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SOBRE EL ESCENARIO ACTUAL Y LOS ACTORES DEL DRAMA

 

El proceso de resistencia social organizada contra la globalización excluyente se fue construyendo durante los 90, dio un salto cualitativo en Seattle, se expresó en el Foro Social de Porto Alegre, y luego en Génova. Pero fue desplazado mediáticamente (y también mediatizado) por el conflicto militar actual, puesto en escena a partir de los graves atentados del 11 de septiembre en EEUU. Las múltiples organizaciones sociales que construyen pacientemente esa red de resistencia social organizada han tomado en cuenta este hecho, y con una enorme diversidad de posiciones (como era inevitable) orientan ahora su debate y su actividad hacia una idea-fuerza fundamental: articular la resistencia contra la globalización neoliberal con la acción contra la guerra. En ese sentido van la mayoría de las posiciones y propuestas que circulan en el seno de este movimiento social “global”. Y en ese sentido han comenzado las movilizaciones fuera del mundo musulmán, en particular en Europa, EEUU y América Latina.

La situación actual presenta nuevos elementos decisivos, pero también reconoce antecedentes muy definidos que sirven para ubicar el debate. En 1990, Bush Sr. anunció en un discurso el nacimiento del New Order, con la invasión a Irak como partera. En los hechos, lo ideológico, lo mediático, y lo estratégico-militar se entrelazan, como se pudo apreciar en el distorsionado tratamiento mediático de ese ataque militar, y en el enconado debate que provocó entonces entre los intelectuales a nivel internacional. En Europa, Habermas se ubicó entre los defensores de ese ataque. En México fue especialmente notable el debate sostenido en las páginas del periódico La Jornada, entre los vinculados a Vuelta (Octavio Paz, Enrique Krauze, Gabriel Zaid et al) y algunos representantes de la izquierda (Gregorio Selser, Miguel Bonasso y Pablo Gomez entre otros).

En su estrategia discursiva, compartiendo la lógica de la “cruzada civilizatoria”, contra las nociones de soberanía nacional y autodeterminación, la derecha ilustrada incorporaba la conocida distinción entre sociedades abiertas (esto es, las democracias representativo-parlamentarias estilo occidental de los países desarrollados) y sociedades cerradas (esto es, los regímenes “fundamentalistas” de países musulmanes hostiles a occidente, Cuba y otros). Esta distinción, muy extendida en los think tanks de EEUU, proviene a su vez de la extrapolación del concepto de sistemas abiertos y sistemas cerrados, originado en la termodinámica (y luego usado en biología, en ecología y sobre todo en teoría general de sistemas, aplicada a sistemas y procesos sociales). Mientras tanto, ajeno a debates y refinamientos teóricos, el presidente Menem por su parte enviaba alegremente fragatas argentinas al Golfo Pérsico, a fin de colaborar con la cruzada civilizatoria y asumir en los hechos la proclama de su locuaz ministro de relaciones exteriores Guido Di Tella: había llegado la hora de “las relaciones carnales con Washington”.

Como quedó ratificado luego con el ataque a la ex Yugoslavia, el derecho de los países centrales a la agresión militar contra países periféricos forma parte de ese “nuevo orden internacional”, caracterizado por Noam Chomsky, Samir Amin y otros como un nuevo caos, signado por la amenaza permanente de la guerra norte-sur. Esos son los términos reales de una confrontación a escala global que el dispositivo ideológico predominante presenta, básicamente vía medios electrónicos, como un conflicto entre “sociedades abiertas” vs. “sociedades cerradas” [1] , “sistemas democráticos” vs. “sistemas autoritarios” o “civilización moderna” vs. “fundamentalismo islámico” [2] .

Como operación ideológica de ocultamiento de las contradicciones reales, esta sustitución y oposición de términos es complementaria de muchas otras, articuladas funcionalmente con ella. Es el caso del uso del término “terrorismo”

para referirse a toda acción violenta ejercida desde el campo opuesto a dicha

hegemonía, evitando toda referencia al terrorismo de estado ejercido por EEUU o gobiernos aliados, que constituye una forma cualitativamente superior de terrorismo de alcances abismalmente mayores, que finalmente recae sobre los pueblos “periféricos”.

