Introducción
Reimut Reiche nació en Berlín en 1941; es sociólogo, psicoanalista didacta de la Deutschen Psychoanalytischen Vereinigung (DPV) [Asociación Psicoanalítica Alemana] e investigador en temáticas relacionadas con la sexualidad. Formó parte activamente de la vida política de los años sesenta dentro de organizaciones estudiantiles de la “nueva izquierda” como la Sozialistischer Deutscher Studentenbund (SDS) [Asociación de Estudiantes Socialistas Alemanes] de Berlín, de la que fue presidente, o Revolutionärer Kampf [Lucha revolucionaria] en Frankfurt. Fue redactor a partir de 1965 de la influyente revista marxista de filosofía y ciencias sociales Das Argument (El argumento).
En el marco de las actividades políticas de los movimientos estudiantiles de los años sesenta realizó una investigación sobre la forma manipulada de integración de la sexualidad en el “capitalismo tardío”. Esta integración manipulada de la sexualidad suponía una ruptura con la forma represiva del “alto capitalismo”, y por este motivo se hacía imprescindible el estudio del modo diferencial en que se articulaba con las diversas manifestaciones de la lucha de clases. El resultado de este trabajo fue el libro Sexualidad y lucha de clases, publicado en Frankfurt en 1968 (Seix Barral: 1969), ampliamente discutido y traducido a varios idiomas. Entre las discusiones que el libro suscitó, no es la menos relevante la crítica de Michel Foucault, que lo toma -junto a la obra de Wilhelm Reich-como ejemplo de la llamada “hipótesis represiva” de la sexualidad.
Reimut Reiche se doctoró con una investigación de base empírica llevada a cabo junto al sexólogo Martín Dannecker sobre la forma de vida de los homosexuales corrientes, Die gewönliche Homosexuelle, en el marco del surgimiento de las primeras organizaciones políticas y contestatarias de la subcultura homosexual de los años ’70. En 1991 realizó su tesis de habilitación con un importante trabajo crítico sobre el concepto de “género”, atacando la solución imaginaria que este concepto aporta al conflicto que desata la “tensión de los sexos”, este trabajo ha sido publicado como Geschlechterspannung [“La tensión de los sexos”]. Ha publicado además una gran cantidad de libros y artículos de temática psicoanalítica y sociológica.
El artículo que aquí presentamos ha sido enviado por el autor exclusivamente para Topía, y forma parte de un libro en torno a diversos aspectos de los procesos de subjetivación que esta editorial publicará en 2014 junto a trabajos de León Rozitchner, Elsa Drucaroff, Miguel Benasayag y Cristián Sucksdorf.
El artículo en sí es un diagnóstico de época, que a partir del concepto de “dispositivo de sexualidad” de Michel Foucault intenta dar cuenta del modo en que se constituye dicho dispositivo en las sociedades post-industriales. El movimiento general de este dispositivo será el de una subsunción creciente de las pautas sexuales de la “cultura de la mayoría” a las de la subcultura homosexual, especialmente a los parámetros identificados en los años 70, cuando la lucha política de esos sectores en Alemania era aún incipiente. Esta tendencia creciente como rasgo distintivo del dispositivo de sexualidad contemporáneo es lo que el autor llama “homosexualización de la sexualidad”.
Un desafío -acaso también de inspiración foucaultiana- parece preceder este diagnóstico: evitar a toda costa la moralización metafísica de la sexualidad. No es un riesgo baladí; toda proclama de “liberación” de la sexualidad la supone. Pero también la idea misma de un “sexo” que existe más allá de la sexualidad, o incluso la más nominalista -pero no menos metafísica- noción de “los placeres y los cuerpos” enfrentados a la “sexualidad”. Esta apuesta por un conocimiento que no ceda la realidad a cambio de utopías, es quizás una de las más notables persistencias de este artículo.
