Un día cualquiera, hoy por ejemplo, al Negro Fontanarrosa se le ocurrirá morirse. Si, lo hará sin estridencias y con humildad en su Rosario primordial y única, viniendo del Cairo, tratando de tomarse con humor el desplazarse en silla de ruedas desde el bar hacia a su casa. Los vecinos que lo ven pasar no aplicarán ningún manto de piedad sobre su situación actual. Lo aman demasiado como para perdonarle estas flaquezas del cuerpo, la debilidad de su enfermedad, sin duda desean que el Negro dure para siempre. Como hace cualquier hinchada con su ídolo.
Quizás a Fontanarrosa hoy se le olvide el gol de Poy y se dé cuenta. Vendrá a su cabeza una promesa no comunicada pero latente y efectiva. Algo así como: “El día que me olvide el golazo de Central en la cancha de River, crepo ahí mismo”. Como si tuviese que explicárselo mejor, sigue: “¿Qué es la vida sin esos enormes momentos de felicidad abrazado entre la multitud auriazul? Si hubo un lugar y un momento para morirse en estado de gloria fue ese día, en el instante posterior a esa obra de arte, en medio de la avalancha de miles de canallas que gritan desaforadamente el gol del campeonato. Entre esos cuerpos frenéticos que corren descontrolados y no dejan de levitar hacia el sol morirse hubiese sido un acto de justicia absoluta. Si un hincha de Central se olvida de esto no es justo que siga tirando de la cuerda, llegó el momento de plantar”.
Mientras empuja las ruedas de su actual domicilio, va recordando instancias inolvidables para seguir gambeteando este doloroso presente. Ayer nomás se le despintó de la memoria un encuentro con Serrat. Y hoy se dirá basta al no saber dónde se le escondió, en esa memoria evanescente y esquiva, el gol de Poy. Para colmo los pibes del barrio no están jugando un picado con la pelota de goma en la puerta de su casa. Tampoco el joven de la casa vecina le hinchará las bolas con consultas sobre el diseño de la revista de la murga, cosas que quizás lo podrían distraer por un momento de su indeclinable promesa. Ese día, que puede ser hoy, que no hará mucho frío y que tampoco nevará en la Chicago argentina, el Negro sencillo y humilde pero tozudo se muere. Vas a ver que el guacho se empaca y lo hace, ya sabemos que nunca va a dejar una promesa en la parada del renuncio. Sin decirle nada a nadie. Antes de subir a su casa, en la puerta nomás. Como pibe de barrio se queda mirando fijo la baldosa donde recuerda haber tirado el último caño. Vas a ver. Y el hijo de puta ni siquiera se despedirá de nadie. Vas a ver, acordate, un día como hoy.
Chau Negro.
Este texto forma parte del li bro Cuentos para después del diván de César Hazaki.