A Alfredo Caeiro, cocinero oficial de Topía
El cine, suma de todas las artes cuyo resultado es más que la suma de sus partes, arte Wagneriano por excelencia, además incorpora desde sus orígenes innumerables gestos culinarios. Tanto la comida como el arte cinematográfico, son hechos culturales y creativos. Dos vehículos más que eficaces de comunicación masiva, o de manipulación política: Pan y Circo.
El cine produce un placer audio visual que abre en los espectadores distintos apetitos, entre ellos, los eróticos y los gastronómicos.
Gastronomía, término griego que remite al estudio de la relación del hombre con su alimentación y su entorno. Dicha disciplina analiza varios componentes culturales, cuyo eje central es la comida.
Nada más íntimo y vital que comer: al incorporar alimentos, hacemos que éstos accedan al máximo de nuestra propia intimidad. Lo que ingerimos se convierte en nosotros mismos, en nuestra sustancia íntima. Famosa es la frase popular: somos lo que comemos.
El hombre degusta la comida, la introduce en su cuerpo, forma parte de sí. Según Claude Lévi-Strauss -expresado en su ya clásico libro Lo crudo y lo cocido- :
Comenzamos así a comprender el lugar verdaderamente esencial que corresponde a la cocina en la filosofía: no solo marca el paso de la naturaleza a la cultura; por ella y a través de ella, la condición humana se define con todos sus atributos, aun aquellos que –como la mortalidad- podrían parecer los más indiscutiblemente naturales.
En este sentido, y una de las primeras singularidades respecto al resto de los animales, es que el hombre es un ser omnívoro, y según Claude Fischler, el hecho de ser omnívoro, en primer lugar, lo hace portador de autonomía, de libertad y de adaptabilidad. Puede subsistir gracias a una multitud de alimentos y de regímenes diferentes, es decir, de ajustarse a los cambios de su entorno. Puede sobrevivir a la desaparición de ciertas especies de las que se alimentaba; puede cambiar de ecosistema. Pero esta “libertad”, al mismo tiempo se asocia a su dependencia: la de la variedad. Para obtener todos los nutrientes necesarios necesita de más de una comida, no como lo hacen ciertos animales que subsisten a partir de un solo alimento. En cambio, el hombre tiene necesidad de una variedad mínima. De esta variedad o combinatoria, nace el arte de la cocina.
Incluso, la relación entre comida y sexo. Usamos la boca para muchas cosas; tanto para hablar como para comer. Los labios, la lengua y los genitales tienen los mismos receptores nerviosos, que los hacen hipersensibles. Hay una similitud de respuesta entre todos esos órganos. En las antiguas fiestas orgiásticas los cocineros, preparaban panes y carnes en forma de genitales, en especial penes, y figuras de hombres y mujeres de exagerados órganos sexuales, que presidían esas celebraciones en las que las parejas copulaban y comían en público. El film de Federico Fellini Satyricon (1969) adaptación del libro de Petronio, es un claro ejemplo de recreación histórica de las mismas.
En cuanto a la relación entre el arte gastronómico y el arte cinematográfico, ésta se inicia desde el principio del cine, a finales del siglo XIX. De ahí que se pueda establecer una historia de la cocina a través de la historia del cine, desde los primeros films del cine mudo hasta los más actuales. Hay escenas memorables que nos remiten a la relación entre el cine y la comida, desde los Hermanos Lumière, pasando por Charles Chaplin, Buster Keaton, o el “gordo y el flaco”.
Sin embargo, el primer film, donde la comida es presentada con mayores detalles y sofisticación, ya que están enmarcados en escenas de banquetes y fiestas, es Cleopatra (1917) de Gordon Edwards, basada en la tragedia de Shakespeare Antonio y Cleopatra, con la actuación de la diva del momento Theda Bara.
Ahora bien, en la historia del cine no siempre se da una comunión a rescatar, entre comida y cine, como tampoco son la regla general entre films que gozan del éxito del público y la calidad artística de los mismos. Pero a veces, estas excepciones se producen. Este artículo (por las limitaciones propias de espacio, a las que somete una revista, no así un libro sobre el tema) es obviamente una selección, una especie de antología personal, pero creo que a la vez significativa. Donde el elemento subjetivo o de gusto -ya que de comidas también se trata- no puede sustraerse a la misma. Deseo pues, y espero que los lectores gocen y saboreen de los films y comidas que hay, sin lamentar las muchas ausencias que no hay.
