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“La gente” y su historia

 

Nos interpelan. Nos preguntan acerca de la vida cotidiana, la subjetividad y la política en la Argentina actual. ¿Qué decir que no se haya dicho sobre este tema tan amplio? ¿Tiene sentido insistir con la descripción de lo ya sabido? ¿Vale la pena repetir y volver a transitar la radiografía sociológica del desierto y la fauna que nos legara como herencia política la dictadura, el alfonsinismo y el menemismo travestido de aliancismo? Nos negamos a caer seducidos ante la tentación de enumerar y describir modas, ritos, mitos, tics y anécdotas o los ritmos, la teatralidad y las liturgias que los miembros del poder y la política exhiben hoy en su opulencia cotidiana como clave para poder exponerse en la vidriera de los medios masivos de comunicación y así neutralizar, capturar y cooptar lo más subversivo del imaginario, los sueños y las fantasías de las clases populares que hacen lo imposible por sobrevivir y reproducirse en medio de la extrema pobreza y la miseria de la vida cotidiana.

Esa enumeración ya está hecha. Es aquella que puebla los diversos best sellers  periodísticos –supuestamente “sesudos y profundos”- que se editan en diciembre para leer en enero y febrero en la playa. Cuanto más repletos de descripciones y sobrecargados de nombres, menos incisivos, más complacientes, menos críticos.

Nos interesa en cambio abordar el interrogante desde otro ángulo. En primer lugar metodológico. El método no es un adorno para decorar las teorías, como nos podría sugerir la música académica hoy a la moda que, mediante un discurso que proclama el abandono del método, invita a aplanar todos los saberes y experiencias humanas en el espacio difuso y entrecortado del pastiche, el videoclip y el collage. El método constituye un instrumento imprescindible si de lo que se trata es de cuestionar y no legitimar teóricamente un orden establecido.

Empecemos entonces por lo (aparentemente) más simple: la vida cotidiana. ¿Tiene entidad propia? ¿Se la puede comprender en sí misma, al margen de la política? ¿Es un punto de partida o un punto de llegada?

Previamente debemos aclarar, para no desbarrancarnos por la pendiente fácil de las apresuradas y falsas generalizaciones, que en realidad no existe UNA SOLA VIDA COTIDIANA. Hay muchas. Según las clases sociales, las regiones geográficas, los escenarios urbanos o rurales, etc. Nadie en su sano juicio se animaría a equiparar la vida cotidiana de un adolescente de quince años en el barrio Norte o en Belgrano R con el de un muchacho de esa misma edad de una población indígena de Salta o una villa miseria del gran Buenos Aires. La edad es la misma en estos casos pero los universos vitales respectivos están enfrentados y separados por años luz de distancia (social). Por eso muchas veces cuando se describe “LA vida cotidiana” en general y con mayúsculas, se está visualizando únicamente las condiciones de vida de la pequeñoburguesía urbana de las grandes capitales. Se toma ese dato como evidente y universal, como si ese tipo de sector social representara a LA humanidad en su conjunto.

Ahora bien, advertidos ante ese tipo de generalización habitual, nosotros creemos que la vida cotidiana no flota en el aire metafísico de la eternidad, por eso está inficionada por el tiempo presente. Es el presente mismo. De allí que postulemos que, a contramano de las modas académicas actualmente predominantes, hoy la gran tarea pendiente en el orden metodológico consiste en entender el tiempo presente como historia y como política. Esto presupone desmontar las pesadas cargas de significados “naturales” y absolutos que en el orden social capitalista se adhieren a la vida cotidiana de modo reificante y fetichista para convertirla en una situación vital eterna e inmodificable, en un modo de situarse ante el mundo “obvio” y “evidente”, en una inflexión de la contemporaneidad concebida como punto de partida del orden social (en lugar de concebirla como punto de llegada de las relaciones de poder).

