La invitación a participar con una Conferencia en un reciente Coloquio realizado sobre la obra de Jean Laplanche determinó en mí una exigencia: repensar y compartir las reflexiones que uno va haciendo sobre las transformaciones impresas a su propia práctica. Más aún cuando, al recuperar el material de un análisis llevado a cabo algunos años atrás, nos preguntamos qué ha ocurrido, de qué modo ha variado o no nuestro pensamiento teórico y nuestro modo de intervención en la práctica, qué sostendríamos hoy y qué no de las ideas que nos impulsaron a tomar una u otra decisión en la conducción de una cura psicoanalítica.
Mi recorrido, que lleva ya muchos años, comienza con una formación básicamente freudo-kleniana, pasando luego por una relectura desde Lacan que nunca llegó a sepultar mi modo clásico de concebir el proceso analítico, ni en lo que hace a las premisas del encuadre ni tampoco a la prioridad otorgada a la angustia y a los aspectos más desestructurados del psiquismo como cuestión central de mi práctica. Esta formación que menciono, y que podemos decir, en líneas generales, que abarca a gran cantidad de analistas de mi generación, al menos en Argentina, desemboca a fines de los 70's en el pensamiento de Jean Laplanche, y ello, básicamente en función de la insatisfacción de los modelos previos; insatisfacción que, debo decir, me llevó, no a una sustitución simple de los “contenidos” -ya que sigo considerando un conjunto de conceptos provenientes de mi “freudo-kleinismo” inicial como válidos- sino a una reformulación de los mismos, una perspectiva distinta desde el método: método de lectura de la teoría y método de abordaje de la práctica.
Cada escuela psicoanalítica ha intentado sostenerse, en su conceptualización teórica, a costa de una renegación de las contradicciones que arrastra, de los aspectos que podrían resultar “distónicos” para su intento de armonía, en un esfuerzo de síntesis que opera por recortes y exclusiones. Más allá de que el kleinismo haya desconocido toda la línea que va, en la obra de Freud mismo, de la fundación del inconsciente por inscripciones a la represión originaria, y que la identificación haya quedado reducida a un concepto que da cuenta de un modo de operar del sujeto respecto a la depositación de ansiedades en el otro humano -identificaciones proyectivas e introyectivas- y no como un mecanismo constitutivo, efecto de la modelación de las instancias sobre el semejante, y que el lacanismo, por su parte, haya intentado obviar y escotomizar tanto los aspectos histórico-traumáticos -en aras de un estructuralismo a ultranza-, como aquellos económicos no favorables a una subordinación lenguajera del funcionamiento psíquico en su conjunto, creo que la cuestión central que ha limitado nuestras acciones teóricas y prácticas desde siempre y que trasciende las escuelas -o las unifica- es, fundamentalmente, el hecho de intentar sistemas omniexplicativos que aparecen como culminaciones cerradas, en las cuales la clínica queda más encorsetada que orientada para la toma de resoluciones del método.
Por el contrario, de lo que se trata, en un afán de cercar los paradigmas en que se sostiene nuestra práctica, es de redefinir, desde una perspectiva en la cual las reglas del método sólo se aplican por relación a un universo de objetos, la posibilidad del análisis -de aplicación del método analítico- a partir de la existencia, en el sujeto, del clivaje entre sistemas, del posicionamiento del inconsciente respecto a la barrera de la represión, fundación y funcionamiento de la tópica y modo de circulación de la economía libidinal que se convierte en central para repensar nuestros modos de intervención en el campo clínico. Y de revisar, desde esa perspectiva, qué tipo de operatoria es posible cuando estas condiciones no están dadas, cómo sostenernos en los límites mismos, y desde qué variables nuestra práctica sigue siendo psicoanalítica.
Para encarar estas cuestiones y, particularmente, la de la represión y las fallas en la estructuración psíquica, quiero presentar parte del material clínico de un paciente que tuve ocasión de ver tiempo atrás, en la época en que viví en México. Presentación desde una doble perspectiva: ir exponiendo las dificultades que se nos van planteando cuando enfrentamos estas fallas de la constitución psíquica y, al mismo tiempo, dar cuenta de mi propio proceso de reflexión hoy, a varios años de la época en la que llevé a cabo este análisis.
No se trata en este caso de un paciente neurótico, sin que por ello nos encontremos con una estructura a dominancia psicótica; su funcionamiento psíquico se hallaba en esa difícil franja en la cual parecería que es posible la aplicación del método y, a su vez, éste se ve sometido permanentemente a vacilaciones, fracturas y revisiones.
Su síntoma más llamativo -si es que corresponde llamarlo de este modo- era una adicción, la cual no sólo era efecto de sus aspectos más patológicos sino que generaba, a su vez, nuevos modos de ejercicio de acciones autodestructivas. Los rasgos compulsivos dominantes tornaban difícil la permanencia de alguna situación, sometiendo a su psiquismo a una temporalidad que no es aquella que posibilita un proceso continuado. Es bajo un rubro demasiado fácil que se denomina hoy, a estos pacientes, patologías compulsivas, o adicciones, borrando bajo una generalidad que remite a la forma de expresión sintomática las diferencias que se expresan en sus diversos tipos de funcionamiento. Esto es lo que me lleva a no hacer una clasificación simple, y a volver a rescatar conceptos básicos de la metapsicología, poniendo también en juego las conceptualizaciones acerca de lo edípico tal como se manifiestan en la actualidad: sea en su carácter de complejo nuclear de las neurosis, sea como entramado desde el cual pensar aún los procesos pregenitales y las patologías no neuróticas, otorgándole, por su parte, una función como ordenador en el establecimiento de la represión y su mantenimiento. Ya se habló bastante en los últimos años de la necesidad de actualizar, poner al día, la psicopatología con la que hasta ahora los psicoanalistas nos manejábamos.