LA “GLOBALIZACION” DE LA GUERRA NORTE-SUR:

Los graves atentados con aviones secuestrados en Nueva York y Washington que provocaron miles de víctimas el 11 de septiembre de 2001, por su magnitud, abrieron sin duda una nueva etapa, en la que el conflicto “Norte-Sur” señalado por Chomsky y Amin, iniciado militarmente con el ataque a Irak y continuado luego en Yugoeslavia, se agrava y “se globaliza” en términos reales: sus efectos ya no recaen sólo sobre las poblaciones de los países periféricos, sino también sobre la de EEUU. Al mismo tiempo, se hizo evidente algo ya señalado por varios autores: “la guerra” ha pasado a ser algo distinto a lo que se pensaba hasta entonces. Sus límites espaciales y temporales se diluyen: se vuelve inubicable, omnipresente y crónica. Ya no se trata centralmente del viejo esquema de ejércitos formales, de estados con banderas y alianzas o tratados interestatales, atacando militarmente un país o un estado “enemigo” (caso aún de la “Guerra del Golfo”).

Desde su punto de vista y sus intereses, esto ha sido señalado por los mismos voceros del gobierno de EEUU, quienes advirtieron que ya no se trataría de una guerra convencional y rotularon su acción como “guerra antiterrorista”, buscando legitimar toda falta de límites a sus propias acciones terroristas de estado sobre población no combatiente en cualquier lugar. Complementariamente, han definido operativamente a su enemigo como “redes terroristas” actuando y con bases en muchos países. Ya en trabajos de investigación realizados para el ejército de EEUU en 1996, investigadores de RAND elaboraron el concepto de “Guerra de Redes” (Netwar) para referirse a “la perspectiva de que el conflicto (y el crimen) basados en redes se convertirán en un fenómeno de grandes dimensiones en las décadas siguientes”. Para estos autores, esta forma de conflicto es hija de la nueva “era de la información” y de la globalización, y a su vez, prototípica de ella. Sus protagonistas tienden a ser centralmente “actores no estatales” que  pueden ir desde “grupos terroristas” (que van de Hamas a las redes supremacistas blancas de EEUU), a grupos de crimen organizado internacionalmente como los cárteles de tráfico de armas y droga. En el polo “no criminal” del espectro, ubican a movimientos sociales como el zapatista, que llevan a cabo “Guerras Sociales de Redes” [3] .

Desde el punto de vista mediático, el viraje de la nueva etapa se expresó de una manera muy clara. El Horror Show de la agonía y caída interminable de las Twin Towers, cuyas imágenes fueron trasmitidas y repetidas ad nauseam, pareció la “contrafigura” o “el negativo” de las que analizara agudamente Hinkelammert cuando Daddy Bush lanzó el ataque contra Irak, en 1990. En aquéllas, trasmitidas como “Hit Parade”, el público estadounidense se maravillaba con la alta tecnología de las “Smart Bombs” cuando éstas buscaban su objetivo y, arrojadas en tándem, la primera perforaba el blindaje de concreto de un refugio antiaéreo en Bagdad, y la segunda lo penetraba logrando finalmente el objetivo de masacrar a cientos de refugiados civiles irakíes. En la magia de la pantalla boba, el fetichismo tecnológico y el etnocentrismo llevado hasta el racismo, hacían desaparecer la dimensión humana del crimen y la tragedia, mientras el cinismo oficial lo convertía en “colateral damages” (daños colaterales). Pero la fascinación cedió al horror en las imágenes de las Twin Towers y luego éste provocó en la sociedad una respuesta defensiva paranoide generalizada que abrió la puerta a una nueva escalada militar: al día siguiente, el 92% de encuestados apoyaba una respuesta militar y daba “cheque en blanco” a los halcones. Pocas voces valiosas y solitarias alertaron en EEUU sobre la difícil necesidad de recordar y reflexionar sobre la situación y sus causas, entre ellas Chomsky, Petras, Steinberg y Susan Sontag. [4]

