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ESCENAS DE LA CLÍNICA POSMODERNA

 

Hubo un tiempo en que los psicoanalistas recibían tres veces por semana a pacientes fácilmente identificables dentro de la tipología neurótica. Aplicando una técnica que en lo esencial había sido estructurada a comienzos del siglo XX por Freud, trabajaban sobre la base de una transferencia frecuentemente tan remota en su instauración, que podía adelantarse por años a la realización de la  consulta misma.  El respeto rodeaba su práctica y eran portadores de un saber y una concepción del hombre que florecía en la cultura en general y en especial  en la literatura y en el cine.
Esos tiempos han quedado atrás. Para bien o para mal, los psicoanalistas de este comienzo de siglo enfrentamos  nuevas batallas, ya sea a nivel de la consideración de nuestra disciplina en el seno de las comunidades científicas, como ante las expectativas del público, predispuesto a las soluciones rápidas, con la menor inversión económica y emocional posible. El psicoanálisis ha sabido responder a estos desafíos, tanto por la lenta transformación de sus instituciones, como por la obra individual de algunos de sus  teóricos más brillantes. Cuando este congreso se convoca bajo el título de “Prácticas psicoanalíticas”, así, en plural, se abre un panorama estimulante para pensar las diversidades, las contextualizaciones y los requerimientos de las nuevas formas de ejercicio. Pero si se privilegia la originalidad sobre la norma , en un saludable intento por enriquecer la praxis psicoanalítica, también es necesario mantenerse alertas para no desvirtuar, adormecidos por los requerimientos del mercado o por la inercia ideológica, la naturaleza específica de nuestro trabajo clínico.  Justamente me voy a referir en esta contribución al peso inconsciente que a veces tiene en nuestra escucha clínica, el estar capturados por discursos que aunque ocasionalmente parezcan científicos, sirven de sustento a sistemas de creencias.
Voy a espigar los ejemplos clínicos en mi trabajo con adolescentes ya que suelen ser los más jóvenes, y los adolescentes en especial, los que más claramente expresan y viven los cambios en la subjetividad, acarreados por las nuevas condiciones de vida en la sociedad contemporánea.
Me propongo exponer e indagar algunas perplejidades y paradojas con las que me encuentro a veces en la práctica clínica, ante giros inesperados del tratamiento.  Se trata de esos momentos en que nos vemos confrontados con una ruptura en nuestro proceso interpretativo, sea que ya hayamos comunicado al paciente dichas interpretaciones, o que aún estemos en el proceso mental de elaborarlas, alertas al punto de urgencia.   Más que respuestas deseo plantear la sorpresa que me interpela y que al compartirla busca transformarse en un motivo para pensar instrumentos que permiten intervenir en estas coyunturas clínicas. Digamos de paso que en el trabajo con adolescentes la teoría de la técnica se debe, hasta donde yo sé,  importantes capítulos de investigación e intercambio, tal como sí se ha hecho  en el ámbito del trabajo con niños.
En los tres casos que expondré, me sentí fuertemente cuestionado en relación a los esquemas de referencia psicopatológica con los que, a menudo sin ser consciente de ello, abordo mi trabajo. Estos son: primero, la irrupción de Internet en la vida cotidiana, sobre todo de los más jóvenes, con sus formas propias de comunicación y sus nuevos modos de construir vínculos y pensamiento. El segundo, es el frecuente uso de drogas por parte de los pacientes adolescentes. Y el tercer elemento que voy a considerar es el referente a las nuevas formas de vivir la sexualidad y los cambios culturales en torno a las opciones sexuales. El objetivo de este recorrido es advertir el modo cómo la ideología se cuela en el trabajo del analista, a veces incluso revestida de teoría psicoanalítica.
Al respecto Víctor Raggio y León Berkman han dicho que la condición general de implantación de lo ideológico en el psiquismo es su amalgama con el superyó, en tanto toda ideología conlleva un carácter autoritario, un esquema de valoración de lo ” normal, lo adecuado y lo necesario” . Y apoyan esta afirmación en una cita de Hugo Bleichmar: “El superyó no es sólo una estructura que provoca angustia sino también  una estructura defensiva en contra de la angustia, especialmente ante la ocasionada por el sentimiento de persecución: gracias a que el sujeto ha tomado a su cargo la tarea de autoimponerse la norma, de vigilar su cumplimiento, puede sentirse que no será castigado por el objeto externo ya que se adelantará antes de que la infracción ocurra.” Ahora bien ¿en qué medida las condiciones de la clínica actual pueden resultar  especialmente persecutorias para el psicoanalista? ¿Y cómo pueden esas peripecias del trabajo clínico activar mecanismos de automatismo ideológico en él? Creemos que más allá de lo referido a los conflictos derivados de la historia personal, la irrupción de nuevas condiciones de subjetivación, que necesitan ser pensadas en su originalidad y en sus repeticiones, a menudo nos generan  perplejidad a los analistas. Y en tanto hemos asumido el rol profesional de interpretar, necesitamos, como dice J. Puget , “una suerte de organización categorial del mundo y del establecimiento de relaciones causales” El psicoanalista trabaja suspendiendo las certezas, pero confía en poder producirlas en el espacio vincular de la clínica. Sin embargo, cuando las alternativas que habría que considerar para entender el material del paciente, superan el fondo de su saber teórico y vivencial y se vislumbran, más allá de los límites de su organización categorial,  por fuera de la experiencia común que la transferencia presupone: “Se produce en la mente un vacío, una parálisis referida a lo imposible de pensar, y sin embargo aparece también en forma imperativa la urgencia de tomar decisiones.” Es en esas condiciones cuando, para aliviar el malestar del analista, la angustia por fallar en su cometido profesional, aparece el riesgo del automatismo ideológico y, consecuentemente, de la lectura errónea de la situación clínica. Es bajo esas condiciones cuando es fundamental no dejarse llevar por el superyó analítico que inevitablemente conduce a una suerte de acting interpretativo.

 

PRIMERA ESCENA: ¿Atrapados en la red?

Una paciente joven al comenzar la sesión me dijo con aire risueño: “Tengo un novio cibernético”. Por entonces –de esto  hará unos diez años –yo no estaba para nada familiarizado con la mecánica y las posibilidades del chat. Tenía una idea vaga y algo prejuiciosa sobre estas formas de comunicación;  creía que eran superficiales, anodinas,  a  menudo incursiones en el peligroso ámbito de las pseudo identidades, y eventualmente, estrategia de caza utilizada por sujetos perversos. Aconsejado por la prudencia del encuadre no dije nada y me dispuse a seguir escuchando lo que venía detrás de la afirmación sobre el noviazgo electrónico. La paciente tenía una historia de relaciones fallidas, en las cuales todo comenzaba auspiciosamente hasta que, normalmente luego del acceso a la sexualidad, comenzaba un rápido proceso de desilusiones, que conducía inevitablemente a la afirmación: ”Todos los hombres son iguales”.  Esta situación repetía inconscientemente conflictos con la figura paterna quien, durante la infancia de la paciente, abandonó el hogar,  y formó una nueva familia. Aquella niña, que se había sentido como la hija preferida del padre, no volvió a tener noticias de él. Ahora era ella la que abandonaba a sus parejas, transformándose, sin saberlo, en la parte activa de una situación simétrica a la que sufriera de niña. En las sesiones siguientes seguí escuchando, con cierta sorpresa, que en el vínculo virtual  la joven lograba hablar de aspectos de su afectividad, de sus planes y necesidades emocionales, con una libertad que no lograba encontrar en sus encuentros en el mundo “real”. O dicho de otro modo, estos encuentros tenían para ella un grado de realidad, de autenticidad y compromiso del que habían carecido la mayoría de sus vínculos anteriores. Y lo que es más importante, al estar diferido, por razones obvias, el acercamiento sexual, podía sentirse más confiada y escuchar a su interlocutor de un modo más abierto y desprejuiciado. Es decir había logrado, quizás por primera vez en su vida, un verdadero diálogo con un hombre. De pronto la ironía acerca del “novio cibernético” se me hizo una nueva caracterización del vínculo, que lo describía de un modo mucho más adecuado de lo que en un principio había supuesto.
