Con cara de furor y voz amenazante, Matías, de seis años, formuló en medio de la sesión: “Si no lo hacés le voy a decir a mi papá que no vengo más y te vas a quedar sin trabajo”. ¿Cómo evitar la ola de horror, de mezcla de rabia y sorpresa, humillación y ganas de expulsarlo del consultorio, que atravesó veloz de los oídos al cerebro del analista? El round está a punto de terminar uno a cero, y uno no se recupera de la trompada asestada en medio de la mente. “Sin simpatía no hay curación”, reza el libro de Ferenczi, y el niño desvalido y encantador del cual uno se ha hecho cargo se ha manifestado, de golpe, como un pequeño golem del neoliberalismo. ¿Cómo volver a recuperar el lugar cuando el discurso ha dado en el blanco no de una ansiedad de supervivencia sino de una convicción acerca de la propia tarea y del descarne de una época en la cual ya no hay niños y adultos, maestros y educandos, gobernados y gobernantes, se ha diluido en el interior de la categoría más general de clientes y prestadores? Hay que sobreponerse e interpretarle la existencia proyectada de sus propios sentimientos de desvalimiento, de su propia angustia ante el desconocimiento que el otro puede ejercer respecto a sus necesidades y deseos, a la cosificación tan temida de la cual se puede sentir objeto… ¿Cómo hacerlo, en caso de que sea correcta esta interpretación, sin emplearla como contra-ataque, sin valerse de ella para desmantelar a quien de ser humano que merece ayuda se ha convertido en verdugo cuyo aniquilamiento temporario garantiza la supervivencia del yo afectado?
La contratransferencia: esa activación de procesos inconcientes que el analizando provoca en el analista y que deben ser tomados en cuenta no sólo para posicionarse ante el paciente sino para evaluar cuidadosamente qué uso hacer de ella. ¿Neutraliza los propios activamientos fantasmáticos todo lo posible? ¿Emplearlos para interpretar el inconciente del otro? ¿Dejarse guiar por ellos considerando que la interpretación “de inconciente a inconciente” constituye la única comunicación verdadera en psicoanálisis? Si el analista hiciera esto último, no como efecto de un desborde sino racionalizando su violencia como regla técnica, el sujeto quedaría sometido a la impulsión no regulada de éste.
Sabemos que no todo analista reaccionaría, intrapsiquicamente, del mismo modo. Un conjunto de representaciones que toman a su cargo la producción del discurso da cuenta de la intersección de un sujeto determinado puntualmente en ese momento pero en cuyo imaginario opera el discurso social en intersección con sus propias motivaciones y deseos narcisísticos y pulsionales. La amenaza ingresa entonces a partir de los modos con los cuales el analista se representa su propia posición no sólo en el interior del consultorio sino en el mundo, de las formas con las cuales él mismo se representa los límites de su tolerancia a la prepotencia narcisista y a la crueldad del semejante, al nivel con el cual se siente involucrado por su sufrimiento e identificado en el dolor que lo atraviesa.
Una niña de cinco años cuyo padre fue salvajemente asesinado por los militares desplegó, en los años del exilio en México, su odio en el interior del consultorio de manera tan desgarrada y desgarrante contra su madre que ambas tuvimos la sensación de asistir a una verdadera devastación. En medio de una crisis de furor, rígido el cuerpo y atravesada por la desesperación, luego de decir a los gritos en un crescendo que la patearía, la mordería, la pellizcaría, le dijo, con los ojos arrasados de lágrimas y al límite de sus fuerzas, que llamaría a los militares para que la torturasen y matasen. Sensible y dolorida por la pérdida de su padre cuyo cuerpo la madre había tenido que ir a reconocer, quería hacerle aquello que sentía que no toleraba más en su cabeza, que la partía por dentro con imágenes aterrorizantes. Y la madre corrió a abrazarla mientras yo misma las miraba tensionada con los ojos húmedos por la escena de sufrimiento que ambas desplegaban.
Las escenas pueden sucederse entonces de acuerdo a los modos con los cuales el sujeto se representa y representa al otro no sólo desde sus motivaciones inconcientes sino bajo las formas con las cuales la cultura le brinda la argamasa social para su ejercicio. Y el analista, que reacciona emocionalmente a ello a partir de los modos con los cuales su psiquismo es activado, debe ser cauteloso al respecto con la convicción de que deberá someter a caución toda acción antes de permitirse considerarla, como se tiende a decir con excesiva ligereza, “un acto analítico”.
Hubo una época en la cual los analistas creían que no sólo el inconciente era universal, sino sus contenidos, e incluso que la moral inscripta en el superyo era compartida, o que el yo se defendía de los mismos procesos inconcientes. Esto guardaba una dosis de verdad: ella remite a la universalidad de la represión respecto a ciertas pautaciones relativas a las defensas contra el erotismo primario, pero encierra también una enorme falsedad: la de que toda prescripción alude a una forma universal de consideración del sujeto respecto al semejante, en razón de que la moral que guía nuestras acciones tiene ese carácter.
