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La crueldad: un recorrido

 

" 'Finster in de oign', frase en idish, que significa: oscuridad en los ojos. Esta frase la escuché desde que tengo memoria. Es parte de ese inalienable idioma de la infancia. Muchas veces, mezcla del español y el idish. Un idish nunca aprendido, en muchas ocasiones usado por los adultos para que los niños no sepamos algo que no debíamos todavía conocer, y así, entonces, rápidamente entendido por nosotros.
Entre ese saber y no saber de la infancia, esta metáfora: oscuridad en los ojos significó y significa para mí un dolor, una tristeza inabordable, no pensable, no previsible. El dolor, y la tristeza en los ojos. Ceguera hacia adentro, hacia el fondo del cuerpo y del alma. Ceguera hacia afuera, no puedo, no podemos distinguir el mundo.
Tristeza infinitamente sentida. Tristeza que pareciera que no podía acabar, que se iba a quedar, que iba a llenar la vida toda.
Pocas veces, y para situaciones muy especiales, propias y de otros, mis padres usaban esas palabras no traducibles. La muerte de un niño o un joven. La guerra y el holocausto, los países sin retorno de sus infancias. Las injusticias”.

Algunas de las hipótesis que entonces desplegué son: la crueldad es un rasgo exclusivo de la especie humana, es una violencia organizada para hacer padecer a otros sin conmoverse o con complacencia. Me preguntaba: ¿la complacencia de no conmoverse? Frente al padecimiento del otro nada hace temblar, nada sacude ni emociona. Distancia absoluta con el otro, es decir, ninguna distancia que delimite las cercanías. Imperiosidad del cuerpo padeciente del otro, imperiosidad de triunfo sobre la alteridad.
La potencialidad cruel está presente en la condición humana, condición – no esencia – en la construcción singular y colectiva de los histórico-social, condición histórica, ni esencial, ni inmutable.
La cuestión del otro(s) pone al descubierto, de manera bastante decisiva, la relación de cada sujeto consigo mismo. Reconocer que hay un otro(s) separado y ligado al sujeto por pulsiones (representaciones y afectos) que lo vuelven deseable, necesario, querible; compromete al sujeto con ciertas renuncias y aceptaciones que a lo largo de su experiencia vital debe realizar.
Renuncia a la omnipotencia (creencia en el poder de control total sobre el otro y sobre la realidad) y a la autosuficiencia (creencia en el poder de autosatisfacerse).
Aceptación de que ser amado y ser necesitado implica siempre una dependencia. No en el sentido de anular la autonomía de deseos y anhelos propios, sino una dependencia que los incluye, pero que establece una tensión, ya que hay siempre riesgos de pérdida del otro (pérdida de su amor, pérdida por enfermedad y/o muerte).
Aceptación de que lo deseado y esperado del otro no se cumplirá, como si fuera un espejo, en la experiencia vivida con el otro. Distancia entre lo fantaseado y lo encontrado. Aceptación de que el otro también es autónomo y puede modificarse en su devenir tanto como uno mismo.
Aceptación de que ese otro(s) semejante es, en su semejanza, profundamente diferente. No sólo diferente en el margen de lo esperable por el sujeto hacia otro, sino diferente en lo no esperable, diferente del propio ser del sujeto ( de allí que para anular el reconocimiento y cuidado de las diferencias, se anula al otro negándolo como semejante).
Aceptación de que lo más amado es también odiado porque se depende, porque es diferente y en sus diferencias cuestiona e interroga las propias certezas identificatorias o identitarias. Porque el otro “obliga” a un trabajo de intercambios conflictivos, porque así como satisface, frustra. Porque está fuera del control del sujeto y porque finalmente el otro anuncia permanentemente nuestros límites, lo que es posible y no es posible con él. Y también el orto legitima o no, tanto como el sujeto a si mismo. Así, el otro es fuente constante de problematización para todo sujeto. Es necesario diferenciar la agresividad y el odio (tanto como la ternura y el amor) que el otro despierta, de la destructividad hacia el otro: afectos amorosos y agresivos, con diversos grados de combinación se juegan en todo vínculo humano (micro o macro, con uno y con muchos), la destructividad es un modo de desligazón o anulación, o desaparición del otro. Es un modo límite de eliminar la problemática más decisiva para cualquier hombre, la problematicidad que los encuentros con otros siempre plantean. Y en ese límite, el de anular la problematicidad que el encuentro con el otro siempre plantea, una de las metas puede llegar a ser, el retorno a una idealización omnipotente y autosuficiente del sujeto frente a otro(s). Es un repliegue último sobre un si mismo sin problemas, sin otros.
La crueldad, en su accionar parcial (torturas, infligir dolor físico y psíquico, fragilizar la potencialidad defensiva del otro, provocando todo tipo de sufrimiento) o total (provocar la muerte) es una expresión privilegiada de tendencias destructivas que se activan en el ser humano frente al otro(s), ese otro(s) que es el índice de mi propia mismidad.
Es en el otro(s) donde nos reconocemos a nosotros mismos, nuestro límite, nuestra precariedad, nuestra indefensión, nuestro desamparo, nuestra mortalidad.
Es así que esos cuerpos esclavos, torturados, humillados, dominados, dolientes, garantizan con su presencia la unidad inmortal donde el otro no es ni necesario, ni deseado, ni amado, ni odiado, ni rechazado, ni perdido, ni encontrado. El otro ya no es problema. Se restablece una ficticia unidad autogenerada y autosuficiente. Si el otro ya no es problema, ya no hay riesgo de sufrimiento, ya no hay "temblor y temor", ya no hay indefensión y desamparo. La muerte es del otro, y el otro es ajeno. Ha sido derrotado.
En el mismo libro planteo la hipótesis que junto a la vivencia satisfacción - dolor, inaugural y paradigmática de la actividad psíquica de representación y de la actividad de representación que constituye a la misma psique, existe una vivencia también inaugural de amparo - desamparo, igualmente germinal de los siguientes avatares del psiquismo, que tiene una forma de representación propia que describí como iconográfica, y con un afecto que le es propio: el terror o el espanto. Enunciarla en estos términos me permitió plantear la crueldad como condición potencial en todos los humanos, y que en determinadas condiciones socio-históricas singulares y colectivas, se desplegará o no. Por supuesto que no dejo de lado la cuestión ética, la posibilidad de cada quien de efectivizar o no esta potencialidad latente, que deriva de estas vivencias primeras de amparo-desamparo, pero que no cesan a lo largo de la vida. Lo humano se caracteriza también por su precariedad, su indefensión, sus destiempos, su conciencia de la muerte, su pulsionalidad destructiva, su terror.
No menos importante es la relación del yo con los ideales, para lo cual trabajé sobre el tema de la alienación, el dogmatismo, la idealización del ideal; no sólo como formas de dar muerte a la actividad de pensar, no sólo como modos de soslayar el conflicto y la angustia, sino muy especialmente como formas de negar el desamparo y la precariedad que constituye lo humano. Este desamparo -que en determinadas situaciones límites produce espanto- puede efectivizar la crueldad contra si mismo y contra los otros.
Modos diversos de opresión y muerte que no sólo ejercen quienes detentan el poder, sino modos singulares de sumarse y someterse, desde la propia interioridad subjetiva.
Lo que destruye la crueldad es a lo humano mismo presente en los otros. Esos otros tan humanos, con sus indefensiones, sus precariedades, sus desamparos, sus conciencias de la muerte. Así, el otro es objeto de crueldad por su semejanza en relación a si mismo, al no tolerar su indefensión, su desamparo, su propia humanidad. La crueldad destruye la semejanza del semejante, no por sus diferencias, sino por su semejanza, tan humana, tan precaria, tan posible de sufrimiento. No es la diferencia la que genera la crueldad, es la crueldad la que crea una diferencia radical. Haciendo que el otro sea objeto de crueldad se construye una diferencia radical y se realiza la destrucción del otro por su condición de humanidad no admitida para sí.