Al mismo tiempo, un pequeño grupo de educadores muy lúcidos organizaron en algunas “prepas” (High School) de Nueva York, talleres abiertos de discusión entre los alumnos, en la perspectiva educativa (y también preventiva en salud mental) de reflexionar sobre lo sucedido, de elaborarlo grupalmente. Algunas reflexiones de los estudiantes fueron especialmente notables por su agudeza, madurez, lucidez, capacidad crítica y superación de la autorreferencia etnocéntrica predominante.

LAS CONTRADICIONES Y LA BRUJULA DE LA IZQUIERDA

Sin duda, a partir de los atentados de septiembre, se introducen nuevos elementos como los arriba planteados. Pero también es necesario recuperar y usar a fondo dos herramientas fundamentales y complementarias: el análisis histórico y el estructural. Ello es doblemente necesario en el debate actual, en momentos en que algunos sectores importantes del campo popular “pierden la brújula”. Lo anterior seguramente ocurre en muchos lugares, y es plenamente explicable en el mundo musulmán, donde al apoyo y solidaridad con el pueblo afgano, y al generalizado repudio a la guerra desatada por EEUU y Gran Bretaña, no pocos sectores agregan la reivindicación total del régimen talibán, de Al Qaida y Bin Laden, incluyendo sus métodos. En el mundo musulmán tienen una presencia inmediata y directa la prolongada tragedia de la opresión y tenaz resistencia del pueblo palestino, la de los efectos criminales de una década de bombardeos y embargos contra Irak, y la vergonzosa ocupación por EUU de tierras sagradas para los creyentes del Islam.

Pero sin olvidar esos crímenes, fuera del mundo musulmán puede tomarse como analizador el debate iniciado en la Argentina, a partir de las posiciones planteadas por la rectora de la Universidad Popular de Las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, y su director académico Vicente Zito Lema, o ponentes invitados, como David Viñas o Sergio Schoklender. La contestación pública inicial a dichas posiciones fue la del periodista Horacio Verbitsky (“La Alegría de la Muerte”, publicada en el diario argentino Página 12 y luego reproducida por La Jornada). Algunas líneas centrales de su argumentación coinciden con lo planteado días antes por otros periodistas y autores como Miguel Bonasso (“El Corazón de las Tinieblas”, nota publicada también en Página 12 el 24 de septiembre).

De acuerdo con la crítica de Verbitsky, estas posiciones coincidieron en reivindicar a Bin Laden como revolucionario. La falta del más elemental análisis histórico-estructural es un déficit doble en una universidad que se reclama popular y en este caso, los antecedentes en la región y en el mismo Afganistán deben servir para ello. Los talibanes recuperan (y buscar imponer) una lectura del Corán que retrocede según conocedores del tema hasta el siglo X, o al menos hasta el XVIII en la versión wahabita que reivindican, y en la que han sido formados en las madrassas o escuelas religiosas, mayormente ubicadas en Pakistán. Antes de los atentados, la opresiva situación de la mujer en el régimen talibán merecía mucha menor atención que la destrucción de los monumentos budistas en los mass media “occidentales”, y sólo era denunciada consecuentemente por diversas organizaciones civiles dedicadas a los derechos humanos y en especial, a los derechos femeninos.

Los talibanes provienen y siguen la línea de los sectores conservadores y reaccionarios que han rechazado y combatido todo intento de “modernización”, sobre todo los de reforma progresista o revolución, surgidos desde sus mismas sociedades y en otros pueblos de la región, desde la unidad panárabe de signo laico, no confesional y antiimperialista impulsada por Nasser en los 50 [5] (junto con el Movimiento de los No Alineados, con Nehru y Tito), hasta la misma revolución china de 1949. Luego de la independencia de la India, esos sectores impulsaron la confrontación con los no musulmanes y la guerra civil, que finalmente culminó con la secesión y la conformación de Pakistán, auspiciada por Gran Bretaña en contra de India. Desde entonces, el Pakistán musulmán ha sido una pieza fundamental en el ajedrez de las potencias occidentales en la región, confrontado con una India apoyada por la URSS.