Cuando Javier vino a verme solicitándome ayuda, dudé mucho antes de aceptar hacerme cargo de un tratamiento. Según él mismo planteaba en la primera entrevista, venía a que lo ayudara “a encontrarse a sí mismo” –esto es textual- después de haberse “perdido en oscuros laberintos de quince internaciones en varios países del mundo y esto desde los dieciséis años”. Decepcionado de sí mismo, incrédulo, escéptico frente a lo que yo, o “la ciencia” -decía- pudiera brindarle, este muchachote gordito, -tenía 25 años- con la cara marcada con cicatrices de acné, se presentaba como conocedor de más psicofármacos recetados o de autoelección que los que yo conocía en mi mediano vademécum de bolsillo. Me aclaró que necesitaba encontrar una brújula con la cual orientarse en un mundo que decía entender muy poco.
–“Sólo me siento bien con marihuana”-dijo, ratificando su aislamiento y al mismo tiempo planteándome aceleradamente qué era lo que yo tenía que darle: algo mejor que lo que él había elegido como salida salvadora, pero con igual perentoriedad.
Me relató en esa primera entrevista con lujo de detalles su historia y geografía psiquiátricas, con un tono muy particular, como quien muestra desganado pero a la vez orgulloso un curriculum profesional. Madrid, Barcelona, Bilbao, México D. F., Miami, Los Ángeles, una clínica en Yucatán, otra en Dallas. Los últimos dos meses en la Clínica San Rafael, en el Estado de México. Cárcel en México D. F. por robar un coche; en otra oportunidad por tomar una habitación en un hotel cinco estrellas, pedir champagne, tomarlo inundado de anfetaminas y no tener con qué pagar. Cárcel en Chetumal, cerca de Cancún, cuando la policía lo encuentra con un gran paquete de marihuana con el que viajaba, en un bolso, como quien lleva su equipaje de turismo-aventura. Intentos de suicidio: 50 pastillas de tranquilizantes disueltos en Nesquik.
Comprenderán por qué dudé, luego de esta primera entrevista, respecto a iniciar con Javier un proceso analítico, si a estos antecedentes que relato, le agregan que yo mismo, que hacía poco tiempo había comenzado mi exilio en México, estaba buscando signos y señales para orientarme en las encrucijadas de ese nuevo lugar de residencia, con una cultura totalmente distinta a la mía; yo también aún me sentía extraño en ese medio que me rodeaba.
José, su padre, había nacido en EE.UU.; era hijo de un alto funcionario del consulado mexicano. Se había casado con Manuela, su madre, descendiente de una familia de la aristocracia yucateca. Luego de este casamiento, José y Manuela se van a radicar a Panamá donde, tres años después, nace Javier. Manuela tenía 18 años, y no estaba ni se sentía preparada para conducir el hogar ni hacerse cargo de la maternidad; fue entonces contratada una niñera: Chucha quien manejó la casa en todos los aspectos, incluso el económico. Me cuenta Javier: “Mi padre trabajando, mi madre viajando a ver a su familia o de compras por EE.UU. y Chucha haciéndose cargo de nosotros”. El plural incluye a su hermano Alonso, sólo un año mayor que él. “Pero ella se encariñó conmigo, yo era su preferido y al mayor no le hacía caso. Chucha me adoraba, me consentía; cualquier cosa que le pedía me la daba sin limitaciones. Ya, de grande, me cubría cuando yo llegaba tarde, borracho, drogado; ella me esperaba en un sillón, despierta, hasta que yo llegara. Era mi abogado defensor contra todos. Iba a misa siempre; su dinero era para mí o para los curas misioneros. Murió hace tres años, y cuando me enteré no sufrí. Pensé en ella, pero no sufrí; me extrañó porque yo la quería mucho”.
Este “no sufrí” parecía marcar toda su vida.
“Soy... no sé que soy, -dice consternado-, no tengo imagen. A veces me siento un ser nefasto, otras un tonto, otras un tipo genial, las más de las veces un cobarde porque no enfrento situaciones. Primero me refugié en Chucha, después en los sanatorios. Ayer cuando volví a casa después de salir de aquí, marihuano, me dormí y soñé que me veía hablando con una persona que no conozco y le decía: “Mi situación es buena, tengo un auto, tengo lo que quiero; cuando estoy harto de esta sociedad me meto en un sanatorio y no más problemas, le decía como presumiendo de mi pasado. Y este hombre me contestaba: ‘no mientas'; y yo insistía, sin terminar de convencerlo : No, en serio, son como casas de campo, juegas, paseas, tomas drogas, cuando sales te tratan bien, te dan coche, es una situación privilegiada”.
Un sueño de inicio tan claramente transferencial entre la primera y la segunda entrevista, donde el otro no cree que no sufra. “ Sin terminar de convencerlo ”, eso me pareció auspicioso. Tal vez fue esto, junto a la apertura que se produjo en las entrevistas siguientes, cuando comenzó a abrir su abanico de síntomas, cuando rompió el relato obsesivo, cronológico, geográfico y fue exponiéndome su sufrimiento y sus fantasmas, lo que me llevó a aceptar el desafío.
En muchos momentos parecía querer indicarme de qué modo debía yo conducirme: -“Por mucho tiempo estuve en contra de mi padre; a él le echaba la culpa de todo. Que no me tirara de las riendas, que no me pusiera freno... Siempre dándome opciones en vez de parar a ver qué pasaba. Siempre aceptando el ‘no importa' de mi madre. Y empezar todo otra vez”. Termina agregando: “Tal vez si hubiera hecho antes este tratamiento...”
