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La sexualidad evanescente

 
La perversión es el negativo del erotismo*

La humanidad aparece cuando el sexo se transforma en sexualidad regulado mediante el tabú del incesto y la subjetividad se constituye en el pasaje del instinto a la pulsión y de ésta al deseo. De esta manera la sexualidad esta sometida a la cultura que, en cada período histórico, controla el carácter transgresor del deseo erótico mediante mecanismos de dominación que modulan el deseo y crea subjetividades.  

Es sorprendente que en la actualidad se hable sobre “nuevas sexualidades” que algunos denominan “neosexualidades”. Pensar que algo nuevo se inventó en las formas que se manifiesta la sexualidad humana resulta desconcertante. Sólo tenemos que recorrer la literatura erótica de diferentes épocas para ver que lo nuevo es algo viejo que siempre estuvo presente en nuestra condición humana. Claro, la sexualidad se mantenía como un secreto bien guardado. Recordemos que la palabra “secreto” comparte la misma raíz etimológica que “crimen”. Por ello las manifestaciones del deseo sexual eran consideradas crímenes que debían ser castigados. Su resultado fue que este deseo circulara por las profundidades de una subjetividad que debía disimularlo.

Evidentemente esta situación ha cambiado. Estos cambios debidos a factores sociales, políticos y económicos comienzan a mediados del siglo pasado.

 

Las nuevas reglas de juego para los placeres en la sociedad victoriana

 

La sexualidad de la época victoriana, desde la cual Freud fue construyendo el psicoanálisis, se sostenía en inhibiciones y represiones que eran la base de una serie de síntomas especialmente agudos en la época.

Como plantea Richard Sennett existía un código del erotismo compuesto por tres factores. El primero y principal estaba basado en que los sentimientos y los signos de carácter se muestran involuntariamente. Esta idea tuvo otras expresiones como la frenología donde la forma del cráneo, de las manos, los ojos o las orejas mostraba ciertos rasgos que una persona anormal o criminal no podía ocultar. Se suponía que una depresión se revelaba por el color de las mejillas. La masturbación por el crecimiento de un lunar con pelos en la palma de las manos. Bajo tales condiciones sociales sobre las manifestaciones sexuales el miedo llevaba a neutralizar las apariencias bajo rígidos códigos de conducta basados en reprimir los sentimientos.

El segundo factor era la creencia de que los estados de la personalidad podían leerse a través de mínimos indicios. Un caballero que usaba un abrigo negro podía diferenciarse de un burgués ordinario porque los botones de la manga del caballero realmente abrochaban o desabrochaban. Las verdaderas señoras se diferenciaban de aquéllas consideradas de “la vida” por el color de los chales y capuchas o la longitud de los guantes. De allí nos encontramos con todo un fetichismo que se aplicaba tanto al sexo como a la clase social a la que se pertenecía. El resultado era un esfuerzo para leer a los demás mediante los signos de sus vidas privadas al mismo tiempo que se trataba de proteger para que los demás no lo leyeran. El detective Sherlock Holmes creado por Conan Doyle y Hercules Poirot de Agatha Christie eran los paradigmas de la época victoriana. Los sospechosos de los crímenes, que generalmente ocurrían en el ámbito privado, eran descubiertos por ambos detectives a partir de pequeños signos que delataban su culpabilidad. La mirada del observador a partir de un agudo pensamiento lógico revelaba la supremacía del pensamiento científico positivista sobre la debilidad de las pasiones.

El tercero de los factores es una consecuencia de las anteriores. Las relaciones sexuales tenían que ser necesariamente relaciones sociales. Si cada uno de los actos y sentimientos definen al conjunto del sujeto, la experiencia emocional en la vida privada supone implicaciones en la vida social. Una mujer adúltera no podía ser una buena madre de sus hijos ya que ha traicionado a éstos al entregarse a otro hombre. De lo contrario un hombre sí podía ser adúltero en tanto mantuviera las apariencias que la sociedad le exigía. Si esto no ocurría también era estigmatizado aunque no con la fuerza reservada para las mujeres.

