“Los hombres somos absolutamente transitorios en una secuencia de acontecimientos y desarrollos que nos superan...” dice Claude Levi-Strauss en una entrevista, y agrega: “La historia es algo que le sucede al hombre y lo demuestra el hecho de que lo que acaece es siempre muy distinto de lo que los hombres hubieran querido hacer si hubiese dependido de ellos.” (1)
Si hubiera sabido lo que la lectura del libro de Gabriel Gatti iba a mover y promover en mi tercera edad, probablemente hubiera huido y no hubiese hecho la reseña. Pero la mente llega siempre tarde a comprender el acontecimiento que la atrapa y decide antes de lo que la razón y el sano juicio lo indicarían, y en el fondo me alegra hacerla. Yo soy Marcelo Viñar, no soy hijo carnal de Gerardo (desaparecido) ni de Mauricio Gatti (detenido en Orletti, fallecido en Uruguay) pero si asumo como cierta la sentencia de Max Weber (ya que estoy comentando a un sociólogo): “Los hombres son mas hijos de su tiempo que de sus padres”, integro la cadena filiatoria que nos convoca hoy aquí, aunque el ADN y la genética lo refuten. Para hablar de identidad humana los bordes o fronteras entre naturaleza y cultura no son fáciles de establecer. Al decir de Eloy Martínez, “soy uno entre miles a los que la dictadura, la cárcel, el exilio, la tortura, nos hizo portadores de la melancolía de haber sido arrancados de nosotros mismos y forzados a vivir una vida distinta de la que habíamos programado” (3) Es decir, recuperando palabras de Primo Levi, soy también hijo de una coyuntura histórica, de un tiempo y lugar –simbólico- que parió sus naufragados, escapados o salvados. Hablo entonces pues desde el lugar del sobreviviente, del lugar que se ha llamado el de la culpa del sobreviviente, de aquel que por opción o por azar no fue chupado y desaparecido y pudo disfrutar y padecer de su transitoria residencia en la tierra. Y tal vez mi comentario conmovido al libro de Gabriel, no sea otra cosa que saldar una mínima cuota de esa deuda simbólica a quienes dieron su vida en aras de la utopía que entonces nos atrapaba. Como dice el mismo Primo Levi: “Los verdaderos testigos vieron la Gorgona y se fueron, nosotros, los vivientes somos apenas sus portavoces” (4)
Por lucidez o estupidez yo opté por lo que entonces llamábamos la transición pacífica a un socialismo libertario y con cínico desencanto asisto al derrumbe de las utopías colectivas y a la privatización de logros, sueños y deleites. Los ensayistas contemporáneos postulan que este tiempo presente es el del derrumbe de las utopías, de desintegración de los proyectos colectivos y participativos. Sabemos que estas sentencias contundentes tienen un valor sólo aproximativo porque aplanan la diversidad y desconocen lo imprevisible de los momentos fulgurantes de la historia humana. Y desconocen las minorías alternativas que no se ajustan al discurso hegemónico. En todo caso en los 60-70 lo pregnante era distinto, era un tiempo de utopías y opciones radicales y el deber era pronunciarse, a riesgo de naufragar en la indiferencia o en la estupidez. Entre la teoría de los focos vanguardistas y la acción de masas se gastó mucha saliva –como estrategias de un ajedrecista que perfeccionaba su propio juego sin pensar en el juego del adversario, en su poder inicuo y siniestro que al final nos destrozó a unos y a otros. Al retorno a estas cogitaciones me llevó Gabriel y tanto se lo agradezco como lo maldigo.
El mundo cambió, no en la dirección de lo que anhelábamos sino justamente en la contraria y aún así estoy contento de estar vivo, en un lugar egoístamente habitable y no exento de deleite. Esto no me obtura de guardar un espacio de mi alma disponible para los que se fueron, injustamente, prematuramente, depravadamente por acción lúcida como inicua de los desaparecedores. Esto me coloca en la misma posición que Gabriel Gatti, que yo no llamaría paródico, ni el de vivir por delegación. Las desapariciones no son una falta, ni una ausencia, sino un exceso de presencia que nos plantea el desafío de cómo vivir más allá de mandatos y rupturas o fidelidades con el pasado, y asumir nuestros orígenes como memoria del futuro.