Cristián Sucksdorf
El gran mensaje de Foucault en el primer tomo de Historia de la sexualidad radica en el rechazo de la “hipótesis represiva” de Reich, Marcuse y Reiche: según Foucault la sexualidad no es algo que “en el capitalismo” sea reprimido, sino algo que en esa época principalmente es producido. “En realidad, se trata más bien de la producción misma de la sexualidad, a la que no hay que concebir como una especie dada de naturaleza a la que el poder intentaría reducir… [sexualidad] es el nombre que se puede dar a un dispositivo histórico: no una realidad por debajo... sino una gran red superficial, donde la estimulación de los cuerpos, la intensificación de los placeres, la incitación al discurso, la formación de conocimientos, el refuerzo de los controles (…) se encadenan unos con otros.”[2] Las cuatro figuras principales de este dispositivo, creadas en el siglo XIX, son la mujer histérica, el niño que se masturba, la pareja que planifica la familia y el adulto perverso. A esta constelación histórica -y sólo a esta- la señala Foucault como el dispositivo de la sexualidad, y lo coloca entonces, algo vagamente y con un préstamo de Levi-Strauss que no menciona, frente del “dispositivo de alianza”[3] de las formaciones sociales anteriores.
De la vinculación del concepto de dispositivo de sexualidad con estas cuatro figuras surge una limitación del concepto a la época cultural que va desde el siglo XIX hasta -dicho grosso modo- mediados del XX. Pues en la segunda mitad del siglo XX, a más tardar en su final, el conjunto de estas cuatro figuras se disuelve y en su lugar aparecen la mujer igualada al hombre, el hombre igualado a la mujer, la pareja que se masturba, el niño abusado… ¿Qué nombres podemos dar al dispositivo que se prepara, si el nombre “sexualidad” se adjudica a una formación extinta? Cuando Foucault escribe Historia de la sexualidad, las cuatro figuras principales del dispositivo de sexualidad estaban completamente descompuestas y se disponían desaparecer de la escena histórica. Hay una cierta comicidad en este desencanto: la hipótesis de Foucault que en los años ‘80 asumió como discurso dominante, operaba con una figura que en ese momento histórico ya estaba tan agotada como la hipótesis de la represión, en cuyo lugar había sido colocada.
Foucault en verdad no había concebido el dispositivo de sexualidad como un diagnóstico epocal, pero sus efectos sí se desplegaban como si lo fuera. Más acertado me hubiese parecido designar para cada época su propio dispositivo de sexualidad. En Sexualidad y lucha de clases[4] de 1968, libro al que Foucault se refiere varias veces sin nombrarlo,[5] yo había diferenciado -como representante de lo que Foucault llamó “hipótesis represiva”- entre represión de la sexualidad en el alto capitalismo (Hochkapitalismus) y su integración manipulada en el capitalismo tardío (Spätkapitalismus). Sin duda una construcción errónea que vivió del espíritu de aquellos tiempos, pero así y todo una construcción que restringe por su parte fuertemente la “hipótesis represiva” de la que con tanta vehemencia se aparta Foucault.
Historia de la sexualidad comienza en La voluntad de saber con una gran promesa, casi presuntuosa en la pose y finalmente agotada como un co-disertante de estudios antiguos de la Escuela de los Annales. Ninguna otra obra de Foucault es tan convencional como El cuidado de sí, tercera parte de la trilogía Historia de la sexualidad. Y es ésta, al mismo tiempo, la obra que trata más directamente del cuerpo que se observa a sí mismo.
¿Por qué Foucault renuncia a la tan rica y exitosa cosecha de ese prometedor concepto de dispositivo de sexualidad -aunque también podría decirse que la cede a la teoría del sistema? A pesar de todo se podía esperar del recurso de Foucault a la sexualidad antigua en Historia de la sexualidad II y III una respuesta a la pregunta sobre los antecedentes del dispositivo de sexualidad. Foucault, como más de un post-estructuralista después de él, debió abandonar ese concepto apenas encontrado porque poseía una fuerza integradora, ordenadora. Es que precisamente como concepto integrador y ordenador desmentiría el núcleo más íntimo del discurso o de la doctrina de Foucault como una “anticiencia”, de modo que los discursos/prácticas surgirían eruptivos[6] e inexplicables de la avasalladora contingencia de las cosas. Obviamente el dispositivo de sexualidad como concepto funcionaba demasiado bien; por eso inmediatamente advierte Foucault en sus lecciones de 1976 sobre “los efectos de poder centralizadores… que están [en el] discurso científico organizado”.[7] Conservar el concepto dispositivo de sexualidad y con ello reconocer una cadena genealógica de conocimiento, debería desembocar más tarde o más temprano en un reconocimiento de cierta paternidad del marxismo y del estructuralismo. Contra esto, como contra cualquier tipo de afiliación, Foucault lucha sin embargo furiosamente. En el prólogo a la edición alemana de Las palabras y las cosas, fue importante para Foucault injuriar a todos lo que lo tildaban de estructuralista. “Yo no podía hacer entrar en sus pequeñas cabezas -exclamaba allí- que no había utilizado el método, los conceptos o las palabras clave que caracterizan los análisis estructuralistas”.[8] Con esto ofrece una manera significativa de reconocer cuán afecto es él a grabar una escritura en el cuerpo (aquí: en las pequeñas cabezas de sus lectores y oyentes). Él mismo es esa inscripción. Esto repentinamente -y de ningún modo a través de un hilo generacional- facilita la aparición de nuevos discursos y prácticas de una violenta masa de poder que se corresponde con la imagen de sí de su propio corpus teórico: no estar sujetado en una cadena significante de predecesores… Marx, Freud, Levi-Strauss y Lacan. Nos volvemos testigos de una fantasía de auto-creación sexual.