Si el análisis se abre con una interrogación e implica que el sujeto vaya a la búsqueda de sus propias teorizaciones, fue alentador cuando en la tercera entrevista me dijo: -“Ayer, después que me fui de acá, llegué a casa y me puse a leer filosofía. Me gustó, hay muchas cosas bien interesantes en la vida que no he descubierto. Nunca hice nada para lograr esto, hice tantas tonterías. Y la droga..., yo mismo me vendaba los ojos. Me gusta la filosofía, se dedica a buscar la verdad. No sé si exista la verdad pero el hecho de buscar ya es interesante”.
Pensé que a partir de aquel momento se daban las condiciones, recién ahí, para iniciar un tratamiento. Empecé entonces a dejarme conducir por sus relatos; él buscaba en sus recuerdos, en su historia, en su fantasía, y entonces apareció, más allá de la sintomatología evidente, un conjunto de elementos que daban cuenta de un aspecto central para comprender su funcionamiento psíquico. Me dice: “A los diez años, en una ocasión, en la playa, me di cuenta que me gustaba mi mamá. Tuve la primera erección; traté de calmarme pero no pude. Ya antes, cuando mi mamá viajaba de Panamá a México a ver a la familia, le sacaba medias, ropa interior y me las ponía. Es un grato recuerdo. Me quedaba dormido temiendo que me descubrieran. Me gustaba la textura, el olor. Una vez me descubrieron y se burlaron, se rieron de mí. Creo que mi padre debió haberme castigado, ya que no era ninguna gracia.”
-“A los trece años, después de jugar basketball, al sentir un dolor en la espalda. Tomé un masajeador vibrátil de mi madre y me lo puse allí y luego, por curiosidad, en el pene. Me excité y tuve la primera eyaculación. Embarrado de semen acudí a mi padre y me dijo que no me asustara, que ya era un hombre. Yo esperaba explicaciones, pero mi padre era así. Continué usando el vibrador hasta que se fundió. Ya no quería asistir a clases, estaba en secundaria, me declaraba enfermo para quedarme en casa masturbándome, cuatro o cinco veces por día. Al mismo tiempo quería superar la masturbación pero no podía. Estaba desganado; me desesperaba porque el rendimiento escolar había bajado, y en una ocasión que tenía que dar un examen le conté a mi madre y me dio una de las pastillas que ella tomaba para adelgazar, con anfetaminas, era un estimulante. No dormí, estudié como nunca, y presenté, quizá el mejor examen de mi vida. Estuve muy conversador, desinhibido, me sentí fuerte”. Allí, a partir de ese momento comienza a tomar benzedrinas. Tomaba cinco o seis por día.
Voy a detenerme un momento aquí para proponer algunas cuestiones teóricas respecto al material, particularmente respecto a la represión y a la constelación edípica que veía emerger. Dejo en suspenso algunos problemas que retomaré más adelante y me centraré en las emergencias manifiestamente "edípicas”, en el sentido de Edipo-complejo.
Lo primero que resalta es el carácter consciente del deseo por la madre: a los diez años tuvo su primera erección cuando se dio cuenta que le gustaba la mamá. Esto plantea una serie de cuestiones centrales para la teoría de la clínica y definir la dirección del proceso analítico. En primer lugar, el carácter no reprimido, del deseo sexual por la madre. El Edipo, en términos de la neurosis, como complejo nuclear, como organizador de la identidad sexual y ordenador del deseo, no implica, ni mucho menos, una elección genital consciente y mucho menos una excitación de órgano sin transcripción de objeto. Cuando esto aparece así, sin distorsión, deformación, transcripción, sabemos que estamos siempre ante pacientes graves, y en este caso, a los diez años, el embate puberal hacía saltar al plano de la acción un modo no sepultado del deseo erótico por la madre.
Y la complejidad de esta situación se tornó mayor cuando agregó: “cuando ella viajaba a México, le sacaba medias o ropa interior y me las ponía...” dando cuenta, en su relato, del modo con el cual todo sufrimiento psíquico se erotizaba de inmediato, y cómo, una corriente de su vida psíquica pasaba, en ese caso, y en un mismo movimiento, de la elección a la identificación con el objeto como modo de anulación de la ausencia; identificación realizada, por una parte, en la “superficie” misma del cuerpo, y por otra, bajo una primacía de lo genital asumiendo un modo fetichizado.
No deja de ser relevante para el tema que intento desarrollar, el modo con el cual se refería a este hecho, definiéndolo como “ es un grato recuerdo” , sin crítica, más bien con nostalgia, dando cuenta que no ha sucumbido a la represión, no hay enjuiciamiento moral... lo cual no sólo da cuenta de una falla en la estructuración del superyo, sino del modo de funcionamiento de la represión secundaria, que es reemplazada por una ansiedad social más ligada al temor al ridículo que al enjuiciamiento moral: “Cuando me ponía la ropa interior de mi madre me quedaba dormido temiendo que me descubrieran; una vez me descubrieron y se burlaron, se rieron”. Fragmento que da cuenta del modo con el cual el otro significativo cualifica el acto: es ridículo, no inmoral, no es del orden de “lo que no se hace porque no se debe” -lo cual en este último caso aludiría al impersonal del superyo. Él mismo formulando el déficit al cual quedó librado, mediante una demanda al padre, de castigo, de pautación: “Creo que mi padre debió haberme castigado ya que no era ninguna gracia”. Si hay mensaje paterno, en este caso, es de complacencia ante su feminización.