Lo que ilustra esta viñeta no es una situación excepcional. Todo parece indicar que la tecnología digital no sólo ha creado una nueva forma de difundir información, sino que con ella están naciendo nuevas formas de vincularse y de pensar.
Rodrigo es un paciente de 13 años, hijo único de padres divorciados en muy malos términos. Me lo derivó la psiquiatra que fue consultada cuando, sin argumentos razonables,  se niega a preparar un examen que debe rendir, mientras permanece muchas horas del día y de la noche jugando frente a su computadora. La psiquiatra, en atención a ciertas dudas diagnósticas y tomando en cuenta la negativa paterna a medicarlo, decide no insistir con el tema y dar prioridad al comienzo de un proceso terapéutico. El diagnóstico presuntivo era de depresión. Los síntomas y conductas de Rodrigo generaban mucha ansiedad en su madre y eran objetivamente preocupantes. El padre por su parte señalaba a la debilidad de carácter de la madre como la causa de la aparente apatía de Rodrigo.
Al producirse la separación de los padres se muda junto con la madre a un barrio nuevo en el que no conoce chicos de su edad, mientras sigue asistiendo al liceo al que iba anteriormente, muy lejos de su actual hogar. Se muestra mal dispuesto a visitar la nueva casa del padre, al que somete a largas esperas en el auto cuando lo viene a buscar. La impuntualidad de Rodrigo irrita al padre, pero a pesar de sus enojos no consigue que  modifique esa conducta. Por lo demás el padre intenta crear una actividad común con Rodrigo los fines de semana a través de la práctica de un deporte competitivo que él mismo ha abrazado con pasión.  Rodrigo participa a veces de las competencias, pero su desempeño displicente está muy por debajo de las expectativas paternas.
La madre, que ha sido medicada y tratada por depresión,  trabaja muchas horas fuera del hogar y regresa por lo regular muy cansada; suele quedarse dormida a la hora de cenar y hasta  determinado momento acostumbraba pedirle a Rodrigo que se ocupara de la cena de ambos, la que tenía lugar ya casi de madrugada. Esta práctica empezó a encontrar la  oposición del adolescente. Paralelamente la madre comienza a preocuparse por la pérdida de hábitos higiénicos personales de Rodrigo y por el deterioro en la limpieza y el orden de su cuarto, que habían sido muy destacados cuando era más pequeño. Por razones de organización familiar había pasado desde niño varias horas del día sin supervisión adulta, manejándose antes con mucha solvencia en el hogar.  Ahora la madre lo encuentra, al regresar del trabajo, siempre frente a la computadora, jugando, sin tocar el almuerzo y sin quitarse el uniforme liceal.  Nunca tiene nada que estudiar y siempre le va bien en los escritos, - dice -  hasta que el boletín de calificaciones pone en evidencia otra versión de los hechos.
Al comenzar el tratamiento me preparé para un trabajo difícil. La depresión adolescente es una situación clínica extremadamente delicada en la que se juegan elementos de diagnóstico diferencial muy relevantes. Esto es así pues, como señala Braconnier , los avatares narcisistas no faltan en los cuadros depresivos de todas las edades, pero también son característicos del proceso adolescente en sí. Repliegue, aislamiento, paralización, son aspectos de la presentación depresiva, pero también son la expresión visible de un proceso de reconfiguración identitaria en la adolescencia que, pese a transitar por pérdidas y separaciones de los objetos infantiles, no necesariamente desemboca en depresión.  Esta solo se instala cuando el adolescente es vencido, o deja de luchar contra los afectos negativos que lo invaden: inferioridad, carencia, vacío, dependencia, miedo, etc. Estos cuadros suelen cursar con una manifestación adictiva asociada que revela el refugio en un último reducto para no vivir los afectos negativos, y a veces incluso toman una nota delirante que complica el diagnóstico diferencial con el inicio de una esquizofrenia.
En este caso además de la posible depresión, me daba cuenta de que debería lidiar presumiblemente con una adicción a los video juegos, territorio totalmente desconocido para mí. Además estaba la cuestión del posible significado de esa adicción, probablemente indicadora de un débil contacto con la realidad.
Estas sombrías  ideas se bosquejaban en mi mente luego de la entrevista con los padres y un breve contacto telefónico con la psiquiatra.
 Sin embargo al conocer más de cerca y a través del  relato del propio paciente la situación, me fue quedando claro que  el cuadro no revestía  la gravedad que en un principio parecía.  Más que un caso de depresión franca sus actitudes constituían un modo peculiar de iniciar un desprendimiento con respecto a sus figuras parentales. Rodrigo intentaba inconscientemente modificar una forma de vínculo muy primitiva y poco discriminante con su madre, intento que comenzó justamente cuando la ausencia del padre tornó demasiado amenazante la interdependencia. Por otra parte, pese a la resistencia con respecto a las normas que intentaba imponer el padre, con múltiples y solapados desafíos silenciosos, lo acompañaba a veces a las competencias y admiraba su destreza deportiva. Solía usar las diferencias de criterio entre ambos progenitores como un modo de manipulación, alternando alianzas con ellos, a favor de obtener satisfacción a sus demandas. El resultado era una oscilación entre respuestas aniñadas y oposicionismo pasivo. Sin embargo con su prescindencia también lograba que los dos padres se unieran en la preocupación sobre la única actividad en la que estaban de acuerdo: tenía que estudiar.
 Su modo de usar la computadora  - regalada por el padre al separarse - más que  una señal de aislamiento indicaba una forma de relación a distancia con otros jóvenes de todo el mundo con los que jugaba en línea. Es más, en esos juegos Rodrigo tenía que tomar decisiones estratégicas en las que desplegaba una penetrante capacidad de análisis de los riesgos y oportunidades ante diferentes situaciones y una administración muy productiva de sus recursos virtuales (armas, vestimentas con poderes especiales, etc.). Compartía ese espacio de competencia con muchachos a los que no vería jamás, pero con los que dialogaba diariamente por el chat que también se abre con el juego. Estos amigos y rivales podían ser tan previsibles como argentinos y brasileños, pero también canadienses, rusos y panameños. Lograba buenas puntuaciones, ocupando puestos altos en los rankings de varios juegos, en los que iba ascendiendo en los grados de dificultad, o “pantallas”. El chico apático y apocado se transformaba al hablar de su pasión lúdico – virtual, en un adolescente vivaz, que lucía  mucho más seguro de sí mismo, capaz de explicar verbalmente  los complejos mecanismos de cada juego.
