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Adiós al diván

 

De reojo. Apenas podía mirarlo de reojo. Disimulando. Dentro de no más de una hora, la traición sería evidente. Cuando el flete llegara, los peones sacarían varias cajas, algunos muebles, pero dos elementos quedarían abandonados: una vieja lámpara de caireles marchitos y el viejo diván. El estoico mueble había acompañado mi nomadismo de locatario contumaz durante mas de 15 años. En la práctica fue el único elemento que pudo mantenerse de la época de los rígidos encuadres, porque las hiperinflaciones, los ajustes y otras calamidades transformaron al resto en alocadas variables. Mirarlo de reojo era todo lo que podía soportar. La decisión de no transportarlo conmigo no podía ser neutral. Racionalizar con la disponibilidad de metros cuadrados disponibles en mi futuro miniloft era penoso. Era cierto que si llevaba el diván, no entraba la mesa o el escritorio quedaba pegado a la puerta del baño, y uno nunca sabe cuándo hay tiempo suficiente para correr los muebles en medio de una estampida intestinal. Pero la sensación de reproche era muy lacerante. ¿Cómo olvidar la época en que “hacer diván” era al menos tan importante como “hacer el amor”? La analizabilidad era siempre horizontal. El frente a frente era solamente para las entrevistas, nunca demasiadas. Recordé vagamente un comentario realizado a Hernán Kesselmann en una clase de su curso sobre Psicoterapia Operativa. “¿Sabés Hernán?, mis pacientes se están sentando.” Esos eran los mejores. Los otros directamente se estaban rajando. Eso no se lo dije a Hernán. No puedo dejar de reconocerlo: en cierto sentido soy un traidor. Abandoné la cruzada del inconsciente libidinal, en la cual estuve, más o menos convincentemente, siempre enrolado. Es cierto que hubo momentos en que me presentaba como “psiquiatra dinámico”, agregando que eso era preferible a “psicólogo estático”. Era la época en que convenía diferenciarse de los psiquiatrones. Ahora también conviene, pero por razones diferentes. El password tenía la forma de un diván. Por supuesto, la clínica, esa molesta soberana, señalaba que para algunos pacientes el diván no era para nada conveniente. El calificativo de “resistenciales” permitía rápidamente encuadrar esos avatares. La no analizabilidad era un sanbenito con efectos de exclusión casi lombrosianos. El tabú de la mirada era tan poderoso que si un paciente amagaba una leve rotación del pescuezo para aunque sea de soslayo intuir la presencia atenta de su psicoanalista una tortícolis aguda le imponía el justo castigo al acting out in the psicoanalitic situation. La naturalización del diván transformó un dispositivo en un equipamiento. Todos hacían diván, mientras no se demostrara lo contrario. Claro que “lo contrario” era transitando el espinoso capítulo de la iatrogenia psicoanalítica. El problema de la transferencia del psicoanalista con su propia teoría y teoría de la técnica. Se pensaba a los pacientes desde los textos que pensaban a los pacientes. Una forma del prejuicio a posteriori, el postjuicio de la teoría científica que devino religiosidad laica. Y no tan laica. Ahora que sigo mirando a mi sentenciado diván , recuerdo una penosa viñeta tragicómica. Durante dos años estuve psicoanalizando a una paciente de nombre Noemí. Al menos eso creía, y como todo folie a deux, era una creencia compartida. En una ocasión en que debía modificar un horario, la llamé al teléfono que figuraba en mi agenda. Para mi sorpresa me informaron que allí no vivía ninguna Noemí. La sesión siguiente le comenté que la había llamado pero que seguramente había registrado mal el número (tibia autocrítica para lavar mi remordimiento por haberla hecho concurrir vanamente). Para mi sorpresa, me “confesó” que el número telefónico era correcto, pero que su nombre era María. El tabú de la mirada escondió mi expresión de infinito asombro. Pensé ahogando un espasmo del sollozo: “¿Se puede saber quién carajo es Noemí?”. La cuestión fue sostenida desde esta neoconstrucción. La primera vez que la dije Noemí a María, ella no me corrigió. Pudor, temor, timidez (era una paciente que de los rituales 50 minutos tenía 20 de silencio absoluto, 20 de silencio relativo y 20 de asociación apenitas libre)1. Luego, como en las mejores familias, ni que hablar de las peores, el equívoco se sostuvo. Noemí era un apócope de “no es a mí” con lo cual todas mis interpretaciones, incluso las pertinentes, iban dirigidas al triángulo de las Bermudas de la subjetividad. Mi diván pareció decirme: no es a mí, es a ti al que corresponde asumir toda la responsabilidad psicoanalítica. Conjeturalmente probable. Sin embargo, en los minutos que quedan hasta que el flete dé cuenta de una mudanza sin retorno, no puedo más que compartir la inquietud sobre si el afán de que el sujeto del inconsciente emergiera, consiguió al mismo tiempo que otros sujetos quedaran sepultados. El