Desde otro ángulo, pero bajo el mismo modo, el padre significa el uso del vibrador que produce la eyaculación: “ya eres un hombre”, dice, reduciendo al cuerpo biológico, a la eyaculación, el rasgo de la masculinidad. No importa cómo, con quién, no importa, tampoco, si el objeto es un objeto real o un aparato eléctrico, porque lo que importa es que la masculinidad funcione en tanto atributo de naturaleza: erección y eyaculación; esos, para el padre, eran los rasgos que daban cuenta de que ya era un hombre.
Aquello que ha sido denominado “carencia primaria de madre” aparece en este caso, claramente, como un modo de intromisión sexualizante, genitalización precoz que, aunada a esta falla de pautación paterna, ensamblan bajo modos complejos ésta estructuración patológica, pero desde un denominador común: desde ambos padres aparece algo que, siguiendo a Jean Laplanche, podemos conceptualizar como déficit de traducción, carencia de oferta simbólica sobre la cual sostener las propias teorizaciones respecto a los enigmas que la sexualidad impone, en una reducción al cuerpo real de los elementos que deberían constituirse como significantes de la ausencia y de la masculinidad. De tal modo, la propuesta de la madre cuando ofrece estimulantes, no sólo lo introduce en la adicción, sino que se ofrece como modelo de obturación de todo sufrimiento psíquico, mediante la resolución siempre basada en un elemento concreto, material, “no transcripto” de los modos básicos de la ingesta o del apego: pastillas que se incorporan, ropa interior que rodea el cuerpo.
En la primera sesión Javier dice que tiene una especie de obsesión con el tratamiento, que piensa todo el día en él: -“Hablé con mi padre de dejar al psiquiatra de la clínica porque no quiero tomar más medicamentos. [Tomaba una combinación extraña de Anafranil, Urbadán, Tegretol y Litio]. Pero mi madre cree que con pastillas estoy muy bien. A mí me gustaría que usted me recomendara lecturas” [Cuando Javier recurre al padre para que avale el tratamiento, la madre, de manera lamentablemente coherente, propone el empastillamiento como modo de obturación del sufrimiento. Él queda sometido a dos mensajes contradictorios que lo dejan en el mayor desconcierto, y es ahí dónde aparece desplazado, transcripto, el deseo de algo del orden del saber que calme: el conocimiento. Hay ya un intento de reemplazar lo que calma de modo biológico con algo que pertenece a un plano lenguajero, teórico, simbolizante. Aparece un deseo de saber y un posicionarme a mí, no sólo como poseedor del saber, sino como aquél que pueda hacerlo circular]. “Sobre todo, que me dé lecturas para saber qué es la mujer; no tengo una idea clara de qué es la mujer, ni la menstruación, ni cómo se embaraza”. Búsqueda que remite a la mujer, quizás como un modo elíptico de devenir hombre a través de la recepción de un saber de otro hombre en posición de padre. La mención de la menstruación no deja de evocar, de algún modo, la cuestión de la castración femenina tan velada en ese movimiento que recubría su propio sexo con ropa materna. -“Es hora de que tenga relaciones más frecuentemente. Tener relaciones más normales; no como antes, drogado. Saber más sobre la sexualidad. No veo nada de malo en la homosexualidad. No sé si yo puedo tener placer completo con la mujer. Quiero recibir de Ud. un mayor conocimiento para saber más de mí, para saber más de la mujer, para saber cómo tratarla mejor. No quiero seguir viviendo un mundo de fantasías, no quiero tener que seguir poniéndome ropa de mi madre para masturbarme; ya no aguanto más todo eso.”
En aquella época, influenciado, bajo la dominancia de las ideas de Lacan, pienso que el acento estaba planteado, por mí, del lado del falicismo materno. Consideraba el encierro asfixiante en el interior de la madre a partir de la falla del padre, incluido en esto el asma infantil que padeció. Ubicaba a la madre como madre narcisista, desvalorizante de este hijo de funcionario que sólo podía administrar sus posesiones. Pensaba, entonces, que ese pobre José, que sólo podía asumir un lugar secundario, insignificante, en la trama argumental edípica, ni siquiera se podía plantear ejercer alguna crítica al despliegue apropiatorio que la madre establecía con su séquito de mujeres cortesanas (Chucha y Juana, la niñera y la mucama).
Es aquí donde se hace necesaria una reflexión respecto a la cuestión del narcisismo materno: ¿se trata de pensar el eje del proceso analítico bajo los modos habituales con los cuales se ha pretendido responder desde hace años a este tipo de sintomatología, como efecto de una falla en el corte ejercido por el padre, en términos de la prohibición edípica de apropiación de la madre de su propio producto, y del hijo respecto al deseo correlativo de madre? Pienso ahora que habría más bien una falla en la identificación narcisística, primaria; un déficit efecto de la ausencia de madre que lo dejaba librado a una genitalización precoz, cubriendo en su propio cuerpo los significantes que remitían al cuerpo materno, algo así como una obturación en acto de la ausencia de la madre y del interrogante acerca de esta ausencia. Déficit que dejaba al descubierto, bajo las falencias del superyo, una corriente todavía más primaria de la vida psíquica fallida, una falla en la constitución misma de los enlaces amorosos, transcriptivos, identificatorios que dan estabilidad a la represión del lado del yo.
Aquí es donde, en términos de Laplanche, la determinación del “descriptivo” define la prescripción, vale decir la operancia del método. Si el eje del proceso analítico es pensado en términos de una dominancia perversa que remite a una renegación de la castración -correlativa a una falla de la función paterna-, o es pensado en términos de un déficit más primario en la estructuración de la tópica, a los procesos de ligazón yoicos, teniendo entonces que dar prioridad a los procesos de recomposición psíquica, de ligazón y contención.