De esta manera la sociedad burguesa del siglo XIX definió nuevas reglas de juego para los placeres. Estos ya no estaban en manos de la religión sino de la ciencia médica en la cual se apoyaban los Estados modernos que consideraban un deber gobernar las prácticas sexuales para establecer que era “normal” y “patológico”. Como dice Elizabeth Roudinesco: “En este contexto, el discurso positivista de la medicina mental propone a la burguesía triunfante la moral con la que no ha dejado de soñar: una moral relativa a la seguridad pública modelada por la ciencia y ya no por la religión. Por disciplinas derivadas de la psiquiatría, la sexología y la criminología, reciben, de hecho, la misión de explorar en su totalidad los aspectos más sombríos del alma humana.

A finales del siglo XIX, con el advenimiento de la medicina  científica legada por Xavier Bigat y luego por Claud Bernard, surgió toda una nomenclatura de la que el psicoanálisis será heredero.”

 

Las figuras paradigmáticas de la perversión: la homosexualidad y la masturbación

 

En los escritos médicos de la época ya no se escribe culo, pija, comer mierda, chupar, mear, etc. Para describir la sexualidad considerada “anormal” se crea una lista impresionante de términos derivados del griego y del latín: zoofilia, coprofagia, pedofilia, a tergo, cunnilingus, etc. El médico austríaco Richard von Krafft-Ebing fue quien lleva a cabo una síntesis sobre las diferentes prácticas sexuales en su obra Pychopathia Sexualis (1886).

El objetivo era establecer una separación clara entre una sexualidad denominada “normal” al servicio de la procreación, de la felicidad de las mujeres en el matrimonio y la maternidad y de los hombres como pater familiae; y una sexualidad “anormal” que se asocia con la enfermedad, la muerte y la búsqueda del placer absoluto.

Esta sexualidad “anormal” se `podía encontrar en la mujer histérica que al “simular” sus síntomas evitaba la responsabilidad de la maternidad. Pero el verdadero paradigma de la perversión era la homosexualidad conjuntamente con la masturbación.

Desde la época cristiana el homosexual se constituyó en la figura paradigmática de la perversión. Las manifestaciones de su sexualidad significaba rechazar la “ley natural” de los sexos que implicaba la reproducción de la especie. La sodomía era considerada un acto bestial y el homosexual estaba poseído por el diablo en tanto atentaba contra la familia. Para el discurso médico positivista el homosexual también era el mayor de los perversos en tanto lo era desde el punto de vista biológico. Sin embargo no era considerado un enfermo ya que se burlaba de las leyes de la procreación. De allí que para desenmascarar al homosexual se lo tratara de convertir en un criminal, un perverso sexual alienado, un violador de niños.

La historia por la cual la masturbación se transformó en una enfermedad refleja con claridad la necesidad del poder de controlar la sexualidad del sujeto hasta en el mundo íntimo de la fantasía.

Creemos necesario detenernos en su historia tal como la desarrolla Thomas W. Laqueur en su libro Sexo solitario. Una historia cultural de la masturbación. La masturbación apenas si era mencionada como un problema en la antigüedad. Tan es así que no fue digna de una clara precisión lingüística como un pecado sexual. Debemos esperar el siglo XVIII para que en Inglaterra aparezca el tema de la masturbación. En esa época se vendían en los negocios pequeños libros que proponían curas insólitas sobre diferentes enfermedades. Esto fue aprovechado por el cirujano John Marten un charlatán y estafador enjuiciado por obscenidad. Necesitado de dinero inventó una nueva enfermedad y las formas de curarla. Su nombre era Onania. En el folleto relataba los infinitos males que el onanismo traería a quien lo practicara. El texto aparece “alrededor de 1712” y su nombre proviene de un episodio relatado en la Biblia. Onán, según la ley de Levirato, debía engendrar a la esposa de su hermano muerto convirtiéndose en tutor de sus propios hijos biológicos ya que el hermano seguía siendo el padre. Onán se opone a esta ley y derramó su semen fuera del cuerpo de la esposa. Dios lo castiga con la muerte. Como vemos no se trató de un acto masturbatorio. Sin embargo el término “onanismo” se impuso como denominación científica para definir una práctica considerada perversa.

