Por Laura Ormando (Psicóloga y escritora)
El siguiente texto es una experiencia- ficción a partir de las sucesivas lecturas del libro de Alejandro Vainer. Cualquier parecido con la realidad es interpretable y pasible de ser tomada.
Leído en el XI Congreso de Salud Mental, Bs. As., 31 de agosto de 2017.
Primero fue un latido apenas audible en el núcleo amoroso del cuerpo, que sobrevivió a los embates de los ruidos como un mantra o estribillo de una sola nota.
Luego, el latido se transformó en secuencia y un día, cuando abrí los ojos, me encontré con la luz salvaje de ese pequeño gran sonajero que era el mundo. Mi primera partitura fue un llanto voraz, hasta que abrí las notas que se mezclaron con la música de los otros.
La vida en los inicios, AMOR, se toca con instrumentos que nos quedan demasiado grandes, demasiado estrechos, demasiado curvos, demasiado rectos y los vamos amoldando de a poco, como se puede, como nos sale.
En esos primeros intentos aprendí las rondas, las marchas, los himnos, los cantos, la radio, el tocadiscos, mis dedos sobre las teclas del piano con la profesora que amaba a Beethoven, a los boleros y a Pink Floyd. Cómo pueden amarse tantas músicas diferentes, me preguntaba y recién hoy me doy cuenta de que no es la música la que cambia, sino nosotros.
Y en esas virginidades andaba yo cuando te apareciste sin aviso.
Me veo y te veo en esa siesta sin colegio, con los pelos sueltos en el río y el cigarrillo sin prisa fumado entre los dos, mientras un rock, un tango, un vals, se paseaban por tu guitarra. Mientras el tiempo parecía suceder lento y meloso.
Me veo y escucho de nuevo tu cuerpo mudo en ese concierto al que te arrastré de prepo, en el teatrito del barrio que ya se iba llenando de botas y de tanques. Cuando te pregunté cómo no te habías emocionado me dijiste que para vos la música era otra cosa, que tenía que estar viva y que eso sólo pasaba en un recital de bandas. Y ahí fuimos: al estadio lleno de encendedores, trenzas, cigarrillos y flores. Saltamos, lo recuerdo bien: saltamos los dos, conmigo, con vos, con otros y fue como volver por un instante a ese núcleo de latidos, amoroso y físico pero multiplicado, sudoroso, frenético y con vos, AMOR, con tu música que era bien distinta: una voladura de cabeza, una ráfaga de aire para el ardor de la piel.
Si me vieras ahora, AMOR, con la piel más curtida y sin poder saltar, porque se me vienen tus ojos y se me frena el cuerpo, me vuelve el insomnio y ya no quiero más pastillas para dormir, para poder olvidarte. Porque el olvido es dar la espalda y vos querías ir al frente, cantando, siempre cantando porque sin música no hay revolución, me dijiste y entonces abrazamos todas las revoluciones del mundo y marchamos al costado de la bandera y al filo de los rojos. Como en el recital hicimos comunión en las calles, en las plazas, en los bares, en las aulas, en los tablados. Trajimos los campos de algodón y de la caña azucarera, los gulags, los ghettos, llamamos a los obreros, a las mujeres, a los niños. Abrazamos la lucha y al otro, a los otros.
Y cantamos, gritamos y nos llevaron como perros, AMOR, sin saber que en nosotros crecía el germen de la nueva vida. Nos aplastaron con los bastones, nos quebraron como vidrios y me tiraron en un hueco con todo el miedo que da el silencio, con todo eso AMOR, AMOR y ya no te vi más.
“Quien sabe tocar algo, hay que divertir a los jefes”, dijeron, mientras sentía el fusil en la sien.
La primera vez que me pusieron frente al piano cerré los ojos y me tragué llanto, en esa música que no tenía nada de vos ni de la revolución. Y el fusil ahora estaba en la espalda, en la boca, en el aire. “Tocá”, me ordenaron y entonces toqué las teclas malditas, toqué, toqué, toqué para los látigos del terror mientras mis compañeros caían desmayados en la niebla de la muerte. Mientras vos, AMOR, caías.
Yo toqué en el horror pensando que aquello me iba a salvar, pero luego entendí que el horror ya se me había metido en los huesos y por eso no puedo saltar ni tocar más: algunas músicas están hechas para resistir y otras se silencian para siempre con el odio de las tripas.
Y por eso, cuando me llegó el turno de la oscuridad y ellos decían “¡cantá, cantá!” yo cerré la boca y repasé con los dedos la música de tus ojos, de tu pecho, de tu olor. No canté nombres, canté para mí y te mantuve vivo mientras la electricidad quería sacarme un grito y afuera subían la música para que los otros no escucharan. Y cuando me devolvieron al hueco, rasguñé las paredes y ahí sí, despacio, casi sin voz dije tu nombre, para no olvidarte, AMOR.
Me soltaron en una calle sin tiempo, lastimada el alma, corrompido el cuerpo y caminé mucho hasta que los sonidos empezaron a llenar el aire. Y fue como escuchar por primera vez al pájaro, al tren, a un diarero, a un niño que gritaba, a una mujer que reía. De qué se ríe, me pregunté. Su risa me dolió en los tímpanos, AMOR, porque se empalmó con la tuya: una música de tu risa desaparecida para siempre. Por eso empecé a correr y el odio de las tripas, de las teclas y de las botas me subió hasta la garganta y salió en un grito largo, sostenido. Y es que después de tanto silencio necesitaba recuperar la voz, AMOR, tu voz, para calmarme, para escribir una partitura en ese nuevo espacio sonoro que se abría sin querer, ante mí, como una grieta.
Pasaron las horas, las formas, el viento.
Ya no hay guitarras en la siesta, ni wincos ni vinilos ni cassettes…pero por suerte hay música, todavía. A veces, cuando quiero irme de mí, camino hasta la parada de algún colectivo, cualquiera y me subo. Pongo la lista de temas de Spotify en el celular, me calzo los auriculares y ambiento el viaje con lo que puedo escuchar sin que te me aparezcas de golpe. Es como ser el extra de una película sonorizada por mí, en donde lo único que vale es esa música intermitente, como una breve lluvia de sol.
Te espantarías, lo sé: de mi música capitalista y de las listas prefabricadas. Yo también me espantaba, AMOR, pero esta música, esa que creo elegir, es piel que me protege, que me cubre, que me acaricia, que me evade de este mundo alterado, líquido y ausente.
No me gusta el mundo sin vos, AMOR, pero entonces, cuando quiero recordarte canto y la vida se vuelve secuencia de latidos, en un núcleo amoroso y cálido donde vuelven la siesta y tus ojos. Canto, porque a pesar de todo, AMOR, creo que todavía la revolución es posible.