La clínica de lo traumático se diferencia de la clínica de lo neurótico tanto como el policial inglés se diferencia de la novela negra norteamericana. Siguiendo con la comparación usual entre analista y detective, el detective del policial inglés es una persona sedentaria que con su inteligencia resuelve enigmas sin que se le apague la pipa. En cambio, los detectives de Dashiell Hammet o Raymond Chandler son seres que se meten en el barro de la experiencia, se sumergen en lo que investigan, ponen el cuerpo, lo exponen y pueden llegar a salir magullados de lo que vivieron. Para estos detectives el enigma, si lo hay, es un detalle menor. Los casos del policial inglés tienen una estructura distinta que los casos de la novela negra.
No es que hay analistas como Sherlock Holmes o Philip Marlowe. Son los casos mismos (si lo sabemos registrar) los que determinan el analista que tendrán.
La clínica de lo neurótico nos vuelve Holmes, la de la novela negra Marlow.
La injusticia jerárquica de nuestros dispositivos de salud mental, hace que en los hospitales públicos los casos más difíciles les lleguen a los analistas menos experimentados. Jóvenes residentes y concurrentes trabajan en cruentas trincheras con todo su entusiasmo, pero sin la experiencia curtida de Philip Marlowe. Trabajan con sujetos en los que el sufrimiento psíquico se conjuga con la emergencia social. Y a muchos terapeutas les cuesta mucho soportarlo.
Quiero subrayar la importancia clínica y política que la supervisión de estos casos requiere para evitar el desánimo, la angustia extrema y/o la deserción de esos jóvenes. Fundamental para que esa parte de la población sufriente que atienden, no quede en el desamparo absoluto. Para ello es necesario que el dispositivo grupal de la supervisión sea un ámbito de confianza y solidaridad en que el relato de la dura experiencia se aloje, se comparta y se piense. Pero ese dispositivo requiere de un supervisor más Marlow que Holmes.
Recuerdo un equipo de asistencia de niños abusados que trabajaba muy bien en sus tratamientos, pero que no podía contar sus casos en la supervisión. Algunos empezaron a tener síntomas, intoxicaciones varias en donde la sustancia intoxicante era lo traumático escuchado sin digerir. Hubo que inventar alguna manera en la que pudieran contar lo que parecía inenarrable. El obstáculo era doble. No querían contar de la manera en que cuenta el periodismo amarillo (Crónica, por ejemplo). Es que los medios sensacionalistas han inventado y monopolizado un modo de contar y de mostrar el sufrimiento. Entonces ante la necesidad de narrar, el pudor enmudece. Pero tampoco querían narrar con la frialdad burocrática de un expediente judicial o un parte policial (se trata de un masculino al que…). La apelación a la literatura pudo ayudar. Textos como “El entenado” de Saer o “El milagro secreto” de Borges ayudaban a contar lo traumático de una escena de antropofagia o de un fusilamiento. No sólo ayudaban, autorizaban.
Es que la clínica de lo traumático muchas veces incluye dos traumas, el del que lo padeció y el del que lo escuchó. Pero si ese trauma se volvió relato una vez, requiere que se lo vuelva a contar. Y que se lo vuelva a escuchar. No se trata sólo de una “cura por la palabra”, sino también de una “cura” por el relato. Narrar es construir una diferencia con lo vivido. El trauma es la misma escena volviendo igual, una y otra vez. Hasta que se vuelve narración. Ahí algo se puede despegar y desplegar. Si hay alguien que la pueda alojar.
Es imprescindible que el supervisor intervenga de modo diferente al que emplea en su consultorio privado. Es que él también debe abandonar el semblante de detective sedentario que resuelve desde su saber y asumir el de alguien que acompaña, aloja y socializa una experiencia. Debe confiar y hacer confiar más en la transferencia que en la interpretación. En las violaciones, en los abusos, en las muertes violentas, en el desempleo y sus consecuencias no hay enigmas a resolver. La historia familiar no es la única dadora de sentido, si no se la incluye en su inserción social y cultural.
Alguna vez una analista contó cómo una paciente púber vio que su padre mató a su madre. El padre fue apresado. La niña después de una visita a la cárcel pregunta “¿por qué lo hizo?” La analista calla antes de obedecer a su sentido común de consolar esa aparente pregunta ingenua y dolida. La niña sigue “¿por qué lo hizo él y no la mandó a matar?” Allí estalla el sentido común. Ese silencio acompañante permitió que surgiera otra subjetividad en que la muerte y el Edipo adquieren nuevas modulaciones.