Aunque por oficio y convicción (y en este punto lo personal y lo académico convergen cómodamente) quiero ser respetuoso de las diferencias con Gabriel Gatti (diferencias de edad, de oficio, de trayectoria, de sensibilidad). Me ubico pues, en las mismas coordenadas que el autor en lo que concierne a la importancia de la problemática del detenido desaparecido en las dictaduras militares de América Latina – y esto dentro del más amplio problema del lugar de los muertos o del ancestro – en la mente de los vivos. Coincido con Gabriel Gatti en el difícil pero necesario equilibrio entre que el olvido redoble y reitere su desaparición –pero que el evocarlos y convocarlos tampoco se convierta en un ancla que impida u obstaculice la navegación por la vida, sino una palanca o plataforma de apoyo para transitarla con goce y deleite. No una pues, memoria escatológica, escalofriante, sino impulso y razón de ser de un trabajo psíquico de creatividad. Y es ese difícil bordado uno de los rasgos salientes y encomiables del libro que me toca comentar. Claro que formularlo en estos términos puede sonar como que fue una inspiración fácil o fulgurante, cuando en verdad es el resultado de un largo y fatigoso trabajo, que requiere talento y mucho sudor. Mucho trabajo de búsqueda y reflexión, de documentarse y de pensar. No es pues poco el nivel de coincidencias, de ideas, reflexiones y sensibilidades, lo que me habilita a la discrepancia o el disentimiento y a la controversia, que quizás nos enriquezca. Es un libro formidable e ineludible, lo digo no sólo como elogio, sino para tener la libertad de pelearme con el autor de una manera franca que habilite acuerdos y desacuerdos.
Me dejé llevar por el texto y traté de pautar como fui atravesado y/o interpelado por la lectura. Es un tema que yo he trabajado, y siento que el límite entre las propias ideas y la interpelación es siempre difuso.
Después de hacer la introducción que precede, me di cuenta de que estaba en consonancia o resonancia con el autor, que inicia su obra interrogándose cómo tratar lo intratable, cómo poner palabras y representaciones: “en lugares donde el lenguaje fue expulsado, chupado”... “donde el lenguaje se tuerce... pues las palabras que usamos para hablar de las cosas... tartamudean de tan imposibilitadas que están para desenvolverse con el tema”... “como recomponer el mundo con las ausencias, que en punidad no lo son” (son fragmentos de pág. 2)
Personalmente soy muy sensible al trabajo de posicionamiento frente al tema (al objeto de estudio) que hace Gabriel Gatti. Se suele pedir al científico una neutralidad distante con la que supuestamente logra una objetividad desapasionada. Con cierto humor ante la tragedia, Gabriel Gatti crea la metáfora de hablar de una sociología desde los zapatos o desde el estómago con la cual busca la articulación entre ser “hijo de” y sostener una postura académica. Fue Michel Foucault con su descripción magistral del Panóptico de Bentham que mostró la falacia de esa objetividad, neutra y aséptica, que pretende omitir la subjetividad participante del observador. Esta fue una revolución en la metodología de todas las ciencias del sujeto para definir una posición trascendental, donde a lo mirado incluye la mirada: quién mira, desde dónde y para qué.
Con este decir de consistencia poética, Gabriel ingresa con valentía y con lucidez a ese torbellino que reconocieron muchos autores de la literatura del mundo concentracionario, torbellino del que el común de los humanos lucha por huir. Coincide Gabriel Gatti con Robert Antelme cuando este señala que el testimonio crudo es obsceno y que para convocar al testigo, esto es a un oyente capaz de oír sin huir con palabras de Gabriel: “Si fuese poeta inventaría un lenguaje para este deslenguaje; si artista representaría lo irrepresentable; si novelista viajaría hasta los límites de lo inefable. Pero soy sociólogo, y la sociología se lleva mal, muy mal, con lo que se le escapa, se atormenta si topa con figuras o situaciones que huyen de su forma de representar, tan esférica, tan rotunda. ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer para abordar algo que, de suyo, ataca los límites de la razón? Creo que pensándolo en su sitio, es decir, en el lugar de las cosas que suponen problemas para el sentido, que cuesta analizar, aprehender, imaginar. Los propios actores sociales lo hacen, lo hacemos. ¿Por qué la sociología no iba a poder hacer otro tanto? ¿Por qué, en su lugar de explicar y racionalizar, no iba la sociología a poder acompañar en sus paseos por-lo-que-no tiene-sentido a las cosas que analiza?