Voy a agregar dos cuestiones que remiten, por un lado, a la transferencia, por otro, a la repetición y su posicionamiento en el Edipo. Quiero señalar, para volver sobre algunos ejes problemáticos, que me interesa recuperar en este material del inicio del tratamiento de Javier, algunos elementos. En primer lugar, algo respecto al carácter ampliado, no sólo en el sentido propuesto por Freud de masculino y femenino, sino de relativo a los orígenes y fundante de las vicisitudes subjetivas y, a partir de ello de las vicisitudes transferenciales. En segundo lugar que este análisis no podía transcurrir sin que yo alentara la posibilidad, la esperanza, de producir algún movimiento del tipo de neogénesis , tal como lo plantea Laplanche 1, y que también, ampliamente, ha desarrollado Silvia Bleichmar 2.
No eran sólo aspectos reprimidos los presentes en Javier, sino verdaderas fallas de la constitución psíquica que hacían oscilar la estructura en diferentes direcciones. Así el análisis circuló en distintos momentos por corrientes diversas de la vida psíquica y no puedo considerarlas, en sentido amplio, como preedípicas, sino como pregenitales o, como lo plantea Laplanche: paragenitales 3. Precisamente la genitalización precoz de Javier cuando deseaba a la madre como objeto sexual correspondía a una genitalización de los objetos pulsionales por déficit de envolturas y ligazones amorosas y sublimatorias.
Un tiempo después dice que quiere relatar un acontecimiento que siempre vuelve a su memoria provocándole el mismo malestar. Se trata de algo que le había sucedido dos años antes de empezar el tratamiento. Me cuenta: “Yo estaba viviendo con mi abuela; no me dejaban entrar a casa de mis padres porque decían que cuando entraba era para robar algo [recordemos que había tenido varios episodios de robo, además, entre ellos el robo de unas pistolas del padre, dinero]. Un día llegué y no había nadie, subí al cuarto de una mujer, amiga de mi madre, que estaba pasando una temporada en casa. Le robé un collar de perlas que valía como 2000 dólares. Mis padres, al día siguiente, vinieron directamente a mí. Mi mamá lloraba, yo decía que no lo tenía. Todos estaban seguros que era yo el ladrón menos mi madre. Yo sentía que los tenía en mis manos. ‘Tengo algo que ustedes necesitan... -pensaba- Dependen de mí, ¡sufran!' Al final lo devolví con la condición de que nunca más me volvieran a mandar a un sanatorio. Mi padre dijo: ‘te vas a ir a Cozumel por dos o tres meses hasta que te tranquilices'.”
Allí, un tío, hermano de la madre, tenía un hotel. Entonces, el padre lo aleja. En efecto se va por dos o tres meses. Dice: “Llegué agresivo. Estaba en mi habitación y puse la radio fuerte. Vino un camarero a decirme que baje el volumen; lo abofeteé. ¿Quién era él para exigirme eso? ¿Sabía quién era yo? ¿Sabía él quiénes éramos los Méndez Uribe? 4 Yo tenía reacciones exageradas”. Allí, entonces, comienza a relatar un episodio de desorganización psicótica. Me dice: “En ese lugar conocí a un pescador que me dio como medio kilo de marihuana a cambio de mi radio-grabadora. Era la mejor marihuana que fumé en mi vida. Me fui descalzo y en traje de baño con mi bolsa. Me agarró la policía, yo sólo hablaba de los Méndez Uribe. Yo presumía de mi familia, los Méndez Uribe, descendientes de la casta divina y de los conquistadores que buscaban la fuente de la juventud. La policía me llevó a la cárcel y después me trasladaron a otra, en Chetumal. Allí, en las paredes había imágenes de la Virgen María, había algunas del Dios Sol que era mi abuelo [es importante señalar que no dice ‘Yo creí, en medio de esa locura, que esa imagen era mi abuelo', lo dice en afirmativo “era”, lo cual nos hace pensar que hay una convicción que sigue operando]. Los ojos se le movían [al Dios Sol que era el abuelo]. La Virgen María era Chucha [la niñera] que era virgen y religiosa. Yo era hijo de ella. Había una Iglesia pintada en una pared; era la casa del Sol Naciente que era la ruina de todos, la cárcel; y también la salvación porque después vendría la recompensa. Yo comprendí, allí, la religión; todo era creado por el hombre. Yo era el Jesucristo de este tiempo, el Mesías, además tenía barba y pelo largo”.
Yo no sabía, a esa altura, cuánto era relato de un episodio delirante y cuánto había -no dudaba que esto hubiera sucedido- cuánto había de producción momentánea que se agregaba. “La cárcel no tenía baños; había mierda por todos lados; circulaba la marihuana a lo grande. Con 5 pesos te daban para tres cigarrillos. Como yo no tenía dinero empeñaba mis cosas; cuando no tuve más qué empeñar me desesperé. Me peleé. Me creyeron loco y me encerraron en un cuarto de aislamiento... Yo creía que me iban a matar. No podía dormir por miedo a que me atacaran. Agarré una navaja de afeitar y me corté por todos lados; suave, pero sangraba. Me acosté así; me llevaron a la enfermería. Yo era el profeta. Yo era el único que podía entrar allí, en la tierra, porque si entraba otro se hundía todo. Había cucarachas que se habían posesionado del cuerpo de los humanos. Lo único que las alejaba era el agua, por eso les escupía. Le escupí a mi madre cuando llegó a verme porque ella era una cucaracha que se quería hacer pasar por mi madre. El suelo era el cosmos y yo debía fecundarlo. Metí mi semen, mis excrementos, mis orines, mis escupitajos que eran puros. Tenía que hacerlo para salvar a la raza humana porque vendría el diluvio, la tempestad acabaría con todos”. Y concluyó: “Todos estos recuerdos me atormentan. Trato de rechazarlos cuando vienen. Hoy quiero agarrarme de usted, quiero armas para no sufrir más, para no estar triste, quiero armas para no pensar en el suicidio. Tengo fe por primera vez, aunque dure mucho el tratamiento. Quiero romper el círculo vicioso de hospitales y sanatorios, no quiero que se cumpla lo que una vez me dijo mi madre, que al morir mi padre me encerrarían en un hospital psiquiátrico para toda la vida. Pero hay algo, siempre hay algo que no me deja estar contento. A veces pienso en las cosas que Ud. me dice y hay veces que pienso que lo uso a usted para que no me exijan. Empiezo a ver un poco de luz y luego doy un paso atrás”.