La creencia en la universalidad de ciertos principios morales ha sido una aspiración válida del humanismo psicoanalítico, pero no se debe perder de vista estos universales operan siempre y cuando consideremos universo al recorte que la sociedad impone respecto a la noción de “semejante”. Que un jerarca nazi sintiera culpa en caso de que sus hijos se vieran sometidos a condiciones penosas no quiere decir que tuviera ese mismo sentimiento respecto a los niños encerrados en los campos de concentración, lo cual se encontraba reprimido en razón de que él se defendía de sus sentimientos piadosos. La ideología no está del lado del yo y las verdades universales del lado del inconciente, sino que es esta misma ideología la que define qué debe ser reprimido y qué no, cuando se trata de contenidos secundarios que implican formas de representación narcisista del sujeto en relación a su cultura de pertenencia. Por eso los modos con los cuales se producen las formas de la seducción o del sadismo en el interior de una sesión analítica son guiadas, por supuesto, por mociones que expresan formas universales de las pasiones, pero no contenidos universales para darles curso. Y en esto radica la cautela con la cual el analista mismo debe explorar sus formaciones representacionales para que no devengan justificación de su propia crueldad.
Suponer que la contratransferencia expresa, puntualmente, al inconciente del otro, implicaría suponer que tanto sus contenidos inconcientes como sus modos de representación, son universales. Una suerte de trascendencia de los inconcientes, que guardaran las mismas representaciones, y de sus defensas, que tendrían el mismo carácter. Y si bien en épocas más o menos normales, de homogeneidad ideológica, las defensas son compartidas en razón de que la sociedad comparte ciertas formas morales de relacionarse, no es así en períodos de transformación o crisis, y ello obliga a un ejercicio mucho más cauteloso de nuestras intervenciones.
Una niñita encantadoramente histérica, de siete años, formula en medio de una sesión en la cual se ha enojado mucho conmigo las frases más escandalosas que puedan surgir de su boca: “Hija de p… Con… La con… de tu madre…” Lo hace a grito pelado, pero baja la voz, como horrorizada ella misma de lo que está diciendo, cuando nombra lo que considera sus insultos más terrible y humillante: “gorda” “tenés rollos”, para proseguir un rato más tarde a todo volumen con las frases más escabrosas ya mencionadas. Si me guiara por lo que me ocurre me reiría porque estoy entre asombrada y divertida de la precocidad de implantación del modelo narcisista que la cultura impone a la mujer, pero no puedo hacerlo porque sería desconocer que en esas frases sobre mi cuerpo hay un odio arrollador, morigerado sólo por el temor a ser oída diciendo algo tan espantoso, o asustada, tal vez, por lo que podría ser mi reacción.
Que el inconciente de un hombre pueda birlar la conciencia de otro y operar sobre su psiquismo es indudable, porque un aparato psíquico abierto a lo real no puede dejar de recibir impactos que no siempre está en condiciones de cualificar y que determinan ondas de placer y displacer, excitaciones y arrastre de representaciones que no dejan de tener efecto sobre nuestra sensibilidad. Pero eso no implica en absoluto que lo que registramos sea calcado de lo que el otro no puede registrar: la idea de un psiquismo “espejo invertido” del otro debe ser puesta entre paréntesis, y sólo conservar de ella el valor de recepción del impacto para permitirnos realizar la pregunta respecto al otro, y no para formular la interpretación. La contratransferencia debe ser entonces concebida como motor de interrogación y no como fuente de respuesta.
Se ha otorgado poca importancia, en psicoanálisis, a que la contratransferencia no sólo es el activamiento de fantasmas inconcientes, de representaciones de amor y odio correspondientes a mociones pulsionales o edípicas activadas, sino que es el efecto de una formación mixta entre los sistemas psíquicos. Si la envidia, el erotismo, el rechazo del analista pueden ser activados por formas de despliegue del paciente que bien puede parasitar su psiquismo, sabemos también que los afectos no son ajenos a las formas de representación con las cuales está entretejida la masa ideativo-ideológica del yo. Y así como sería absurdo suponer que nos analizamos para defendernos del ataque del inconciente del otro, ya que el estar realizando cotidianamente un trabajo en el cual las pasiones se despliegan del modo más desembozado no nos deja librados fundamentalmente al ataque del otro humano sino a la activación de nuestro propio inconciente, no debemos descuidar que este proceso pone en juego también ansiedades preconcientes, formas de concebir el mundo, aspectos identitarios en riesgo en los cuales el discurso social instituyente no deja de tener fuerza definitoria.
Es en virtud de esto que una vez definido el límite de nuestra simpatía, una vez que hemos delimitado el horizonte humanamente abarcable por nuestro deseo de hacernos cargo del alivio del sufrimiento del otro que nos implica en nuestra propia representación del mundo, tenemos la obligación de encontrar, en la maraña compleja y desarticulante de la intersubjetividad que la realidad actual plantea, los medios de recomposición que permitan no nuestra tolerancia ante la crueldad sino la posibilidad de ayudarnos y ayudar al otro a sortear los riesgos destructivos que ella implica.
Silvia Bleichmar
Psicoanalista
sbleich [at] fibertel.com.ar