¿Se puede considerar a esta posición como sustituta de aquella negada a Marx por Foucault? Marx describe la acumulación originaria capitalista como un doloroso proceso de apropiación y transformación del cuerpo pre-proletario al servicio y con el fin del poder [de la forma] D-M-D [dinero-mercancía-dinero]. Cuando Marx habla por ejemplo de los “poros de la jornada laboral”, y desde allí, de que el nuevo régimen invade todo para poder convertir en una segunda naturaleza el orden de la temporalidad capitalista, usa la metáfora corporal de los poros como el quid pro quo [esto por aquello] del poder: el ritmo de la producción maquinizada penetra con su nueva medición del tiempo en todos los “poros” de la jornada, y de este modo atraviesa los poros de la piel del trabajador. Que la metáfora foucaultiana de la inscripción del poder en el cuerpo haya sido percibida como algo tan fenomenalmente nuevo en los años 70, se debe a una práctica de poder en la producción del saber: para que el mensaje de Foucault pudiese ser leído como lo nuevo, debía el de Marx ser cancelado como lo viejo.
En todo diagnóstico epocal se condensa una tendencia y esto oculta su carácter paradójico, su pertenencia a un contramovimiento. Todo diagnóstico epocal manejable, mediáticamente exitoso, vive de la condensación y del consiguiente ocultamiento de la complejidad. Esto no es válido sólo para Marcuse o para Foucault. En el momento en que el libro La incapacidad para el duelo de Alexander Mitscherlich diagnosticaba la imposibilidad de hacer duelo, Alemania ya se preparaba para reelaborar su propio crimen de una manera sin precedentes y sospechosa. Los alemanes demostraron, en el momento en que su incapacidad era diagnosticada, una peculiar capacidad para el luto. No es la última causa para esto el hecho de que duelo es un concepto sistemáticamente erróneo para el tema que se debe comprender. Los seres humanos pueden hacer duelo, los pueblos pueden inventar y mantener rituales de duelo. En una visión histórica retrospectiva el diagnóstico epocal de Mitscherlich funcionó como un preludio que medió en la formación de nuevos modos de rituales de duelo en Alemania; justamente en su falsedad este diagnóstico epocal fue exitoso. Esto vale para todos los diagnósticos epocales en general: para los hombres flexibles, para la sociedad del riego, para el sexismo, para la debilidad del yo, y en todo caso para todo lo que aparezca con el predicado “nuevo”.
Con esta carga de preconceptos, decliné sin embargo mi resistencia contra el asunto de los diagnósticos epocales e intenté traer el entero dispositivo de la sexualidad a la línea de fuga empírica del presente y darle un nombre: homosexualización de la sexualidad. Esto no se refiere a una indeterminada igualación de los sexos entre sí, sino a un acercamiento del mundo heterosexual al homosexual, de la cultura de la mayoría a la de la supuesta minoría. El modo de vida homosexual, tal como ha sido conformado en las metrópolis del mundo occidental desde los años setenta, da forma al estilo de vida heterosexual y se vuelve -sin ser reconocido como tal- su modelo. La subcultura homosexual había tenido aquí, como a menudo es característico de las culturas minoritarias y marginales, una función pionera para la sociedad en su conjunto.
