Bety, de pie y temblorosa, estaba en estado de pánico. Una mezcla de miedo y vergüenza la invadía, por lo que no podía gritar ni correr para pedir auxilio.
A la salida de su clase de piano esperaba que su mamá la viniera a buscar, como habían quedado, no acostumbraba caminar sola por el barrio, ni dejar de cumplir con las indicaciones de sus padres.
Eran las dos de la tarde de un día tórrido, la calle casi despoblada. Algún automovilista distraído la atravesaba, y los peatones estaban ausentes, era la hora en que en aquellos años se hacía la siesta, los negocios bajaban sus persianas y los chicos no tenían clase.
La espera de unos diez minutos fue eterna para ella. Un hombre grandote, corpulento, mal entrazado caminaba velozmente a lo largo de la cuadra, ida y vuelta, sin cesar. Cuando se acercaba a ella sacudía sus genitales desnudos y emitía gritos incomprensibles o carcajadas.
Amagaba aproximarse y continuaba de largo.
Recién ante la llegada de la madre, el desconocido desapareció por la calle transversal.
Nadie más vio al exhibicionista. ella no atinó a llamar a la profesora, que estaba tan cerca, con solo tocar el timbre. ¿Cómo decirle que un hombre la acosaba sexualmente, si nunca habían hablado de sexo? A su mamá cómo explicarle la situación --¿Me creerá?—se dijo.
El abrazo de su madre la calmó, sin duda había notado su angustia.
Caminaron lentamente hacia la casa. Recién ahí se largó a llorar, y le contó lo ocurrido, con palabras entrecortadas.
--¡Qué asco mamá! Ese tipo sacando su miembro y me quería agarrar. Yo no sabía qué hacer. Cuando se acercaba me hacía más chiquita me envolvía con mis brazos, y cerraba los ojos hasta que se alejaba. Te esperaba…Tenía mucho miedo…
--Me da mucha vergüenza que papá se entere.
Pasaron muchos años, ahora Bety ya es abuela y recordó el episodio infantil, a raíz de un hecho callejero de estos días.
Desde la ventana de su primer piso en otra calle de barrio, en un atardecer otoñal, escuchó gritos y se asomó. Un hombre robusto y una mujer de contextura pequeña estaban en lucha en la vereda cercana, él la golpeaba a puñetazos y lograba inmovilizarla, ella lloraba y gritaba pidiendo ayuda, su rostro sangraba, solo lograba sacudir sus pies, intentando defenderse del ataque.
Tratando de distinguir algo de esta escena, reconoció que eran los “sin techo” que andan por el barrio hace unos meses y que en las noches duermen bajo el alero del negocio de la esquina. Gente de unos cuarenta a cincuenta años, envejecidos, desalineados. No generan dificultades habitualmente a los vecinos, y algunos le acercan alimentos o agua para su termo.
Desde la ventana gritó –Soltala, soltala!!-- y corrió a llamar al 911 solicitando ayuda, que intervengan para frenar esta situación penosa y de tanto riesgo.
La respuesta en el teléfono fue una pregunta --¿Cómo está vestida la mujer?--
--¡Apúrense, la va a matar! A qué viene esta pregunta? Y colgó el tubo.
….. Indignada corrió de nuevo hasta la ventana.
Pasó el tiempo, la lucha se fue agotando, la policía no apareció. El hombre se alejó velozmente al ver unos vecinos que se acercaban. Ella se incorporó lentamente, cubriéndose la cara con un pañuelo raído, y caminó casi arrastrándose en dirección contraria.
Dos mujeres gritaron y la respuesta policial fue indagar cómo estaba vestida la mujer golpeada.
¿A qué vino la pregunta? ¿ Su vestimenta daría una pista sobre indigente o adinerada; esposa o prostituta, para que la institución policial decidiera si debía asistirlos?