Esta operación desmitificadora de la metafísica ahistórica, previa a todo abordaje de la vida cotidiana como problema, debe ser esencialmente crítica (pues sólo la crítica se anima a situar en el eje de la discusión lo que aparentemente no está atravesado por la duda ni por la sospecha). Asumir este punto de vista historicista presupone desmarcarse de la corriente filosófica hegemónica en el mundo académico desde inicios de los ’80 hasta hace muy poco tiempo. Esta corriente ideológica monocorde, conformada por una familia aparentemente plural de filosofías –posmodernismo, posestructuralismo, pragmatismo, deconstruccionismo, etc-, enfatizó siempre la imposibilidad de abordar el presente desde la historia pues la historia, en tanto “relato omniabarcador”, carecería de sustento y legitimidad. Cancelado (por decreto) el sujeto de la historia, y disuelta (por necesidad y urgencia) toda posibilidad de crítica totalizante y política, la historia misma perdería su sentido integrador del tiempo presente y de su vida cotidiana. De allí que la vida cotidiana se haya convertido a la luz de esta ideología en un objeto teórico sólo abarcable y pensable en el terreno de lo micro, del fragmento deshilachado, del retazo descontextualizado. No resulta casual que durante estos veinte años se hayan convertido en best sellers académicos y en proyectos de investigación premiados con becas, las historias de los modales en la mesa en una oscura e ignota región de Francia, la historia de la moda en una provincia perdida de la Argentina o la historia de la cocina, etc.,etc. En ninguno de estos casos se incorporaban esos análisis dentro de un horizonte mayor que les otorgara el sentido. No fue casual.

¿Qué es lo que metodológica y políticamente está en disputa a la hora de analizar la vida cotidiana como presente y el presente como historia? Pues nada menos que la cuestión del sujeto, el protagonista de las relaciones sociales de esa vida cotidiana y de su eventual superación.

¿Con qué tipo de sujeto nos encontramos en la vida cotidiana argentina ritualizada y cristalizada como rutina repetida cotidianamente hasta el hartazgo por el régimen capitalista de inicios del siglo XXI? Fundamentalmente lo que emerge ante el observador mínimamente objetivo (es decir, que no vende su pluma ni su cerebro al poder) es un sujeto colectivo caricaturizado, disperso y derrotado, que acepta la disciplina heterónoma de “los Mercados” y del poder como normal, internalizando el proceso fetichista que atribuye a “los Mercados” y al poder una absoluta autonomía al margen de las relaciones sociales intersubjetivas. Cuanto más pierde día a día el sujeto, más gana su creación autonomizada y la vida cotidiana se vuelve (aparentemente) más absoluta e inmodificable.

¿Cuál es la designación elegida por los poderosos y sus medios de comunicación para identificar a este sujeto derrotado y arrodillado? No es “la clase obrera”, ni el “proletariado”, ni “la clase trabajadora”, ni “el pueblo”...es sencillamente “la gente”. Sí..., “la gente”. Sin nombre ni apellido. Sin clases sociales. Sin historia previa, sin tradición de lucha, sin conflictos, sin continuidad con el pasado, sin instancias colectivas que agrupen e integren a sus miembros individuales. El sujeto de la vida cotidiana es (para el discurso del poder) simplemente...la gente. Ese particular tipo de subjetividad domesticada y arrodillada ante sus mismos productos –el “libre mercado”, la “Patria”, la sociedad “occidental y cristiana” y el Estado con sus Fuerzas Armadas garantías de la existencia de la misma comunidad argentina, etc.-, jamás nació por “generación espontánea”. El sujeto todavía creyente de la actual democracia capitalista argentina nunca constituyó un punto de partida.

“La gente” fue construida artificialmente como sujeto a lo largo de nuestra historia y a partir de un complejo proceso de operaciones hegemónicas. No debemos olvidar que ese particular tipo de subjetividad es el que aceptó en nuestro país como “normal”, luego de la derrota popular de los años ’70,  el secuestro y la desaparición de 30.000 personas durante la última dictadura militar y hoy acepta como “normal” la desocupación de cuatro millones de personas, la enorme deuda externa, el riesgo país y el ritual inocuo e inofensivo (para los poderosos) de las votaciones cada determinado período de años donde se renueva el amo que nos castigará. El conjunto de individuos aislados mentado bajo el rótulo de “la gente” sólo llega entonces a ser aislado luego de un largo proceso de rupturas históricas, que en la Argentina costaron la vida de casi toda una generación (pues no sólo habría que contabilizar a los desaparecidos, sino también a los presos políticos, a los torturados que quedaron vivos, a los exiliados, etc).