Que esto es así puede verse también en el destino del significado de la palabra “homosexual”, que está en camino de desaparecer de la lengua. En el sistema de clasificación medico internacional en vigor, el ICD-10, la homosexualidad como diagnóstico ha sido anulada; la fórmula registrada como “concubino del mismo sexo” rehúye la palabra en el nivel jurídico, tanto como los “Schwulen” (gays) o las “lesbianas” la evitan para designarse a sí mismos. Las nuevas designaciones son entusiastamente adoptadas por la cultura de la mayoría, como si quisiese con esa adopción librarse de la sombra de los prejuicios. En este destino del sentido de la palabra también está contenido un destino de pulsiones: Schwul (marica) era la palabra con que la cultura de la mayoría expresaba su desprecio, hasta que el movimiento homosexual alemán que comenzó en la década de los ’70 se designó como Schwulbewegung (“movimiento marica”) e hizo del desprecio un arma. Mientras la cultura de la mayoría adoptó el nuevo uso -y los Schwulen (gays) lo toleraron- la huella de la persecución fue eliminada. La palabra homosexual quedó libre para un nuevo uso.
¿Cómo es esta línea de fuga empírica? Cinco marcas la definen:
1. Transformación de la estabilidad en movilidad. La autorrealización de cada individuo al interior de la pareja -Foucault hablaría de “técnicas de sí”- requiere una alta movilidad geográfica, que es preferida a la estabilidad de la alguna vez exitosa forma de vida patrilocal. Martin Dannecker y yo diagnosticamos esta modalidad ya en 1973, en una investigación empírica sobre la forma de vida de los hombres homosexuales, en la que entre otras cosas reconstruimos su biografía profesional. Sabíamos que de la superficie estática de nuestra investigación devendría un sesgo de clase media, es decir, una sub-representación de las clases bajas, y reconstruimos -en parte para debilitar la esperada crítica a nuestro relevamiento de datos- el enorme potencial de movilidad vertical y horizontal de los homosexuales. Con ayuda del concepto de Marx de la esfera de la circulación (Zirkulationssphäre) parafraseamos a los homosexuales como precursores de un “frente de circulación” (Zirkulatiosfront). La tendencia podía leerse de un modo particularmente notable en dos indicadores: una inédita movilidad ascendente profesional -y por ello mismo social-, y la predisposición, en caso de necesidad, a sacrificar para ese ascenso la relación de pareja.
2. Transformación de la monogamia en monogamia secuencial. La ética del matrimonio reconocible -“hasta que la muerte los separe”- pierde su estatus de incondicionalidad y palidece como una función orientadora junto a otras. El lugar de las viejas formas -matrimonio más vida de soltero como forma residual- es ocupado por una pluralidad de formas de soltería y de pareja. Para denominar esta línea de desarrollo ya han sido inventadas varias palabras-clave sociológicas y de mundos de la vida: familias de fin de semana, madre soltera o padre soltero, actual pareja, formas de socialización matrilocal o bilocal, concubinos de pensión, matrimonios secuenciales. La pareja sólo permanece junta mientras los valores comunes, negociados y postconvencionales trazan una intersección común. Antony Giddens habla con euforia afirmativa de “pure relation”[9] [relación pura], y ve esta tendencia realizada particular y ejemplarmente por los homosexuales.
Junto a esto, entretanto, no asoman ya nuevos tipos de relaciones y familias, sino últimas formas de asociación y auto-estilizaciones, que entran en escena como formas de vida con sus propios derechos, y que se podrían denominar, junto a Slavoj Žižek, como “identidades híbridas”. Un ejemplo sería: una pareja de lesbianas sordas -que no consideran su sordera como una discapacidad, sino como la pertenencia a una minoría cultural- busca en un banco de esperma un donante anónimo que sea sordo para realizar la inseminación artificial y fundar así una familia de sordos, y con ello anular desde un punto de vista totalmente autojustificatorio el Diagnóstico Genético Preimplantacional (DGP). Es de hecho un “niño de diseño” el que viene al mundo, al que se le evitan los “matadores” del DGP, vanagloriándose de su buena acción a favor de la cultura: un niño de anti-diseño. En tanto, Gauvin -que así se llama el niño- ha nacido y sus dos madres lesbianas, Sharon Duchesneau y Candace McCullough, aclararon repetidas veces que “ellas se hubiesen alegrado de un niño que pudiese oír, de modo que en ningún caso hubiesen eliminado el embarazo si hubiese sido indicada esa posibilidad en el informe prenatal”.
