El diván en el ojo de la tormenta | Topía

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El diván en el ojo de la tormenta

 

Cuando Topía me pidió un texto que hablara de “Psicoanálisis sin diván” mi primera reacción fue de risa, porque me pareció que preguntarse acerca de si el Psicoanálisis sale con o sin diván sería algo que debería preocupar a un fabricante de divanes. Pero no a un psicoanalista. Después, poco a poco, las cosas se me fueron poniendo más serias.
Diván no es sinónimo ni la esencia del Psicoanálisis. Es, sí, un auxiliar cómodo y –a veces– un instrumento de gran utilidad. Pero –además– supongo que depende de lo que es, lo que piensa y lo que siente cada analista. El mismo Freud invocaba, como razones de peso, su propio bienestar para elegir trabajar con diván.
Cualquier “standard” es una estereotipia, algo que quita particularidad a cada análisis. En ese sentido “con diván” o “sin diván”, “cuatro sesiones semanales” o “una sesión semanal”; para mí no hay diferencia. Cada persona, cada paciente, cada analista, cada vínculo y cada sesión tienen sus características propias. Incluso cada sesión podría ser una unidad en sí misma, con sus propias reglas, si no fuera porque lo humanos necesitamos ciertas estabilidades y ciertas certezas. Pero hay una cosa que para mí es clara: el psicoanálisis no pasa por el diván. Hay algo más difícil de definir, y es por dónde pasa.
Lo que sí me parece interesante es hablar de mi experiencia con el diván.
Como paciente siempre lo he usado y, para mí, era cómodo. Como analista lo ofrezco, no lo impongo y lo prefiero. Con todo, cada vez tengo menos pacientes que eligen el diván como opción inicial. Las razones no son siempre las mismas. Algunas de las que percibo son las siguientes: la frecuencia de sesiones que eligen para tratarse es menor (y no siempre por razones económicas), lo que les parece que no es fácilmente compatible con el diván. Entre los que eligen el “no diván” los hay que vienen de experiencias psicoanalíticas anteriores que –por una u otra razón– han dejado en ellos un mal recuerdo y no quieren repetirlas (suponen que variar la posición varía las perspectivas y el modo en que pueden regular la relación o la entrega). Otros están siempre “a la moda”; y antes se acostaban gozosos, así como ahora se sientan. Porque creo que no podemos negar que una parte del “sí diván” o del “no diván” es moda. Épocas y lugares hay en lo que “es bien visto” que uno trabaje “con diván” y otro u otros en los que “es bien visto” el “sin diván”.
Ahora yo, personalmente, prefiero ampliamente el diván. Quizás, porque es el modo en que me acostumbré a trabajar. Pero, además, para mí implica un cambio cualitativo. Pienso que el diván no es el asunto en el que debemos centrarnos, sino en lo que significa. Para mí, básicamente, significa no mirarse. A veces, no mirar para afuera favorece la posibilidad de mirar para adentro. Personalmente, veo mejor cuando no miro y soy más libre cuando la mirada del otro no me demanda. Sería casi un lugar común hablar de la vinculación que a veces se establece entre ciego y vidente y casi huelga nombrar a Tiresias. Yo doy mis mejores frutos con el diván. Eso no