Y agrega: “Mi madre siempre buscó en mí un aliado para poner sus cosas enfermas y no sentirse tan sola con eso. Siempre decía que éramos iguales, que teníamos el mismo carácter, que éramos Méndez Uribe. Que yo nunca iba a trabajar con mi padre. Y esto para que no me separe de ella. Yo trataba de darle el gusto. La odio por estar súper pegado a ella y ella creo que me odia porque yo soy igual a ella. En Chetumal cuando me vino a ver le dije ‘viuda negra'. Ella era la peor de las cucarachas, las que tomaban el cuerpo de los humanos. A veces yo me siento como una cucaracha y no veo por qué seguir sintiéndome así. Hay días en que, si yo estoy bien, ella se pone mal o al revés, si yo estoy mal, si me paso el día en cama, ella se pone bien y anda de un lado para otro. Antes de psicoanalizarse, mi madre estuvo un año mal; lloraba en cama sin poder levantarse, sin ganas de nada. O soy yo o es ella. La veo como un rival algunas veces. Insiste en que nos parecemos, ella sabe todo lo que me va a pasar a mí porque ella ya lo pasó. Mi padre es más positivo, me conviene seguir el ejemplo de él. Yo quise ser ella por eso me ponía la ropa de ella. [José Gutiérrez Terrazas, en aquel mismo Coloquio, se refirió al sujetamiento a la identidad del otro, identidad no metabólica en lugar de identificación por metábola]. Hoy pienso que tengo mucha suerte, no tengo que dejarme vencer. Para ser querido por ella tengo que estar mal. A veces me da las pastillas que ella toma; dice que me voy a sentir bien con eso, como si supiera qué necesito. Más de una vez me dijo que tratara de no pensar y que para qué tenía que seguir viniendo a verlo a usted.”
Esta sesión marcó -yo creo- el punto más difícil del tratamiento. Un punto de inflexión en el que o avanzaba o retrocedía peligrosamente. En forma concreta, desgarradora, aparecían casi sin solución de continuidad el odio y el amor a la madre. Yo me preguntaba en ese momento si lo que veníamos trabajando hasta entonces podría evitar ese destino de adicción y locura que le proponía la madre cada vez más claramente. De un modo implacable se reproducía -pensaba revisando este material- la posición de Yocasta pidiéndole a Edipo que no piense, que no continúe la búsqueda, ofreciéndole los placeres inmediatos: la droga y el trono de la casta divina. Por otra parte la amenaza: si muere el padre, lo enviará a un hospital psiquiátrico público. La ambivalencia está también, muy claramente, en el discurso manifiesto de ella, en sus diversos tiempos y se manifiesta en él de modo contradictorio y disociativo.
Tomo un trozo más de material para después desarrollar algunas ideas. Unos fragmentos del período en el cual el tratamiento se re-encausa, después de haber pasado casi un año en Reacción Terapéutica Negativa.
Me dice: "Doctor, rompí mi promesa, volví a fumar marihuana, [él se lo había prohibido a sí mismo y lo había sostenido...] Después estuve pensando en ahorcarme, no quería pensar, era la única solución..." Ahorcarse -creo que así se lo interpreté-, separar la cabeza del cuerpo, desligar lo que es ligado, dejar de pensar en lo que venía ligando, uniendo. Después de eso él dice: "No, no quiero más estar en plan de víctima, no quiero ahorcarme ¡quiero curarme, carajo! ¡Quiero que me ayude y quiero cooperar! Siempre hubo alguien que piense por mí o haga por mí. Yo nunca pensé; las cosas pasaban y así se fueron. Recién ahora me doy cuenta. Hace una pausa y dice: "Pienso que en México va a haber una revolución. La gente está menos ignorante, trata de aprender, de conocer, ya no es lo mismo. Una persona estancada no es lo mismo, lo sé por mí mismo. Yo tenía que ser el hijo de Dios, un Méndez Uribe, y por eso me tenían que aceptar; y nunca logré sentirme a la altura de esos personajes. La vida de un obrero o de un campesino valen más que la mía. Ellos quieren superarse, tienen sus valores, sus ilusiones. Mi ilusión es salir de esta posición en la que estoy; decir ‘no' cuando debe ser no".
Luego de estas reflexiones muchas veces venía un ataque personal: "Argentino", "pobre exiliado". Una recomposición narcisística llevaba, ahora, a oscilaciones menos confusas, con niveles de proyección más claros e intentos de diferenciación en los cuales pasaba del ataque denigratorio y la culpa consecuente, a la sensación de ser él, el último ser de la tierra.