Además de esto, se da en las parejas homosexuales -tanto en las “uniones civiles” como en las “parejas de hecho”- una tendencia masiva al deterioro -o a la “recodificación”- de la determinación de que la monogamia tiene que ser monogamia sexual. Cada vez más se negocia qué prácticas sexuales, en qué lugares, con qué frecuencia y con quién, no ponen en peligro la pareja y, por lo tanto, son permitidas y qué tipos de pareja, prácticas y encuentros están prohibidos. Esta tendencia no retrocederá ante el mundo heterosexual.
3. Transformación a parejas sin hijos. Tener hijos pierde su antiguo carácter de imperativo cultural universal y absoluto. La palabra clave para esto fue acuñada ya en los años ’70: “dinky” (double income, no kids) [doble ingreso sin hijos]. Esta tendencia no sólo puede leerse estadísticamente, sino también, y de un modo drástico, en la transformación, dentro de las humanidades y los estudios culturales, del sentido de “sex” [sexo] por el de “gender” [género]. Dondequiera que el concepto de gender [género] se convierta en la metáfora principal en la que se da la negociación de la autoreferencia sexual y de los ideales de una post-identidad performativa, la crianza de hijos no tiene más posibilidades, toda vez que no se puede tener hijo solamente con el gender [género], sino únicamente con el sex [sexo], en forma elaborada tecnológicamente o cómo sea.
Para Judith Butler, el cuerpo, por decirlo así, se deshizo de cada memoria de su historia biológica, que desde la infancia, juventud mediante, alcanza la adultez y de allí continúa a la vejez y la muerte. Para Butler el sex [sexo] en su triple sentido de tener sexo (o hacer el amor), ser sexy y la función procreativa, no tiene más lugar. La excitación y el orgasmo aparecen en su obra tan poco como la crianza de hijos o la procreación. Ella piensa en y para un mundo de juventud-adultez duradera, en el que no tienen hijos y no envejecen, en el que están fuera del ciclo biológico. Son los seres humanos de la tabla central de El jardín de las delicias de El Bosco o los hombres y los homínidos de Matrix. Por este camino Butler hace una oferta atractiva a todos lo que no quieren comprometerse o “atarse” sexualmente. Esta oferta es especialmente interesante para las mujeres que -respetuosas de la moral convencional- están en el conflicto de coming-out [salir del closet]. Debajo del nuevo manto protector de la degendering [des-generización], como en la nueva autoatribución alrededor de las teorías de género y el feminismo, ese conflicto tradicional, como en las generaciones anteriores, puede quedar implícito en el futuro. Esto tiene también un lado positivo: para la mujer, en la dimensión histórico-cultural, objeto sexual y fin sexual no están tan fuertemente soldados como para el hombre. En el volverse reflexiva de la moral en la historia reciente, esa soldadura se muestra, por primera vez por derecho propio, cada vez más suelta, y se vuelve visible ahora como nueva forma de expresión cultural. Tal organización es la siguiente: mujeres mayores de 40 o 45, o incluso más años, comienzan una relación de pareja homosexual. No deben sufrir necesariamente por ello una salida del closet comparable en nuestra cultura a la del hombre -y puede ser más fácil para ellas que, luego del fin de esa relación homosexual, no se comprometan nuevamente en un vínculo homosexual y no se reconozcan autoperformativamente como lesbianas.