significa, como ya dije, que no tenga gran cantidad de pacientes que eligen el frente a frente, o el tres cuartos perfil. Siempre acepto las condiciones que mis pacientes proponen para nuestra relación (cuando está dentro de lo que a mí me permite hacer mi trabajo). Sin embargo (y también se lo hago saber a mis pacientes), yo creo que con diván rindo el ciento por ciento de mí misma. Puedo mirar para donde necesite: hacia afuera, hacia adentro, hacia la ventana, hacia los objetos del consultorio, hacia las flores, hacia el paciente y afinar al máximo el oído y la caja de resonancia interior. El oído es mi mejor guía, pero también lo es cualquier cosa de la que yo quiera, necesite, pueda o desee disponer. Personalmente tolero muy mal las imposiciones y las coerciones; es casi lo único que no puedo soportar en una relación y, a mí, la mirada del paciente observando, pidiendo, cotejando, tomando nota, midiendo, evaluando, implorando, criticando, agradeciendo, embobado, escrutador; me quita libertad. Es habitual que cuando los pacientes se sientan yo me permita no mirarlos, desviar la mirada o dejarla perdida, cuando lo necesito. Si me lo preguntan, siempre aclaro que prefiero el diván y las razones, pero respeto la decisión de ellos. Sólo excepcionalmente lo interpreto o lo incluyo yo. Quiero aclarar, de paso, que cada vez que digo pacientes es porque esa es la palabra que más habitualmente usamos para designarlos, pero no es la que prefiero. Siempre eligen el diván los pacientes que recurren a mí para hacer su psicoanálisis didáctico.
Yo no veo que haya relación entre diván y frecuencia de sesiones. También puede suceder que uno trabaje en un lugar donde no hay diván. Se trate de una institución o se trate de una circunstancia cualquiera. Por ejemplo, que el paciente no puede concurrir al consultorio (por enfermedad o imposibilidades de variada naturaleza). En estos casos, a veces, utilizan un sillón grande o una cama como diván, o se ocupan de que los muebles en su casa o en la internación estén dispuestos como si se tratara de una réplica de mi consultorio.
Cuando tomo en cuenta que al trabajar sin diván fumo más o me canso más, pienso que hay ciertas características del trabajo que pueden resultar “enfermantes”; también, más allá o más acá del diván. En esos momentos, me acometen el pudor y la sensación de que no se debe escupir al cielo; que hay gente con hambre, sin trabajo, en guerra, deportada o en cualquier condición de vida penosa y que no es lícito quejarse o andar pensando en semejantes tonterías.
Sin embargo, tal vez, cada quien debe hablar por sí y por sus reivindicaciones.
Y yo creo que nuestro trabajo se ha deteriorado. En lo ideológico: el sentir, el pensar y el tomarse el tiempo para hacerlo no es algo que hoy en día tenga demasiado rating; (en contrapartida, la lentitud de pensamiento de algunos representantes de la intelectualidad ha hecho también a la pérdida de prestigio del asunto). En lo empírico: están los trusts farmacológicos o suministradores de salud (laboratorios, prepagas, etc.) que hacen poner en tela de juicio nuestros criterios para pensar las cosas: cuando el poder le pone precio a la salud, la salud es enfermedad.