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Esta interrogación sobre el lugar de enunciación -quién habla, para quién y para qué- recorre todo el libro -con una recurrencia y obstinación y tal vez sea una de las lecciones más importantes de la lectura. Gabriel Gatti lleva adelante con coraje la consigna de Maurice Blanchot en “La Entrevista interminable”: los enigmas humanos que más importan -él dice los únicos- son los que no tienen solución.
Cuando Gabriel Gatti acude a la tocante metáfora de fundar una sociología del detenido–desaparecido, hablando desde su “estómago” o desde sus “zapatos”, yo leo y escucho su metáfora desde una perspectiva más universal que ha ganado o va ganando jerarquía en la antropología y el psicoanálisis de hoy: la noción de heredero, de filiación o de transmisión transgeneracional para definir la noción de humanidad o de humanización del sujeto humano. Estuvimos largo tiempo atrapados en la idea de que para caracterizar la naturaleza humana o la condición de sujeto había que concebirlo restringido al tiempo que va de su nacimiento a su muerte, mientras que hoy jerarquizamos o ponemos el énfasis en la transmisión entre las generaciones. Me gusta usar la fórmula “se necesitan al menos tres generaciones para configurar el perfil de un sujeto”.
Escribir como “hijo de”, es un posicionamiento asumido y proclamado por Gabriel, es casi como un emblema. Pero si pensamos bien, lo sepamos o no concientemente, siempre escribimos desde ese lugar de enunciación, hijos carnales de nuestros padres y de nuestra época. Lo que parece una excepción toma el carácter de un universal ineludible.
Este debate o combate consigo mismo para lograr explicitar su lugar de enunciación (desde donde y para quien habla), empieza con la dicotomía entre el familiar afectado y el académico sujetado al universo conceptual y semiótico de lo sociológico que resuelve con talento y sensibilidad exquisita en un desafío o provocación: “¿Alguien puede creerse objetivamente estar en posesión de una mirada inocente en esta cuestión? ¿Realmente entiende alguno que puede hablar desde un lugar neutro, sin marca? Es hora ya de tomar a cargo colectivamente la responsabilidad de la producción de la maquinaria que dio lugar a la desaparición forzada de personas, de considerar que ese horrores, sí, nada menos, que parte de nuestro patrimonio nacional. Pues no brotó esto, no, del mal absoluto de unos desalmados, ni fue producto de un desmán, de un brote de ira, locura o psicopatía de un grupo de energúmenos”
En todo su recorrido Gabriel desmonta el lugar asignado al estigma de ser víctima, labora en cada página, para que su lugar singular de enunciación se universalice en una interrogación, axiomáticamente imposible de concluir, acerca de los rasgos que definen la humanidad del ser humano. Escoge para su difícil o imposible empresa, dos ejes o parámetros que a un psicoanalista no le son difíciles de compartir, el lenguaje y la identidad. Sobre el primero, prefiero por comodidad, escudarme en una cita de Heidegger: "El ser humano habla. Hablamos despiertos y hablamos en sueño. Hablamos sin cesar, mismo cuando no proferimos ninguna palabra y no hacemos otra cosa que escuchar o leer; hablamos aún, si ni escuchando ni leyendo, nos entregamos a una tarea o a no hacer nada. Igual hablamos constantemente de una manera u otra.
Hablamos porque hablar nos es natural, y esto no proviene de una voluntad que sería anterior a la palabra. Se dice que el hombre posee la palabra por naturaleza.