Tuve que admitir, con cierta sorpresa, que pese a la aparente evidencia de los hechos exteriores, Rodrigo no estaba solo ni aislado cuando jugaba conectado a la red. Al respecto Roberto Balaguer ha  dicho: “La comunicación electrónica no es solo una nueva forma de intercambiar información, sino también un nuevo modo sin antecedentes históricos de estar  en el mundo, de sentirse en relación con los demás. El hecho de que este intercambio  social se desarrolle en la pantalla confunde a los adultos, que muchas veces no cuentan con los elementos técnicos que permiten diferenciar el chateo de la búsqueda de información.”
No pretendo desconocer el carácter sintomático del uso que hace Rodrigo de la computadora, ni la necesidad del trabajo terapéutico.  Pero en su conducta hay elementos que marcan el característico doble movimiento de separación y de individuación, que es esperable para su edad. El proceso adolescente, dicen Mercedes Garbarino y otros autores , “configura un conflicto prioritariamente narcisista del cual es una expresión relevante la búsqueda de un territorio propio que pueda habitar su ser.”
 Tome la forma que tome,  la posibilidad de participar creativamente de diversos estímulos para el pensar y el sentir, resulta capital para que este trabajo psíquico del adolescente se realice exitosamente.
Daniel Pennac en su libro “Como una novela” describe magníficamente el lugar que ocupó, por los años cuarenta, durante su adolescencia, la lectura, como construcción de un espacio imaginario dónde alojar su reformulación existencial. Relata con sorna anacrónica cómo sus padres se preocupaban de  las horas que dedicaba a leer, a su juicio, improductivamente: “¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista! Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo. ¡Apaga la luz! ¡Es tarde!” Ahora que se lee tan poco, ¿no habrán tomado los video juegos el lugar de las antiguas fantasías literarias?
Es verdad que Rodrigo pasa muchas horas frente a la computadora, pero las alternativas que le ofrece el ”mundo real” oscilan entre ser el “nene de mamá”, colaborando, en las tareas del hogar, o rivalizar con el padre, para recordar que este sigue siendo más fuerte y más hábil que él. Uno se pregunta ¿Hubiera sido mejor que sus muchas horas de entretenimiento informático las dedicara a entrenar en el club  para mejorar su nivel competitivo y así satisfacer al  padre? ¿O acaso estaría mejor esperando a la madre con la cena pronta y visitando al abuelo materno, que padecía cáncer, como pretendía ella?.
Hizo bien la psiquiatra cuando dudó en atribuir la evaluación semiológica del paciente a la instalación de un cuadro depresivo definido, que hubiera ameritado un tratamiento farmacológico. Si bien los elementos que hemos descripto en el caso de Rodrigo constituyen lo que Braconnier llama   “la amenaza depresiva”, que de manera más o menos intensa suele acompañar como una sombra el transcurrir por la adolescencia, la atención a ciertas particularidades del cuadro, como el pertenecer a una comunidad virtual a pesar de parecer completamente aislado, dan pie para un trabajo de simbolización.
Estos son  elementos diagnósticos que deben ser evaluados y que pueden decidir la  indicación de psicoterapia. Y no es nada menor la responsabilidad del terapeuta, no sólo en percibir esos elementos y darles relevancia, sino en conducir adecuadamente la cura, justamente para que ese trabajo de simbolización tenga lugar. Según Braconnier hay evidencias de que un tratamiento inicial inapropiado es un factor que contribuye a la cronicidad de la depresión.

 

 

SEGUNDA  ESCENA: ¿El flagelo de la droga?
Hay construcciones políticas dirigidas a  explicar ciertos  fenómenos sociales que, por su propia función apelativa, simplifican el análisis de causas y consecuencias, tendiendo a crear estereotipos. En especial cuando estas lecturas encuentran una adecuada caja de resonancia en los medios de comunicación, permean las diversas estructuras científicas de interpretación de la realidad y coagulan en certezas ideológicas inconscientes que entran en conflicto hasta con los aspectos mejor fundados por las teorías. El psicoanalista no está libre de ese riesgo, por ejemplo  cuando trabaja con pacientes que tienen algún consumo problemático de sustancias, tema tan mistificado por discursos de diverso signo, que en la clínica deberá apelar a su neutralidad reflexiva, para no caer en las evidencias del sentido común. Para el caso de la droga esa visión parcializada apuntará a la idea del mal, de la calamidad trágica para el sujeto y su entorno contenida en el clisé: “el flagelo de la droga”.  Y por supuesto para el sujeto consumidor la figura imaginaria correspondiente es la del ser anómico , incapacitado y peligroso.
Mauricio es un adolescente de 16 años al inicio de la consulta. Viene al tratamiento impulsado por la madre, preocupada por sus frecuentes arranque de rabia en los que suele agredir verbal y físicamente a su hermano mayor. De un altísimo nivel intelectual, ha cursado adelantado su escolaridad, por lo demás en tres países diferentes en los cuales la familia  ha debido residir por motivos laborales del padre. Se encuentra culminando el Bachillerato de orientación científica.  No parece dedicar mucho tiempo a preparar los exámenes, pero los va salvando con notas destacadas, cosa que le produce un discreto orgullo, que se empeña en disimular.
Al comenzar el tratamiento los padres, ahora divorciados, afrontan una batalla legal por los bienes en la que Mauricio no sabe a quién creer entre las mutuas acusaciones de aprovechamiento. Tiene un hermano cuatro años mayor que ha sido diagnosticado de esquizofrenia y es homosexual.  La madre que captó muy tempranamente las peculiaridades de su hijo mayor había encarado  la crianza de ambos hijos con estrategias diametralmente opuestas. Cuando la entrevisto al comienzo del tratamiento, me lo expresa diciendo que al percibir que se equivocó con el hijo mayor, trató de corregirlo con el hijo menor. Por ejemplo, al mayor no lo había dejado llorar en la cuna ni un segundo sin auparlo, en tanto al menor lo dejaba en su habitación con la puerta cerrada y lo dejaba llorar hasta que se dormía. El clima de la casa era muy diferente en los períodos en que el padre convivía con su familia que cuando por motivos laborales se ausentaba. El padre era muy estricto en materia de disciplina, en el cumplimiento de los horarios escolares y en restringir las horas para ver televisión. Estas normas se  cumplían rigurosamente, cuando el padre estaba. Pero la madre se mostraba tolerante y permisiva, dejando que todas esas rutinas se alteraran cuando el padre estaba en sus constantes viajes y los niños quedaban a su cargo exclusivo. Mauricio es descripto por la madre y por él mismo según sus recuerdos infantiles, como un chico callado y bastante tímido. Las evaluaciones escolares, siempre positivas, le demandaban sin embargo un rendimiento más acorde a sus condiciones. El hermano, por su parte, era siempre el mejor estudiante de la clase.
