Recuerdo: Era por el año 1909. La República iba a festejar – con estado de sitio – el centenario de su emancipación.
Poco antes, Simón Radowisky, un muchacho candoroso, creyendo muy fácil resolver los conflictos entre el trabajo y el capital, hizo que el Coronel Ramón Falcón, el jefe de Policía, pegara un brinco tan grande que no paró hasta el otro mundo.
Poco antes de esto, un 1º. De Mayo, el coronel Ramón Falcón, sonriendo al ver la Avenida de Mayo teñida de sangre obrera, había dicho: “Yo les voy a dar tener ideas de gringos”.
Poco antes, la policía puso un petardo en el teatro Colón, y la burguesía, espantada, exasperándose contra los anarquistas, forzosamente extranjeros - ¿Cómo un crioyo iba a osar tener ideas de redención proletaria? – promulgó la Ley de Defensa Social. Esto ocurría en 1909. Ya en 1902 se había promulgado la Ley de Residencia... ¡Chau, hermosa Constitución del 53 y tu generoso Preámbulo!
Poco antes, jóvenes al parecer patriotas, cantando el Himno Nacional, habían quemado bibliotecas, destruido imprentas y sindicatos. Poco antes, la penitenciaría y la cárcel de Ushuaia se llenaron de presos.
Y poco antes también, un tal José Figueroa Alcorta, doctor cordobés a quien los caricaturistas - ¡Oh, Cao!- pintaban en forma de liebre por su escurridizo coraje cuando la revuelta radical de 4 de febrero, viéndose Poder Ejecutivo, no pudo dejar de ser violento como cabe a todo medroso armado. Se sintió bebé de Cronwell: hizo sacar a empujones con los bomberos a senadores y diputados que no le eran adictos totalmente. Cerró el Congreso. La protesta la escribió Joaquín V. González, un místico.
Todo esto por el año 1909, cuando la patria iba recordando el centenario de su independencia y hacía correr ríos de multitud: ¡Libertá! ¡Libertá! ¡Libertá!
¿Cómo no íbamos a tener la cabeza caliente los estudiantes de entonces?
Todos teníamos la cabeza caliente.
Y cantábamos para que se nos despejara.
Unos, cantando el himno y respaldados por piquetes de “cosacos” del escuadrón de seguridad, entonces elegidos entre los hombres más grandes -1.80 m. como mínimo – y más brutos- gorilas por lo menos, cantando el Himno Nacional se dedicaban a cazar “rusos” barbados, supuestos terribles revolucionarios y, en realidad, insignificantes bolicheros judíos.
Otros, cantando la Internacional o “Hijos del Pueblo”, en voz baja, casi in mente, porque éramos una minoría pavorosa, nos calentábamos más la cabeza leyendo a autores barbados: Marx y Engels, Bakounin y Kropotkine, alemanes y rusos auténticos.
Sin olvidar a Francisco Ferrer, ni a Anselmo Lorenzo, ni a Pablo Iglesias, ni a Pietro Gori, ni a Enrico Malatesta, ni a Paul Laforgue, ni a Eliseo Reclus...
Ni a dos crioyos: Juan B. Justo y Alberto Guiraldo.
El uno en “La Vanguardia”, el otro en “La Protesta”, y en “Ideas y Figuras”.
¡Pucha que escribía fuerte aquel rehecho Juan B. Justo!
¡Y pucha que escribía versos encandiladores aquel Alberto Ghiraldo de bigotazos rubios apuntando al cielo!
¡Y pucha que también hablaba lindo aquel otro mostacholi de chambergo y melena, que se llamaba Alfredo L. Palacios!
Por aquellos días, para ser revolucionario era preciso poseer pelos. Pelo en pecho para afrontar la brutalidad de los policías de entonces – casi tan brutos como los de ahora, del año en que esto escribo – y pelo en la cara y en la cabeza.
Todos éramos románticos entonces. Creíamos en el “gesto”. Proclamábamos el “gesto”. Ignorábamos que podía existir la clandestinidad. (Aún no había bolcheviques para nosotros, aunque Lenin ya andaba por esos mundos).
Melenas, chambergos, corbatas voladoras, bigotes, gritos, ¡y a la calle!, a chillar:¡Viva el socialismo! O ¡Viva el anarquismo! Negro y rojo.
Tiempos en que los artículos detonaban como bombas de dinamita, y en que a algún recién nacido se le recibía con este nombre: “Libertario”, o este otro: “Giordano Bruno”. (Todavía conservo una amiga contemporánea que hoy es la señora “Nitro”, pero entonces ostentaba el furibundo nombre de “Nitroglicerina” ¡Y se lo envidiábamos!...)