Hay tantas aproximaciones y tratamientos a la cuestión de la comida en el cine, como films en su historia de más de cien años. Ya que no son demasiado numerosos, los films que de alguna manera no tengan que ver con formas directas o elípticas, ya sea por exageración y despilfarro; o por escasez y hambre, inherentes a la problemática de la comida. Como así también a los escenarios gastronómicos, a los comensales, y a los cocineros. No como referencias superficiales o decorativas. Sino como temas excluyentes sobre los cuales se estructura el film.
La obra cinematográfica de Charles Chaplin, tiene escenas inolvidables, donde la comida al mismo tiempo, adquiere al menos dos significados: como procedimiento para producir humor, y arrancar la risa, y como símbolo del hambre, para emocionar hasta las lágrimas a los espectadores. Como ocurre en el film La quimera del oro (1925). Donde los dos abandonados vagabundos sucumben ante el hambre. Charlot prepara una cena con lo único que tiene a mano: uno de sus zapatos de cuero con sus respectivos cordones, transformados en suculentos spaghettis, mientras su compañero cree ver en Carlitos una gallina, tratándolo de comer.
Otra escena, imitada hasta el cansancio es en la que Chaplin coloca dos pancitos en tenedores e imagina que son dos piernitas que bailan.
En su otra obra maestra Tiempos Modernos (1936), Chaplin es sometido a una máquina de alimentación automática para dar de comer a los obreros de la fábrica, y así eliminar el receso del almuerzo, y que estos no dejen de producir.
Otro de los artistas que dieron a la comida un significado especial, fue Buster Keaton, para quien el comer era un reflejo de las luchas de clases, y de sus respectivos patrones de consumo. Y junto a Laurel y Hardy se valió de la comida y su efecto posterior, para sus geniales gags. Incluso el famoso pastel que se incrusta en la cara, y que todavía se sigue usando en muchas comedias.
Desde otra perspectiva, más dramática por cierto, es el film más importante de Eisenstein El Acorazado Potemkin (1925), recordemos que es el mal estado de la comida, el motivo que enciende la mecha del motín ocurrido en el acorazado, contra los oficiales del régimen zarista. Un acontecimiento aislado, el motín de un barco, serviría para materializar la gran epopeya obrera y campesina de 1905.
La comida podrida, llena de gusanos simbolizaría las condiciones inhumanas en que estaban sumidos no sólo lo más bajo del ejército, sino toda la población de trabajadores rusos. Un ejemplo de la crueldad del poder del Zar. Hombres reducidos a gusanos, como los que en primer plano nos muestra Eisenstein. Leemos en el guión del film: Primera parte. Hombres y gusanos. Secuencia 3. Mañana. Un grupo de marineros se agita ante las cocinas, alrededor de una osamenta de buey en mal estado. El médico de a bordo, utiliza sus quevedos como una lupa, examina la carne y la declara comestible: “No son gusanos, sino larvas de moscas. Se pueden quitar con salmuera”. Un cocinero se esfuerza en cuartear la carne con un hacha. Los marineros irritados intentan en vano disuadirle. Luego, se produce el rechazo de la sopa. La cuestión de la comida es la organización de los conflictos futuros. De la indignación se pasa a una fuerte reacción, y de esta, a una revolución colectiva.
Otra de las pocas comidas rechazadas en los films, y donde lo que se degusta es por lo general riquísimo, es la significativa rata cruda que Bette Davis le sirve a Joan Crawford, en el film ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) de Robert Aldrich. O aquel delicioso buffet froid imposible de comer, porque está servido sobre un arcón que esconde un cadáver, en el film Rope (La soga) o Festín diabólico (1948) como se lo conoce en argentina, del genial Alfred Hitchcock.