Otras cuestiones que forman parte del tema que sigo trabajando son:
I) La articulación entre la crueldad y la hospitalidad (ver libro "Clínica Psicoanalítica ante las catástrofes sociales. La experiencia argentina". Ed. Paidós. Buenos Aires 2003.

II) La problemática de "El lenguaje desde Auschwitz", es decir el colapso y las heridas sin cicatrizar en la producción de significaciones, ya que el lenguaje existente fue y es uno de los territorios dañados, a veces herido de muerte por la crueldad científica y técnicamente ejecutada. El poeta Paul Celan en uno de sus versos dice: "... cavamos tumbas en el aire, allí no hay estrechez...". De este verso afirma: " no es una metáfora, en el humo que asciende al aire de los hornos crematorios en Auschwitz, no hay metáfora". Por supuesto que él sabe que sí es una metáfora, pero esta afirmación le permite mostrar la insuficiencia, la imposibilidad del lenguaje; porque las significaciones lingüísticas, la producción semiótica, ese estar "en el lugar de", en tanto el lenguaje es el nombre de la ausencia, es el lugar para presentificar lo ausente. Paul Celan rechaza la ausencia. La metáfora es "el resultado de sustituir un lexema por otro, sustitución operada sobre un fondo de equivalencia semántica y en un contexto dado" ( Courtés - Greimás ). Paul Celan se niega a sustituir, se interroga si el actual (en el cual él escribe) es un contexto válido para narrar-historizar lo acontecido en aquél otro contexto donde "cavamos tumbas en el aire". ¿Hasta dónde hay equivalencia semántica?. ¿Lo vivido lo considera más allá de todo lenguaje?, y no por un afán de hiper-realismo, sino porque lo acontecido eclipsa la palabra y el sentido. ¿Cómo volver a ella?. Sólo quiere una memoria del recuerdo, presente absoluto. Rechaza el olvido-recuerdo como dinámica inherente de la memoria, ¿va en búsqueda de lo inmemorial?. Así, usa el lenguaje para decir de su insuficiencia para significar el horror.

Ana Berezin
Psicoanalista

 
Articulo publicado en
Octubre / 2003