Se ha construido un imaginario social donde el psicoanalista es un personaje quieto, silencioso, que interviene muy poco y, en algún momento de la sesión, realiza una interpretación que le permite al paciente acceder a alguna zona desconocida de su inconsciente. Nada más alejado de la situación actual donde nuestra práctica clínica requiere de intervenciones terapéuticas para responder a demandas de atención en las que la interpretación no alcanza. Esta imagen, de un psicoanalista que juega con las palabras y los silencios desde un saber privativo de muy pocos elegidos, se afianzó en la década del sesenta. El auge que la práctica del psicoanálisis tuvo en esa época fue reducido por las instituciones psicoanalíticas a fórmulas que banalizaron las intervenciones del analista. Los necesarios principios de neutralidad y abstinencia se transformaron en coartadas para dejar los "casos difíciles" en manos de aquellos que eran considerados "heterodoxos" o, simplemente, hacían una devaluada psicoterapia. Una frase servía como anatema para aquella práctica que no seguía los códigos, muchas veces implícitos, referentes a la realización de un tratamiento: "eso no es psicoanálisis". Estos hechos ya forman parte de la historia del psicoanálisis.
Como ejemplo podemos recordar que un psicoanalista, para nada "heterodoxo" -según los cánones de esas mismas instituciones- como Mauricio Abadi, en un Simposium realizado por la APA en 1959 señaló que "el grupo psicoanalítico es un grupo secreto que reprime su condición de tal, o sea, es un grupo con todo la fenomenología de las sociedades secretas disimulada (y sustituida), sin embargo, por ciertos rasgos derivados de la negación y la represión que el grupo hace de su condición de esotérica". De esta manera establece las cuatro condiciones que califican al grupo psicoanalítico: "A) es un grupo; B) es o se comporta como si fuera esotérico, secreto; C) reprime su condición de secreto; D) tiene una relación conflictual con su instrumento de trabajo". Sin embargo, cuarenta años después, sigue vigente la imagen de un psicoanalista que pertenece a un grupo esotérico que usa un lenguaje inentendible para la mayoría de la gente y que, a la manera de un profeta, interpreta. Es cierto, la interpretación es uno de los instrumentos que contamos los analistas para trabajar en nuestra práctica clínica. Como dicen Laplanche y Pontalis, esta permite la "deducción, por medio de la investigación analítica, del sentido latente existente en las manifestaciones verbales y de comportamiento de un sujeto. La interpretación saca a la luz las modalidades del conflicto defensivo y apunta, en último término, al deseo que se formula en toda producción del inconsciente". Pero también señalan que la palabra interpretación no es exactamente superponible al término alemán Deutung, cuyo sentido se aproxima más a explicación y esclarecimiento. La palabra "interpretación", en castellano, sugiere lo subjetivo y lo arbitrario. Freud utiliza la palabra con estas dos connotaciones.