4. Transformación del coito en onanismo y en ejecución de prácticas para-coitales. Casi todas las investigaciones científicas serias de los comportamientos sexuales coinciden en el hecho de que en las sociedades industriales desarrolladas el mundo heterosexual se vuelve cada vez más inactivo: decreciente frecuencia del coito, decrecientes relaciones extramatrimoniales, descenso relativo del sentido del coito al interior del total sexual outlet[10] [mercado sexual total]. El tabú sobre la masturbación se vuelve cada vez más permeable. El mandato del coito como constitutivo de las parejas -acatar los deberes conyugales- pierde fuerza. Lo que “corre” sexualmente, llega cada vez más al ámbito de una negociación moral discursiva. Esto ha sido siempre así para los homosexuales. En el mundo heterosexual esta tendencia comenzó con la igualación de las primeras experiencias coitales y masturbatorias de las mujeres a las de los hombres. Aquí son legibles dos efectos sorprendentes y estadísticamente representativos del ’68. El salto estadístico “hacia arriba” tiene lugar con los nacidos entre 1950 y 1954, esto es con las mujeres que en 1968 tenían entre 14 y 18 años. Las mujeres ya no son “iniciadas en el amor” por los hombres; ellas se inician a sí mismas.
Al mismo tiempo surgen las comunicaciones sexuales, designadas como cibersexo o sexo virtual. Principalmente, no consisten en otra cosa que en la autosatisfacción con la ayuda de presentaciones de imágenes tecnológicamente avanzadas. Pero, sin embargo, esto no queda aquí. Bosquejo cuatro casos límites debido a su claridad:
a) A pone una imagen/palabra en la red y B se excita sexualmente por esto. Pero A puede ser también una persona particular actuando sexualmente o un proveedor profesional de porno no-excitable. Las técnicas modernas de procesamiento y edición de imágenes hacen posible, además, que cada uno pueda crear una nueva imagen del (propio) cuerpo a partir de las fotografías.
b) A+B son personas -por cierto, en su abrumadora mayoría hombres- y se “encuentran” en una sala de chat. Cada uno subió una imagen/palabra de sí mismo a la red, y entonces se citan en una comunicación sexual vía internet. Probablemente se exciten mutuamente hasta que cada uno por separado se aboque al placer final de la masturbación.
c) A+B se citan fuera del chat a continuación de la comunicación (sexual) en el teléfono o en algún otro lugar “real”. Esto tendría poco que ver con lo virtual o cyber aunque sea llamado así.
d) De cibersexo se podría hablar, en sentido estricto, sólo para el sexo interactivo y retroconectado con cascos y aparatos que conecten el pene o el clítoris, que midan la excitación sexual (por ejemplo a través de las fluctuaciones del volumen del pene o de un registro de la lubricación) y tomen los datos de medición como base para regular el flujo de imágenes online.
Más interesante y desconocida es, sin embargo, una tendencia que no puede ser expresada en números. El orgasmo como criterio de “placer final” (Freud) probablemente pierda significado. Luego de la “obsesión del orgasmo”, que la revolución sexual de los años ‘60 había condenado vehementemente al tiempo que con la misma vehemencia la practicaba, era esperable en algún momento una distención de este campo. La tendencia de la que hablo consiste, no obstante, en otra cosa. Son cada vez más observables formas de asociación heterosexuales, en las cuales dentro de un modo convencional de valoración claramente tiene lugar algo sexual, pero que el punto cumbre que alcanzan o al que en general aspiran es obviamente no sexual. Al respecto, por caso, pertenecen los proyectos de los grupos sadomasoquistas que, planeados exhaustivamente, acordados en detalle y meticulosamente realizados, pueden llevar un fin de semana completo sin que tenga que tener lugar una descarga en el orgasmo. En el discurso del saber, por cierto, esta tendencia encuentra su expresión en que, especialmente en el contexto teorético y sistemático, es exigida una “abolición del orgasmo”, porque no existiría tal cosa como lo que esa obsoleta palabra designa.
5. Transformación de la regla del fetiche. Ambos integrantes de la pareja, ya no sólo la mujer, deben mostrarse sexys; esto significa imponer atributos fetichistas al propio cuerpo. Anteriormente quizás había un agregado de belleza si el hombre era atlético, pero de no ser así, el hombre podía de todos modos ser atractivo. Ahora ambos integrantes de la pareja deben tener cuerpos estilizados, perfumados y vestidos de un modo que enfatice los atributos sexuales. La frase de Lacan “El hombre tiene el falo, la mujer es el falo (de los hombres)” si bien mantiene su verdad comprensible, pierde sin embargo cada vez más su sostén empírico. El hombre a partir de ahora debe darse forma a sí mismo en función de la imagen con la que él, en la época cultural pasada, había formado a la mujer como fetiche. Si como resultado de esta transformación la tensión de los sexos [Geschlechterspannung], concebida como una tensión en el hombre y en la mujer, disminuye, o si solamente es debilitada la polarización de los roles de los sexos, suscrita por la fuerza, es una pregunta apasionante a la que aún no puede darse respuesta. El concepto de “tensión de los sexos”[11] [Geschlechterspannung] alude en todo caso a un juego internalizado de relaciones de objeto y, por lo tanto, a una estructura psíquica. El concepto de roles de los sexos [Geschlechtsrollen] remite a estilos de comportamiento, de percepción y de regulaciones afectivas. Estas últimas, naturalmente, están asimismo ancladas en “profundidad”; los modelos interpretativos basados en estereotipos de género se remontan lejos en la historia, pese a esto los roles sexuales pueden modificarse, sin que por esto se vea afectada la estructura psíquica.