En 1945 Roosevelt firmó un pacto decisivo con el rey Ibn Saud, fundador de la actual dinastía saudita: a cambio del acceso ilimitado al petróleo (descubierto en 1930), EEUU le garantizaba “la defensa contra sus enemigos” regionales. Para ello se organizó conjuntamente la Guardia Nacional como fuerza represiva que sostuvo a la dinastía en el poder. A fin de los 70 el multimillonario Osama Bin Laden [6] , desde Arabia Saudita, con apoyo de la CIA y de esa dinastía, impulsó decididamente vía Pakistán los movimientos contra la revolución afgana, de los que surgirían los talibanes. Esa revolución había sido iniciada por militares progresistas afganos [7] que habían viajado y conocido los cambios en las repúblicas vecinas musulmanas, entonces miembros de la URSS, y por el Partido Democrático Popular (nombre del PC local). Entre otros detalles, esa revolución prohibió la venta de mujeres, impulsó la educación e inició un reparto de tierras que tocó los intereses de los sectores terratenientes más atrasados. Pero en 1979, un golpe de estado impulsado por todos esos sectores contra la revolución afgana, decidió a su entonces jefe Taraki a pedir la intervención soviética. Lejos de salvar a esa revolución, esa intervención la deslegitimaría ante amplios sectores de la población, que rechazaron la invasión militar extranjera. En esa década Bin Laden, la CIA, la monarquía saudita y el régimen de Pakistán siguieron una decisiva colaboración que sería clave para el empantanamiento soviético y su retirada en 1989, derrotados a manos de los mujaidines, proclamados entonces freedom fighters por Reagan. Para ese gobierno que decía impulsar la causa de la democracia, Nelson Mandela era explícitamente un “terrorista”.

Luego de la retirada soviética, en 1992 se abrió una nueva etapa sangrienta en la guerra civil y la tragedia del pueblo de Afganistán, cuando Najibulah, último jefe de la agonizante y derrotada revolución afgana, fue capturado por los contrarrevolucionarios, quienes lo asesinaron, le cortaron los genitales que metieron en su boca, y luego pasearon el cadaver mutilado por Kabul. Entre esos contrarrevolucionarios, los talibanes apoyados por Ben Ladin estaban en primera fila. Y tomarían el poder finalmente en 1996, luego de los últimos cuatro años de enfrentamientos internos entre distintos sectores “contra” y de guerra civil. Pero mientras tanto, otras contradicciones se desarrollaban en otros rincones del mundo musulmán, atizadas por el interjuego entre la pugna de intereses locales y las grandes potencias. La invasión de Hussein contra el “estado-tapón” kuwaití (creado, como otros, bajo los auspicios la diplomacia petrolera anglo-norteamericana) en 1989, terminó con la década en que EEUU jugaba “la carta irakí” (guerra Irak-Irán) contra la revolución iraní que había acabado en 1979 con su protegida, la monarquía dinástica pro-norteamericana de Rheza Palevi. Así, la Guerra del Pérsico comenzó a abrir una brecha en la larga y estrecha relación entre el régimen saudita y Bin Laden, a quien le retiró finalmente la ciudadanía saudita hacia 1996, por comenzar a criticar (recién entonces) el papel de ese régimen como aliado de EEUU, agravado por la concentración de fuerzas en su territorio y el ataque a Irak. Sólo a partir de allí, el viejo aliado de la CIA, de la monarquía saudita y de Pakistán contra la desconocida y derrotada revolución afgana, el freedom fighter de los 80 contra la intervención soviética, pasó a ser terrorista y enemigo. Se repetía, mutatis mutandi, una historia similar a la del mismo Saddam Hussein, o a la de un Noriega en Panamá, invadido en 1989.