La enseñanza tradicional postula que el hombre es, a diferencia de la planta o el animal, el ser viviente capaz de palabra. Pero esta afirmación no significa que al lado de otras facultades, el hombre posea también la de hablar. La afirmación significa que es sólo la palabra la que torna al hombre capaz de ser el ser viviente que es, en tanto hombre. El hombre es tal en cuanto que él es aquel que habla.”
Sobre Identidad, el asunto entre sociólogos y psicoanalistas es como la percepción de fraybentinos y asambleístas de Gualeguaychú acerca de la planta de Botnia: un acuerdo imposible o un desacuerdo violento, salvo que hilemos fino y hagamos trabajar las diferencias y contrastes, no con fines bélicos sino para complejizar una problemática inabarcable. Gabriel Gatti define la identidad como la unidad ontológica del ser, caracterizada por la conjunción de un cuerpo y un nombre, la inscripción en la genealogía y en la historia de una comunidad humana precisa. La contundencia parmenídea de la afirmación (escrita por un lector de I. Lewcowicz) me hace temblar ya que es una definición sólida y estable.
Personalmente ya no hablo de identidad sino de producción de sujetos, de un modo más nómade, más itinerante, más fugaz y volátil. Un sujeto humano no es de una vez para siempre, sino que se hace, se crea y construye, en cada momento de su historia personal y colectiva. El tiempo de subjetivación es cuando tomamos conciencia de un sentido, pero este sentido no es estable y perpetuo sino que son sus crisis y rupturas las que cada vez nos configuran, en nuestras permanencias y cambios. Es el trabajo de transformación lo que va definiendo los perfiles de nuestra humanidad. Gabriel Gatti no es el mismo antes y después de escribir este libro, es el acto de escribirlo - que lo ha hecho otro. No digo que el acto de escritura sea el operador exclusivo de un efecto sujeto, de una transformación sustantiva. Hay muchos otros modos posibles – pero si afirmo que este es un modo relevante y significativo de operar una transformación personal.
Una vez postulado el posicionamiento (el sufriente y el académico, predominio de lo afectivo o cultivo de lo cognitivo) y los referentes, (la identidad y el lenguaje), el autor traza el diagrama o plan de trabajo para el desarrollo de su tema (“El detenido-Desaparecido. Narrativas posibles para una catástrofe de la identidad”) Opta por un itinerario riguroso y sistemático que agrupa en dos grandes secciones, donde la sistematización es una exploración ordenada, metódica, si no exhaustiva, por lo menos enciclopédica de los perfiles que va abordando. Esta sistematización le permite ordenar su desarrollo en las narrativas de búsqueda de sentido y las narrativas de la ausencia de sentido –binomio que crea un contraste de alto valor heurístico, que estimula a pensar. En las narrativas de búsqueda de sentido, Gabriel Gatti anota, descriptiva y críticamente, la manera en que la catástrofe de la desaparición forzosa ha sacudido, interpelado y modificado distintas prácticas y oficios tradicionales. El impacto que en cada oficio implica tratar un tema intratable, y los fuerza o distorsiona sus códigos y claves habituales de funcionamiento. Lleva a cabo un trabajo metódico, paciente y minucioso con las instituciones generadas por las familiares, por los juristas, por los antropólogos forenses, por los genetistas, por los archivistas y museólogos y... mi honorable profesión: la de psicoanalistas.
