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La ciudad extraña, la lengua, el psicoanálisis

 

Hace ya un tiempo, en la ciudad de San Juan de Puerto Rico, una reunión de analistas convocó a una preocupación actual en estas épocas de exilios y viajes: ¿cómo ubicarse frente a la ciudad extraña y a la lengua materna que allí puede circular?

Un detalle freudiano

Casi en la misma época en que Freud suscribe “Por momentos me encuentro en la interesante posición de no saber si lo que voy a decir, debe ser considerado como algo familiar y evidente”, llega a su consulta en la ciudad de Viena una mujer que padece de alucinaciones visuales, ya que advierte que en ciertos espacios exteriores pueden aparecer frases o signos que la comprometen oscuramente en su sentido.
Hemos utilizado deliberadamente el término llega, porque lo hace desde Estados Unidos, en un viaje que se parecía en mucho al que otros también enprendían no sólo con el objeto de curarse, sino con el propósito en sí de viajar. En lo que sería ya entonces una suerte de road movie, novela de caminos, recorrido de aprendizaje, lección de vida. Cuestiones propias precisamente del Romanticismo Alemán y que luego se diseminarían por distintas comunidades como una operación universal.
También hemos utilizado deliberadamente el término llega, para comenzar a introducir la diferencia entre lo que simplemente se encuentra a distancia y que es una cuestión de la geografía, de aquello que aparece como lo lejano, lo extraño. Ese término que en alemán Freud designó como umheimlich y que en algunos países se utiliza políticamente confinando a alguien dentro de un perímetro cerrado. Una forma de exilio que se llama extrañamiento.
En tal sentido, queremos definir (y vuelvo a insistir con ello) en términos discursivos y para los efectos de nuestro trabajo, a lo lejano como lo extraño, como aquel lugar en donde el lenguaje no hace residencia y en donde algo de lo Real retorna en su dimensión inquietante que concierne a lo más íntimo del ser del sujeto y que se vincula y se abre de la lengua materna: “La patria es el lenguaje” decía Thomas Mann cuando se encontraba exiliado y privado de su ciudadanía.
Y hablando de espacios: cuando nos referimos a la lengua materna por supuesto que no estamos aludiendo al hablar de una madre, sino fundamentalmente a aquello que del Otro puede recortarse como el movimiento primordial de un lenguaje, movimiento en donde las palabras permiten llamarse idioma natal y, por qué no, patria de referencia.
Y es interesante advertir cómo ciertos textos y escritores dan cuenta de este juego de tensiones, obstáculos y extensiones que la lengua materna hace con ellos.
No solamente en el clásico ejemplo de Joyce, profesor de inglés en Trieste quien acomete como irlandés, la tarea de hacer estallar el idioma que enseñaba. También nos encontramos con Witold Gombrowicz en Tandil y Buenos Aires quien un día, tiempo después de radicarse, parecería haberse encontrado súbitamente con la lejanía, como para hacer trabajar a su idioma polaco no en la superficie sino a pérdida, de manera que sólo aparezca anudado en la intermitencia de algunos choques que se muestran como juegos de palabras, deslizamientos de sentidos, inflexiones y más aún, reflexiones sobre la escritura. Y no es casual que el libro iniciático de Gombrowicz: Ferdydurke, necesitara de un comité colectivo de traducción. Y también nos encontramos —último pero no único— con Isaac Singer, quien en el corazón de Nueva York escribe en idisch todos sus libros relacionados con la vida judía en donde habla de cuestiones universales (y quizás Singer, podría argumentar como Freud que el tratamiento de sus historias no depende de él, sino el material en cuestión).
Y volviendo a Freud: esta mujer Hilda Doolitle, que llega entonces, para tratarse con él, porta un rasgo singular: no sólo supone escrituras en la pared sino que además y fundamentalmente es escritora, poeta, continuadora de una refinada tradición en la que entre otros se encuentra Ezra Pound, un poeta de versos conmovedores y traiciones inconcebibles (por las que fue juzgado y condenado luego de la segunda guerra mundial).
Sabemos que hay pocos testimonios sobre la cura freudiana escritos por sus propios pacientes; y uno de ellos es el de Doolitle, en donde describe no sólo la resolución de sus síntomas, sino las vicisitudes del análisis que una vez concluido (y en esos tiempos los viajes eran más largos y los análisis más cortos) se continúa con una correspondencia intermitente pero intensa.
Y le responde Freud en una de sus últimas cartas, con el detalle: “tengo que escribir en alemán”. Le dice entonces de una obligación, de un imperativo (“tengo que”) que lo hace retornar a la lengua materna para escribir un texto coloquial, un texto en donde por ello, por ser una escritura íntima, diría más de sí mismo.
Pero este decir más, esta demasía, no tendría que ver con el relato de cuestiones que se podrían llamar personales, en tanto que para Freud como para la mayoría de sus contemporáneos, el género epistolar era una forma ensayística con el mismo estatuto que un historial clínico o que un texto inclinado a consideraciones teóricas.
Así es que la textura de esta afirmación “tengo que escribir en alemán”, sustenta su fuerza, su decir una otra cosa y algo más, en las líneas de su propio enunciado. Y en lo que en él se desliza, se cuela acerca del plano de la enunciación, del sujeto de inconsciente que está allí en juego y que no se corresponde exactamente con el firmante de la carta (Sigmund Freud), a quien podríamos describir como un fatigado anciano que poco después sería empujado a exiliarse precisamente en un país de habla inglesa. De habla, de lengua materna similar al de la corresponsal de esta carta, a quien aun así, le afirma la necesidad de contestarle en su propio idioma.