En realidad, contra todas las apariencias inmediatas cristalizadas en el sentido común hegemónico, la subjetividad colectiva -que sólo se transforma bajo la denominación de “la gente” en subjetividad dispersa, fragmentada, segmentada, disciplinada y subsumida individualmente en el poder colectivo expropiado y autonomizado de “los Mercados”, luego de un largo y sangriento proceso histórico- no es el sujeto individual, propietario burgués de mercancías y capital, autónomo, soberano, racionalmente calculador y constituyente del contrato (es decir: el homo economicus eternamente mentado por la economía política neoclásica -la supuesta “ciencia” del neoliberalismo-).

            Este otro tipo de subjetividad histórica, cuya capacidad de resistencia se pretende neutralizar, es fundamentalmente un sujeto colectivo que de ningún modo ha desaparecido como señalan superficialmente y hasta el cansancio aquellos best sellers académicos de los que hablábamos, sino que, por el contrario, se ha multiplicado ampliando el radio de potenciales “sepultureros” del capitalismo como lo demuestran las recientes protestas de Seattle y Davos, de Porto Alegre y Génova, de Mosconi, Neuquén, La Matanza y Florencio Varela. Su  fuerza radica precisamente en su capacidad de cooperación y en la prolongación de cada uno de sus miembros particulares en el plus de fuerza que emerge de la articulación del conjunto.

            Aquí reside la importancia metodológica de abordar el problema de la vida cotidiana como un presente inscripto en la historia y en la política. Si deshistorizamos la vida cotidiana y la suponemos como un espacio ajeno a la política, el único sujeto posible que nos queda es “la gente”...pero en realidad de lo que se trata es de mostrar a la luz lo que ya existe: hoy en día estamos asistiendo a la disputa -esencialmente histórica y política- entre dos tipos posibles de subjetividad. Una domesticada, individualista y fragmentada, dispersa y sumisa, la otra rebelde y resistente, solidaria y (potencialmente) subversiva, es decir, revolucionaria. El pasaje de un tipo de subjetividad a la otra nunca puede obedecer a un gesto administrativo ni a una deliberada intencionalidad individual. Su transformación constituye un proceso. Tiene momentos y fases cuyo desarrollo jamás es automático (como creyera otrora el marxismo dogmático de los soviéticos), ni está garantizado de antemano. Para dejar de ser “la gente”, es decir, una masa heterónoma de individuos aislados que sobrevive en su vida cotidiana bajo el mandato indiscutido de “los Mercados” y que experimenta su propia vida como una fatalidad ahistórica, y empezar a ser sujetos de la historia, hay que superar una cadena enorme de obstáculos. Esos obstáculos son políticos, pero no se expresan únicamente en el área de la política institucional (la vida de los partidos, el parlamento y otras instituciones similares). Los obstáculos también abarcan áreas aparentemente más “íntimas” y menos politizadas como la vida familiar, el ocio y el tiempo libre (para el caso de los que tienen trabajo fijo), la vida escolar (para los que pueden aún estudiar), el plano de los afectos más primarios e incluso el mundo de la fantasía y el deseo, aparentemente el más alejado de los conflictos políticos coyunturales. La batalla por dejar de ser “la gente”, objeto pasivo de la historia y de la política entendida como espectáculo de la farándula y como operación de marketing, y pasar a ser sujetos activos de la historia debe abarcar entonces la lucha contra todo este tipo de obstáculos: desde las formas de vida familiar hasta el carácter del estado y el régimen político (que hace posible esa farandulización marketinera de la plaza pública) con toda la gama intermedia entre un extremo y el otro.

