1. La comida como muralla, la comida como puente
Un aporte de la antropología al tema del almuerzo
Dice Mary Douglas, antropóloga norteamericana: “Las mercancías son neutrales, pero su uso es social; pueden ser utilizadas como murallas o como puentes.”
Se podría definir a la antropología desde dos puntos de vista. El primero, como el estudio de la diversidad socio-cultural de la humanidad, y el segundo, como el estudio de la alteridad. Es decir, que ambas definiciones apuntan a comprender y explicar identidades distintas a las del observador.
¿Porque tomamos para comenzar algunos conceptos de la antropología?
El “comer” en los pacientes que nos convocan es una problemática compleja. Dado que compartimos con ellos el momento del almuerzo, es además, un acto en el cual estamos fuertemente implicados.
Decíamos en trabajos anteriores, “que apuntábamos a que el almuerzo fuera un estar con otros, un poder compartir un momento, una palabra con alguien, una ficción, un efecto de la cultura y no una necesidad biológica o un acto de supervivencia, donde la relación con la comida pueda enhebrar un sentido.”
Es por esto que recurro a la palabra antropológica para buscar nuevas respuestas a nuevos problemas que se nos plantearon, o, por lo menos, para hacernos nuevas preguntas. Me basaré principalmente en las ideas de dos pensadores: Norbert Elias y Mary Douglas.
Hagamos historia.
La reorganización de las relaciones humanas involucradas en la constitución de los estados absolutos y en la desaparición del feudalismo, tuvo una influencia directa en el cambio de las costumbres humanas, cuyo resultado provisional es nuestra forma “civilizada” de comportamiento y de sensibilidad. Aparecieron entonces nuevos modos de control y de coacción social.
De esto se desprende, entonces, la idea de civilización como un proceso evolutivo y dinámico, que supone una transformación del comportamiento y de la sensibilidad humanos en una dirección determinada.
En el siglo XVI, durante el Renacimiento, aparece el concepto de civilité, que sanciona y define la conducta de las personas en sociedad, especialmente del decoro externo del cuerpo. Esto implica el concepto de modales, de educación, de la apariencia de las personas, de la actitud corporal y los ademanes, la vestimenta, la expresión del gesto y de lo externo como expresión de la interioridad. Cabe plantearse la pregunta de sí el avance del límite del pudor y la frontera de la vergüenza y su mayor represión, está relacionado con este cambio de comportamiento, entre otros, en el acto alimentario, entre la Edad Media y el Renacimiento. Leonardo da Vinci, en sus “notas de cocina”, plantea algunas invenciones, como la servilleta e implementos para cocinar e introduce cambios en los modales de la mesa. Erasmo en su obra sobre buenos modales “De Civilitate Morum Puerilium” plantea, entre otras cuestiones “no abalanzarse sobre la comida como un glotón”.
Con el término posterior de civilización, trata la sociedad occidental de caracterizar aquello que expresa su peculiaridad, y de lo que se siente orgullosa: El grado alcanzado por su técnica, sus modales, el desarrollo de sus conocimientos científicos y su concepción del mundo.
Los libros sobre la compostura en la mesa y las buenas maneras, que comenzaron a escribirse en el siglo XIII y llegan hasta nuestros días, nos aclaran procesos en la evolución de la sociedad. Nos muestran a que grado de usos y comportamientos trataba cada sociedad de acostumbrar a sus miembros en épocas concretas. Estos escritos son instrumentos directos para la integración del individuo en aquellas formas de comportamiento determinadas por la estructura y la situación de una sociedad. Al mismo tiempo, a través de lo que reprochan y de lo que alaban, muestran la distancia que media, en cada caso, entre las buenas y malas costumbres, desde un punto de vista social.
Ahora, a almorzar.
La antropología plantea que el comer, como el hablar, es una actividad pautada, y propone una analogía entre las formas lingüísticas y el menú cotidiano. Comer, como hablar, es un medio de comunicación, socialmente organizado y altamente estructurado. Los alimentos son objetos de mediación en el vínculo con otros. Como cualquier otro objeto, para esta autora, son neutrales, pero su uso es social. Pueden ser utilizados como murallas o como puentes.
Los individuos no comen cuando quieren, sino en momentos prescritos culturalmente: desayuno, almuerzo y cena. Este rito, además, está relacionado con el contexto global en el cual tiene lugar.
