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Un bulto en la calle

 

¿Qué es ese bulto? Envuelto en una lona grisácea, alargado, con zonas más voluminosas y otra aplanada y, en un extremo, dos terminaciones alargadas. Sin embargo, de este bulto emerge una mano en posición receptiva. Muestra su palma y los cinco dedos como pétalos de una flor palidecida.

Primero, el desconcierto que me produce esta presencia, en el cemento gris de una plaza céntrica de Madrid, con peatones que caminan a su alrededor, sin rozarlo ni siquiera con la mirada.

Me detengo, acercándome con cuidado, temerosa, y percibo leve temblor de la mano, una vibración rítmica de la tela que parece recubrir el lomo o espalda, de este ser vivo.

Asoman cabellos oscuros y lacios, un centímetro de piel oscura de la nuca. Un joven varón que quizá plegó su cuerpo como un libro, quedando oculto su rostro, así como su pecho y abdomen. Sus piernas y esa mano con los cinco dedos que pueden hacer la pinza de presión para retener las monedas que le depositen, lo definen como humano.

Está mendigando, esperando limosnas. No hay cartel alguno que explique su presencia y expectativa, todo lo dice esa mano en posición de ruego y necesidad, y una moneda en el centro. Desde su postura no puede mirar a los otros, ni tampoco que su rostro sea identificado.

A lo lejos escucho a una pareja española. -¡Es de la mafia de los rumanos!! ¡No le des nada, no fomentes a estos bandidos!!

-Pero es un chico, ¿cómo no conmoverse?

Él la toma del brazo y la aparta. -No hay que ser cómplices, los esclavizan, explotan, por unas monedas: ya son parte de la mafia.

-Yo no puedo dejar de pensar que es una criatura maltratada, abandonada.

-Eres una ingenua sentimental. Ya están perdidos.

La pareja se aleja y queda una estela gris tras estas frases que capto azarosamente.

Camino unos metros, siento pudor de quedar curioseando hasta cuándo el chicobulto permanecerá y cómo saldrá de esa situación.

Prefiero acercarme a una plaza arbolada, con niños recorriéndola en bicicleta o patines, y mesitas de bar. En una de ellas me siento, y con una cerveza en mano saco mi cuaderno de notas.

Voy descubriendo con la pluma al chicobulto, es un joven que fue entrenado para permanecer en quietud en esa especie de caja de circo o ataúd blando, como se quiera ver, sin nombre ni rostro, en tanto trabaja de mendigo. Hay dueños de él que lo sometieron a esta esclavitud siglo XXI; y no es el único chico.

Y cuando termina su jornada de chicobulto es Juan. Intenta dormir en el galpón destinado a todos estos chicos. No logra dormirse y tímidamente se conectaron con Roel, de piel azabache y rulos tupidos. En la noche con apenas un rayito de luz que filtra por las imperfecciones de un ventanal, sus miradas se penetraron descubriéndose mutuamente.

Frente a tanta oscuridad se opone el brillo de esos ojazos negros en la protección de la noche.

Cuchicheando, hablaron y hablaron, los dos habían experimentado huídas, migraciones, hambre, sed, agotamiento, pérdida de familia.

Noche a noche se repitieron estos secretos encuentros y se contaron sus historias.

La familia de Juan, proveniente del conflictivo Este de Europa, cruzaron fronteras huyendo de guerras, persecuciones y hambrunas, quedando en el camino tres hermanos. Al entrar en España se plegaron a la comunidad gitana y éste fue su destino.

Roel, sobrevivió al cruce del Mediterráneo en un gomón. Desde el Norte de África, fue desprendido abruptamente de su familia y llegó a Cadiz en un grupo que, sin darse cuenta de qué manera, lo dejó en un reducto de gitanos. Finalmente, fue salvado al precio de desempeñarse como otro “chicobulto”.

Ambos adolescentes coincidieron en no darse por vencidos, no entregarse, su gran deseo de libertad no había logrado ser aplastado. Y en la oscuridad del galpón dormitorio lograron jugar a convertirse de chicobulto en fiera enardecida. Siempre cuidando que no se despierten los otros chicos, empezaron a programar un plan de liberación.

Juan y Roel, de orígenes diferentes, pero con un gran deseo de libertad que no había logrado ser aplastado, se largaron a hacer planes.

Mi cuaderno de notas se coloreó, Juan y Roel continuaron su esclavizada tarea, con una diferencia, la quietud forzada de cada día se pobló de distintos recorridos imaginarios que podría tener una fuga exitosa.

Juan recordaba sus experiencias de niño, escapando del rigor de sus padres, se trepaba a los árboles imitando a los monos. Era feliz entre las ramas, se le acercaban algunos pajaritos, algún gato. No sentía miedo, más bien el sabor del triunfo; recién bajaba cuando el enojo de los padres había sido reemplazado por preocupación. Acaso ahora Juan no conserva la misma agilidad se decía y, entonces; correr y treparse a los árboles del parque más próximo se le hacía posible. ¿Y por qué no saltar de árbol en árbol hasta encontrar una calle no vigilada y recién descolgarse?

Roel, se refugiaba en evocar sus proezas acuáticas. Del gomón que cruzó el Mediterráneo, cayeron varios compañeros y sus padres y un hermano menor. En cambio él pudo sostenerse gracias a su vigor y habilidad en el agua.

Su imaginación lo llevó por los cursos de agua , nadando incansablemente. Por el río Manzanares, a pocas cuadras del centro madrileño, tras esos parques con árboles frondosos; y el curso de agua continúa, continúa aunque cambie de nombres varias veces, y el Tajo llega al mar.

Fue una noche apasionante cuando Juan y Roel aunaron sus anhelos de transitar por las copas de los árboles y por el cauce del río, en búsqueda de libertad.

No podían dormirse, con enorme esfuerzo mantuvieron el tono de cuchicheo, para no ser descubiertos.

Se acercaba el atardecer de la partida. Fueron reuniendo coraje y reservas de algunos pocos gramos de cocaína que los estimulara.

No volvieron al galpón. Cruzaron callecitas poco transitadas a toda velocidad, evitando al personaje que los controla y llegaron al parque.

El recorrido fue corto. Juan, temblando, se trepó al primer árbol, logró saltar tres copas frondosas, pero de esta última cayó, quebrándose una pierna y quedó postrado. Roel que seguía el recorrido, reptando por el césped, reaccionó con saltos y gritos desesperados a su alrededor, temiendo su compañero estuviera muerto.

La desesperación arrasó el optimismo de lo soñado. Juan gemía. Llegaron a tomarse de las manos, cuando en la penumbra, una luz indicó que guardias de seguridad se acercaban. Los rodearon, los esposaron y volvieron al cautiverio.

No hubo escapatoria.

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Articulo publicado en
Agosto / 2017

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