sujeto de la política, el del arte, el de la historia... No es a mí, no es a mí, y entonces el yo de la novela familiar podía reproducirse con cierto confort, o al menos con una acotada incomodidad, con un “maleficio secundario” que no atravesaba los horizontes de clase. El folklore denominó a esto “Villa Freud”, territorio geográfico, ideológico, estético, económico, social. Ahora que lo pienso: estuve tan poco tiempo en la Villa... Mi nomadismo de locatario me llevó rápidamente a los “Altos” de Colegiales... es decir, el patio trasero de Belgrano. Al menos en esos tiempos, porque ahora, como sabemos, Belgrano es un país... El mismo diván que ahora había decidido abandonar me acompañó lealmente. Resultado más de su liviana textura que de una supuesta obediencia libida. Es decir: la libidinación de la obediencia teórico–técnica permitía sostener una enseñanza totémica y una asistencia tabú2. Palabras hoy en desuso como “control” lo testimonian. Fue desalojada por “supervisión” que en cierto sentido reafirma el carácter super (yoico) de la visión del gran Otro. Y mi experiencia puede afirmarlo. Uno de los pacientes que más controlé, o supervisé, o confesé , o como sea que se llame, fue Daniel. Era un vendedor de fantasías. Una de las tantas cosas que me atraían de su personalidad. Comencé a atenderlo frente a frente. Fue uno de mis primeros pacientes en general y en particular del Instituto de Orientación Familiar, que supiera dirigir el Dr. Mauricio Knobel en la década del 70. En los consultorios de esa institución que fue mi cafetín de buenos aires, en un primer piso de Callao 58, no había divanes. Knobel se empeñaba en que los psicoanalistas se clonaran en psicoterapeutas y formalizaran tratamientos de 16 sesiones, de 30 minutos cada una, frente a frente. De la boca para fuera todos y todas decían que sí. De la boca para adentro, es decir, la boca inconsciente, decía que no. Por lo tanto “las 16” eran la antesala de lo que realmente servía, el psicoanálisis en serio, en privado. En estos la doble moral asistencial imperaba. El oro y el cobre. Todavía no había barro, es decir, pacientes de obra social. Daniel, el vendedor de fantasías, no escapó a esa consigna. La tragedia de la muerte de un hijo de 8 años de una fatal septicemia me permitió homologar un recontrato de “otras 16” con mi control–coordinador–supervisor. Curiosamente, en esos años emigró a Canadá. No sé si por visionario o por reaccionario. La psicoterapia de Daniel fue de mucha ayuda para él. Creo que para mí también, porque siempre me vi reflejado, aunque de forma exagerada, en sus conductas. Como psicoanalizar a la propia caricatura. Ya sé que mi diván no tiene la culpa, pero en algún momento de confusión le sugerí que “lo hiciera”. Que hiciera diván. A partir de ese fatal instante, todo lo hacía libremente, menos asociar. Lo que mejor hacía libremente era perseguirse. Aunque mi nuevo supervisor me señalaba desde ángulos kleinianos, bionianos, kohutianos y meltzerianos lo bien que andaba todo, en ese momento entendí que no siempre quien bien anda bien acaba. Como dijo el eyaculador precoz: seré breve. En una sesión, comenzó un relato desde un moderato cantábile hasta un vibrato molto vivace: “mi mujer es una gitana, sólo quiere andar, andar, es una gitana, lo único que le importa es salir, nunca está en casa, para ella lo importante es salir, salir, salir....”. Dicho lo cual se levantó con violencia y salió. Mientras cerraba con llave la puerta del consultorio para impedir un retorno de lo salido, pensé: que lo parió con la identificación proyectiva. Naturalmente, le eché la culpa al diván. El mismo que he decidido abandonar. Estas dos tragianécdotas apenas son un botón que entiendo sirve para la muestra. Minimizar el problema como simple confesión de una mala indicación técnica creo que solamente servirá para hacer leña del texto caído. El análisis de la implicación del psicoanalista que mis viñetas permiten, no son en modo alguno de una modalidad individual. La universalidad en la cual están incluidas responden a la caída del imaginario psicoanalítico de la clase media, y por lo tanto, un punto de no retorno de los esplendores de la Villa... La celebración culmina con la revelación de un incesto...Consumado con la madre teoría en el diván del padre.... Lo único que me tranquiliza es que pronto llega el flete....Sin embargo, fiel a mi consigna de que siempre hay que hablar de la soga en la casa del ahorcado, debo pensar al diván no meramente como materialidad orgánica, sino como analizador....Es decir, en su dimensión institucional3. Cuando Freud se apropia de la consigna de la asociación libre, sugerida por una paciente a la que incomodaba la presión ejercida sobre su frente, instituye un dispositivo que subvierte las formas del habla convencional. La asociación busca liberar-se de los modos represores de construcción de sentido. El diván es el primer dispositivo con