Si, más allá de la espesa neblina posmoderna, la historia y las palabras pueden tener algún sentido, entre muchos posibles, eso vale doblemente para el término “revolucionario”. En este punto, como suele hacerlo de manera brillante, el Sup por su parte arrimó leña a la fogata del debate, cuando en la entrevista de Milpa Alta, en un alto de la Caravana Zapatista camino al Zócalo en marzo de 2001, redefinió o precisó el término, al menos en el contexto y la historia particular de nuestro país, al definir a Zapata y también a sí mismo como “rebeldes sociales”, antes que como “revolucionarios” (término que, desde su punto de vista, le cabe por ejemplo a Carranza). Así, en el análisis del Sup, el término de “rebelde social” remite centralmente a la idea de “movimiento social” y a las demandas surgidas desde la sociedad que éste expresa (claramente, caso del zapatismo histórico y del nuevo), mientras que el de “revolucionario” remite a la “toma del poder del estado” (presente tanto en la tradición leninista como en la experiencia de la “revolución mexicana”). La estocada del Sup podría ser un provechoso balde de agua fría (como otros anteriores) para muchos sectores de la izquierda adormilados en el vanguardismo típico del siglo XX. Pero, como es claro, también es necesario tener en cuenta que el problema es “concreto” en el sentido de Kosik: “unidad de múltiples determinaciones”. Las definiciones del Sup forman parte de un pensamiento (y de una acción) político que ha sido muy claro respecto del problema de la violencia armada, de su lugar, sus condiciones y sus límites, y que incluye de manera central la apelación a la sociedad civil, tanto nacional como internacional. Y esa apelación ha sido decisiva, no sólo en la solidaridad hacia ese movimiento social, en su supervivencia y enorme proyección, sino en la configuración de la actual resistencia internacional contra la globalización excluyente. Cabe re-citar su convocatoria en el cierre del Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo (La Realidad, Chiapas, agosto de 1996):

“… que construyamos una red colectiva a partir de nuestras luchas y resistencias particulares. Una red intercontinental de resistencia contra el neoliberalismo… en la cual distintas resistencias se apoyan una a otra. Esta red intercontinental de resistencia no es una estructura organizativa, no tiene una cabeza central o de toma de decisiones, no tiene un comando central o jerarquías. Nosotros somos la red: todos los que resistimos”.

 

Es finalmente cierto que la primera víctima de las guerras suele ser la verdad, y que las etiquetas suelen servir sólo para ocultar el contenido del envase. Los seres humanos no somos lo que recitan las etiquetas que nos cuelgan o nos colgamos. Mas bien somos lo que hacemos: hacia nosotros mismos, hacia otros, hacia la sociedad y también hacia la naturaleza. En otros términos, los sujetos se expresan en su práctica. No en las proyecciones imaginarias que se hacen sobre ellos, desde sí mismos o desde otros. Poner patas arriba las mentiras del desorden excluyente no significa necesariamente encontrar la verdad. Negar el carácter terrorista de los atentados del 11, invirtiendo el discurso de EEUU, o denominar “revolucionario” a Bin Laden por el hecho de que Bush lo declare enemigo público y lance una cruzada para cazarlo (cuyos objetivos son otros), es “irse sobre el capote” y dejar de ver dónde está el torero. Revela vista corta, pereza intelectual y rigidez defensiva. Es renunciar a la lucha por la legitimidad y al debate a fondo con el adversario. Tiene más que ver con una realización alucinatoria de deseos que con un responsable y verdadero análisis crítico del estado de cosas para transformarlo, que hoy es más necesario que nunca.