            ¿Cuáles son los pliegues principales que en estos años han teñido la vida cotidiana de “la gente”? La gama de instancias se extiende desde la obsesión por la “seguridad”, hasta la explosión de la autoayuda y el resurgir expansivo de la religión (incentivada e inducida por los medios que, por ejemplo, cada noche anuncian sistemáticamente en el país, el santoral católico). A mayor falta de control frente a “los Mercados”, mayor necesidad de ayuda... “espiritual”. La mercantilización completa de la vida cotidiana va acompañada de la necesidad de una mayor “espiritualización”. A mayor temor ante los robos de una sociedad que condena a millones a la falta de trabajo y al hambre, mayor privatización del espacio público. La mayor violencia que se palpa y respira en la calle, en el trabajo, en las relaciones personales, corre pareja con la mayor intolerancia y distanciamiento de “la gente” frente a las formas de protesta. Los medios en ese sentido han insistido (con notable éxito) en la deslegitimación permanente de la disidencia organizada: al manifestante se lo llama “activista”, al piquetero se lo marca como “infiltrado” y protoguerrillero, al huelguista se lo estigmatiza como “antidemocrático”, al que exige lo que le corresponde se lo rechaza por su supuesta “irracionalidad”.

Para frenar esa violencia cotidiana que amenaza a “la gente” es necesario para el poder, impedir que las capas medias lleguen a simpatizar con los sectores populares en lucha (sean obreros ocupados o desocupados). El poder y las clases dominantes necesitan evitar a toda costa la conformación de cualquier vínculo social entre ambos sectores impidiendo toda radicalización posible. Allí se inscribe entonces la recurrente construcción mediática del “héroe/heroína progresista” que viene a rescatar periódicamente de las tentaciones subversivas a la clase media y a defender el honor de una virgen en aprietos: la moral cotidiana de la pequeñoburguesía capitalina (desde 1983 para acá, el desfile de estos héroes y heroínas es largo y todavía no termina: Raúl Alfonsín, Augusto Conte, Oscar Alende, el fiscal Molinas, Alfredo Bravo, el Chacho Alvárez, “Graciela” -no Alfano, obviamente...-, Storani y ahora “Lilita”...).

¿Cómo es posible que los fusibles se vayan desgastando tan rápido pero en la política argentina siempre aparezca uno/a nuevo/a para reemplazarlo y renovar las esperanzas ilusorias de resolver los conflictos sociales en los marcos permitidos (¡y alentados!) por el sistema? Gracias a la hegemonía, recreada en las instancias institucionales siempre visibles pero también en el mundo ínfimo e “invisible” de la vida cotidiana. La hegemonía no pasa entonces únicamente por los partidos políticos. “La gente” (y sus fantasías políticas ilusorias) se construye en tanto sujeto domesticado y neutralizado de antemano en la vida cotidiana. Allí la hegemonía del poder se vuelve prácticamente indiscutible.

¿Qué es la hegemonía? No es un sistema formal cerrado, absolutamente homogéneo y articulado de ideas (estos sistemas nunca se dan en la realidad práctica, sólo en el papel, por eso son tan cómodos, fáciles, abstractos y disecados, pero nunca explican qué sucede en una sociedad particular determinada). La hegemonía, por el contrario, es un proceso que expresa la conciencia y los valores organizados prácticamente por significados específicos y dominantes en un proceso social vivido de manera contradictoria, incompleta y hasta muchas veces difusa. En una palabra, la hegemonía de un grupo social equivale a la cultura que ese grupo logró generalizar para otros segmentos sociales. Cuando la pequeñoburguesía urbana argentina de las grandes capitales se espanta ante “los negros” (potenciales asaltantes...), se asusta frente a los piqueteros, teme la violencia y el tumulto de los desarrapados enfrentándose a piedras contra las tanquetas y los carros de asalto de la policía y/o gendarmería, se crispa ante cada huelga “por los días y el dinero que se pierden”...¿qué valores y qué cultura política está actualizando? ¿Acaso los propios? Sospechamos que no. Son valores ajenos, son enojos (políticos) ajenos, son miedos ajenos, todos ellos internalizados y vividos trágicamente como propios. Eso es precisamente un buen ejemplo de lo que significa la hegemonía.

La hegemonía es entonces idéntica a la cultura, pero es algo más que la cultura porque además incluye necesariamente una distribución específica de poder, jerarquía y de influencia. Si nuestras capas medias están hegemonizadas por otro sector (pongamos por ejemplo, por la aristocracia financiera de las grandes empresas y bancos), la influencia de éste último segmento no será devuelta por la pequeñoburguesía. No habrá feedback. La hegemonía implica una relación de poder, no un ida y vuelta democrático.