El libro de John Marten tuvo un éxito inmediato. Se fueron reeditando sucesivas ediciones y su fama llega a Francia. Allí el médico Samuel A. D. Tissot en 1760 publica desde una perspectiva médica El onanismo. Disertación sobre las enfermedades producidas por la masturbación. El espíritu de John Marten que creó la enfermedad y fue el primero en vender una cura le permitió a Tissot llevar a la medicina positivista la necesidad de luchar contra una plaga mayor que cualquier otra enfermedad: la masturbación.

La tradición del siglo XVIII, que mezclaba medicina con pedagogía moral, propagó la versión del vicio solitario. Jean-Jacques Rousseau la condeno en sus Confesiones y en su obra pedagógica Emilio la considera una de las más grandes amenazas a la integridad moral del sujeto. Voltaire siguió su ejemplo. El invento de la nueva enfermedad además de los innumerables síntomas que ocasionaba y la condena moral de su práctica se convirtió en un adjetivo para señalar el exceso de imaginación, falta de seriedad y un alejamiento de la razón o de una conducta educada.

Como dice Thomas W. Laqueur: “Tres cosas convierte al sexo solitario en antinatural. Primero, no era motivado por un real objeto de deseo sino por la fantasía; la masturbación amenazaba con imponerse a la más proteica y potencialmente creativa de las facultades de la mente -la imaginación- y llevarla a un precipicio. Segundo, mientras cualquier otro tipo de sexo era social, la masturbación era privada o, cuando no se la practicaba a solas, era social de mala manera: sirvientes perversos la enseñaban a los niños; perversos niños mayores la enseñaban a los más pequeños e inocentes; muchachas y varones en las escuelas la enseñaban fuera de la supervisión de los adultos. Y tercero, a diferencia de otros apetitos, la urgencia por masturbarse no podía ser saciada ni moderada. Practicada a solas, guiada sólo por las creaciones de la propia mente, era una transgresión primitiva, inevitable, seductora, incluso adictiva y fácil. De pronto, cada hombre, mujer o niño parecía tener acceso a los ilimitados exceso de la gratificación que alguna vez fue privilegio de los emperadores romanos.”

En este sentido el combate contra la masturbación fue uno de los principales esfuerzos en la guerra librada por asegurar la correcta y medida privacidad de la naciente burguesía. Esta perspectiva se afianzó en la cultura victoriana. Su mundo erotizado era incontrolable ya que la vida privada debía mantener las apariencias que la burguesía capitalista, en su primera época, dictaba para la vida pública. Ambos mundos necesariamente tenían que coincidir. Para ello basaba su dominio sosteniendo una lógica que consistía en que los sujetos debían efectuar intentos de represión y autodisciplina de sus manifestaciones sexuales. Los códigos sociales de la cultura median la vida privada de los sujetos a costa de mantener en secreto el deseo sexual cuyas consecuencias sintomáticas Freud pudo dar cuenta en la clínica y los desarrollos teóricos del psicoanálisis.     

 

La contracultura de los `60 y `70

 

Recién a mediados del siglo XX podemos encontrar el primer estudio sistemático sobre la sexualidad que fue realizado por Alfred Kinsey. Basado en una investigación en la que participaron más de 12.000 personas sacó a la luz en términos científicos los hábitos sexuales de la población de EE. UU. Este estudio constituyó la base de la publicación de dos libros clásicos: Conducta sexual del hombre (1948) y Conducta sexual de la mujer (1953).