Los constantes cambios de domicilio y de país, los conflictos entre sus padres y una rivalidad fraterna nunca bien tramitada, marcaron su evolución psicológica, hasta la entrada de la pubertad. Nunca manifestó síntomas que llamaran la atención, pero recuerda una infancia algo desolada y no muy animada. Su madre se describe a sí misma como “una mujer poco expresiva” y dice haber sido poco afectuosa con ambos hijos, en particular con Mauricio. Con el tiempo Mauricio había desarrollado defensas de tipo esquizoide: observador, callado, a menudo irónico, pero también dotado de una finísima sensibilidad ante padecimientos de otras personas (un anciano en la calle, un niño pidiendo).  Esta capacidad de conmoverse por el desamparo de los seres anónimos, contrastaba con su actitud hostil en relación a los padecimientos de sus familiares. En los primeros tiempos de la psicoterapia le costaba mucho relacionarse con personas adultas y aún con otros pares, fuera del grupo con el que compartía el consumo y con quienes había transitado los primeros años de secundaria. Mantenía un noviazgo con una chica que vivía en otra ciudad a la que conoció durante las vacaciones de verano.  Se comunicaba diariamente por chat y periódicamente viajaba a verla, gastando ahorros que iba haciendo de sus mesadas y alojándose en hoteles de mala muerte. Esta relación se interrumpió al poco tiempo de comenzar la terapia, cuando la muchacha le anunció por chat que estaba saliendo con otro chico de su misma localidad.
 Al comenzar el tratamiento fumaba cigarrillos a razón de dos paquetes por día. Además todos los días fumaba uno o dos “fasos” de marihuana y los fines de semana tomaba tanto alcohol que perdía el sentido. Sin embargo nunca tomaba cocaína, ni ácido, a pesar de que varios de sus compañeros sí lo hacían. En esos momentos su hermano tras una dramática ruptura con su último novio, con quien se había ido a convivir, hizo un intento de autoeliminación y fue internado en una clínica psiquiátrica. Mauricio hablaba de esas circunstancias de un modo desafectivizado, casi indiferente a la suerte de su hermano, apenas lamentando que “con todo esto va a volver a vivir con nosotros” (decía esto por él y su madre, a la que finalmente había tenido durante un tiempo solo para sí).
Hablaba del consumo de drogas con cierta preocupación muy informado de los daños que ocasionan, y sin la característica certeza de otros adolescentes de que podría dejarlo cuando quisiera. Esta conciencia adictiva lo hacía ser muy prudente sobre el experimentar con drogas más duras. Según decía el “faso” le permitía hablar y no sentirse “un bicho”.  Las dificultades para relacionarse y hablar le preocupaban seriamente y ligaba su inhibición con algunas dudas sobre su salud mental. Más de una vez, tratando de expresar en forma exacta  algo que había pensado se perturbaba seriamente por no encontrar las palabras deseadas.
Su grupo de amigos, compuesto exclusivamente por varones, compartía el consumo de drogas, fumando marihuana y alcoholizándose en grupo. Estos amigos, a los que conoció al inicio de su pubertad al regresar al país, constituían su fuente emocional más significativa. La diferencia más importante entre él y su grupo estaba dada porque M. mantenía un muy buen desempeño académico, en cambio la mayoría de sus amigos  iban quedando rezagados en los estudios.
Sin embargo luego de un tiempo de tratamiento, al volver de unas vacaciones en una playa del este donde alquiló por algunos días una casa junto los amigos de siempre, inició un proceso de cambios. La falta de hábitos higiénicos, la inversión total del ciclo de sueño y vigilia, el consumo constante de alcohol y drogas, que se habían repetido en años anteriores, esta vez le parecieron excesivos.
Al volver organizó mejor sus ritmos de estudio, redujo significativamente el consumo de “fasos” y de alcohol y cierto tiempo después, comenzó a salir con una chica a la que conoció en la Facultad. Luego de un periodo de esta vida más organizada me dijo: “Sabés que creo que si yo no hubiera fumado como fumaba (se refiere a la marihuana) en aquella época creo que hubiera terminado loco o empastillado como mi hermano y mi madre. El “faso” es mi antidepresivo”
Esta reflexión me sorprendió y me hizo cuestionar: ¿Podría  un paciente adicto a la marihuana haber encontrado en el uso de esa sustancia un aliado cuasi terapéutico, un recurso para controlar la ansiedad, una vía de salida a una situación intolerable, menos dañina que otros mecanismos que podrían comprometer el examen de realidad, no ya debido al estado excepcional causado por el efecto de la droga sino como producto de un estallido disociativo en el interior del yo?
No pretendo introducir un alegato a favor de la legalización de ninguna droga, ni sumarme al discurso banalizador de los efectos  de la marihuana, ni recomendaría en la mayoría de los casos  de adolescentes consumidores una estrategia de reducción de daño solamente. Sin embargo, creo que en su caso más que una justificación racionalizadora, dijo algo cierto: efectivamente había usado la sustancia como barrera de protección. Con las limitaciones que la vida le impuso, recurrir a la marihuana le permitió refugiarse en un mundo más amable y armar una red social para ir sobrellevando el temporal que vivió al comienzo de la pubertad (regreso al país, divorcio, primera internación del hermano), sin recurrir en exceso a las defensas esquizoides, que lo hacían sentir “un bicho”, como él decía.
EL análisis de la dinámica psíquica del paciente permitía encontrar el origen del consumo en las huellas  dejadas por los fallos en la interacción temprana. Mauricio recibió, desde bebe, el mensaje materno de que debía arreglarse “solito” (seguía usando esta palabra para hablar de sí mismo en presente). Debía  buscar por sí mismo la forma de lidiar con su ansiedad  y con su malestar, sin esperar respuestas de contención muy consistentes.
Sin embargo y a diferencia de otros adolescentes que consumen, estuvo siempre consciente (y espero haberlo ayudado en eso) de que bordeaba una adicción importante.
Este paciente me hizo recordar que en el trabajo analítico con adolescentes que consumen habitualmente, se trata no sólo entender el síntoma como trabajo de lo negativo y autodestructivo, que son las notas que más se insisten en el abordaje teórico del tema, en sintonía con el constructo social del “flagelo de la droga”, sino también atender a las notas defensivas que el consumo puede tener. Hay que poder evaluar que si bien hay una neo - realidad en la que el paciente se refugia, probablemente la realidad a secas de la que huye puede ser muy amenazante. El proceso terapéutico puede proporcionar  un espacio de trabajo con la fantasía, antes que una interpretación de las notas destructivas del consumo, favoreciendo la reducción del recurso a la droga para entrar en contacto con ciertos afectos.
A pesar de la reconocida  multicausalidad  de las adicciones y las diversas presentaciones sintomáticas y los distintos modos de consumo, que incluyen distintas sustancias y usos sociales, la indagación psicoanalítica comprueba, en general, fallas en las primitivas relaciones objetales del adicto. Este elemento opera en el caso de Mauricio. Al respecto Fedora Espinal, dice   “que cuando fallan las representaciones parentales aseguradoras con las cuales identificarse, en los momentos de desborde afectivo se busca en el mundo externo la solución a esa falta de incorporación, de introyección de un objeto adecuado, estableciendo así relaciones de objeto parcial  (aquel de la adicción) que toma el lugar de un falso objeto transicional  que a diferencia  de un objeto transicional verdadero, calma, consuela durante un corto período, por ello Mc Dougall los llama transitorios en lugar de transicionales.”