El análisis duró cerca de siete años y medio, ocho. Yo no estoy muy seguro, cuando lo evalúo -lo volví a ver hace no mucho tiempo, cuando regresé de paseo a México- de la estabilidad del éxito relativo alcanzado: se casó con una muchacha de un sector social menos privilegiado, lo cual le permitió establecer una recomposición narcisista en la cual el clivaje oscilante intrasubjetivo se planteó a nivel intersubjetivo. Dejó la droga, pero conserva el alcohol, lo cual queda más absorbido en la cultura en la que se maneja. No tuvo hijos. La impresión que tuve es que logró tener una madre-Chucha para él solo, sin riesgo de que lo abandone. Trabaja con cierta inestabilidad; intentó abrir algunos negocios independientes con algunos socios ocasionales; no le ha ido muy bien. Dejó el tratamiento poco tiempo después de casarse. Un tratamiento, que, para mí, no estaba terminado, por supuesto. Suspendió con una racionalización bastante lógica: problemas económicos (dentro del espectro de los objetivos que él se planteaba para el análisis: independizarse de sus padres, cosa que no había logrado del todo porque constantemente buscaba, necesitaba el apoyo económico de ellos para sostener las cosas que iniciaba). Nunca más tuvo internaciones ni situaciones de intentos de suicidio, ni cosas graves personales. Tal vez, con el tiempo, hubiera sido importante reiniciar un tratamiento, cosa que dudo lo haya intentado.
Retomo algunas de las cuestiones teórico-clínicas que aún hoy siguen preocupándonos, a los psicoanalistas.
Anteriormente planteaba la importancia de tener en cuenta lo que Freud denominaba "fase pre-edípica", a condición, de reatribuirle el carácter edípico que posee. Cito una frase de Freud de “La sexualidad femenina”. Dice él: "La fase pre-edípica de la mujer [ uno podría preguntarse por qué no también del varón ] alcanza una significación que no le habíamos adscripto antes. Puesto que esa fase deja espacio para todas las fijaciones y represiones a que reconducimos la génesis de la neurosis, parece necesario privar de su carácter universal al enunciado según el cual el Complejo de Edipo es el núcleo de la neurosis". O esta otra: "La intelección de la prehistoria pre-edípica tiene el efecto de una sorpresa, semejante a la que en otro campo produjo el descubrimiento de la cultura minoico-micénica tras la griega". 5
Estos párrafos son de 1933. Mucha investigación psicoanalítica ha corrido desde entonces. Los desarrollos postfreudianos, por un lado Klein, escuela inglesa, y posteriormente con Lacan y Laplanche, nos permiten ver un giro importante por relación a las primeras concepciones, al introducir estos descubrimientos de períodos pregenitales pero no necesariamente pre-edípicos. Tal vez la vulgarización que, a partir de Freud, adquirió después el mito edípico, determinó en que, a veces, no se tome en cuenta suficientemente el contenido -para mí- revolucionario del uso que él mismo propone al dar cuenta del papel de la sexualidad infantil en la estructuración del psiquismo y de las formaciones neuróticas y aún psicóticas.
Freud, aunque después niegue que haya que efectuar correcciones, parece contradecirse cuando compara tal descubrimiento al de la civilización minoico-micénica, anterior a la griega. Descubrimiento que se produce contemporáneamente al desarrollo que va haciendo él, en psicoanálisis. En 1874 Schliemann (y después Dorpfel corrobora esos hechos) descubre Troya; descubre la cultura micénica, absolutamente anterior a la cultura griega conocida. Es decir, define que ella arranca del año 3000 antes de Cristo y que tiene su apogeo en el 1400 AC. En 1900 y 1920, Evans, con un grupo de arqueólogos ingleses descubre la cultura minoica, anterior aún a la micénica, lo cual produjo enorme impacto en las mentes lúcidas de la época.
Freud era un amante admirador de estos personajes y de la arqueología. Todos hemos visto, al menos en fotos, la enorme colección de piezas arqueológicas que tenía en su consultorio y en su estudio. Inclusive convoco a Peter Gay en Freud, una vida de nuestro tiempo 6 y también en el prólogo a Sigmund Freud and Art 7, un libro de arte, donde están reproducidas aquellas piezas arqueológicas. Dice él, allí, que Schliemann era una figura envidiada por Freud por haber logrado realizar un deseo infantil unido a ambiciones adultas. Esto lo toma también Laplanche, en su texto, "Psicoanálisis: Historia o Arqueología" que fue publicado en la revista Trabajo del Psicoanálisis 8. Ahí dice Laplanche (cito): “Schliemann era para Freud un verdadero héroe; con él los hilos se entrecruzan entre arqueología y psicoanálisis de dos maneras. Por una parte, dice Freud, el análisis se asemeja a la arqueología. He aquí a Freud descubriendo en el transcurso de uno de sus análisis, en uno de sus primeros pacientes, (designado con la letra E en las cartas), una escena que se remonta a ‘la época primitiva y profundamente sepultada'. Los términos como ustedes ven son los mismos del arqueólogo: ‘la época primitiva y profundamente sepultada'”. Es sabido que a la Ilíada durante siglos se la tomó como historia, luego durante otra época como pura invención, (por el aspecto fantasmagórico, por la intervención de los dioses). “El golpe de genio de Schliemann -dice Laplanche-, consistió en decir, la Ilíada no es ni completamente verdadera ni totalmente falsa, se trata de descifrarla. La Ilíada, diría Freud, es un símbolo mnémico que nos llevará a Troya, pero bajo la condición de saber leerla y descriptarla”.
Creo que la cuestión, en análisis, radica en sostener la metáfora arqueológica en su relatividad. Porque mientras algunos recuerdos pueden permanecer sepultados al fondo del inconsciente, y ser muy primarios, históricamente antiguos, otros elementos, aquellos que insisten en la repetición, pueden estar a la vista y sin embargo corresponder también a un estadío muy antiguo, muy primitivo. Estos elementos que no logran devenir recuerdos, son efecto de lo que Jean Laplanche considera del orden de la intromisión.