La comida es socialmente seleccionada y estructurada, desde la elección de los animales y plantas que comemos hasta el modo en que son preparados y presentados. Para comer, hay un orden y una estructura.
La organización social de una comida es también una ceremonia ritual. En el momento de la comida la familia se reúne, y el lugar que se ocupa en la mesa refleja la jerarquía de status de la familia: el padre se sienta aquí, la madre allí, los hijos allá. La familia junta es como una comunidad que se reúne para reafirmar periódicamente sus sentimientos grupales, y la organización de las comidas para Mary Douglas es como la organización del lenguaje verbal.
El desayuno es la comida más atomizada. Cada persona llega a la mesa en un momento distinto, elige lo que quiere, y le está permitido dar expresión a intereses y a necesidades personales como leer el diario o no ser comunicativo. Durante el desayuno no es tan importante que la distribución en torno de la mesa refleje la jerarquía familiar. Pocas veces hay desayunos de familia, los miembros de la familia van y vienen a discreción. Durante la cena, la unidad familiar sigue siendo una entidad con cohesión, lo cual refleja que esa comida tiene una importancia mayor que la del desayuno. Además, en el desayuno la mesa es objeto de una menor preparación ritual. En resumen, el desayuno tiene lugar con una organización social mucho menor, se le atribuye menor valor ritual, y en consecuencia es mucho más individualista. Se trata más de una organización de individuos separados que de un todo. Esto queda captado en el “¿Que querés vos para el desayuno?, en contraste con “Tenemos carne asada para la cena”.
El almuerzo tiene algo de comida intermedia. Es más ritualista que el desayuno, pero menos que la cena. Esto es perceptible en la tendencia a desear almorzar con otros. También hay más ritual en la preparación del almuerzo.
Pero la comida más ritualista es la cena. En ella, la unidad familiar se reúne formalmente. Hay orden y estructura. Cada persona tiene su lugar, y es importante la ubicación de los utensilios. Existe a veces la prohibición general de discutir determinados temas que podrían provocar disensiones, pero que reflejarían opiniones individuales y por lo tanto las realidades separadas de los individuos por sobre su pertenencia como miembros del grupo familiar organizado.
Las personas no comen al azar, algunas cosas se comen antes que otras, o en diferentes combinaciones con otras. La manera en que se presenta la comida es un lenguaje en el que participan los individuos, en gran caso como el lenguaje verbal. El comer y el hablar son actos similares. Ambos están estructurados y transmiten información social. Un código lingüístico restringido limita el fondo común lexical y los modos en que el individuo puede combinar los alimentos de una comida. Los alimentos singulares son como palabras, y su ordenamiento es como la gramática.
Encontramos un código más elaborado cuando la comida está dispuesta sobre la mesa y se permite que las personas se sirvan y elijan lo que quieran y en las proporciones que desean. En este caso, la sintaxis de la comida consiente una mayor libertad individual en la elección de los elementos, en el orden en que se tomen, y en el establecimiento de las proporciones que se consideren correctas. El código elaborado es más flexible y posibilita que el individuo exprese una intención más personal, que es aproximadamente lo que ocurre cuando uno elige cuanto de esto y cuanto de aquello se servirá en el plato.
2. El almuerzo en un Hospital de Día
Acerca de las intervenciones:
Nos gustaría continuar describiendo fenomenológica mente ciertas características comunes de los pacientes que nos ocupan y de sus familias dentro de un contexto social determinado, para después pensar el concepto de intervención y su valor como herramienta en nuestra práctica clínica y en la elección de las estrategias adecuadas. Todo esto con el fin de pensar una intervención particular que efectuamos en nuestro dispositivo y sus posteriores efectos.
Comencemos por una descripción general, para algunos de ustedes ya conocida. Para estos pacientes, parece no ser suficiente una terapia individual y familiar: Además de riesgo clínico, en líneas generales, llegan con un quiebre o fractura en su relación con el medio circundante. De acuerdo al grupo etario, encontramos en ellos dificultades para relacionarse satisfactoriamente, ya sea en la escuela, en el trabajo, con sus grupos de pares, y con su familia. Esto cobra un valor particular cuando, generalmente, los pacientes mismos logran convencernos de que estos espacios son inaccesibles para ellos.