El filoso filósofo de Triers distinguía entre práctica reproductiva (prototípicamente, el trabajo) y práctica revolucionaria. Jorge Larrain resumía esa distinción así: “la práctica reproductiva es la actividad determinada e impuesta a los hombres por las circunstancias, mientras que la práctica revolucionaria es la actividad que, conciente de la determinación de las circunstancias, apunta a transformarlas. La primera se realiza dentro de relaciones dadas y tiene tantos objetos como la complejidad de la división del trabajo lo demanda, mientras que la segunda hace de estas relaciones sociales el objeto mismo de su actividad. La práctica reproductiva por sí misma no cuestiona el marco social dentro del que opera, mientras que la práctica revolucionaria busca cambiar ese marco, cuyo condicionamiento conoce. En este sentido, el objeto de la práctica revolucionaria es la totalidad social y no aspectos parciales de ella.”( En “The concept of Ideology”, 1978)

Desde este punto de vista, el objeto de la práctica revolucionaria (que define, por lo tanto, a los sujetos revolucionarios más allá de depositaciones imaginarias) es, en definitiva, la transformación superadora de las relaciones sociales entre los seres humanos, orientada al cambio de las relaciones de dominación por relaciones de cooperación. Este punto es central hoy como parámetro para ubicar a los distintos actores del conflicto planteado hoy por la globalización excluyente y el hegemonismo guerrerista del megacapital financiero postindustrial: desde el vanguardismo autorreferrente o el terrorismo de secta, hasta los nuevos movimientos sociales.

Y el aporte fundamental de los nuevos movimientos sociales más importantes desde fines del siglo XX, como el Movimiento Sem terra o el Zapatismo, es haber saltado esa barrera, constituyéndose en sujetos colectivos políticos objetivamente revolucionarios, en tanto plantean el problema de la transformación superadora de la sociedad en términos que son expresión de la etapa actual.

[1] En estos términos, por ejemplo, planteó la confrontación el historiador Jean Meyer en México, al ser entrevistado sobre los atentados del 11 de septiembre. Esto ilustra el papel de la intelectualidad institucional, funcionalmente complementario al de los medios electrónicos.

[2] Desde el punto de vista de los intereses dominantes, la tesis de la oposición entre “las dos civilizaciones” como conflicto central de la nueva etapa, aparece como  “contestación interna”  a la anterior tesis de “El Fin de la Historia”  (Fukuyama, 1990). Fue formulada por Huntington, primero en su artículo “The Clash of Civilizations" (1993) y luego en su libro del mismo título (1996). Su carácter ideológico fue agudamente analizado por Edward Said (académico palestino en la U. de Columbia) en un reciente artículo publicado en La Jornada: “El Choque de las Ignorancias” 

[3] Ver The Zapatista Social Netwar in Mexico, por Arquilla y Ronfeldt (1998)

[4] En particular, Sontag hundió el bisturí sin concesiones en un viejo y grave problema ideológico (y psicológico): la tendencia de la los voceros de la clase política y de los mass media a infantilizar al público y alejarlo de todo ejercicio de memoria y reflexión.

[5] Nasser organizó desde 1943 el movimiento de “oficiales libres” que en 1952 destituyó al rey Faruk, liquidó su dinastía y la monarquía, terminó con el protectorado inglés e instauró la república. En 1956 recuperó la soberanía egipcia sobre el Canal de Suez, luego de un duro enfrentamiento con Francia y Gran Bretaña, e impulsó formas de unidad panárabe como la República Arabe Unida (federación entre Egipto y Siria, entre 1958 y 1961) que fueron derrotadas por los sectores locales conservadores y la presión de las grandes potencias: Divide et Impera.

[6] El fundador de la fortuna y la dinastía familiar fue el abuelo, otrora albañil migrante de Yemen a Arabia Saudita, que participó con mucha habilidad y suerte en el “boom petrolero modernizante” impulsado por la frenética actividad extractiva (e inversionista) de EEUU desde 1945, que sin duda dinamizó la economía, a su modo.

[7] También se hallaban influidos por la participación de otros militares en el anterior movimiento nasserista, y en el movimiento de oficiales jóvenes dirigido por Kadafi que destituyó al rey Idris en 1968, terminando allí también con su dinastía y la monarquía, reivindicando la soberania frente a las potencias e iniciando la revolución libia.

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Articulo publicado en
Septiembre / 2009