La transformación de la regla del fetiche se deja ver de un modo especialmente representativo en las tres etapas micro-históricas de la imposición de los Fitness-Centers [gimnasios]: este movimiento comienza con los homosexuales, que aquí también cumplen la función de vanguardia. Hacia fines de los años ’70 la “autoexpulsión de la feminidad”, como lo había llamado Martin Dannecker, se volvió para los homosexuales un deber. Incluso los Tücken [maricas] van al gimnasio. La línea conduce, entonces, en los años ’80 más lejos, hacia las mujeres; el viejo ideal de delgadez es gradualmente modificado y cobra un claro acento de necesidad de entrenamiento y de una musculación trabajada y andrógina. Sólo por último, el movimiento alcanza al hombre heterosexual promedio.
¿Bajo qué línea común -más allá del nombre homosexualización- pueden resumirse estos cinco rótulos? El gran logro democratizante en el campo de lo sexual en el siglo XX fue la separación de la función de placer de la función reproductiva, y con ello el acompañamiento de la implementación cultural de la función de placer como un dominio del propio derecho. Hoy, mayormente, este proceso se ha cerrado. Ambas viejas funciones, placer y reproducción, ahora en gran medida separadas, ya no pueden estorbarse mutuamente, pero tampoco apoyarse. El mundo heterosexual debe ahora resolver un problema, ante cuya resolución los homosexuales ya habían estado confrontados: la auto-estabilización de lo sexual. Esto no saldrá de escena sin muletas, pero Eros nunca tuvo solamente alas, sino que siempre ha tenido, además, muletas.
Ya mucho antes de Herbert Marcuse era una estrategia confiable medir la sexualidad de cada presente con un utópico Eros. En tal confrontación la sexualidad tenía las peores cartas. “Eros y civilización” de Marcuse vive de ese dualismo de superficial, pervertida, vacía sexualidad del entonces actual capitalismo de los años ’50 y de los límites corporales superados por completo por parte del prometedor Eros del futuro.[12] Y quién lo hubiese pensado, también Foucault recurrió a esta figura bicéfala del malvado sexo y el buen Eros. El primer tomo de Historia de la sexualidad culmina en una utopía: contraponer “los cuerpos y los placeres” a “el sexo” -y por lo tanto al dispositivo de sexualidad-. De pronto “los cuerpos y los placeres” fueron considerados tareas de guerrilla, bien conocidas para nosotros en el ‘68. Se habla entonces de un “punto de apoyo del contraataque” y de la “capacidad de resistencia contra el acceso del poder”[13] del dispositivo de sexualidad. Aquí, en las últimas dos páginas, los cañones de la “revolución sexual” tienen una retardada aparición en escena, esa artillería a la cual Foucault tan elocuentemente se había enfrentado.
Contra toda semántica del dualismo bueno-malo en conexión con la sexualidad es recomendable una ardua desconfianza. La oposición Eros-contra-sexualidad sirvió para hacer peor todavía o escindir la sexualidad, la cual, por decirlo así, se mantiene para lo más bajo, malvado, violento y despreciable o insípido, plano y adaptado. Los frentes escalofriantes de los años ‘50 y ‘60 fueron llamados homoerotismo contra homosexualidad, amor contra sexo, erotismo contra sexualidad. Su inquebrantable resto resuena en la ridícula distinción entre arte erótico y pornografía. En la era del movimiento feminista ese dualismo adoptó la forma semántica de todo el cuerpo contra penetración y esa tensión se acerca bastante a eso que Foucault aquí nos ofrece y a lo que entonces los discursos feministas sobre el género de los años ’90 se aferrarán.
