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Amanda

 

Miguel Matrajt es un psicoanalista argentino que se formó en la Asociación Psicoanalítica Argentina. Fue integrante de Plataforma y renunció a la APA en noviembre de 1971. También fue Secretario General de la Federación Argentina de Psiquiatras. Tuvo que exiliarse en México donde fue Director fundador de la revista Subjetividad y Cultura. Además de su tarea clínica, se especializó en cuestiones sobre la Salud Mental y el Trabajo. Entre sus libros se destacan Salud mental y trabajo (1986) y La salud mental pública (1992).

La narrativa de las dolencias sonaba como a un jardín elegante que pretendiera disfrazar un cercano bosque indomable. Palabras sin sentimientos son sólo carne de silencio… Pero los psicoanalistas también escuchamos con nuestro cuerpo

Año 1997. Amanda pide cita para psicoanálisis. Le dice a mi secretaria, sin que nadie se lo preguntase, que una amiga le había dado mi teléfono. Acude puntualmente. Es, como yo, argentina de origen. Ninguno de los dos podríamos disimularlo. De maneras lánguidas, aunque todavía no perversas, ostenta una armadura defensiva que evidentemente no se cuece al primer hervor. Como siempre sucede en una primera entrevista, trae un discurso muy preparado, sin fe de erratas. Su aspecto evoca un disfraz solemne de madurez, que oculta su desvalimiento. Contrastando con la presentación mentalmente ensayada, se advierte un paisaje nocturno que, partiendo de sus párpados, remonta hacia un infinito viaje a un abismo interior. Comienza diciendo que tiene 29 años de edad, que había terminado su carrera de bioquímica cinco años antes, que nunca trabajó en su profesión, y que había decidido venir a México hacía ocho meses con el objeto de hacer acá una maestría y doctorado, pero que no había buscado suficientemente esa opción. No necesita beca ni trabajo porque dispone de recursos financieros propios. Mientras transcurre la sesión su mirada pasa de estar fija en la nada a perderse en una lejanía más profunda. Solicita psicoanalizarse conmigo porque tiene síntomas de ansiedad, frecuentes depresiones de breve duración y poca intensidad, acompañadas de trastornos de sueño y alimentación. En Argentina se sentía observada por todo el mundo, particularmente por los desconocidos con los que se cruzaba por la calle o con los que compartía algún espacio público. Se extiende en referencias y pormenores. Indudablemente, investía los objetos banales con un significado turbador, como si hubiese un tumor maligno en su imaginación. En México ese síntoma paranoide disminuye de manera radical. Lúcidamente señala que desde hace un tiempo está confundida desde el punto de vista existencial, no encontrando un sentido a su vida. Siento que en eso me dice la verdad, que para ella vivir es un infinitivo insuficiente para lo que ocurre en su mundo interno. Su discurso, evidentemente preparado, es racional y coherente, pero desprovisto de emoción. Aclara que actualmente no tiene pareja, aunque tuvo tres compañeros importantes a lo largo de su vida, con los que estableció una relación fuerte y estable. La primera media hora de esta sesión la dedica casi por completo a una descripción minuciosa de sus síntomas. El aire se me hacía monótono. La narrativa de las dolencias sonaba como a un jardín elegante que pretendiera disfrazar un cercano bosque indomable. Palabras sin sentimientos son sólo carne de silencio. Un barroco desapasionado. Pero los psicoanalistas también escuchamos con nuestro cuerpo.