En los `60 Willian Master y Virginia Johnson iniciaron sus estudios controlados de laboratorio cerca de la respuesta sexual humana publicado en Respuesta sexual humana (1966).

En 1964 Robert Stoller utilizó por primera vez el concepto de género para estudiar el transexualismo y las perversiones sexuales desde la perspectiva del kleinismo y la psicología del self. Más tarde esta noción se fue generalizando en otros trabajos realizados desde diferentes perspectivas para afirmar que el sexo es siempre una construcción cultural sin relación directa con la diferencia biológica. De allí la idea de que cada sujeto puede cambiar de sexo según el género o el rol que se asigna a sí mismo.

En los `70 Shere Hite empezó a trabajar en el llamado “Informe Hite” sobre sexualidad femenina. Además demuestra que las emociones son ocultadas por los hombres producto de la cultura patriarcal.

Todos estos trabajos de investigación formaban parte del clima de los `60 y `70 que comenzó a formar una “contracultura” que se opuso a la cultura dominante. Este movimiento con características diferentes, si bien incluía a una minoría de la población, expresaba las ideas, fantasías y deseos de la época cuya significación produjeron transformaciones en la subjetividad. Los movimientos gay se organizaron para luchar por sus reivindicaciones en la búsqueda de una mayor libertad sexual. Los grupos feministas llevaron a una revolución en la modificación  del sometimiento de la mujer a una cultura patriarcal. La revolución sexual, impulsada por la píldora anticonceptiva, de venta autorizada a partir de 1960, permitía libertades donde la familia dejaba de ser el fin último de la pareja. Sin embargo el feminismo de la igualdad equiparaba la sexualidad femenina con la masculina ignorando cualquier diferencia en las mujeres. De esta manera la sexualidad seguía centrada en la genitalidad y en el mito del orgasmo vaginal como modelo de la salud sexual considerada como normal.

En los `80 comienza a producirse un avance en las luchas feministas al proponer la apropiación de la experiencia subjetiva de la mujer por fuera de la sexualidad heterosexual patriarcal. La sexualidad de la mujer comienza a considerarse distinta a la del hombre en la que el cuerpo femenino aparece erotizado en su totalidad. También los varones reivindican una sensualidad repartida en todo el cuerpo. Además aparecen reivindicaciones de identidad de género: hombre, mujer, transexual, transgénero, travesti, intersexual, queer que rompe el modelo binario masculino-femenino.

 

La vida privada se ha privatizado

 

La heterosexualidad como modelo hegemónico a partir de la cual la psiquiatría transformó la noción de pecado (homosexualidad, perversiones, etc.) por el de enfermedad ha perdido parte de su lógica en la cultura del capitalismo mundializado. Este se sostiene en una cultura basada en la ruptura del lazo social donde el individualismo negativo ha transformado el deseo sexual en una obligación que debe ser vendido según las leyes del mercado capitalista.

Como desarrollamos en otros artículos, la cultura genera un grado de confianza posible a partir de la seguridad que permite el soporte imaginario y simbólico para que en el colectivo social  se establezcan lazos libidinales. De esta manera se constituye en un espacio soporte de la emergencia de lo pulsional. Cuando se produce una fractura de este soporte imaginario y simbólico se crea la sensación de inseguridad, de miedo, de sentirse abandonado. Su resultado es la “angustia social” que aparece con una autonomía percibida como amenazadora, y no en un imaginario creado por la propia cultura. En ella los sectores de poder segregan tanto esta “angustia social” como la necesidad de producirla, para intentar dirigirla y manipularla.