Una breve cita de un trabajo de Juan Triaca nos permitirá complementar este enfoque: “Cuando el objeto materno falla no pudiendo ofrecerse al niño como organismo estable capaz de permitir la satisfacción y frustrasción adecuadas a sus necesidades, se obstaculiza el normal proceso de individuación – separación. En consecuencia el niño queda instalado en una situación de ‘apremiante necesidad de ese objeto faltante’ cuya búsqueda persiste a lo largo de toda la vida. Precisamente en la adicción encontramos esa búsqueda compulsiva del objeto que suministra todo y remite a las primeras formas de dependencia.”
Estas consideraciones intrapsíquicas que comparto, deben no obstante, tamizarse con una contextualización sociocultural del consumo. Assandri ha puesto el énfasis en la inscripción social  de los efectos de las sustancias, más allá de la descripción fisiológica de los mismos. No se puede entender el sentido del síntoma “consumo” sólo por el estado subjetivo que produce la acción de la sustancia en el cuerpo, sin atender el valor que le asigna el usuario a la experiencia y lo que significa dentro del grupo con el que comparte la práctica. Esto es particularmente atendible en el caso de consumo por adolescentes,  ya que esta doble mirada permite operar en la clínica con más recursos para favorecer el cambio en las prácticas más destructivas.
Cuando el trabajo terapéutico ya había avanzado bastante (unos dos años) Mauricio resuelve dedicarse a un deporte de riesgo. Esto implicaba en el ámbito de las fantasías inconscientes que pudimos explorar, la posibilidad de sentirse fuerte, libre y por encima de los problemas. Pero también tomar riesgos controlados, socialmente aceptados y reglados  Justamente por eso, para obtener el permiso de práctica,  debe someterse a un examen médico con evaluación psicológica. En la entrevista  manifiesta sin dudar que es consumidor habitual de marihuana. El técnico que lo evalúa recomienda un permiso provisorio, por un tiempo menor que el habitual, y sin hacer ninguna otra consideración ni dejar constancia en el informe escrito que eleva, le señala la inconveniencia de dicho consumo dadas las exigencias atencionales que requiere la práctica de la actividad deportiva para la que se prepara.
En este caso la dimensión institucional funcionó adecuadamente en tanto no presionó ni condenó al joven, pero le marcó el riesgo concreto, con realismo y responsabilidad, ofreciéndole por añadidura una motivación para replantearse el consumo.  Por lo demás la necesidad de estímulo que el paciente experimenta en ese momento se ve satisfecha por la descarga de adrenalina que genera la práctica deportiva, constituyéndose en un elemento que le hace disminuir el consumo aún más, restringiéndose a  algunas ocasiones especiales.
Hemos dicho que el comienzo del consumo de Mauricio coincidió con una etapa de cambios muy  ansiógenos en su vida, a la entrada en la pubertad. Creemos que la forma cómo un adolescente se inicia en el consumo, es muy importante para predecir la importancia que dicho consumo podrá adquirir y para entender el sentido psicodinámico del mismo. Estas circunstancias suelen inscribirse en contextos de especial significado social.
La necesidad de rituales iniciáticos en el comienzo del periodo adolescente es un elemento bastante desdibujado en la cultura contemporánea según lo han señalado diversos antropólogos. Mauricio se inserta en un país nuevo, en un grupo de pares desconocidos hasta sus once años, y es ese grupo el que lo contiene y acepta. Por primera vez se siente parte de algo y el “faso” se constituye en factor de identidad grupal, es la “onda” que los identifica y en torno a la cual construyen formas de sociabilidad en las que por momentos logra diálogos muy sinceros y profundos. “Me pasé la noche con F. sentados  en un murito de la estación (estación de servicios donde hay un mini mercado  24 Horas) tomando una cerveza y fumando un par de fasos. Íbamos a ir a bailar, pero estaba todo bien y no arrancamos. F me contó que va a perder el año otra vez...”
 Al respecto Assandri dice: :”El modelo de las infecciones (se refiere a la consideración del consumo desde una óptica exclusivamente epidemiológica), del flagelo social, señala una curiosa comorbilidad entre la adolescencia y una supuesta estructura básica adictiva. ¿Se trata de una comorbilidad o es que justamente el trato con las sustancias  es una forma de marcar ese pasaje con actos rituales iniciáticos, que se realizan entre pares, en una sociedad que carece de rituales iniciáticos que incluyan a todos sus miembros? ? Por cierto que no sería una solución – continúa diciendo el autor – promover rituales iniciáticos en una sociedad que los carece, pero señalar ese punto de marca iniciática en relación a los grupos de pares, abre una perspectiva diferente que no sería la de la infección. No ha sido de otra manera en las adolescencias modernas en las que diferentes actos como la iniciación sexual, la primera borrachera, el primer cigarrillo, los viajes de fin de curso, han tenido y siguen teniendo el carácter de marca iniciática.”
Digamos finalmente que la consideración y evaluación de las variables incidentes al inicio del consumo en el tratamiento pueden ayudar al paciente a encontrar un camino de retorno. En el caso de Mauricio los cambios en su red de vínculos y en las actividades cotidianas,  coincidentes con un nuevo periodo de su vida (entrada a facultad y deporte) coadyuvan con el análisis para reducir la incidencia del consumo.

 

TERCERA ESCENA:  ¿Escuchamos sin prejuicios?
Freud aconsejaba al psicoanalista que fuera capaz de oír a sus pacientes despojado de prejuicios o ideas preconcebidas, que dejara desplegar en el ámbito de su escucha las diferentes formas de vivir de sus pacientes, absteniéndose en todo lo que fuera concerniente a sus propios valores u opciones morales.
En estos tiempos uno de los cambios en la configuración de las subjetividades más significativos responde a las modificaciones en las prácticas sexuales, bajo el signo de una libertad y una tolerancia desconocidas desde los orígenes del psicoanálisis.  Cabe preguntarse: ¿Cómo nos interpelan las nuevas costumbres y valores de la sexualidad? ¿En qué medida siguen vigentes las delimitaciones patológicas del psicoanálisis clásico? ¿Cuánto de la norma en el sentido axiológico va cambiando en la medida que la norma estadística cambia la percepción y la valoración de los comportamientos? Y estos deslizamientos ¿acaso no condicionan nuestra lectura de las diferentes vivencias y opciones sexuales  relatadas por los pacientes?
Una de las áreas donde resulta más interesante revisar las perspectivas psicoanalíticas acerca de la sexualidad, es  la reconsideración de la homosexualidad, antes puesta bajo el signo de la patología severa y hoy aceptada como variante compatible con la neurosis.
Al terminar un tratamiento muy breve con un paciente homosexual, este me dijo que nunca había conocido a un heterosexual tan poco homófobo como yo. El trabajo se había focalizado en ayudarlo a explicitar su opción ante sus familiares directos, enfrentando la proyección de su propio rechazo. Sentí bien ganado el elogio porque en verdad no me resultó nada sencillo mantener la neutralidad ante el despliegue de una historia que por momentos adquiría ribetes cercanos a la perversión. Interpreté su exhibicionismo y sus anécdotas de promiscuidad como una necesidad de poner a prueba a través de  mí a un entorno familiar sorprendentemente negador. 