Si tomamos la metáfora de la arqueología en el psicoanálisis y trabajamos como arqueólogos, a partir de lo indiciario, los diferentes fragmentos que encontramos en la producción discursiva, permiten dar cuenta a veces de la totalidad de un objeto. 9 Los arqueólogos mexicanos llaman “tepalcate” a restos de piezas, de vasijas, a partir de los cuales se puede tener una idea global del objeto, reproducirlo y, al mismo tiempo, a partir de estos objetos tener mayores indicios sobre las características de la cultura de que se trata. Y tanto en psicoanálisis como en arqueología se asigna igual importancia a los restos recolectados como a un objeto entero: a un recuerdo, a una reminiscencia, (reminiscencia en el sentido de recuerdo desgajado del contexto, cortado de su raíz, de su origen), a un fragmento discursivo cualquiera. Junto a ello coexiste la vía histórica, como recomposición de conexiones, de ligazones significativas, por ejemplo causales o temporales. Vía histórica que el ser humano toma espontáneamente: sometido a los acontecimientos, los ordena de algún modo, teje su propia historia. Esto da cuenta de “la novela familiar del neurótico” que le permite otorgar algún orden de sentido a lo vivido.
El Complejo de Edipo es en este sentido un organizador mayor. Más allá del cuentito: el papá, la mamá, la niñera, (que en el caso de Javier, mi paciente, era real, existente), más allá de eso, hay un sentido profundamente historizante del Complejo de Edipo. Se trata de un ordenamiento estable y estructurado de las relaciones parentales.
Lo que no ha logrado metabolizarse, aquello inscripto al modo de la intromisión, no forma parte entonces del inconsciente reprimido: se conserva en lo manifiesto, insiste al modo de una compulsión. Esto es lo que vemos fallar en Javier, este paciente tan grave. Lo histórico, en el sentido de lo vivencial, inscripto, de las experiencias edípicas -aún aquellas que se organizan precozmente- están, pero, como en su caso, no logran algún tipo de organización más o menos coherente. Todas las figuras se superponen y en ciertos momentos, es difícil separar los componentes. Componentes de objetos primitivos, de fantasmas y de todo aquello que interactúa dándole forma a la transferencia. La misma madre anhelada, incluso idealizada, es odiada, “viuda negra”, “Virgen María”, “cucaracha”. Y no en distintos momentos o diversos fragmentos del proceso sino en un mismo fragmento en una misma sesión.
Desde la perspectiva kleniana se trata siempre de objetos parciales; no hay recomposición ni articulación posible. Y yo creo que es una guía importante aquello de lo parcial y de lo total -sobre todo del lado del preconsciente o del yo-, pero la cuestión radica en que esto no es efecto de la pura proyección determinada endógenamente por la fuerza de la envidia primaria o del instinto de muerte como lo plantearía Klein, sino de la imposibilidad de articular, con un mínimo de coherencia, las funciones parentales históricamente inscriptas.
Es en este sentido que el proceso analítico, la relación analítica, se convierte en un retejido de la historia. Y es interesante, en el texto de Laplanche que acabo de citar, él dice: “O incluso, en una fusión nueva de elementos enfriados, si es cierto que la transferencia es, al mismo tiempo, una situación caliente”. Pero en el caso de Javier -como hemos mostrado- no hay “elementos enfriados”, porque la represión falla. Falla de entrada y esto lo vemos inclusive cuando aparecen bloques de material desligado en el proceso analítico y en la relación conmigo. Falla, ya lo vimos históricamente, cuando a los diez años se erotiza, frente a la madre, cuando se masturba con sus ropas, o incluso cuando usa el vibrador, vibrador que se funde, que es una metáfora interesante para pensar su aparato psíquico. Acá la metáfora se invierte: hay que enfriar lo que está al rojo vivo.
Y entonces, por relación a la cuestión de lo ligado y lo desligado, creo que una de las líneas centrales del trabajo con pacientes graves es la posibilidad de entender el exceso de excitación transferencial como efecto de la emergencia de lo desligado. No se trata de interpretar el fantasma erótico que está en lo manifiesto, en este caso, sino de restituirle su función de ligazón espontánea del desborde libidinal ante la ausencia del objeto.
En fin, en todo momento me guió una convicción que aún creo alentadora para la dirección del proceso analítico. Que el dispositivo analítico y la transferencia pueden producir algún tipo de matriz nueva desde la cual se abra una perspectiva clínica distinta. Así, pensar la represión y ampliar la perspectiva de la visión del Edipo no sólo como complejo de la neurosis sino como trama, como constitución de la subjetividad del paciente, me parece que brindan elementos para que advengan más instrumentos para la práctica, para la conducción de la cura.
Laplanche, J.: Nuevos fundamentos para el psicoanálisis, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1989.
Bleichmar, S.: Clínica psicoanalítica y neogénesis , Amorrortu editores, Buenos Aires, 1999.
Laplanche, J.: El extravío biologizante de la sexualidad en Freud , Amorrortu editores, Buenos Aires, 1998.
Apellido de la familia materna, por supuesto ficticio.
Freud, S.: “La sexualidad femenina”, en O . C. , Amorrortu ed, Buenos Aires, 1979.
Gay, Peter: Freud , una vida de nuestro tiempo , Editorial Paidós, Buenos Aires, 1989.
cf. SIGMUND FREUD AND ART (Introduction by Peter Gay), Edited by L. Gamwel and R.Wells, State Univ. of New York and Freud Museum, London, 1989.
Laplanche, J.: “El psicoanálisis: ¿historia o arqueología?”. En Revista Trabajo del Psicoanálisis, Vol. 2, Núm. 5, México, 1984.
cf. Schenquerman, C.: “ Freud y la Cuestión del Paradigma Indiciario”, en Revista Virtual “Aperturas Psicoanalíticas”, Año 1, Nº 2, julio de 1989-