Desde el momento que entró a mi consultorio tuve una creciente sensación de que ocultaba algo fundamental. El reporte de síntomas constituiría una suerte de cortina de humo que la defiende, pero sabe que debe disipar. Desde que la vi yo había empezado a sentir nauseas, como las que me acontecen cuando percibo una amenaza vaga e imprecisa. Le señalo que da la impresión de estar encubriendo algo muy importante que le preocupa. Amanda se relaja mesuradamente, y en su rostro se dibuja un gesto como de que estaba buscando un resquicio de mayor conexión conmigo para decirlo. Su austeridad expresiva va dejando lugar a una mueca plañidera y llena de compasión por sí misma. Empieza con un preámbulo: espera que lo que me va a decir no sea un obstáculo para su psicoanálisis. Pero lo dirá, porque ya no puede identificar tranquilidad con silencio. Inmediatamente va al grano: su padre, fallecido de un infarto doce años atrás, había sido general del ejército argentino durante la época de la dictadura militar que asoló al país desde 1976 hasta finales de 1983. Esta dictadura cometió todo tipo de atrocidades, no omitió ninguna forma de crimen de lesa humanidad, dejando una secuela de treinta mil muertos. Yo soy un exilado político, que debió huir de esa dictadura, junto con mi esposa e hijos, en agosto de 1976. En otras palabras, que ella no pronuncia por ser obvias, su padre había sido uno de mis enemigos. Y, de haberme encontrado en Argentina, yo no estaría vivo. Sus siguientes frases describen en forma sucinta pero muy elocuente, las acciones más inocultables de su padre. Fue designado como director de una importante dependencia pública. Su misión era reprimir al sindicato correspondiente, así como torturar y asesinar a sus principales activistas. A cambio, tenía luz verde para robar los fondos. El padre no necesitaba de premios para sus atrocidades, ya que estaba ideológicamente consustanciado con esa política de las fuerzas armadas. Pero, aunque tenía una posición económica muy desahogada, no desestimó la posibilidad de enriquecimiento ilícito. La familia adquirió una gran fortuna, y su estatus económico cambió radicalmente. Desde entonces vivieron muy lujosamente. Si bien Amanda era una niña de nueve años cuando comenzaron la dictadura y la actividad criminal de su padre, de esas actividades corruptas provenían los recursos para su vida suntuosa, incluyendo su estancia en México y los costos de los posgrados programados. Fue esa infancia una época imprecisa pero acuciante de su historia que persistía neciamente en su pretericidad. Los minutos que faltaban para concluir la sesión la paciente los utilizó para proporcionar, pendularmente, detalles de los delitos de su progenitor y racionalizaciones para justificarlo y justificarse. Procura convencerme para convencerse.

El relato de la paciente hace desaparecer inmediatamente mis nauseas, pero me deja mudo, electrizado, abrumado y paralizado. Me arroja a un hondo socavón. Sólo atino a darme cuenta que en ese momento nada debía decidir, ni siquiera decir, que necesitaba un espacio y un tiempo para mi introspección psicoanalítica. Sólo convenimos una nueva cita, para tres días después. Quedó claro que, dadas las circunstancias, ambos iríamos viendo la pertinencia de un análisis conmigo. Un universo de significaciones se escondía en cualquiera de las dos posibilidades.

La noche de esa primera entrevista yo no podía dormir. Pasaban por mi cabeza los escritos de Franz Fanon, un autor que mucho admiro, así como los de Jean-Paul Sartre, ambos en relación a la ética y la práctica psi

La noche de esa primera entrevista yo no podía dormir. Pasaban por mi cabeza los escritos de Franz Fanon, un autor que mucho admiro, así como los de Jean-Paul Sartre, ambos en relación a la ética y la práctica psi. Se entremezclaban con un torbellino de artículos y denuncias acerca de la concupiscencia o la franca complicidad de psicólogos y psicoanalistas con dictaduras, torturadores y tareas sucias gubernamentales en todas las latitudes del planeta. No podía menos que recordar los artículos y libros publicados por el Grupo Plataforma, del cual yo soy uno de los fundadores, en relación a la ideología y el psicoanálisis. El padre de Amanda no sólo era un delincuente de la peor calaña. La dictadura de la cual formaba parte no sólo había hecho mucho daño al que era mi país y mi pueblo, sino también me había dañado personalmente. Ese régimen militar había asesinado a muchos de mis amigos y compañeros. ¿Ese general había participado directamente en alguno de esos homicidios? Uno de mis hermanos, ya estando yo en México, fue secuestrado y obligado a llamarme telefónicamente para transmitir una amenaza: me debía alejar de toda actividad con los grupos de exilados y me prohibían comunicarme de cualquier forma con mi familia, salvo mi madre. Caso contrario los iban a asesinar a todos. ¿El padre de Amanda tuvo algo que ver en forma directa? Yo perdí una propiedad y una cantidad de objetos personales que tenía en Argentina. ¿Los lujos de Amanda y su familia provenían de mi propio patrimonio? ¿Los honorarios que mi paciente me iba a pagar tenían su origen directo en lo que me habían robado? Por supuesto no había respuesta posible para estos interrogantes, aunque yo intuía que había un secreto reprimido en su elección de mi persona como psicoanalista. Amanda era una niña por la época de la dictadura, y por consiguiente no tenía información detallada de las actividades de su padre. De cualquier forma, castigar a una persona por los crímenes cometidos por su progenitor se oponía radicalmente a uno de los principios básicos de mi sentido de la justicia. Todavía al comienzo de mi formación psicoanalítica aprendí que la contratransferencia se analiza, no se actúa. Súbitamente me percaté que en las intermitencias de mi meditación, me estaba internando en un torbellino de emociones, recuerdos y consideraciones ideológicas y superyoicas, relegando a un segundo plano el pensamiento psicoanalítico. Ni bien retomé la reflexión del problema desde la especificidad teórica, aparecieron interrogantes y abordajes totalmente diferentes. Me encontraba en un dilema. Presuponer que yo podría controlar mis reacciones contratransferenciales hubiese sido un gesto de omnipotencia. Rechazarla aduciendo obstáculos técnicos hubiese sido vivenciado por ella como un acto de venganza, abonando su racionalización defensiva que todos somos inmorales. Entonces me relajé y me dormí.