Al poco tiempo recibí en consulta a un adolescente de 16 años. Su presentación ponía de manifiesto algo de lo que podría suponerse lo traía al tratamiento. Vestía de un modo llamativo, con colores poco frecuentes en el atuendo de un varón, se teñía el pelo cambiando casi semanalmente los tonos y portaba una cartera de colgar con un diseño sofisticado. No tardó mucho en plantearme sus dudas identificatorias, el acoso a que lo sometían sus compañeros de clase por su aspecto y maneras y las dificultades de sus padres para aceptar sus preferencias vocacionales, netamente artísticas.  No obstante, me dijo que había tenido novias desde muy temprano y en sus relatos el protagonismo de las amigas era relevante. Obviamente lo querían, lo cuidaban de la agresión de algunos compañeros, cuando no debían hacer frente a algún docente que,  apoyado en las intelectualizaciones un poco impertinentes de Bernardo,  descargaba un sarcasmo vengativo que es más frecuente de lo sospechado en nuestras aulas. El inicio del tratamiento coincide con el alejamiento de B. de su familia, que debe mudarse de ciudad por razones laborales. Al principio los padres lo obligan a trasladarse con ellos, a pesar de su oposición. Pero un cuadro depresivo diagnosticado por un psiquiatra al poco tiempo, los decide a ceder y permitirle el retorno para vivir solo, aunque  supervisado por familiares y apoyado por frecuentes viajes de la madre. La consulta psicológica es impuesta por los padres como condición para habilitar esta  situación tan peculiar dada su poca edad. Este escenario inicial creó dificultades en la transferencia ya que por bastante tiempo me veía “como el agente domesticador” según sus palabras. El trabajo sobre el narcisismo orientó la cura.
Cuando ya el tratamiento avanzaba en un clima de mayor confianza me dice: ”Sabés que estoy de novio con Natalia”. Se trataba de una de sus amigas más cercanas, en cuya casa era recibido habitualmente. A despecho de los méritos que me atribuyó el paciente de la primera anécdota debo confesar que experimenté alivio. Pensé que era posible interpretar su afeminamiento como una construcción defensiva ante la relación demasiado estrecha con su madre y que la elección de objeto en la adolescencia frecuentemente constituye  una verdadera reformulación de la estructura identitaria. Al fin, pensé, ha usado más de una vez su emotividad histriónica para manipular a los otros y si bien ha sufrido por la discriminación de algunos compañeros, también es cierto que ha logrado hacer alianzas operativas con otros  a través de su actitud reivindicativa y su aire displicente hacia los intereses de la mayoría. Esto le había valido un lugar especial dentro del grupo de pares, acorde a sus expectativas narcisistas.  Durante un par de meses me relató diálogos, situaciones románticas y desencuentros, un poco literarios según su estilo, pero que no despertaban en mi ninguna alerta especial. Hasta que un día, profundamente conmovido por un incidente con su padre, me dice: “Mirá para entender lo que pasa, tenés que agarrar esos cuadernos que escribís y donde dice Natalia poné Alberto”.
Demás está decir que este giro inesperado en la sesión, con todo lo que replanteaba sobre la marcha del tratamiento y  lo que modificaba la escucha que venía haciendo del paciente, me perturbó profundamente. Una mezcla de enojo y sensación de fracaso me invadió. Como un relámpago pasó por mi mente atribuir el “engaño” a la incidencia en el espacio analítico de los sentimientos persecutorios del paciente proyectados en mí, a favor de una transferencia iniciada con dificultades, en tanto la demanda de tratamiento fue puesta como exigencia por los padres. El tratamiento habría sido capturado por los prejuicios sociales haciendo que el paciente no pudiera cumplir con uno de los supuestos de la regla fundamental. Pero recordando a Edgardo Korovsky quien dice que el analista no debe despegar sus labios cuando está enojado, excitado o no entiende, opté por la sabiduría del silencio, ayudado por la circunstancia de que la revelación coincidió casi con el fin de la sesión.
Ahora bien, pensando a posteriori lo sucedido para reposicionarme en el trabajo, comprendí que esa primera hipótesis no tenía por qué ser totalmente errónea, pero era insuficiente, y sobre todo resultaba muy conveniente para aliviar mi malestar, ya que ponía el acento en una rémora ideológica proveniente del ámbito socio  - cultural, operando en el discurso consciente del paciente. Pero la cosa es algo diferente si se la piensa desde el punto de vista específicamente psicoanalítico, en particular desde el ángulo del vínculo terapéutico. Aquí no hay más remedio que internarse en las encrucijadas del par transferencia contratransferencia. Efectivamente, en una primer nivel de lectura, como se dijo, esta situación puede entenderse por la sustitución transferencial que hace el paciente de sus imagos paternas por la persona del analista. Es a esos padres internalizados que él cree enemigos de su elección de objeto, a los que trataría de engañar al tergiversar la historia de su relación.  Dicho sea de paso, la revelación posterior de la naturaleza de su homosexualidad lejos de provocar el terremoto familiar que el paciente temía, desembocó en una sensación de alivio de sus padres y de él mismo, con la consiguiente mejora de los vínculos. Este desenlace es paradójico sólo en la superficie y aunque no lo dilucidaremos ahora, daría motivo para estudiar el caso desde otra perspectiva: la de los pactos familiares inconscientes.