En este sentido el mandato de la actualidad de nuestra cultura, a través de superyó, no convoca a gozar como nos quieren hacer creer. Por el contrario convoca a protegernos de la amenaza de desamparo que produce la misma cultura. Doble juego que lleva a un camino sin límite. Por ello la agresión efecto de la muerte como pulsión no es interiorizada como “conciencia moral” ya que todo está permitido en lo que denominamos “la búsqueda de la utopía de la felicidad privada”. La agresión se libera contra el yo y contra el otro pues la ética que sostiene nuestro ser es reemplazada por el tener y ofrecerse como un fetiche mercancía que adquiere la ilusión de protegernos de los infortunios de la vida. Es decir, de nuestra finitud.

Si, como vimos anteriormente, en la época victoriana la vida privada debía coincidir con lo que la cultura hegemónica dictaba para la vida pública, en la actualidad ocurre lo contrario. La vida privada se ha privatizado. Por lo tanto ésta es importante en la medida que pueda ofrecerse como una mercancía. Es en el espacio público donde tenemos que encontrar los valores de nuestra intimidad medidos según las leyes de la economía de mercado. De esta manera las relaciones humanas se miden como una mercancía y sus actividades se enuncian como un buen o mal negocio. Allí todo vale. Lo paradójico es que en este shopping en que se ha convertido la sociedad nadie vende nada. En este reality show el éxito es efímero. Los negocios donde se ofrecen afectos, emociones, ideas conocimientos, amistad y sueños no funcionan. Algunos cierran y se abren otros con nuevas vidrieras que se convierten en espejismos para negar una realidad donde predomina el desamparo y la soledad.

En este sentido nos encontramos en una época donde la sexualidad ha salido de los placares. De un secreto pasó a ser un preciado objeto de consumo transformándose en una sexualidad evanescente fácil de ser intercambiada en el mercado de las relaciones sociales. Allí podemos encontrar las diferentes manifestaciones de la sexualidad con nombre actuales y atractivos: gran-bang, petes, swingler, etc.

Sin embargo sus efectos en la subjetividad cuestionan la centralidad de los paradigmas iníciales en los que se construyó el psicoanálisis.                 

 

La perversión es el negativo del erotismo

 

En el momento actual nos encontramos con una cultura sexual diferente a la de otros momentos históricos. Todas las características de la heterosexualidad patriarcal han sido puesta en crisis. La pareja heterosexual no es la condición para la reproducción ya que se ha separado la reproducción de la sexualidad a través de la fecundación in vitro. Las mujeres no necesitan a los hombres para la crianza de los hijos a partir de su incorporación al mercado capitalista. Esto ha llevado al aumento de parejas sin hijos, el incremento de hogares monoparentales, la aceptación de mujeres que llevan adelante solas la maternidad, el aumento de parejas homosexuales con o sin hijos, el sexo virtual que elude el cuerpo del otro. Este proceso que ha afianzado mayores libertades individuales al romper prejuicios y tabúes de otras épocas ha traído nuevos problemas a resolver. Uno de ellos es que la sexualidad que propone la cultura se ha disociado de los afectos. Esta sexualidad evanescente ha dejado a la mujer y al hombre solos frente al otro ya que podemos tener encuentros sexuales pero no intersubjetivos. De allí que el predominio del individualismo negativo ha traído la falta de compromiso con el otro donde la dependencia afectiva es vivida como debilidad. El mundo actual nos exige actuar como si no necesitáramos de nadie y nos transforma en seres funcionales para la búsqueda de la ilusión de la felicidad privada. Su resultado es dejarnos cada vez más solos e insatisfechos al quedar atrapados por relaciones desubjetivadas donde se han perdido los parámetros del erotismo. La sexualidad al no tener la fuerza para la transgresión del erotismo al servicio de la vida queda domeñada por la perversión efecto de la muerte como pulsión. Es decir, una sexualidad que se expresa como renegación del corte y de la muerte. Una sexualidad que se le impone al sujeto como actos repetitivos. Una sexualidad sostenida en el sometimiento y la destrucción del otro. En definitiva, una sexualidad que produce un proceso de desestructuración subjetiva. En este sentido parafraseando a Freud podemos decir que la perversión es el negativo del erotismo.