Escuchar y prestar la presencia escuchando lo insoportable junto con lo muchas veces incomprensible, hace que el supervisor acompañe desde su no saber. Digo su no saber en serio, no una estrategia en que se finge no saber y el analista “se hace el muerto”. Me refiero simplemente a la ignorancia, que puede llegar a ser “docta” como pedía Nicolás de Cusa, pero es un escuchar, una escucha a la intemperie. Y soportar una transferencia diferente.
En otra supervisión, un analista irrumpe en llanto mientras cuenta el relato de un paciente víctima del terrorismo de estado. Agrega entre lágrimas que el paciente nunca lloró. Un residente miembro del equipo se le acerca y le dice: “bueno, alguien tenía que llorar”. El alivio aparece inmediatamente. La función supervisión también se socializa, es de todos, circula y se la debe dejar circular.
La confortable pureza ética con que un analista en su consultorio privado elige a quién no atender, desaparece en los servicios hospitalarios. Muchas veces vemos que jóvenes terapeutas atienden casos sin elegir, muchas veces expuestos a amenazas, presiones y exigencias desmedidas.
En una reunión de supervisión grupal en un consultorio hospitalario, una vez golpeó la puerta con fuerza y entró sin esperar respuesta el padre (boxeador) de una adolescente, atendida por un terapeuta presente en la reunión. Mirando a todos nos dijo, “¿quién carajo es el doctor con quien se calentó mi hija?” El analista calló y el supervisor (yo) quiso salir corriendo. La jefa de residentes se levantó y con un tono con que habría calmado a un león enfurecido, lo tomó suavemente del brazo, lo sacó al pasillo y le habló en voz baja. El hombre se fue calmado, la jefa entró y sin contarnos qué le dijo, preguntó “¿en qué estábamos?”
No sólo el supervisor ignora, sino muchas veces los terapeutas hospitalarios saben mucho más que él en cómo reaccionar ante lo imprevisto.
Termino contando algo de los comienzos de mi práctica clínica, en plena dictadura, en una concurrencia en el Hospital Lanús1. Nadie me dijo hasta pasados muchos meses que un tiempo antes de mi entrada habían venido a buscar y hecho desaparecer a la psicóloga Marta Brea. Del servicio de psicopatología ya se habían alejado sus míticos fundadores y cuando entré me impresionó la cercanía de los consultorios con la Morgue.
Entré en el departamento de niños y escudado en una caja de juegos ajena, me sumergí temeroso en el padecer infantil. Jugaba a jugar, pero no me salía. Pero los niños igual jugaban y algunos conmigo. Incluso me hablaban. No entendía, ni sabía qué era entender. Busqué, rogué ayuda.
Había un supervisor que al escuchar mis balbuceantes casos, con sus ojos entrecerrados hacía una pausa al final y sólo decía, según la ocasión: “mucho, más o menos o poco instinto de muerte”. Eso era todo lo que tenía para decir, o mejor dicho, medir.
A la distancia que dan los años y más allá de la dura soledad a la que esas intervenciones me exponían, algo de esa institución vaciada y amenazada se expresaba por boca de ese supervisor. La desmesura de la dictadura requería ponerle algún límite a la muerte.
Tímidamente empezaban a surgir consultas de tías, abuelos y primas mayores que traían a niños cuyos padres o alguno de ellos “se había ido de la casa, no se supo qué le pasó”. Costó mucho poder armar algún tipo de red social, allí al lado de la Morgue, para pensar y compartir lo impensable con compañeros nuevos, algunos mayores, sobrevivientes del “viejo Lanús”. Lo difícil que fue decir o escuchar, ya no recuerdo: “si no se sabe donde está, entonces desapareció”, en la época en que no era obvio.
Agradezco infinitamente a quienes ayudaron a compartir la experiencia, a construir espacios de confianza, de pensamiento, de solidaridad. En esos negros años duros contaba con ellos, es decir: les podía contar a ellos. Sin Goldemberg, sin Baremblitt, sin Marta Brea. Pero también sin los medidores de la muerte.
Nota
1. Leer “Lanús, paredón y después” de Alejandro Vainer en Revista Clepios, Junio de 2003.