No pretendo tratar los problemas que plantea la interpretación, la cual es objeto de numerosas discusiones técnicas desde diferentes perspectivas teóricas. Lo que sí creo necesario subrayar es que la interpretación no abarca el conjunto de las intervenciones del analista en la cura. Esto lo sabía muy bien Freud. Mientras en sus escritos sobre técnica psicoanalítica, trata de formular algunas consideraciones generales sobre una práctica que está fundando, en su consultorio resuelve situaciones que, aún hoy, se considerarían poco "ortodoxas". Esto se puede leer en el libro de Paul Roazen, Como trabajaba Freud. Comentarios directos de sus pacientes, basado en entrevistas realizadas por su autor a pacientes que se analizaron con Freud. Un testimonio directo de lo que estoy afirmando lo podemos encontrar en la correspondencia entre Freud y Edoard Weiss, escrita durante los años 1919 y 1935. E. Weiss era un psicoanalista italiano que consulta a Freud sobre los problemas que se le presentan en su práctica clínica. En estas cartas vamos a observar que Freud no da demasiados consejos, y sus sugerencias nunca se transforman en encíclicas. Prevenía contra una ambición terapéutica excesiva. Es decir, advertía sobre el "furor curandis" para señalar los peligros del "furor", no de la necesidad de curar al paciente de los síntomas que padecía. Para ello recomendaba ganar al paciente, despertar su interés y provocar el entusiasmo por el trabajo psicoanalítico. En una de las cartas le pide a E. Weiss que no abandone al paciente a su "demonio" de la compulsión a la repetición. Una de las características de estas cartas es la detallada descripción de la dinámica psíquica de las situaciones planteadas. Sus puntos de vista son expresados francamente. En una carta Freud está en contra de la fijación de una fecha terminal del tratamiento. En varias oportunidades aconseja una conversación con los padres del paciente. En otro caso plantea la interrupción del análisis, con la promesa de retomar el tratamiento algunos meses más tarde. En dos oportunidades Freud le explica a su colega que más de un paciente se ha "curado con insultos". En otra carta sostiene que, en algunas ocasiones, es inevitable la activación de algunas psicosis recónditas durante el tratamiento, y que no hay que culparse por ello. Recomendaciones súbitas e inesperadas son una constante en estas cartas. En una de ellas, se deja llevar por sus prejuicios cuando aconseja interrumpir un tratamiento y prescribir al paciente la drástica resolución de mandarlo a Sudamérica y abandonarlo a su suerte.
Si en estos textos nos encontramos con un Freud que da cuenta de que con la interpretación no alcanza, ¿por qué, tantos años después, sigue predominando la imagen de un psicoanalista que funciona como un oráculo? No es la intención de este breve artículo editorial contestar esta pregunta, para la cual nos tendríamos que remitir a los múltiples factores que intervinieron en la creación y desarrollo del psicoanálisis. Lo que sí es necesario es señalar que esta imagen fue generada desde las instituciones psicoanalíticas al servicio de defender sus propios intereses institucionales. También es necesario decir que la misma se ha convertido en un obstáculo para debatir con otras alternativas terapéuticas. Este retraimiento del psicoanálisis sobre sí mismo sólo ha servido para que en la actualidad se lo considere un tratamiento largo, costoso y que no sirve para curar las afecciones psíquicas. Esto es responsabilidad de los propios analistas. Muchos de ellos sostienen que el psicoanálisis se diferencia de otros tratamientos porque no busca la cura del paciente, ya que su objetivo es que este pueda encontrarse con un "espacio de libertad y autonomía". Como si esta característica de nuestra práctica no fuera la particularidad con que encaramos la cura. De esta forma, sacar al psicoanálisis del espacio de la cura ha sido un retroceso que ha llevado que este fuera ocupado por otros tratamientos. En este sentido, Topía en la Clínica pretende ser una herramienta para aquellos que creemos en un psicoanálisis donde la práctica clínica no está separada de la teoría y de los desafíos que nos plantean las sintomatologías actuales. Por ello este número tiene como título "En la clínica actual: con la interpretación no alcanza". Los autores que escriben plantean desde diferentes perspectivas teóricas las posibilidades y límites de la interpretación. Límites que establecen no sólo la realidad de un aparato orgánico, sino también una estructura social que produce, como afirma Richard Senett, "la corrosión del carácter como consecuencia personal del trabajo en el nuevo capitalismo". Pero también, límites que nos indican los extraordinarios avances de las neurociencias y la psicofarmacología. Los cuales, paradójicamente, ponen en evidencia que el padecimiento psíquico solamente puede encontrar una respuesta efectiva en un espacio terapéutico que dé cuenta de la sobredeterminación de lo inconsciente que aparece en toda producción sintomática. Es que, hoy más que nunca, el sujeto necesita de un espacio donde pueda encontrarse consigo mismo. Un espacio en el que pueda respetar su tiempo para, desde allí, poder responder a sus necesidades y sus deseos. Un espacio sostenido por un terapeuta que a veces está en silencio, otras habla e interviene para trabajar con el deseo y la defensa. Esta es la actualidad y la fuerza que aún sigue teniendo psicoanálisis.