El psicoanálisis rescata la sexualidad del dominio de lo instintivo para demostrar que toda sexualidad humana es desviada. Sin embargo Freud realiza sus desarrollos teóricos en un momento histórico determinado: una sociedad patriarcal, heterosexual y puritana como fue la Viena del siglo XIX. De allí que se ha abusado de conceptos como negación, escisión, pregenitalidad, fetichismo, al servicio de una sexualidad normalizadora.

De esta manera tener en cuanta una sexualidad plural nos lleva a revisar algunas cuestiones:

1º) La pérdida de centralidad de la diferencia sexual como determinante exclusivo de la identidad subjetiva del sujeto.

2º) La resolución del Complejo de Edipo como organizador de la normalización de la cultura debe ceder a una resolución dinámica propia de la anormalidad que nos hace humanos. Su protagonismo tiene que dar cuenta de procesos más tempranos ligados a ese vacío que nos constituye en tanto seres finitos.

3º) La actualidad del campo de lo sexual se ha abierto a formas que no pueden seguir siendo calificadas de patológicas. De allí la necesidad de diferenciar claramente el erotismo de la perversión. No es en relación a una norma lo que determina lo propio de las perversiones, sino una sexualidad al servicio de la muerte como pulsión. Su contrario son las variaciones de la sexualidad humana al servicio del Eros, de la vida.                 

Para finalizar vamos a transcribir un fragmento de un texto de Margarite Duras:

“Hasta esa noche usted no había entendido cómo se podía ignorar lo que ven los ojos, lo que tocan las manos, lo que toca el cuerpo. Descubre esa ignorancia.

Usted dice: No veo nada.

Ella responde. Duerme.

Usted la despierta. Le pregunta si es una prostituta. Con una señal de que no.

Le pregunto por qué ha aceptado el contrato de las noches pagas.

Ella responde con una voz aún adormecida, casi inaudible: Porque en cuanto me habló vi que le invadía el mal de la muerte. Durante los primeros días no supe nombrar ese mal. Luego, más tarde pude hacerlo.

Le pide que repita otra vez esas palabras: el mal de la muerte.

Le pregunta cómo lo sabe. Dice que se sabe sin saber cómo se sabe.

Usted le pregunta: ¿En qué el mal de la muerte es mortal?

Ella responde: En que el que lo padece no sabe que es portador de ella, de la muerte. También en que estaría muerto sin vida previa al que morir, sin conocimiento alguno de morir a vida alguna.”

 

*Se pueden consultar los siguientes artículos editoriales del autor en www.topia.com.ar:

“El Eros o el deseo de la voluntad”, Topía Nº 42, noviembre de 2004; “La sexualidad plural (la sexualidad humana es desviada)”, Topía Nº 44, agosto de 2005; “Tiempo libre para comprar (el consumidor consumido por la mercancía), Topía Nº 54, noviembre de 2008; “La salud es soporte de la anormalidad que nos hace humanos”, Topía Nº 55, abril de 2009.

 

Bibliografía

 

Duras, Marguerite, El hombre sentado en el pasillo y el mal de la muerte, Ediciones Página/12, La Sonrisa Vertical, Buenos Aires, 2000.

Foucault, Michel, Microfísica del poder, ediciones de La Piqueta, España, 1974.

Laqueur, Thomas,W., Sexo solitario. Una historia cultural de la masturbación, Editorial F.C.E., Buenos Aires, 2009.

Muchembled, Robert, El orgasmo en occidente. Una historia del placer desde el siglo XVI a nuestros días, editorial F.C.E., Buenos Aires, 2008.  

Roudinesco, Élisabeth,  Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos, Editorial Anagrama, Argentina, 2009.

Sennett, Richard, Narcisismo y cultura moderna, editorial Kairós, Barcelona, 1977.

 

 

Articulo publicado en
Agosto / 2009

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