En la segunda sesión comencé directamente con una interpretación: “Ud. no ha venido a psicoanalizarse, sino a obtener el perdón para Ud. y para su padre.” Amanda contrae bruscamente su cuerpo como si la hubiese picado una víbora. Asume una posición casi acuclillada, azorada. Su semblante se transfigura en una imagen dibujada sobre el desamparo. Las manos ocultan su rostro, como un velo de largos dedos, uñas doradas y anillos suntuosos. Su cabeza se puebla de pensamientos amotinados, de flores envenenadas entrelazadas con joyas preciosas. Sale del mutismo en unos minutos, al principio sus labios murmurantes procuraban repudiar mi interpretación, conjurarla, exorcizarla. Paulatinamente surgen, a borbotones, asociaciones y recuerdos, rechazos, negaciones e intentos de rebatir mis intervenciones, alternando desordenadamente con descubrimientos e insights, gritos, sollozos, imprecaciones e insultos. Ese clima de descompensación perdura durante ésa y las cuatro sesiones subsiguientes. La paciente me atribuía, inconscientemente, el papel de representante de todas las víctimas. Una suerte de usted numeroso. Sabía tan bien como yo que nadie me había designado como representante de nada, pero en su esquema mental ella debía tener un solo interlocutor, concreción material imaginaria de todas las víctimas directas e indirectas, vivas o muertas. Aunque fuera éste un justiciero, un adversario, un acusador o un vengador implacable, pero ella necesitaba una única escucha para exponer sus culpas y sus desahogos defensivos. Ya estaba harta de hablar con el cadáver de su padre. Le señalo que además de atribuirme una representatividad de la que yo carecía por completo, me estaba también otorgando un enorme poder de venganza e impunidad: de aceptarla como paciente tendría yo una infinidad de armas para hacerle daño. En cualquiera de las dos opciones, perdonándola o agrediéndola, ella sentía que podría expiar las culpas que la atormentaban. De hecho, en su formación religiosa, ésas eran las únicas formas de superar un pecado.

En esas cuatro sesiones se destapan una serie de motivaciones y fantasías. No se fue de Argentina porque deseaba hacer un posgrado, sino porque se sentía rodeada de víctimas desconocidas, y en sus convicciones delirantes tenía la certeza que en cualquier momento le reclamarían los crímenes del padre y el usufructo que ella tenía de los bienes mal habidos. Los observaba con ojos que destilaban un puñal de vidrio en su mirada rencorosa. En otro país los habitantes con los que alternaba, en tanto no fuesen argentinos, no podían ser sus víctimas. Las víctimas, en su imaginación, dejaron de ser mártires para ir deviniendo en enemigos que, ante la imposibilidad de aniquilarlos, repararlos o aplacarlos, había que obtener su perdón. Efectivamente Amanda padecía de un núcleo psicótico, cuya estructura básica era la ambivalencia en relación con los perjudicados por los delitos de su padre y por el usufructo acrítico que ella tenía del dinero. La paciente disociaba su parte autocrítica. Cuando la mantenía interiorizada aparecía como culpa y depresión. Cuando la proyectaba a las supuestas víctimas que la perseguían, asumía la forma de una convicción paranoide.