Otros films relevantes, en cuanto a la profundización de la problemática de la comida, como también por la divulgación de la gastronomía típica de otras culturas, asociadas íntimamente a la identidad de un país. Y donde el acto de comer, es un verdadero acto de amor, son: Comer, beber, amar (1994) de Ang Lee. Chocolate (2000) de Lasse Hallstrom, El olor de la papaya verde (1993) de Anh Hung Tran. Tomates verdes fritos (1992) de Jon Avnet. Como agua para chocolate (1992) de Alfonso Arau. La cena (1998) de Ettore Scola. Big Night (1996) de Campbell Scott y Stanley Tucci, una crítica a la cocina italiana “americanizada”, donde el risotto de tres colores y el elaborado tímpano, preparados por el increíble cocinero siciliano, compiten con las simples hamburguesas y los insulsos hot-dogs. La exquisita secuencia de la fiesta, con su increíble timbal de macarrones, del film El Gatopardo (1963) de Luchino Visconti. O la escena donde Harrison Ford, en medio de la polución y la lluvia interminable, devora un sashimi, en Blade Runner (1982) de Ridley Scott, film que nos acercó el futuro en esa preparación de la cocina japonesa.
Estos films dan cuenta de que la comida, al igual que el erotismo, es básicamente un medio para conservar el poder, sobre todo el “mágico” poder del amor, frente a la rutina y la muerte. Podríamos afirmar que la potencia de Eros resulta de la relación entre comida y erotismo. La pulsión de vida, en oposición a Thánatos, la pulsión de muerte. La correspondencia visual de este erotismo-gastronómico, entendido como la exaltación del goce sensual hasta el punto de excitar el instinto voluptuoso de los espectadores, su gusto. Sin dejar de lado el sentido social. Los otros sentidos pueden disfrutarse en toda su belleza cuando uno está solo, pero el gusto es en gran medida social. Los seres humanos rara vez preferimos comer en soledad, y la comida tiene un poderoso componente social. Toda forma de sociabilidad puede reunirse alrededor de la misma mesa: el amor, la amistad, la traición, el negocio, la intriga, el poder. Uno de los ejemplos más contundentes en cine, lo podemos encontrar en las distintas escenas que aparecen a lo largo de la trilogía de El Padrino (1972-1974-1990) de Francis Ford Coppola.
Debemos comer para vivir, lo mismo que debemos respirar. Lo primero que gustamos es la leche del pecho de nuestra madre, acompañado por amor y afecto, que constituyen nuestros primeros sentimientos de placer. En muchos de estos films, a través del sentido del gusto, el olfato sugerido por el sentido de la vista y el oído, lo recrean. La sensualidad que se desprende de la gozosa lectura de los films:
La cocina como el cine es el arte de dar relieve a los sabores con otros sabores.
Dentro del corpus que compone la relación entre Cine y Comida, donde el “menú de opciones” es variadísimo y apetitoso, se destacan algunos films emblemáticos. Donde paradojalmente, el arte de la cocina, termina en autodestrucción, antropofagia y muerte. La mesa del convite se transforma en mesa de disección, el acto alegre de cocinar en triste gesto de horror: “Eros es comido por Thánatos”.
Recordemos a propósito sólo algunas: ¿Pero quién mata a los grandes chefs? (1987) de Ted Kotcheff. Un policial en tono de comedia y humor negro, una sátira sobre la nouvelle cousine. Solo Dios sabe la verdad (Gran Bollito) (1977) de Mauro Bolognini, con la gran actuación de Shelley Winters; inspirada en la historia real de Leonarda, que entre 1939 y 1940, mató y cortó en pedazos a tres mujeres con las que hacía y vendía sus deliciosas galletas llamadas por ella “huesos muertos”. Cuando el destino nos alcance (1973) de Richard Fleischer, una distopía ambientada en el año 2022 en la ciudad de New York, donde sólo una élite, que mantiene el control político y económico, tiene acceso a ciertos lujos como verduras y carne. La mayoría, hacinada en las calles, tiene como única fuente de alimentación un “preparado” realizado con los cadáveres de los ancianos.
Tenemos también, dentro de esta línea, la saga cinematográfica, y ahora transformada en serie televisiva Hannibal Lecter. Célebre personaje (mezcla de psiquiatra culto, cocinero exquisito, psicópata asesino y caníbal) protagonizado por Anthony Hopkins. En especial el film de 2001, dirigido por Ridley Scott. Y su “climax gastronómico”: la escena donde Lecter ha practicado una craneotomía a Ray Liotta. Ante Clarice (Julianne Moore) que ve con horror como Lecter alimenta a Liotta, bajo el efecto de las drogas, con partes de su propio cerebro, luego de haber sido salteado en mantequilla, hierbas y cointreau.