 

“SOLÍA SER MÉDICO*
Solía ser médico, ahora soy un prestador de salud.
Solía practicar la medicina, ahora trabajo en un sistema gerenciado de salud.
Solía tener pacientes, ahora tengo una lista de clientes.
Solía diagnosticar, ahora me aprueban una consulta por vez.
Solía efectuar tratamientos, ahora espero autorización para proveer servicios.
Solía tener una práctica exitosa colmada de pacientes, ahora estoy repleto de papeles.
Solía emplear mi tiempo para escuchar a los pacientes, ahora debo utilizarlo para justificarme ante los auditores.
Solía tener sentimientos, ahora sólo tengo funciones.
AHORA NO SÉ LO QUE SOY”.

 

Por lo demás, y con respecto al asunto de sin diván o con diván; yo creo que el lugar en el que verdaderamente deberíamos trabajar los psicoanalistas para que no fuera necesario siquiera hablar de diván, sería en el terreno de la prevención.
Sabemos demasiado de recién nacidos, de vocaciones, de muertes, de parejas, de crisis. Sabemos demasiado de los daños de la desestimación y de la mala mirada como para no tener nada para hacer en todos los casos en que estas están en juego (desocupación, trato inhumano, falta de respeto al trabajo y sobrestimación del trust económico, desinterés por todo lo que hace a la subjetividad y a la identidad, comida chatarra, TV chatarra, venta de ropa en la cual –eso sí, la gente que tiene dinero para comprarla– sólo se entra en condiciones de anorexia, drogas de las “malas” y de las “buenas” ofrecidas como panaceas). Tendríamos, sí, tendríamos mucho para hacer.
Por supuesto, nadie está allí para pedírnoslo. Y, a veces, nadie está aquí para pensarlo. He escuchado sesudas discusiones con respecto a las vicisitudes de la identificación proyectiva en la masturbación anal y su relación con la envidia del pene, u otras, igualmente sesudas, referidas a la metáfora paterna, mientras la Universidad Nacional, esa en la que estudiamos la mayoría de nosotros, corre riesgo; o mientras nuestros maestros, los que nos enseñaron de pibes, ayunan en la carpa (está bien que algunos fuimos, pero así, de a uno en fondo, no somos nada). Ahora que corrijo este texto, están levantándola: ¡qué facilidad tenemos los psicoanalistas para “llegar siempre tarde a donde nunca pasa nada”!
La clonación. La virtualidad. Bill Gates. El genoma humano. Las especies animales y vegetales que extinguimos. Las especies nuevas que fabricamos, como incesantes Frankesteins. La desmesura con que consumimos todo y ensuciamos todo. Nuestra majestuosa forma de sentirnos Reyes de la Creación, hijos dilectos de Dios.
¿Cuándo vamos a arremangarnos y ocuparnos de todo esto?
Por eso con diván o sin diván es aleatorio. Hace al modo en que a cada quien le agrade cultivar su jardincito.
Volviendo ahora a lo que más estrictamente consideramos Psicoanálisis: Freud, Bowlby, Lacan, Jung, Klein, Bion, Kohut, Winnicott… nos pueden dar una idea de lo igual y de lo distinto en la Teoría (y por ende en la técnica) psicoanalítica. Una idea de cuántas cosas similares, unívocas y diversas reciben el nombre de psicoanálisis.
Me pregunto de dónde sale (como todavía suele escucharse) la afirmación: “Eso no es psicoanálisis”. Es como si Foucault, Planck, Freud, Einstein, Morin… no hubieran existido ni pensado ni escrito ni… Me pregunto quién está allí, a esta altura del pensamiento humano, como si todavía rigiera el principio de no contradicción aristotélico o como si pensáramos que las palabras dan cuenta de las cosas.
¿Y qué es Psicoanálisis? Como todo aquello que interroga acerca de la esencia, me recuerda lo que le ocurría a Agustín, Obispo de Hipona, con respecto del tiempo: él decía saber qué era, pero también que se veía en dificultades si debía explicárselo a alguien.
Hay un texto de León Felipe que querría citar para que nos lo explique bien. Él habla de poesía; pero cada vez que dice poesía puede leerse psicoanálisis (lástima nomás que altera la música, aunque el poeta diga que puede no tenerla).

 

Preceptiva Poética

Poesía,
tristeza honda y ambición del alma,
¡cuándo te darás a todos… a todos,
al príncipe y al paria…
a todos…
sin ritmo y sin palabras!

Deshaced ese verso,
Quitadle los caireles de la rima,
el metro, la cadencia
y hasta la idea misma.
Aventad las palabras,
y si después queda algo todavía
eso
será la poesía.
Más bajo, poetas;
más bajo;
hablad más bajo,
no gritéis tanto,
no lloréis tan alto;
si para quejaros acercáis la bocina
a vuestros labios
parecerá vuestro llanto como el de las plañideras,
mercenario.

 

* De la revista Fundación Facultad de Medicina, Vol VII, Nº28, Pág.30. (Citado en el Boletín de la Asociación de Médicos Municipales de la Ciudad de Buenos Aires, septiembre 1998).

 

Cecilia Sinay Millonschik
Psicoanalista

 
Articulo publicado en
Marzo / 2000