Volkmar Sigusch indaga en su diagnóstico epocal de la revolución neosexual el mismo proceso que también yo he querido comprender, y lo presenta en estas tres líneas: disociación de la esfera sexual, dispersión de los fragmentos sexuales y diversificación de las relaciones sexuales. Muchas de sus observaciones son también mías, pero no me libro de la impresión de que él además piensa y escribe desde un IN ILLO TEMPORE [en aquel tiempo]. “La herida de Eros todavía sangra”, proclama, y da con ello una voz a su esperanza del resurgimiento del -alguna vez vital- Eros. Yo aún no he comprendido para qué además de la sexualidad necesitamos un Eros. En muchas perspectivas críticas, que aquí represento en las de Marcuse, Foucault y Sigusch, se encuentran ecos de una utopía sexual. La contracara de esta utopía es la angustia ante una entropía de lo sexual. Seguramente en los próximos años seremos testigos de violentos procesos de transformación, que en el esquema de las cinco líneas de la homosexualización que esbocé, aún no aparecen en absoluto. Foucault en las lecciones de 1976, encontró para esto con oscura clarividencia la palabra Bio-poder. Desde entonces la medicina reproductiva, la cirugía cosmética, la genética y la sexualidad por internet han conquistado grandes dimensiones del campo de lo sexual, que en 1976 eran completamente impensables. Repetidamente me preguntan si no siento miedo ante eso que se nos avecina, y repetidas veces sólo puedo decir que no, y creer sin utopías en lo bueno del ser humano.
Traducción de Cristián Sucksdorf
[1] Título original: Homosexualisierung der Sexualität.
[2] Michel Foucault, La voluntad de saber. Historia de la sexualidad I (1976), México, Siglo XXI, 1991, p. 129.
[3] Ibíd.
[4] Reimut Reiche, Sexualidad y lucha de clases, Barcelona, Seix Barral, 1969.
[5] En Historia de la sexualidad I, Foucault utiliza la palabra “Spätkapitalismus” [capitalismo tardío] en alemán (p. 139.). En las lecciones de 1976 en un solo aliento me nombra junto a Wilhelm Reich. Quisiera retener esto por la siguiente razón: Foucault casi nunca citaba a alguien vivo por su nombre. Creo que no quería él mismo estar en la cadena de pensamientos. El quería ser lo que su propio pensamiento había creado. En 1970 Sexualidad y lucha de clases apareció en francés a través de Gallimard y durante un buen tiempo fue un libro sumamente discutido. Ver, Michel Foucault, Defender la sociedad (1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 39.
[6] Ver: Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1993, pp. 299, 303, 328.
[7] Michel Foucault, Defender la sociedad, cit., p. 23.
[8] Michel Foucault, Die Ordnung der Dinge (1966), Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1971, p.15.
[9] Anthony Giddens, La transformación de la intimidad [1992], Madrid, Cátedra, 1998.
[10] Una discusión exhaustiva del tema se encuentra en: Reimut Reiche, Eine sexualwissenschaftliche Zeitdiagnose - 70 Jahre nach Freud. [Un diagnóstico epocal sexológico- 70 años después de Freud] en: Zeitschrift für psychoanalytische Theorie und Praxis, 15.Jg, 2000, p. 1-32. El sexólogo K. Starke sostiene la idea de que el decreciente significado del coito es, sin embargo, un mito científico. Ver: K.Starke: Partner- und Sexualverhalten ostdeutscher Jugendlicher.
[11] Reimut Reiche: Gechlechterspannung. Eine psychoanalytische Untersuchung.[Tensión de los sexos. Una investigación psicoanalítica] Frankfurt a.M. (Fischer TB) 1990.
[12] Véase mi artículo enciclopédico a la entrada Herbert Marcuse, Triebstruktur und Gesellschaft [Estructura pulsional y sociedad], en Axel Honneth (comp.), Schlüsselwerke der kritischen Theorie,[Obras clave de la Teoría Crítica] Opladen (Westdeutscher Verlag) 2004.
[13] Michel Foucault, La voluntad de saber, cit., p. 191.