Desde lo familiar, podríamos permitirnos una primera generalización al decir que estas familias presentan dificultades en dos de sus funciones básicas: el sostén y el corte. Con el sostén, nos referimos a la posibilidad que tiene una familia de amparo y protección para suplir las carencias del niño. Con el corte, nos referimos a la prohibición del incesto dentro del grupo familiar, lo que permite el pasaje a situaciones de mayor complejidad, de crecimiento y de diferenciación, y estimula el intercambio con otras familias.
Por lo anterior, estas familias parecen tener poco recurso a lo simbólico, lo que los lleva a un empobrecimiento de los medios con los que cuenta. Son familias aisladas, que poco a poco se alejan de su medio social, se encierran cada vez más en ellas mismas, desarticulándose de algún modo los modelos vinculares establecidos. Es importante recalcar que siendo éste un modo particular de funcionamiento familiar, muchas veces es endilgado a la “patología” del adolescente.
En relación a esta crisis y a esta sensación de desilusión, de sin salida, de desamparo afectivo y social que no permiten producir vínculos en los que los afectos y la solidaridad entren en juego, creemos que lo primordial es ayudar a construir nuevamente espacios de ilusión , donde algo del orden de la narcisización sea posible, creando tramas vinculares que terminen constituyéndose en redes.
El Hospital de Día aparece interviniendo en el sentido de cortar o quebrar aquello que venía en un estado de confusa continuidad. Es porque se nos supone un saber, que se produce una ruptura y una modificación de las estructuras con las que el paciente y su familia se vinculan con el medio que los rodea. Se genera entonces, un alto nivel de movilización de situaciones e intervenciones terapéuticas. Cuando intervenimos eficazmente, el conjunto de la familia cambia de posición en relación a la problemática que motiva la consulta, y aquello que aparecía como aislado, sin sentido, gobernando la dinámica familiar, comienza a quedar ligado a un nuevo sentido que se va construyendo, y por esto, va circulando.
Se trata de un dispositivo que podría aparecer como una mera imposición directiva de horarios y actividades arbitrarias de no fundamentarse en el lugar de favorecer las “Mediaciones” de ficciones que permitan a los pacientes reconocerse y constituirse en relación a sus propios deseos.
Es porque tanto el encuadre, como las intervenciones que en relación al mismo efectuamos están en un marco simbólico, podemos pensar sobre ellos y en algunos casos, dar lugar a la invención.
Dentro de estas invenciones, se inscribe, no sin dificultad, el almuerzo en Hospital de Día.
Historia del almuerzo en el Hospital de Día:
En un principio, solo almorzaban dentro del dispositivo aquellos pacientes con trastornos alimentarios más graves: quedarse a almorzar era ser considerado paciente grave, y por, esto, “castigado”, según la mirada del paciente. Este o estos, si eran más de uno, eran acompañados por el acompañante terapéutico del día, que parecía por momentos más un celador que otra cosa.
Muy pronto cambiamos la norma, y todos los pacientes comenzaron a almorzar en el hospital. Ya que el hospital no proveía la comida, cada paciente traía su propia comida que, a veces comía, y a veces permanecía sin ser tocada. El acompañante permanecía observando, a veces hasta de pie.
Al tiempo, esta modalidad se cambió, y los acompañantes comenzaron a traer también su propia comida para almorzar con los pacientes. Cierto fenómeno surgió entonces: los pacientes dejaban de comer por completo y observaban comer a los acompañantes. Esto persistió y se acrecentó, cuando se incorporó a cada almuerzo, además del acompañante del día a un profesional del equipo. Los pacientes no solo observaban a los terapeutas comer, sino que hacían comentarios sobre sus modales, lo que comían, cuanto comían, etc. Empezaron a “hablar” de nosotros en relación a la comida. Era una escena “congelada” que se repetía todos los días: Los terapeutas almorzando y los pacientes con sus paquetes de comida cerrados. Nada se compartía en ese momento. Los pacientes con sus paquetes cerrados parecían representar el control sobre su propia ingesta. Estos paquetes se convertían en una muralla más. Esos paquetes cerrados parecían legalizar el ayuno, y una pura exhibición de su síntoma. Casi sin darnos cuenta, la hora del almuerzo se convirtió para nosotros en una escena que queríamos evitar.