Para esta primera línea de análisis hubiera sido correcta una interpretación del tipo:  “Tú sustituyes la verdadera identidad de tu pareja porque temes que tus padres te dejen de querer y apoyar si saben de quién se trata de verdad”. Y aún podría haberse profundizado en su rechazo a sí mismo a través del expediente de no oír de sus propios labios la historia tal cómo era en realidad.  (En los hechos sin ser tan exhaustivo como lo era conmigo, a su madre le había insinuado que estaba saliendo con una chica)   Obviamente este  enfoque no hubiera podido ensayarse hasta que yo tuviese algún indicio de la verdad oculta. Pero surgen entonces por lo menos dos órdenes de interrogantes ¿Realmente esos indicios no se me habían proporcionado? Siendo un paciente sin marcados rasgos psicopáticos en tantas otras áreas de su vida de relación ¿no cabe esperar  que este “engaño” fuera apenas un velo que él esperaba que yo descorriera?  ¿un modo apenas disimulado de hablar por fin de lo que hasta entonces no había sido posible: de su sexualidad?  Si fuera  así, en un segundo momento las preguntas caerían  del lado del terapeuta: ¿Por qué no percibí esos indicios en el relato que en la relectura de los apuntes de sesión se me hicieron a posteriori tan obvios? ¿En qué medida operó en mí una alianza identificatoria con los puntos que el paciente deseaba disfrazar? ¿Es que a pesar del análisis personal, el terreno de la sexualidad no sigue siendo – para mí y espero que para todo analista por experiente que sea - un campo problemático que nunca puede darse por resuelto, en el que con particular facilidad pueden  ligarse los puntos ciegos de analista y paciente? Estas últimas preguntas me provocaron en el momento un movimiento interno de rememoración de mi propia adolescencia, de mis propios procesos analíticos, de mi experiencia como padre y como educador de adolescentes. Y claro, también el recurso a la teoría.  En particular me preguntaba en qué medida el uso inadecuado de la contratransferencia, así como un trabajo insuficiente o no bien discriminado sobre los afectos propios del analista,  podría resultar iatrogénico, o por lo menos afectar la neutralidad y la escucha terapéuticas de un modo irreparable. Revisando el tema encontré la siguiente reflexión de Arnold Modell en “El psicoanálisis en un contexto nuevo”. Este autor revisa, a la luz de la epistemología actual, el sitio del psicoanálisis, ahora que hasta en las ciencias duras se admite el papel decisivo que juega la subjetividad del observador. Dice, luego de reflexionar sobre el papel de la percepción en la concepción de los hechos en los que se basa todo lo que llamamos conocimiento científico: ”Está claro que la antigua separación en facultades psíquicas de percepción y de sentimiento es falsa” ...”Si consideramos que la percepción inconsciente que el analista hace de  los afectos del paciente es el instrumento perceptual fundamental, esto plantea un problema que se sitúa de algún modo en la amplia categoría de la ‘contratransferencia’. No es un término ideal, porque en su sentido estricto denota las respuestas neuróticas del  analista a su paciente, pero en su sentido lato connota la suma total de las percepciones que el analista hace de sus propias respuestas. Son las percepciones preconcientes de sus afectos las que le permiten utilizar la comunicación de  afectos como instrumento perceptual. Esto pasa a ser un problema neurótico para el analista, que interfiere el proceso analítico, en caso de que sus percepciones estén bajo represión y permanezcan inconscientes.”   Este autor toma después ideas de Helen Deustch (formuladas en1926), quien distingue dentro de la contratransferencia dos elementos: empatía intuitiva y actitud complementaria. A través de la empatía, el analista reencuentra aspectos de su self en el paciente. Esto es posible porque como dice Deustch: “el inconsciente del analista y del analizado contienen los mismos deseos e impulsos infantiles” El afecto contratransferencial derivado de este reencuentro tiene un matiz placentero, como puede verse ejemplarmente en el trabajo “Voces de infancia” de Víctor Guerra . Por el contrario, en la llamada actitud complementaria (cito) “el analista es actuado por fuerzas que obran en el paciente y puede ser inconscientemente manipulado para recrear ciertas imagos del pasado del paciente, que son ajenas a su propio carácter: Es como si el inconsciente del paciente actuara como un director de escena que asignara roles al analista, en todo lo cual el proceso íntegro quedara fuera de la conciencia”  Y agrega: “ en lugar del placer del reconocimiento tenemos aquí el disgusto de ser actuado por otro” Es la comprensión y el análisis de este disgusto, cuando emerge en el ánimo del analista, el que debe re - orientar el curso del tratamiento y suministrar el material para las interpretaciones y construcciones oportunas. Digamos de paso que no creo que estas deban ser necesariamente transferenciales, ya que en algunos de estos casos una interpretación transferencial puede funcionar, o al menos ser vivida por el paciente, con un contenido retaliativo muy dañino. En especial cuando el disgusto que señalábamos ha venido arrinconando al terapeuta y su repentino esclarecimiento apunta más a su propio alivio que al del paciente. Este punto es particularmente oportuno con relación al caso que vengo exponiendo. En verdad aquí no hubo el displacer típico de la actitud complementaria, sino todo lo contrario, mientras se mantuvo la sustitución de personajes en el relato. Pero fue justamente cuando se produjo la revelación que me invadió un profundo disgusto, un enojo por sentirme engañado, manipulado. Y también la desagradable sensación del fracaso, de la incapacidad. Sin embargo el malestar de la culpa me permitió aferrarme a la abstinencia y desde ahí pensar. Luego de reflexionarlo bastante creo que fueron tres los factores que contribuyeron a esta comedia de enredos en la que pareció transformarse el tratamiento durante esos dos meses largos que duró la puesta en escena del relato falseado del noviazgo. El primero de ellos hace a la habilidad del paciente para elaborar sus narraciones. Esta destreza fue cultivada desde su temprana infancia en largas horas de lectura, escritura  y televisión, dentro de un relativo aislamiento social, tanto que al llegar a la adolescencia desembocó en una vocación definida hacia las artes del espectáculo. Si la actitud complementaria decíamos que pone al paciente en rol de director escénico con respecto al analista, hay que decir que este paciente estaba particularmente dotado para mover los hilos de la acción. Por supuesto que normalmente la actitud complementaria es suscitada en un proceso de naturaleza inconsciente para ambos miembros de la díada, analista – analizado, mientras que  en este caso hubo una intención deliberada de  falsear datos. Sin embargo creo que el paciente no era consciente sobre el motivo por el cual hacía este ocultamiento. El recorrido analítico posterior y los relatos que trajo de tempranas experiencias homosexuales, demostraron que Bernardo necesitaba empezar a hablar de un capítulo de su vida que hasta entonces lo había torturado y avergonzado. Cuando sintió que mi exceso de credulidad me hacía repetir la inoperancia de sus padres, en cuya casa se vivía sin hablar de “eso” (no sólo de sexo sino sin tomar nota de sus peculiaridades identificatorias) el paciente necesitó rescatarme y darse la oportunidad de medir si realmente yo lo podía  aceptar bajo la forma de perdonar su mentira.
El segundo factor tiene que ver con  lo que hemos llamado los puntos ciegos del analista y la necesidad de practicar lo que Modell llama un “autoanálisis sobre la marcha” del trabajo clínico. A pesar de los elogios que recibí del paciente homosexual que relaté al comienzo, este otro paciente me demostró qué lejos estaba de poder trabajar este tema realmente liberado de prejuicios y condicionamientos inconscientes. Comparto con Carlos Domínguez que “ la dimensión homosexual moviliza fantasmas inconscientes que, generalmente, ponen en funcionamiento defensas no siempre saludables para el propio sujeto y para su grupo social” Por lo demás, me remito aquí a lo  ya dicho sobre las fronteras ideológicas del psicoanálisis en general y de los analistas en particular. Sin embargo, este incidente clínico me recordó también lo novedoso de cada encuentro terapéutico y las posibilidades que nos da nuestro trabajo de aprender cada día. Nora Pomeraniec se ha interrogado sobre las condiciones personales del terapeuta, más allá de su análisis personal, de su capacidad intelectual y de la seriedad de su formación académica. Para ella un terapeuta suficientemente bueno sería  aquel  “... que al poner en juego teorías y técnicas siempre lo hace en una relación de sentido(...): apuntando a un objetivo terapéutico, que nunca puede establecerse con prescindencia del paciente...”  La actitud personal no es ajena  a las potencialidades de cambio “en ese espacio articulador entre teoría y técnica” que es la clínica. Espacio  que genera  “desde y con su persona, con sus valores y su ética, con sus potencialidades y sus carencias, con su historia de vida, sin lugar dudas con sus conocimientos, pero a remolque siempre de una sensibilidad afinada. Y esa actitud del terapeuta, para rescatarlo de convertirse en clonador de una técnica monolítica, no puede tener otro punto de partida que el de su capacidad de escuchar y entender al paciente.” En ese sentido, tal vez mi candidez ante el relato de Bernardo resultó a la larga más fructífera que un exceso de desconfianza persecutoria, que hubiera sido más parecida a lo que tantas veces le hicieron sentir sus compañeros y docentes.