Acentuando la lengua
Y aquí una paradoja y nuestra hipótesis central: si el radical desencuentro proviene de nuestra condición de seres parlantes, es por otra parte la lengua materna en su discurrir, la que intenta hacer familiar aquello que resulta extraño, lejano o innominable.
Esta operatoria en donde el lenguaje y lo irreductible causan al sujeto, se articula entonces a la lengua materna como una manera de arreglar esta brecha. Pero además plantea efectos singulares en lo que podemos llamar entonces formaciones del inconsciente en las que por vía de la alquimia de las sílabas, se producen escrituras llamadas lapsus, sueños, frases fantasmáticas o también estilo.
Entonces lo que dicen estos significantes (“tengo que escribir en alemán”) tanto hablan del sujeto que está allí en el resto de la letra, como de una cuestión que hace oportuna esta insistencia de la cita: el estilo, aquello que hace singular a un autor, que es lo más propio de él, al mismo tiempo es lo más ajeno a su voluntad consciente. Y es eso que se produce en la operación en la que el sujeto de inconsciente al que llamaremos sujeto de escritura queda ubicado, buscando materializar esos paraísos perdidos.
Y volviendo a la lengua materna, cabe suponer que siempre se resiste a su propia pérdida. Ya hemos citado algunos ejemplos de ello en lo que podría llamarse justamente el estilo de escritura en relación al “material en cuestión”.
Pero cabe señalar un ejemplo más cotidiano: hace poco tiempo un analizante me refiere sobre un íntimo amigo radicado (hablando de lengua materna) en España, que pese a su actividad intelectual, a sus hijos nacidos allí y a los años transcurridos, no había adquirido ningún acento castizo. Supuse, como hipótesis silvestre, que esta adquisición implicaría por otro lado, una pérdida, algo que ocasionalmente me fue confirmado por otros comentarios. Pero más allá de eso comencé a pensar en lo que el acento (eso que según la ortografía indica el modo de entonar un término) representa como un grano, una producción de la lengua materna.
Roland Barthes refiere que cuando recorre algunas fotos familiares no puede afirmar que quien allí está copiada sea su madre. Pero en otras fotos, algo, algún rasgo, algún detalle, alguna insignificancia, le permiten identificar cierto atributo propio tan sólo de su madre y es a esto, a lo que Barthes llama el punctum.
En este sentido, el acento puede ser considerado precisamente como un punctum que da evidencia de la lengua materna, una manera de hacer visible cierta condición del lenguaje, produciendo en el habla algo de eso que permanece silencioso (“secreto discreto como una tumba”, diría Derrida).
Y a modo de comienzo, aunque pueda parecer una conclusión: si organizarnos la ficción de una pregunta y esa fuese: ¿cuál podría ser la lengua materna del psicoanálisis?, respondería que ella discurre en la escritura de Freud y de Lacan, escritura que es condición necesaria, para ocuparse a posteriori de una problemática: la contingencia de que el analista comparta o no un mismo origen idiomático y cómo poner en juego entonces la escucha de lo que se transporta en el decir.
Definimos esto como una contingencia: el encuentro con un real, punctum de la voz, soporte de lo perdido que causa a ese decir, porque si no estaríamos suponiendo erróneamente al psicoanálisis como una práctica de la complementariedad (para atender a niños habría que ser padre o mejor aún madre; para ocuparse de personas maduras, se tiene que ser cuarentón y nadie puede entender mejor la cuestión de la femineidad que una analista mujer). Cuando lo prioritario será establecer un dispositivo que tome en cuenta la dimensión del malestar en la cultura que se manifiesta y recorta en esa otra babel de lenguas que hacen al cuerpo, a las obsesiones, a las fobias y a la condición universal del padecimiento.

Carlos Brück
Psicoanalista
 

 
Articulo publicado en
Octubre / 1999