Si me permiten juguetear con la tragedia, lo que es necesario, porque ventila y permite respirar para seguir pensando- aquí yo me he sentido tratado como un anciano respetable, interpelado por un joven irreverente. Y sin omitir la cruel crudeza de los hechos, voy a volver a hacer jugar la escena de una dialéctica entre un padre presente y un padre ausente, puesto que ambos son ineludibles y de muchas maneras nos acosan siempre. Y restablecer el movimiento de que con ambos (el ausente y el presente) los humanos tenemos conflictos, amores y rencores, reconocimientos y resentimientos, que deben moverse en la fluidez que proponen Bauman y Lewcowicz, y no petrificarse en algo sólido e inmodificable. Porque Gabriel Gatti define mi oficio como el de especialista en traumas, como reparador de agujeros o zurcidor de traumas, y yo corcoveo y me rebelo contra esa definición empobrecedora de mi oficio. La noción de Trauma se ha vuelto un comodín que abarca y confunde desde el cáncer hasta la uña encarnada. No hay un psicoanálisis sino muchos. Y Freud lo define como un oficio imposible, así que lo que voy a postular me implica a mi solo, como psicoanalista singular y no al psicoanálisis como ciencia, oficio o disciplina. Hace años que combatimos el modelo del trauma, del Post Traumatic Stress Syndrome y de la resiliencia: porque medicalizan y psicopatologizan un problema que no es de psicopatología sino de cultura. Las teorías o instituciones que se embarcan en esta lógica caen, tarde o temprano, en el tobogán de la victimología, de la ética, de la piedad o de la compasión. Lógica a la que no me afilio aunque seamos una minoría. La ética del psicoanálisis debe combatir la culpa del sobreviviente y su procedencia sacrificial judeo – cristiana.
Cuando algo duele -y vaya si la tragedia de la desaparición no es uno de los dolores más superlativos que sean concebibles- cuando algo duele, todos queremos sanar, curar, al menos aliviar. Allí la psicoterapia tiene una afinidad con la medicina. No sólo los médicos quieren curar y ayudar, eso es un universal de la condición humana. Podemos llamar a esto una ética de la piedad o la compasión, o desde otra perspectiva más compleja considerar como oximoron de la condición humana una que incluya la de torturador y la interrogación resultante de cómo, en el ser humano, se conjugan su dimensión sublime, creativa, y su dimensión siniestra, diabólica. Esta es una interrogación interminable que ha recorrido la historia y aún estamos en los comienzos, apenas con unos bocetos elementales buscando algunas respuestas.
Yo no soy zurcidor de traumas ni de catástrofes. Cuando el doliente que me viene a ver, que me paga con su dinero, con su tiempo y con su angustia, lo primero que le hago saber o sentir (si puedo) es que estoy dispuesto a acompañarlo. Puede que esto incluya un poquito de piedad, pero ese no es el ingrediente decisivo. Y como por lo general la excursión es hasta el final, hasta los confines del alma, (lugar bastante vecino de los infiernos), resulta que no es barato (y no me refiero a economía financiera), ni para uno ni para el otro.
Cuando el doliente que llega es un hijo de un desaparecido político, mi propuesta no es distinta. Éticamente no puede ser distinta sino la misma, porque esa es la condición de que no se incruste en su lugar de víctima. Y si bien esta es una meta global del proceso terapéutico, hay que marcarlo desde la línea de partida, no hay tratamientos especiales. El padre desaparecido no es un padre ausente sino omnipresente. Su presencia (la de la desaparición forzada) satura, insiste, acosa, asedia. No es un padre que falta, sino que sobra, que satura, Mi trabajo será tal vez de remendador o zurcidor, pero no del trauma y la catástrofe, sino de este exceso de presencia, del superlativo de presencia, de la desmesura que todo progenitor tiene, y más aún si está muerto. Si algún contraste o diferencia pudiera establecer esquemáticamente entre la ordinaria familia judeocristiana o atea, y aquella donde hay un chupado por el horror, es lo que voy a tratar de esbozar en las palabras siguientes.
Si algo sabemos de nuestra relación con el pasado (y en su seno y como lugar privilegiado el lugar de los progenitores), es que no reconoce una figura nítida y única, como parodian las fotos de cumpleaños. Nuestra relación con el pasado es múltiple, multívoca y equívoca, y si bien podemos reconocer relieves dominantes que hacen más claros y precisos algunos surcos, algunas secuencias e itinerarios (mientras otros se borran en el olvido), lo que si sabemos es que no todos los senderos son celestiales, sino la alternancia de buenos sentimientos y algunos reproches y resentimientos. Un mundo infantil normal (entidad que no existe). El mundo infantil es un mundo ‘cambalache’, de hadas, brujos, ogros, y tarzanes, que fluctúan como el clima, con días soleados y tormentas o con nieblas y huracanes. El mundo infantil es una calesita, un caleidoscopio de figuras múltiples aunque limitadas. Y es esa diversidad contradictoria, con zonas y espacios para la hostilidad lo que puede estar bloqueado con un padre mártir o héroe. La función del psicoanalista es restituir la movilidad entre amor y hostilidad.