Y el tercer factor, que es determinante para  situar este ejemplo en el contexto de la práctica actual, tiene que ver con la conceptualización psicoanalítica de la homosexualidad. Desde la psicopatologización hasta la aceptación de hoy en día, el psicoanálisis no ha estado exento de los vaivenes de la cultura en general con relación a este  tema. Según E. Roudinesco las instituciones  psicoanalíticas han sido homófobas. Los psicoanalistas homosexuales no eran aceptados y si existían era de modo encubierto. Recién a comienzos de este siglo se puede ser abiertamente homosexual y psicoanalista. Dice: ”La homofobia de los psicoanalistas es más grave que la de la población en general, ya que pretende apoyarse en una visión científica, cuando en la teoría no hay nada que nos autorice a condenar la homosexualidad.” (2004) Por lo demás, y asumiendo que la ciencia no transcurre ajena a los cambios sociales, comparto con O. Rochkosvki la opinión de que la desclasificación de la homosexualidad en el DSM IV como patología, responde a una necesidad política, más que a un proceso de avances o rectificaciones del conocimiento. Esta autora a su vez se apoya en los aportes de Marta Iturriza quien afirma que  la orientación sexual por sí misma, y tomada aisladamente, no proporciona una idea para comprender clínicamente al paciente, ya que hay muchas formas de ser homo o heterosexual. Y  agrega: “Es fundamental mantener la cuestión gay o hetero abierta para cada sujeto. Los homosexuales deben ser devueltos a la dialéctica de los sexos y los vericuetos de la pulsión sexual”
No podría pedírsenos menos que eso a los psicoanalistas que heredamos entre las ideas más originales de Freud la noción de bisexualidad psíquica . Y si bien no se puede asignar una misma solidez estructural a las diferentes “soluciones” (como les llama J. Mc Dougall) ante los avatares de la sexualidad que diferentes sujetos logran construir,  parecería igualmente que, sin otros elementos, considerar a la homosexualidad en una escala inferior,  frente a otras orientaciones, es por lo menos, un peligroso deslizamiento ideológico de la teoría. Si bien desde Freud está clara la relación de la homosexualidad con el narcisismo, no es menos cierto que hay sujetos homosexuales perfectamente neuróticos, como hay núcleos de conflicto narcisista – de tipo homosexual o no - en muchas personalidades claramente neuróticas . Curiosamente esto estuvo claro en la teoría mucho antes de que lo estuviera en la práctica clínica de psicólogos y psiquiatras con formación psicoanalítica, tal como si el peso ideológico, moral,  del término “perverso”, desdibujara el sentido descriptivo con que fue formulado. SI bien Freud en 1905 (Tres ensayos...) sitúa a la homosexualidad entre las perversiones, ya en 1909, al presentar el caso Juanito , advierte la diferencia entre la extralimitación somática del perverso (como le llama Carlos  Domínguez) y la simple desviación del objeto sexual. Más adelante en las conferencias de Introducción al psicoanálisis (1916 - 1917) se insiste en que frecuentemente el homosexual no difiere en nada del sujeto que llamaríamos “normal” salvo en la esfera de su vida sexual. En 1920, al publicar el caso de la joven homosexual , no lo enfoca con un énfasis patológico: “La muchacha no era una enferma, no sufría por motivos internos ni se lamentaba de su estado...” Y agrega: “Hemos de tener en cuanta que la sexualidad normal reposa en una limitación de la elección de objeto, y que en general la empresa de convertir en heterosexual a un homosexual, no tiene muchas más probabilidades de éxito que la labor contraria, sólo que esta última no se intenta nunca, por evidentes motivos prácticos.” Cabe preguntarse cuáles serían esos “motivos prácticos”, y dilucidar si no se estuviese refiriendo al sufrimiento que padece el homosexual por motivos externos a sí mismo, es decir por la presión heteronormativizante de la sociedad.  En ese caso lo “práctico” sería evitar un sufrimiento que no procede de sus propios conflictos internos; pero entonces con el paciente homosexual ¿deberíamos hacer algo en la clínica para evitar el sufrimiento que le inflige el rechazo social, a título de comentario u opinión? Es claro que por mucho que en el psicoanálisis contemporáneo hayamos incluido la consideración de la realidad externa en nuestro trabajo, el mismo no consiste ni debe consistir en buscar alguna forma de influencia de nuestros valores o convicciones en los acontecimientos del mundo a través de nuestros pacientes. Como ciudadanos, los psicoanalistas podemos militar en todas las causas que nos parezcan estimables. Pero en la clínica, con nuestros pacientes homosexuales no deberíamos ir mucho más allá de lo propio del método: una escucha cálida y receptiva. Basta con eso para ofrecer un modelo que conjure el rechazo y permita al paciente liberarse del desprecio internalizado a partir de la actitud hostil percibida en las diferentes circunstancias sociales donde su orientación se pone de manifiesto de una u otra forma. En el caso clínico que vengo exponiendo, a pesar de mi perplejidad inicial, hubo un verdadero giro positivo del tratamiento después del episodio de sinceramiento.
Volviendo a la evolución de las ideas de Freud respecto a la homosexualidad, en el texto titulado Autobiografía de 1925 dice que esta “apenas merece el nombre de perversión”. Si bien se aprecia el esfuerzo por sostener la estructura teórica de los Tres ensayos, es obvio que Freud no ve en la elección de objeto homosexual la expresión de una pulsión parcial. Y ya en 1935 va más lejos todavía. Respondiendo a una madre norteamericana que le escribe sobre un hijo homosexual para el que pide tratamiento, dice:” Deduzco de su carta que su hijo es homosexual. Me impresiona mucho el hecho de que usted no menciona esa palabra en  su información sobre él. ¿Puedo preguntarle por qué evita el uso de tal término? La homosexualidad no es desde luego una ventaja, pero tampoco es nada de lo que uno deba avergonzarse, un vicio o una degradación, ni puede clasificarse como una enfermedad.” Y luego al afirmar que el psicoanálisis podría sí aliviar sufrimientos derivados de sus eventuales conflictos neuróticos, dice: “el análisis puede traerle armonía, tranquilidad mental, completa eficiencia ya sea que siga siendo homosexual o cambie.”
No soy partidario de recurrir a Freud para apoyar  conclusiones sobre una clínica hoy tan alejada de las circunstancias en las que él trabajó. Sin embargo, a veces parece más contemporáneo de lo creíble y hemos sido sus herederos los que quizás hemos perdido el rumbo.
En todo caso, lo menos que puede decirse es que nos toca trabajar en un tiempo apasionante y, como en las circunstancias originales del psicoanálisis, requeridos por múltiples desafíos y sufrimientos humanos  que demandan de nuestra práctica originalidad, coherencia y autocrítica permanentes.

 

*Trabajo presentado en el 5 º Congreso de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay
         “Prácticas psicoanalíticas”    14, 15 y 16  de agosto de 2008, Montevideo

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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Lic. Luis Correa Aydolcorreay [at] gmail.com

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Articulo publicado en
Septiembre / 2009