La neurosis obsesiva es una religión particular, y la religión una neurosis obsesiva universal, distinguió Freud (demostrando otra vez que toda psicología individual es también social).
Ambas se basan en ceremoniales. En la religión, en cada religión se les adjudica un sentido. En cambio, al neurótico obsesivo esos ceremoniales se le presentan sin sentido, aunque es incapaz de abandonarlos, pues cualquier desvío respecto del ceremonial se castiga con una insoportable angustia que enseguida fuerza a reparar lo omitido. Freud agrega que puede describirse el ejercicio de un ceremonial obsesivo como si obedeciera a una serie de leyes no escritas.
Se escucha a epidemiólogos e infectólogos como si fueran sacerdotes que nos permiten y proponen a todos una serie de rituales que hay que cumplir a rajatabla. Para los no obsesivos se les vuelve una tarea pesada, opresiva e inevitable
Casi siempre se evita la presencia de otro mientras se ejecuta ese ceremonial. Se realiza como una ceremonia secreta y obligatoria. En ese ceremonial hay entonces obligaciones pero también prohibiciones (por ejemplo pisar la separación de dos baldosas).
A Freud le llama la atención que sólo afecten las actividades solitarias y dejen intacta su conducta social. Los obsesivos pueden ocultar su padecer durante años como si fuera un asunto privado (incluso a su analista). A diferencia de la religión donde todas las ceremonias son públicas.
Pero lo que tiene en común la neurosis obsesiva con la religión es la renuncia a la pulsión. Toda tentación generará culpa y miedo al castigo.
Todo lo anterior es conocido por todo psicoanalista.
Pero algo se modificó con la pandemia y la cuarentena. Toda la psicopatología se revolucionó. Y la religión se quedó casi sin palabras. Donde las cuarentenas son estrictas los templos están cerrados. Y donde se negaron a cerrarlos por creer que “el altísimo” los iba a cuidar, el covid 19 mandó al hospital a varios rabinos y decenas de feligreses. Muchos creyentes tuvieron que acudir a rezos más íntimos.
Pero lo verdaderamente sorprendente es la salida a la luz de los rituales obsesivos. Ya no desde la religión sino desde la ciencia misma se nos impone como ley seguir una serie de rituales que nos cuidarán del diabólico coronavirus. Se escucha a epidemiólogos e infectólogos como si fueran sacerdotes que nos permiten y proponen a todos una serie de rituales que hay que cumplir a rajatabla. Para los no obsesivos se les vuelve una tarea pesada, opresiva e inevitable.
Pero por primera vez muchos obsesivos se sienten ratificados en sus quehaceres por una autoridad superior. Ahora lavarse innumerables veces las manos adquirió un sentido, los salva de la muerte a ellos y a sus seres queridos. Ya saben por qué y para qué deben limpiar, ordenar, volver a limpiar y volver a ordenar. El alcohol en gel se volvió agua bendita. La lavandina lava todos los pecados.
Se nota en la clínica que surgieron nuevos orgullos obsesivos. Como si hubieran salido de un closet
Y todo eso se puede hacer en público. Se acabó el secreto y la vergüenza del secreto. Como si el Covid 19 les dijera: obsesión o muerte. Una consigna neurótica que en este caso coincide con el cuidado de la humanidad.
En ese sentido hoy el obsesivo se siente guardián de los otros, de los que no cumplen con rigor las nuevas leyes. Son ellos los que cuidan, los que salvan, los que alejan el mal. Y no están equivocados.
Por eso no creo que esta pandemia los haya enfermado más a todos. Al contrario, a muchos les brindó una coartada y un alivio. Diría incluso que muchos están mejor.
Se nota en la clínica que surgieron nuevos orgullos obsesivos. Como si hubieran salido de un closet. Pacientes que cuentan como logros épicos las horas que emplearon en limpiar y ordenar, que cuentan con lujo de detalles todos los movimientos que hacen al entrar a sus casas al volver del supermercado. Los zapatos afuera luego de limpiarlos, desvestirse y lavar inmediatamente la ropa, desinfectar minuciosamente cada objeto que yace en el changuito, bañarse, y todo por el Bien y contra la muerte. Y a mucha honra.
Y nos ponen a los analistas transferencialmente en un lugar diferente del habitual, el del que va a reconocer con admiración su meritoria perfomance.