Tampoco podemos olvidarnos de la ya clásica, escatológica y “escandalosa” La gran comilona (1973), de Marco Ferreri. El film más representativo de esta serie, donde el cocinar, el beber, el comer, el fornicar, y el morir llegan a su máxima sofisticación. Recordemos que el “divino cocinero” Ugo Tognazzi, y sus amigos Marcello Mastroianni, Michel Piccoli y Philippe Noiret (todos mayores de cincuenta años), representan y recrean la metáfora dramática de una burguesía vacía y sin rumbo (a la manera de El discreto encanto de la burguesía, de Luis Buñuel). Deciden suicidarse, comiendo hasta morir: una alegoría del poder como fin en sí mismo. Aislados de las mayorías sociales, e indiferentes de los derechos y libertades de la ciudadanía; los cuatro amigos en una suerte de competición por la muerte, realizan un verdadero suicidio gastronómico grupal. De esta ceremonia pagana emerge Andrea Ferreol, maestra de pueblo transformada en diosa de la fertilidad y la carne, que actúa como madre protectora y amante de los cuatro. Y que sobrevivirá a la fatal orgía. El film, en realidad, rompe con “el tabú de la autodestrucción”. De la prohibición de concebir el fin de uno mismo.
Sin embargo, el film más emblemático de toda esta serie es El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989) de Peter Greenaway: el drama se estructura a partir de siete comidas que suceden a lo largo de nueve días, bajo el influjo de los siete colores del arco iris, a partir de la teoría óptica de Isaac Newton. Y un grupo de pinturas holandesas, donde varias personas son representadas alrededor de una mesa. Siendo la más significativa el famoso cuadro La lección de anatomía, de Rembrandt. Y donde el restaurante es en realidad un depósito, en el que suceden, entre exóticas comidas y sexo, hechos violentos y terribles. En el fondo de la cocina los amantes fornican. La cámara hace un largo paneo hasta llegar a Albert (el ladrón) el comensal. Aquí la fiesta del comer se ve dividida, fragmentada. Albert Spica (speak: que no para de hablar y dar órdenes) será el único que “festeje” despóticamente. E inhibe el goce secreto de su bella mujer Georgina (Helen Mirren), y asesina por celos a su amante. La secuencia final es antológica, ya que ella lo obliga a comerse el pene de su amante, que había sido cocinado por Richard, el “divino” cocinero mediador y protector de los amantes. Devenido en defensor de la antropofagia como castigo. La última receta magistral del cocinero, antes había preparado una sucesión de manjares como: ancas de rana con salsa de quesos, jugo de limón y paprika. Ensalada de langostinos con jugos cítricos, pavo a la albahaca y los filetes de cordero con hierbas. También por él, nos enteramos lo que significan los colores de los productos, asociados a la lista de precios de la carta de su restaurante; por ejemplo, el negro (el caviar, las trufas) es el más caro porque simboliza comerse a la muerte. Otro de los elementos que alejan al film del modelo del festejo a través de la comida, es que no hay común-unión, no hay abolición de las relaciones jerárquicas. Aquí prima la desigualdad, no hay integración a través del comer, sino en un sentido negativo. Prima la venganza y el castigo. En la última escena Georgina mata a su marido con un tiro en la frente. La última palabra pronunciada en el film es: ¡¡caníbal!!
Como corresponde, dejamos para el final los dulces, dos films cuyas respectivas propuestas, son todo lo contrario al ítem anterior. Una reivindicación del arte gastronómico, y de sus artistas creadores, los “que cocinan como los dioses”. Y para no discriminar elegimos al cocinero de Vatel (2000) de Roland Joffé (director de Los gritos del silencio, y La misión), y a la cocinera de La fiesta de Babette (1988) del director danés Gabriel Axel.
En ambos films el gusto es el motivo erótico. Y gustar es ejercitar el sentido del gusto a través de la comida. Pero el gustar exige la presencia de otro verbo: la acción de Catar. Y catar es determinante para gustar y saber lo que se gusta. De ahí que de la lectura de estos films se desprenda que saborear, equivale a sentir. Y que el sabor se relaciona con el saber. Estos films exigen de los espectadores, no ser “tragados”, ni “devorados”, sino “masticados” y “desmenuzados” minuciosamente: degustados.