legitimación científica que explícitamente intenta atravesar los modos superyoicos de construcción de la subjetividad. Su formulación: “donde haya Ello, Yo debe advenir” la entiendo como un intento de que el sujeto se apropie de sus determinantes deseantes. Para lo cual deberá intentar su desalojo del lugar privilegiado y majestuoso que las masas artificiales le construyeron, alucinando ser “uno con el todo” y desestimando la percepción de ser “uno para todos”. Sin lugar para la sugestión, y mucho menos para la hipnosis. Pero la institucionalización del psicoanálisis, especialmente desde la internacionalización del saber y el quehacer, permitieron crear las condiciones para una transferencia a la teoría que daba cuenta de la transferencia. Una concepción no del universo, pero sí universal de la subjetividad. Que pronto devino en familiarismo reduccionista. Miro de reojo al diván, quizá como despedida. Desde su dimensión institucional, no hay psicoanálisis sin diván. Porque psicoanalizar es volver a materializar lo que el sepultamiento del complejo de Edipo disolvió. La forma humana del poder. Poder que al tornarse invisible como Superyó, construye un discurso del vencido con el lenguaje del vencedor. El Superyó no solamente sabe del Ello algo que el Yo no sabe, como en el obsesivo, sino que también sabe hablar en el lugar del Yo. Por boca de ganso. Pero con el discurso de la crueldad, que no es otra cosa que violencia contrarevolucionaria. Por eso la cura psicoanalítica actual, tal como yo la entiendo, es que el sujeto-sujetado se autoexpulse de las masas artificiales en las cuales ratifica el sometimiento, para instituirse como sujeto des-sujetado en los diferentes colectivos autogestionarios que la multiplicidad de culturas de resistencia construyen a lo largo y ancho de la historia.
Mientras los peones se llevan los muebles y las cajas, me quedo desde el suelo mirando el diván. Dejo su cuerpo, espero poder llevarme su alma. Su espíritu. No pensar en el diván del madero sino el que anduvo en la mar. La institución del diván organizarla desde distintos dispositivos, que permitan el intento eterno de conmover la cultura superyoica que planifica la vida para la muerte y la muerte para la vida. Será necesario conmover los límites del diván. No sus limitaciones, porque éstas tienen su origen en los horizontes de clase profesional que se fueron construyendo. El individualismo burgués, el cual León Rozitchner implacablemente analizara, es también del psicoanálisis. Un psicoanálisis individualista burgués tiene sus propias limitaciones y no puede nunca alcanzar el límite, es decir, el nivel fundante del dispositivo freudiano. Conmover los límites del diván es un acto científico y político, que con Enrique Carpintero denominamos “nuevos dispositivos psicoanalíticos”4. El diván en su concepción más restringida exigía la terapia individual. Incluso la pareja (inicialmente denominada como matrimonio) la familia o el grupo, más allá de la multiplicidad de sujetos, eran pensados desde el mismo corte que el individuo. Confundiendo en forma no ingenua atemporalidad con ahistoricidad del inconsciente. Los dos mil años de cristiandad padecidos, y los que todavía tienen que padecerse, me han convencido de que nada que tenga importancia para el sujeto puede ser elaborado individualmente. Una nueva fórmula podría ser: “donde hubo masas artificiales, colectivos autogestionarios deben advenir”. El ejemplo de la Universidad Popular de las Madres de Plaza de Mayo es una flecha lanzada en esa dirección, con un arco tensado por sus más caracterizados y luchadores dirigentes5. Es la primera vez que el diván entiende, aunque a regañadientes, porque tengo que dejarlo. Le digo adiós en el intento de “cuestionar al psicoanálisis desde el marxismo, para crear modelos de pensamiento y acción por fuera de la determinación global capitalista”6.
De reojo, vuelvo a mirar al diván. A pesar del dolor, dejarlo es apenas un gesto. No garantiza nada. Seguramente es poco. Pero la diferencia entre poco y nada es mucha.

Alfredo Grande
Médico Psiquiatra, Psicoanalista y Cooperativista

Notas
1. Fue la precursora de la posteriormente conocida ley de los tercios en economía.
2. Grande Alfredo. El Edipo después de El Edipo: del psicoanálisis aplicado al psicoanálisis implicado. Capítulo 4. Topía Editorial. 1996.
3. Profecía fundadora del I Encuentro El Espacio Institucional, Buenos Aires Septiembre de 1991. Uno de los invitados extranjeros fue René Lourau, al que evoco con gratitud por esos momentos instituyentes.
4. Carpintero, Enrique. Registros de lo negativo. Topía Editorial. 1999
5. Vicente Zito Lema y Gregorio Kazi son dos locomotoras de un tren que espero tenga muchos vagones.
6. Fundamento del Seminario sobre Psicoanálisis, Marxismo y Capitalismo que coordinaré desde abril en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo.

 

 
Articulo publicado en
Marzo / 2000