Por otro lado su progenitor había sido muy bueno, solícito y apoyador con ella. “Cuando me olvido de lo que fue mi papá como general, aparece un recuerdo muy tierno, enmarcado en la venerable aureola de las canas. Conmigo fue un excelente padre. Cariñoso. Comprensivo. Bondadoso. Noble”. Le interpreto que no me ve como ninguno de los dos padres, ni como el general que había pontificado los sacramentos del mal, ni como el papá tierno que la arrullaba. Le subrayo que en ese momento su relato no tiene como objetivo contarme algo, sino usa las palabras como una cosa concreta. Más exactamente, las utiliza para forzarme a ser el que otorga el perdón o el que toma venganza.

Creo importante abordar con ella algunos interrogantes. El primero era por qué había elegido México. Le señalo que esa elección para un posgrado es una forma de simular ser ahora la perseguida, la exiliada, como entonces lo fueron sus perseguidores imaginarios actuales. Es una forma de aplacarlos, de fingir que la situación había devenido simétrica invertida en relación a la época de la dictadura. Fabricar, fabricarse, una imagen de desmantelamiento, desaseo y lobreguez. Recuerda que su papá, sus camaradas y amigos, trenzados en la ausencia absoluta de su propia connotación histórica, odiaban a México, porque era el país que daba protección a los perseguidos políticos, no sólo de Argentina sino del resto de América. Y que imaginaban mil formas de extender sus tentáculos sangrientos. Admite que en su cosmovisión no hay perdón sin sufrimiento. Por consiguiente, con esta elección, como con muchas otras acciones, procuraba inventar ser víctima de una ley del talión en tanto recorriese los mismos caminos y sufriera las mismas penurias que las otrora víctimas. Su vida debía hacerse melancolía antes de ser luz.

La segunda pregunta se centraba en la elección de mi persona como psicoanalista. Yo tenía la intuición que Amanda ocultaba algo. Un acto fallido abona esa vivencia. Había un departamento en Buenos Aires que fue su primera vivienda propia. Se refería frecuentemente a ese lugar por el nombre de la calle. En una ocasión “se equivoca” y nombra otra calle: aquélla en la que yo vivía en Buenos Aires. Dato que supuestamente no conoce, pero que es más que un recuerdo olvidado, es la constancia de alguna atrocidad. No le doy ninguna información. Cuando le pido que asocie con el nombre de esta calle, aparece una casi imperceptible contracción muscular, como si se preparase para defenderse. Se rehúsa a hablar del tema. Lo descalifica porque dice que carece de importancia.

El tercer interrogante lo había empezado a plantear en mi primera interpretación. En el curso de esas cuatro sesiones lo amplío. Amanda me proyecta un rol de representante y defensor de todas las víctimas. Por ende, fiscal, juez y verdugo al mismo tiempo. Desde la pragmática, me refiero a la lingüística iniciada por Austin, lo que ella espera es un “acto de palabra”, que le otorgue el perdón. Se presenta, falsamente, como una menesterosa moral solicitando la compasión de algunas monedas verbales. Caso contrario, de tomarla como paciente para ejercer una venganza, yo me transformaría en alguien éticamente indistinguible de su padre y de ella misma. Obviamente es un invento perverso para eclipsar las atrocidades. Maquiavelismo inconsciente siniestro.

A la sexta sesión, que será la última, concurre más serenamente. Había recuperado su paraguas lógico para recorrer calles bien alumbradas. Dice que no puede soportar la vivencia de estar enjuiciada, y que eso le impide trabajar psicoanalíticamente. Reconoce que le tendí una mano, pero ella no sabe qué hacer con esa ofrenda, que vive como un regalo del diablo. Será mejor buscar un psicoanalista a quien ella no relacione con la política y poder escapar de esa lucidez atroz e indeseada. Acordamos la interrupción, visualizada por ambos como el necesario corolario de esas sesiones, dejando claro que era una decisión de ella para resguardar su tratamiento.