Algo teníamos que hacer. Realizamos unas jornadas internas, donde uno de los temas principales tratados, fue el tema de los almuerzos. De allí surgió también el tema de la lectura antropológica como posible disparador de alguna invención.
Se reunió entonces a las madres con el coordinador y la terapeuta ocupacional del dispositivo (“pareja terapéutica estable” en la historia del mismo) y se planteó la situación. Del mismo grupo de madres surgió la idea de turnarse para cocinar ellas para todos una vez cada una. En este “para todos” incluyeron a los terapeutas, verbalizando entre otras cosas que ellas sabían que muchos no cobraban, y que era una manera de reconocer su trabajo. Reconocieron también que este estilo de trabajo les significaría un importante ahorro económico (se trata de familias con graves dificultades económicas). Con gran sorpresa para pacientes y terapeutas, las madres se organizan solas y muy bien, para ver quien cocinará y que comida, se prestan elementos culinarios, intercambian recetas, etc. Cabe remarcar que a partir de estas reuniones para evaluar el proceso de la “comida”, surgió un grupo terapéutico de las madres.
Se normatiza nuevamente el almuerzo: serán los profesionales quienes pongan la mesa y sirvan la comida, y los pacientes retirarán los platos y los lavarán.
Los primeros días, la situación de ayuno se incrementa: los pacientes se oponen a esta nueva modalidad, no quieren que sus madres cocinen para todos, y hablan en todos los espacios de esto. A la segunda semana, ya todos están almorzando…
A algunas madres, sus hijos comienzan a ayudarlos o en la elección del plato o en la elaboración del mismo.
Algo de la comida empieza a ser exogámico: alguien más que sus hijos está dispuesto a comer la comida de estas madres. La comida comienza a circular (así como las ollas y las recetas), y algo de la diferencia, de la diversidad de cada familia en relación al como cocinar y comer se hace evidente. Ya no se favorece la desmentida: Cada paciente tiene servido ante sí el plato de comida lleno.
En este espacio, diferente de los demás espacios del dispositivo, pues es donde más se juega algo del orden de la “horizontalidad”, la comida parece estar ahora no al servicio del aislamiento sino al servicio de la confraternidad. En pacientes con tanta dificultad para “entregar”, destacamos la importancia de este acto de compartir. Algo del “repartir” también se juega en el momento de servir. Comemos todos juntos. La comida que sobra es llevada por la familia que la elaboró a su casa, pero esta tiene algún tipo de transformación: Es la comida del grupo.
También los pacientes y sus familias ven otro aspecto de los terapeutas: Su “hambre”, su “alegría” ante un plato delicioso. Al comer su comida, queda manifiesto que los terapeutas también necesitamos algo de ellos.
La gran comilona fue una película escandalosa, donde un grupo de personas se encerraba a comer hasta morir. Su efecto escandaloso, tal vez tuvo que ver con una puesta en juego de lo sexual y lo escatológico fuertemente unidos. Sus protagonistas se recluían, todo tenía lugar en un sitio encerrado donde todo ocurría entre ellos, y en exceso, hasta la muerte.
La fiesta de Babette, en cambio, narra la historia de una espléndida chef parisina refugiada en Escandinavia que, con el dinero obtenido en una rifa que ganó, tras haber enseñado a comer decentemente a un pueblo paupérrimo y culinariamente analfabeto de esa región, invita a sus principales habitantes a una cena, donde se presenta como una cocinera y anfitriona maravillosa.
El exceso, el encierro y lo escatológico de “La Gran Comilona”, los acompañantes sintiéndose celadores, con un riesgo amenazante de excederse en la imposición, los pacientes en el exceso del ayuno y del vómito… todo esto se presentaba como una escena en que la palabra no tenía lugar, en el sentido de no tener efecto. Solo era para mirar y mirarse.
Entonces, en un acto que como tal quedó ubicado a posteriori, se pasó del imperativo “a comer”, a una invitación, digna de Babette, quien dice: “La mesa está servida”.
De “comer o no comer hasta morir” pasamos a “quien hizo hoy la comida”. Que la mesa esté servida, sirve para otra cosa.
En un acto que no deja de ser una invención, quienes estábamos como espectadores, al igual que en “La Rosa Púrpura del Cairo”, pasamos a intervenir.