 Como dirección política y cultural sobre los segmentos sociales “aliados” influidos por ella, la hegemonía también presupone violencia y coerción sobre los “enemigos” (en el caso que nos ocupa, los obreros en lucha o los piqueteros). La hegemonía no sólo es consenso (como habitualmente se piensa en una trivialización del pensamiento de Gramsci). En nuestro ejemplo, la aristocracia financiera (el sector más concentrado de nuestra economía) ejerce su consenso sobre la pequeñoburguesía y su violencia sobre los piqueteros. Ambos procesos -consenso y violencia- son parte de la hegemonía.

Por último, la hegemonía nunca se acepta de forma pasiva, está sujeta a la lucha, a la confrontación, a toda una serie de “tironeos”. Por eso quien la ejerce debe todo el tiempo renovarla, recrearla, defenderla y modificarla, intentando paralizar a sus aliados y neutralizar a su adversario incorporando sus reclamos pero desgajados de toda su peligrosidad. Allí toman sentido los numerosos “fusibles” progresistas que se van quemando y renovando con su prédica a favor de un capitalismo democrático, de un capitalismo nacional, de un capitalismo sin mafias, de un capitalismo transparente y cristalino...pero siempre... de un capitalismo. Si la hegemonía de la clase dominante se realizara de una vez y para la eternidad, no habría necesidad de renovar periódicamente estas propuestas siempre renacidas que reman, bajo la retórica encendida de “la limpieza” del orden social capitalista, para el mismo lado.

¿Qué presupone entonces el ejercicio de la hegemonía? Pues la posibilidad de hacer todo lo que uno quiera, siempre y cuando ni siquiera piense en sacar los pies del plato. O, como decía Kant, “razonar y pensar sobre lo que uno quiera...siempre y cuando obedezca”. En su vida privada, en su intimidad cotidiana, uno puede ser anarquista o ecologista, o punk, o ricotero, o stone, o filatelista, o ladrón de pasacassettes, o ratón de biblioteca, o analfabeto, o admirador de Borges, o hincha de San Lorenzo, o un chef exquisito de cocina francesa, o consumidor de cumbia villera...pero LA ÚNICA FORMA DE SOBREVIVIR ES ACEPTAR COMO SI FUERAN FATALES LAS REGLAS DEL JUEGO BURGUÉS y LA VIDA COTIDIANA DEL CAPITALISMO.

Intentar disputar la hegemonía (construir una contrahegemonía) implica tratar  de cuestionar al poder no sólo en “las grandes ideas” que se discuten un sábado a la noche en la sobremesa con los amigos, ni tampoco emocionarse hasta las lágrimas con un editorial de Verbitsky un domingo a la mañana, mientras se acaricia suavemente al gato. La consolación no alcanza. Es tan funcional al sistema (adviértase bien: decimos “al sistema”, no sólo al “modelo”...) como también lo es la nostalgia de las anécdotas de “aquellos hermosos años ’70” que como las célebres golondrinas...se fueron y nunca volverán. El desafío pendiente es intentar empezar a transformar aquí y ahora la vida cotidiana, sin esperar al “salvador progresista” que venga a rescatar la seguridad y la ética amenazadas de la pequeñaburguesía bienpensante, ni tampoco al “gran día” de la revolución que desde afuera, como el mesías, nos salve de todos nuestros pecados, nuestras transacciones y nuestras caídas cotidianas. La revolución comienza a hacerse todos los días. Ante cada situación concreta, por más ínfima que parezca.

Vincularse hoy a los sectores en lucha o agruparse junto a otros intelectuales críticos implica intentar vivir de otra manera desabsolutizando la vida cotidiana y el presente, concibiéndolos como históricos, es decir, asumiéndolos como modificables. No es una locura. No es una bravuconada o un arrebato. No es nostalgia. Ni siquiera son los violines finales de una película de Hollywood. Simplemente constituye una posibilidad concreta al alcance de la mano y del lector de esta revista. Hay que tener la decisión personal para dejar de formar parte de una buena vez de “la gente” y estar dispuesto a correr los riesgos que esa toma de partido conlleva. No hace falta nada más.

 

Néstor Kohan
Docente de filosofía
Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
nbkohan [at] yahoo.com.ar

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Articulo publicado en
Septiembre / 2001

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