El proceso de transferencia-contratransferencia está teñido por la aproximación teórica de cada uno de los múltiples desarrollos psicoanalíticos que han existido

Veamos algunas reflexiones teóricas. Desde que Freud descubre la transferencia, y, posteriormente enuncia su concepto de “transferencias recíprocas,” ha pasado mucha tinta bajo el puente. Y tinta de muchos colores, en tanto el proceso de transferencia-contratransferencia está teñido por la aproximación teórica de cada uno de los múltiples desarrollos psicoanalíticos que han existido. El conjunto que denomino arbitrariamente psicoanálisis convencional postula un modelo epistemológico y metapsicológico de un proceso único de evolución psíquica sana y patológica, basado en la ontología platoniana de un ser en la falta o carencia y un ser en la repetición. Este paradigma psicoanalítico está caracterizado por la contradicción básica entre una o dos pulsiones, un punto de fijación infantil, un sistema defensivo y la regresión. Es un modelo centrado y encerrado en la evolución precoz, familiar, a-histórica y a-social, cuya consecuencia es una subjetividad constituida y anclada en algún momento arcaico de la evolución.

Entender la subjetividad como subjetivaciones, entrelazadas con la estructura y el control social, la cultura, la educación, los medios masivos

Personalmente adhiero, con reservas y modificaciones, a la posición de G. Deleuze y F. Guattari. Estos autores proponen una ontología sociohistóricamente producida y apoyada en los devenires y los procesos, un concepto de deseo ligado a la búsqueda de lo nuevo y liberado de las nociones biológicas y las supuestas carencias universales, un inconsciente donde coexista lo reprimido y las potencialidades vitales, con apertura a nuevas estructuraciones y con capacidad para reestructurarse, una modelización que integre las evoluciones del inconsciente, en constante reestructuración, con las transformaciones del entorno social. O sea, entender la subjetividad como subjetivaciones, entrelazadas con la estructura y el control social, la cultura, la educación, los medios masivos. Una subjetividad que durante su constante evolución estructure, desestructure y reestructure el inconsciente, produciendo subjetivaciones individuales y colectivas. Una evolución subjetiva que no requiera someter todo a la supremacía del significante y la simbolización, reemplazando el concepto de subjetividad por el de subjetivaciones. Entendemos que las carencias, así como los deseos para satisfacerlas, están socialmente producidas. La subjetividad o, más precisamente las subjetivaciones, se nutre de elementos cognitivos, pero también afectivos, corporales, míticos y rituales. Cada sujeto elabora su propia aprehensión del mundo, su construcción de un espacio existencial a nivel del cuerpo, del Yo, de su relación con su entorno. Hay diferentes componentes de la subjetivación, coexistiendo unos con otros sin suponer una jerarquización. Así, encontramos aspectos cognitivos, significantes, que denotan diferentes niveles de simbolización, que expresan representaciones y sistemas de sentido. Pero al mismo tiempo encontramos otras formas de relacionarse con el mundo y que juegan un papel fundamental en la constitución psíquica. Cuando menos el cuerpo, el juego, la acción y el arte. Las ideas que contienen no preexisten y son reprimidas para surgir luego como fenómenos corporales, lúdicos o artísticos. Todos juegan un papel capital en muchos procesos de subjetivación, y elaboran, en forma a-significante, ciertas facetas de la relación con la alteridad. Coexisten con el mundo de la significación. La lengua es sólo un medio, entre otros, de transmitir información. En Amanda no podemos atribuir su patología a una carencia o falta universal ni a la novela familiar arcaica, sino a los devenires y consecuencias de un proceso sociopolítico que remodeló la relación familiar y por ende modificó radicalmente su inconsciente y sus relaciones con el mundo.

La subjetividad o, más precisamente las subjetivaciones, se nutre de elementos cognitivos, pero también afectivos, corporales, míticos y rituales