Todo esto lo he recordado para hablar de ti, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, para evocarte a ti; Biblioteca Obrera de la calle México 2070.
Para recordar tus libros de la Biblioteca Blanca- Sempere -, de la Biblioteca Amarilla- Granda - o de la Biblioteca Universal que ponían al alcance de nuestra sed de saber y de nuestra hambre de justicia, nombres convincentes de la ciencia, de la filosofía y del arte.
Por ti, nuestro fue Nietzsche; y nuestro Shopenhauer; y nuestro Darwin; y nuestro Flamarión.
Tú, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, pusiste a la altura de mi ensueño toda la poética de las antologías de la Casa Maucci.
Y pusiste los libros de Bertani, el editor ácrata de Montevideo, par de Fueyo, el editor ácrata de Buenos Aires.
Por ti, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, bebí luna con Herrera y Reissig; masqué dolor humano con Barret, Almafuerte y Florencio Sánchez, me hice la ilusión de que la ciencia, ¡la Ciencia!, así, en abstracto, era accesible a mi adolescencia de estudiante recién bachillerizado: podía leer a José Ingenieros, y no aburrirme con él como me aburría con Hegel o con Kant.
Pero tus autores no son lo que más te agradezco, lejana, muy lejana, ¿demasiado lejana?, Biblioteca Obrera de la calle México 2070. Te agradezco infinitamente algo que ha desaparecido. Te agradezco los hombres que en ti conociera, te agradezco el aire cargado de ideas que en ti respirara, cargado de ideas generosas, de proyectos de redención, de felicidad, de ilusiones. Te agradezco el valor que me infundiste.
De ti, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, salieron héroes y mártires para todas las huelgas y todos los mitines. ¡Y qué mitines, qué huelgas aquellos! tal vez no fueron más bravos que los de hoy, pero como entonces nos precedía la bandera roja, la sangre flotaba en el viento antes de correr por el empedrado de la calle.
Recuerdo tu local, Biblioteca Obrera de la calle México 2070: era pequeño, sólo tenía una mesa larga, la luz no corría el peligro de encandilarnos, pero no necesitaba calefacción tu local. Allí hervían las cabezas de jóvenes obreros y estudiantes, inclinadas sobre tus libros baratos; allí llameaban los corazones libres de una generación todavía romántica.
¿Para qué rememorar nombres? ¡Tantos han muerto! Peor aún:!Tantos se han traicionado a sí mismos al renegar de su romanticismo juvenil, que es toda la verdad, que es la única verdad de la vida!
Hoy, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, eres una pieza de conventillo.
A nadie se le ocurriría convertir tu casa en monumento nacional.
El día menos pensado te derrumban.
¿Pero podrán derrumbar el laboratorio de futuro que nosotros, tus lectores juveniles, hemos erguido al trasmitir a las generaciones que nos sucedieron, las ideas magníficamente románticas que bebimos en tus libros baratos, Biblioteca Obrera de la calle México 2070?
¡Eres inmortal, Biblioteca Obrera de la calle México 2070!
La Pirámide de la plaza Mayo, el Cabildo, la Casa de Tucumán, monumentos nacionales, pueden ser abolidos por una posible bomba atómica.
Tú, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, monumento internacional que cualquier día caes a los golpes de unos cuantos picos; no te derrumbarás nunca. Vivirás con los hijos de los hijos de nuestros hijos, y nos sobrevivirás a todos.
Células de aquel aire tuyo, hirviente, formado como átomos de ansiosos cerebros y partículas de corazones ensoñativos, se irán perpetuando en los cerebros ansiosos y los ensoñativos corazones juveniles de hoy, de mañana, de pasado mañana...
Serás un monumento invisible y verdadero, Biblioteca Obrera de la calle México 2070.
Y un monumento internacional.
De ti me separa una vida, y te veo aquí a mi lado, inmediata, presente. Tú nutriste de ensueños mi pasión juvenil, Biblioteca Obrera de la calle México 20 70.
Y en mí, presente, inmediata, vivirás en tanto yo posea ensueños, Biblioteca Obrera de la calle México 2070.
De: Un muchacho de ayer – libro inédito de Alvaro Yunque (1960).
Este texto nos fue cedido por la Sra. Alba Gandolfi, hija del prolífico escritor argentino Alvaro Yunque (1889-1982). Para conocer más de él www.alvaroyunque.com.ar