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UN TAL DON JUAN LEDESMA

 

Un tal Don Juan Ledesma                                                              Silvia Sajaroff   

     

Bajaba lentamente la colina con un bastón hecho de rama de algún árbol duro de la zona, meticulosamente tallado con el facón del abuelo, ese blasón indiscutido de la familia Ledesma.

Eran las seis y pico de la tarde. Esa hora en la que el sol apenas lame la superficie de los sembrados. La misma hora en que los girasoles rotan sus frágiles e imponentes cabezas hacia la tierra.

Don Juan Ledesma –que de él se trata la historia- pisaba firme el patio de tréboles y hortigas de la granja.

Ese en el cuál se ocultaban, con magistral sabiduría de camaleón, cientos de insectos rastreros y voladores. Y cuando digo que pisaba firme debo aclarar que lo hacía con la firmeza de un viejo rengo y casi ,casi sabio.

Don Juan dejó el bastón sobre la silla del patio. Estaba solo. Se sentó en la mecedora de mimbre y no tardó en quedarse profundamente dormido. Parece que los difusos e infalibles fantasmas pobladores de su inconsciente le jugaron una difícil pasada en el sueño porque al despertar, en un súbito salto, se incorporó y restregó sus ojos como queriendo limpiar vaya a saber qué rastro, qué huella en su mirada. Así como uno hace cuando algo de lo siniestro se cuela entre las pestañas, sin pedir permiso. Y nos abre los ojos sin compasión…

Don Juan tomó el bastón nuevamente y caminó hacia el tala del patio. Se detuvo al tiempo de un breve síncope en sus latidos.

“Fue como una visión ese sueño raro que tuve” , se decía a sí mismo, entredientes, inherte ante el frondoso árbol ahora extrañamente deshabitado de trinos.

Fue como una visión premonitoria su sueño: ni un solo pájaro había quedado en sus nido, sobre sus poéticamente ensortijadas ramas. El horror del vacío…Esos nidos pequeños y desordenados, ahora anidando sólo algunas plumas perdidas antes de levantar vuelo.

Don Juan Ledesma, que era hombre rudo y duro para aflojar, sintió deslizar por su frente un sudor gélido, espectral, mientras una laguna de lágrimas hacía tope sobre la comisura de sus labios secos y arrugados. Lloraba…En silencio…

“¿Dónde carajo se habrá ido estos bichos? ¿Será que no lo he estado soñando?¿Será que eso que yo creí que era un sueño era no más la realidad, y yo , de veras, lo estaba viendo todo?” . Ante la duda, se persignó varias veces.

Una y otra vez siguió formulándose las mismas preguntas. Una y otra vez, durante eternos segundos, se enjugó disfrazadamente las lágrimas, haciéndole trampa a sus sentimientos. Caminando de un lado a otro ,investigando una y otra vez los nidos más accesibles a la vista.

Hasta que, de pronto, un sonido opaco, metálico, sincopado, irrumpió en el sepulcral silencio del patio.

Un ave gigante, metálica, color plata, surcó el espacio provocando la emocionada sorpresa de Juan. La avioneta que había contratado el nuevo vecino, el Gringo Zafias, surcaba fugazmente el pedazo de cielo que recortaba el perímetro de la granja inundando el espacio de un pesado y plomizo olor a plaguicida.

Tras él, en abanico rojo, como un enorme islote grana en el cielo casi anochado, iban los pájaros. Sus pájaros, esos que un día, hace muchos días, dejó libres –por convicción e ideología-y a los que tuvo para siempre como libres habitantes de su tala (¿por instinto y sentido de protección?).Ellos, en ordenado y casi coreográfico vuelo, decoraban con magistral creatividad de formas y sonidos los bordes de las alas del gran pájaro de metal.

A Juan le volvió el alma al cuerpo, como dicen los paisanos. Y mucho más aún cuando lentamente, al igual que sus pasos cansinos, uno a uno, prolija y mansamente, los pájaros volvieron a tomar posesión de sus nidos.

Pasó la noche….Y llegó la luz del alba. Y nuevamente el canto de los pechitos rojos inundó el patio húmedo aún de rocío, perfumado a fuerza de tanta rosa y malvón atrincherado sobre las paredes.

Juan se sentó en la mecedora, con su mate en la mano. Silenciosamente, sin que nadie se escandalice ante las visiones o las músicas, sin que nada se paralice o acelere ante el paso del tiempo, Juan volvió a sentirse seguro en su paisaje.

“Se van y vuelven…Se van a ir de nuevo”, pensó mientras tomaba otro trago de amargo”. “Y bueno, esto es la vida…Yo, por lo pronto, voy a estar acá con mi bastón , preparado. No sea cosa que haya que andar más territorio para encontrarnos y tenga tantito que caminar”.

Hacía calor. Un potus amarillento colgaba del viejo macetero de barro. Los sapos se miraban al saltar el aljibe. El avión de Zafías surcaba por enésima vez el cielo.

Y Don Juan, serenamente, tan sereno como el que labra la tierra y observa la semilla transformarse en fruto o mira mansamente cómo se metamorfosean las crisálidas, así de sencillo y simple, ese día, se sintió simple, sencillamente, feliz….

 

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Articulo publicado en
Septiembre / 2009