Esta forma de concebir el psicoanálisis influye sustancialmente en mi aproximación al proceso transferencia-contratransferencia. Yo pesquiso todas las situaciones arcaicas y presentes que se interpenetran en las proyecciones transferenciales. En segundo término doy mucha importancia a todas las formas de subjetivación y de transmisión. En el caso presentado, lo que la paciente me transfiere no se reduce, ni siquiera privilegia, a la novela familiar infantil. Juntos inventamos un mapa hidrográfico del cual yo sólo soy un afluente más. Ni tampoco se reduce ni privilegia lo que tradicionalmente se denominaba lenguaje verbal. Por supuesto, presto atención al lenguaje hablado, pero de igual forma al lenguaje a-significante, que es la senda que me conduce a las expresiones más importantes de la transferencia, en tanto están ligadas a las maneras más arcaicas, pre simbólicas, sin las fronteras convencionales entre sujeto y objeto, vivencias que no requieren de la palabra para existir. Y cuando ésta aparece refiriéndose a la memoria arcaica, no viene huérfana y desnuda, como antorcha sin dueño, sino encarrilada desde el inconsciente de quien la enuncia y en función de lo que imagina del que la recibe. Tal como ha sido brillantemente estudiado por la lingüística de la enunciación. Efectivamente un capítulo central en el estudio de la transferencia-contratransferencia es el análisis de la polifonía de la comunicación analista/analizando. La información que intercambian transcurre por los cuatro niveles: lingüístico/auditivo; paralingüístico/auditivo; paralingüístico/paraauditivo y contextual. Evidentemente Amanda me ha dicho muchas cosas fundamentales con sus gestos, sus actitudes y sus cambios corporales, así como evocando sin proponérselo, mis propias manifestaciones somáticas. El lenguaje hablado ha sido estudiado por diversas corrientes lingüísticas. Las que más me han sido útiles son la lingüística de la enunciación anteriormente señalada, la pragmática de Austin y el uso de la palabra como cosa concreta. La primera, inicialmente desarrollada por Bahktine-Volochinov, posteriormente retomada en los ochentas por numerosos especialistas, en particular Benveniste, Culioli y Boutet, integra fenómenos de denotación y connotación. Investiga el acto de hablar, en el que un dicente enuncia palabras para transmitir una información a un interlocutor, pero también esclarece el juego de roles consciente e inconsciente que el analizando confiere a los dos miembros del diálogo psicoanalítico. Así, por extensión, nos abre un camino a la comprensión de las fantasías inconscientes que el paciente construye en cada momento. La presentación de Amanda, desde la primera entrevista, busca crear una escena en la cual ella es la víctima de una persecución real o imaginaria y yo soy el poseedor de la absolución que sanaría todos sus sufrimientos. Secundariamente, al conferirme tanto el poder del indulto como de la retaliación, procura manipularme alimentando mi narcisismo. El acto de palabra, planteado por la pragmática de Austin, transcurre a nivel consciente. Es cuando la enunciación no tiene por objeto transmitir información, sino transformar una realidad. Tal el caso del sacerdote que bautiza o del juez que casa. Amanda intenta presionarme para que, en nombre de todas las víctimas, la perdone a ella y a su padre. El empleo de un conjunto de palabras como cosa concreta, no simbólica, regresiva, tan sobresalientemente estudiado por L. Alvarez de Toledo y D. Liberman en el contexto de la transferencia, tiene como objetivo seducir, enojar, aplacar, dormir al analista, e incluye una infinidad de etcéteras. Mi paciente procura despertar en mí deseos de venganza que, de actuarlos, aunque sea rechazándola como paciente, me hubieran colocado en un nivel ético en todo semejante a su padre.

Un capítulo central en el estudio de la transferencia-contratransferencia es el análisis de la polifonía de la comunicación analista/analizando

En el proceso transferencia-contratransferencia hay que tener humildad y autocrítica para concientizar que saberlo todo no significa saber algo, y que hay que restablecer la analogía sin sacrificar la diferenciación. Hay que tener la intrepidez de inmiscuirse en la soberanía sin ambición de las preguntas sin respuesta, en el espacio en el que orden y desorden se reúnen sin conflicto, en la encrucijada de la transposición de la ignorancia en misterio y éste en objeto de análisis. Que no alcanza con interpelarse qué me quiere decir, sino es menester incluir otros dos interrogantes: qué me quiere hacer hacer y qué me quiere hacer sentir. Estos dos últimos adquieren un lugar protagónico en los psicópatas, los borderline y los psicóticos. Y en los múltiples intentos furtivos por manipular. Desde los comienzos del psicoanálisis se han propuesto y ensayado pluriformes procedimientos para amplificar los fenómenos transferenciales. Por ejemplo, el juego en los niños, la dactilopintura en los psicóticos, el dibujo y la plastilina en los púberes silenciosos, el psicodrama y los psicodélicos del tipo LSD en los adultos, la música, y muchos otros recursos. Los que acabo de mencionar, salvo el psicoanálisis de niños, los he utilizado frecuentemente.

Miguel Matrajt
Psicoanalista

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Articulo publicado en
Noviembre / 2020