de la vida postmoderna, Ed. Ariel, Buenos Aires, 1994.