Como si pusiera en ridículo años anteriores de trabajo clínico con su neurosis. Como si nos pusiera en ridículo a nosotros. Tanto luchar contra la tiranía de los rituales y ahora un minúsculo ente, que ni siquiera tiene vida propia, se nos impone como un segundo tapabocas.
Nunca fueron públicamente tan útiles las obsesiones. Son las armas que nos pueden cuidar hasta que aparezca como el Mesías la sagrada vacuna
Y es entonces cuando el analista se siente perturbado en todo su saber. La atención flotante se hunde y la interpretación se escabulle.
Pero es cierto que nunca fueron públicamente tan útiles las obsesiones. Son las armas que nos pueden cuidar hasta que aparezca como el Mesías la sagrada vacuna. El analista siente que todas esas obsesiones se volvieron ininterpretables. Que la vida misma de su paciente y su familia depende de su neurosis. Y se puede llegar a quedar callado sin tener o saber algo que decir. Insisto, con un barbijo transferencial.
Pero también hay pacientes que empeoran. Su superyo se encorona, y desde su trono y el poder que segrega con la insatisfacción, reprocha permanentemente que nada es suficiente. Siempre falta una fregada, una gota de lavandina, una llave o perilla que requieren una nueva limpieza. Y sabemos que el sometimiento sólo logra más y más exigencias. Cualquier omisión puede hacerlo matar o morir. Vive en una falta permanente. Siempre algo falta, siempre está en falta. Y como también falta nuestra presencia, nada de lo que hagamos alcanzará a morigerar la crueldad del superyo. Es muy débil nuestra posición para inventar un respirador que le proporcione aire nuevo que lo saque de esa asfixia extenuante.
Desde la omnipotencia o la impotencia el obsesivo lleva su obsesión hacia el extremo. Y nos lleva al extremo a nosotros a intervenir desconcertados, entre los cables de auriculares, pantallas y micrófonos.
Necesitamos, a pesar de todo, generar un tono en nuestro hablar que calme, que modere, que ponga alguna pausa en el ceremonial para inyectar una minivacuna que le permita por un instante detenerse a pensar. La fórmula de esa vacuna es una mezcla de contención, de calma, de alguna forma de humor. Si logramos en una sesión arrancarle una risa, una sonrisa, una sana ironía, algo del superyo queda acotado. Si logramos por un instante reírnos con él de él, el psicoanálisis se hizo un lugar. Y nosotros como analistas también.
No creo que la pandemia genere neurosis obsesiva. Sólo la despierta, la incrementa, la hace “salir del closet”. La autoriza.
Pero también es cierto que esta pandemia y su necesaria cuarentena le es funcional a otras patologías. El agorafóbico se acomoda mejor en su adentro sin nadie que le exija salir. El paranoico dipone de muchísima letra para explicar cualquier persecusión. Las patologías del miedo encontraron su razón de ser.
La fórmula de esa vacuna es una mezcla de contención, de calma, de alguna forma de humor. Si logramos en una sesión arrancarle una risa, una sonrisa, una sana ironía, algo del superyo queda acotado
Algunos perversos tienen enormes oportunidades para transgredir y hacer transgredir.
Pero también hay que agregar que nuestros pacientes tienen que soportar también las angustias de sus analistas. El análisis del mundo interior del paciente es arrasado por un cataclismo del mundo exterior que atrapa al analista también.
Nunca le fue tan necesario a un paciente preguntarle al comienzo de una sesión a su analista cómo está. Sería una crueldad no contestar y una idiotez contestarle con “a usted que le parece”. El paciente tiene todo el derecho a preguntar y nosotros la obligación de alguna respuesta verdadera y no formal. Es la condición necesaria aunque no suficiente para que el análisis continúe. Y que la atención flotante y la asociación libre encuentren un resquicio para que el tratamiento siga siendo posible.
Escritas esta 4 hojas, 1317 palabras, 7976 caracteres con espacio en 30 párrafos y 159 líneas procedo a lavar las teclas de la computadora una por una (aunque escribí esta nota con guantes y máscara), cuento hasta cien de manera ascendente y luego desciendo contando de dos en dos hasta llegar a cero, no sea que le pase algo a mis familiares. Compruebo que el gas esté bien apagado, que Internet no se apagó y que el celular esté bien prendido; entonces con la mano izquierda aprieto enter y mando la nota a Topía. Tres veces por las dudas…
Bibliografía:
Freud, S., “Acciones obsesivas y prácticas religiosas” (1907), Obras Completas, Biblioteca Nueva.