Esa imprecisión es la que nos permite desde tiempos inmemoriales construir lo propio con lo heredado, en continuidad o en ruptura con lo que recibimos. En rebeldía y/o en sometimiento, en una combinatoria compleja. Lo que caracteriza la filiación en la desaparición es la disminución de la movilidad, de la capacidad de errancia o de itinerancia, que la construcción identitaria personal siempre requiere. Lo patógeno de esta filiación es que empuja y constriñe a una fijeza del mito de los orígenes. Impone- sustrayendo la libertad del sujeto a las continuidades y rupturas, y lo incrusta a un lugar asignado, previo al vagabundeo libertario y singular de su propio trabajo psíquico. Opera un mandato de lealtad difícil de movilizar. Por eso digo que mi propósito no es el de remiendo de traumas, sino algo más arduo, más difícil, quizás tan sórdido pero más digno que el de zurcidor, y que consiste en mover el lugar y los términos del mito de los orígenes, hacer que no sea una ancla o un lastre del pasado, sino una plataforma de lanzamiento hacia el futuro.
En lo poco que sabemos acerca de las filiaciones y afiliaciones, del cómo se produce la transmisión y el legado entre generaciones, el horror de la desaparición puede constituir un ancla o un lastre que perturbe la libertad de movimiento y de elección que cada sujeto y cada generación deben tener. Ninguna concesión a la gerontocracia gloriosa y a los héroes del pasado. Cada generación debe parir su originalidad y creatividad. Yo creo que el libro de Gabriel Gatti es una contribución en esa dirección.
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Estamos de acuerdo en que el tema de la Identidad humana tiene un eje decisivo en el ser “hijo de”. Esto es una experiencia de todos y no necesitamos ser académicos y técnicos del asunto para poder constatarlo. De la inmensidad aquí nos interesa aproximarnos a la coincidencia y la diferencia entre ser hijo de un padre presente e hijo de un padre desaparecido. Lo formulo así para denunciar los daños y peligros de la simplificación en una dicotomía blanco-negro. La ciencia también exige definiciones precisas: la ciencia jurídica, la genética, la forense, que si no son ciencias exactas aspiran o apuntan a serlo. Yo soy de otro bando: las ciencias humanas, las ciencias del sujeto, no apuntan a esa precisión que les resulta empobrecedora, tampoco se escudan en el vale todo que propicia el disparate, sino que apuntan a la penetración expresiva, al fino bordado de la diversidad significativa. Un punto clave es entre la biología y la genética como inicio y fundamento y desarrollo del ser humano, el otro la cultura, lo que el lenguaje produce a través del vivir juntos, de construir lo social para vivir.
Gabriel Gatti recorre algunos vericuetos de este problema interminable al que llamamos identidad humana (o naturaleza humana, o condición humana), y se debate entre lo que es fijo, sólido, pétreo, y lo que se trabaja plásticamente como la materia prima del alfarero. En todo caso plantear la antinomia entre construcción cultural y determinismo biológico, me parece una fuente inagotable de interrogación, una complementariedad y/o contradicción de alto valor heurístico para explorar. De esas preguntas, ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?, es una pregunta de la que nadie zafa, ¿porqué habrían de zafar los hijos de los detenidos desaparecidos? Es cierto que eso les da un estatuto especial, del que pueden zafar o donde pueden quedar incrustados. Yo opto, simplificando, que zafar de un lugar asignado y tener la opción (libertaria) de elegir, es más saludable. Y en tolerar y legitimar la diversidad humana, la diversidad de opciones y caminos, en lugar de mandatos y lugares heroicos que suelen ser oprobiosos.
Bibliografía
Levi-Strauss, Claude: Entrevista en Revista “Zona Erógena” Nº 14, 1993
Levi, Primo: “Los hundidos y los salvados” Muchnik Editores. España, 1997.
Heidegger: “Lenguaje técnico y lengua de tradición” Conferencia Inédita
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Marcelo N. Viñar
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