El placer que producen estas dos obras de arte, es que recuperan un concepto antiguo, que no por eso deja de ser actual: sapiencia: ningún poder, un poco de prudente saber, y el máximo posible de sabor.
El genial mayordomo y cocinero, François Vatel (Gerard Depardieu) un renacentista cuyo modelo es Leonardo Da Vinci, está tomado por las pasiones alegres. Es el responsable de construir con rapidez y perfección los teatros y las escenografías, al gusto del rey Sol, Luis XIV (1638-1715) y su parásita corte. Al mando del ejército de cocineros, improvisa, crea obras de arte culinarias, inventa platos (es el creador de la famosa crema Chantilly). Vatel es un hombre demasiado noble para vivir entre el exceso y la decadencia de la aristocracia. Se debate entre la vida, el arte, el amor, su humanidad expresada a través de la comida, y la frivolidad y mezquindad de la corte del rey. Donde es muy difícil sobrevivir y ser buena persona. En este sentido Vatel es una especie de Sheherazada gastronómica, cocina para no morir. Vatel, al cocinar regala felicidad, asombra y deleita a través de algo tan fugaz como la comida y el espectáculo. Su conflicto es que sirve al poder y lo desprecia profundamente. Enfrenta los caprichos de los poderosos con su modesta grandeza creadora. El film es una crítica, desde el arte de la gastronomía a la sociedad absolutista, a sus intrigas cortesanas, al aburrimiento, y su exacerbado egoísmo.
Y dejamos para el final, a la “frutilla del postre”. La Fiesta de Babette.
En esta verdadera fiesta de sabores, que es en realidad una única cena, predomina el orden y el recato. Incluso al principio es notoria la ausencia de la risa. El modelo protestante que profesan los comensales es en un principio la negación de la fiesta y el buen comer. Recuerden que hemos perdido el sentido del gusto, afirma uno de ellos, y agrega: La comida no tiene importancia, con lo que niega todo placer a través de la comida. El personaje del general, que en su juventud había estado en un restaurante de París, es el único que rescata el valor de la comida. Sin embargo, el gusto de los platos y las bebidas servidos por la exiliada cocinera Babette, -que había gastado todo el dinero obtenido en el premio de la lotería (diez mil francos de la época, todo su capital)- va transformando a los rígidos y severos comensales daneses. Y algunos empiezan a sonreír. Hay un intercambio de sonrisas entre el viejo general y su antigua amada. Otros con miradas auténticas han olvidado sus culpas. La sensualidad de los platos de Babbette (símbolo luminoso del midi francés) termina imponiéndose al gélido mundo de ese grupo danés. Las increíbles codornices en sarcófago, recuerdan el triunfo del arte sobre la muerte. Todo el film es una epifanía gastronómica: hace fulgurar la virtud, la alegría de vivir. Y al mismo tiempo un recordatorio de que el primer acto humano de cariño, de afecto y de entrega está asociado a la comida. La piedad y la verdad se han encontrado, exclama el general al concluir la cena.
Quizás nada más apropiado, para una reflexión final, que la opinión del director del film Gabriel Axel, sobre el mensaje de la cocinera Babette:
Cuando me preguntan por el mensaje de La Fiesta de Babette, creo que está muy claro: todo lo que se ofrece con amor es recibido con amor. En cada uno de nosotros hay una Babette, y tenemos que saber transmitirla y comprenderla.
Bibliografía
Fischler Claude, El (h)omnívoro (El gusto, la cocina y el cuerpo). Ed. Anagrama. Barcelona, 1995.
Revel Jean-François, Un festín en palabras. Ed. Tusquets. Barcelona, 1996.
Ducrot Victor Ego, Los sabores del cine. Grupo Editorial Norma. Bs. As., 2002.
Da Vinci Leonardo, Notas de cocina. Ediciones Temas de hoy. Madrid, 1996.
Ackerman Diane, Una historia natural de los sentidos. Ed. Anagrama. Barcelona, 2000.
Lévi-Strauss, Lo crudo y lo cocido. Ed. Ariel. Bs.As. 1994.
Gubern Román, Historia del Cine. Ed. Baber. Barcelona, 1992.
Gorostiza Jorge, Peter Greenaway. Ediciones Cátedra. Madrid, 1995.