Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños.
Eduardo Galeano (2006)
Alguien quizás podría preguntarse, no sin una buena cuota de sentido común, ¿qué lleva a un niño de 6, 8 o 12 años a ser internado por Salud Mental? Sin embargo, en la CABA esto dista de ser una excepción. A modo de ejemplo, durante 2013 fueron internados en el Hospital Tobar García 43 niños de entre 5 y 12 años (14 mujeres y 29 varones). Un 25% de ellos eran menores de 10 años y el 23% tuvo una internación que se prolongó por más de 100 días[1].
Si el motivo que justifica una internación por Salud Mental en este rango etario (en el cual según la Ley 26.657 debe procederse según lo establecido para las internaciones involuntarias) es la existencia de un riesgo cierto e inminente para sí o para terceros, ¿puede un niño tan pequeño encarnar algo semejante?
Así pues, la propuesta de este escrito es pensar críticamente algunas cuestiones que suelen ocurrir en el ámbito de algunas salas de internación en Salud Mental de niños y niñas. Se parte de la hipótesis de que existen niños que por el solo hecho de estar internados –o bien, de atribuírseles cierto diagnóstico psiquiátrico– son diferenciados del común de la niñez, modificándose el modo en que son leídas gran parte de sus conductas. De este modo, frecuentemente se interpretan como crisis, impulsividad o “falta de aceptación de límites”, muchas conductas y actitudes que son típicas de los niños y que, probablemente, no serían pensadas como patológicas si tuvieran lugar por fuera de ese contexto.
Resulta importante entonces comenzar por definir qué es un niño, como un paso necesario para reflexionar luego acerca del lugar que se da a los niños en muchos servicios de internación en la actualidad: ¿Qué se espera de ellos en dicho dispositivo?
Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.
Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
−Decile a... −susurró el niño− Decile a alguien, que yo estoy aquí.
Eduardo Galeano (1989).
Desde el psicoanálisis, no se puede pensar un niño si no es en relación a un Otro. Su constitución como sujeto –y su mera supervivencia– suponen siempre la presencia de un Otro. Ya sea un Otro que porte un deseo (de hijo) a cuyo objeto se identificará el niño como sujeto, si tomamos la teoría lacaniana, o bien una madre que cumpla suficientemente bien la función de sostén (holding), si nos orientamos desde las conceptualizaciones de Donald Winnicott.
Según Alicia Stolkiner (2011): “hay algo común a todas las infancias que se funda en la extrema indefensión del humano pequeño, la necesidad de cuidado como condición vital”. Así pues, resulta pertinente preguntarse: ¿qué implica cuidar a un niño?[2].
Tal como ha quedado comprobado con la descripción de René Spitz (1974) del cuadro de hospitalismo −también llamado depresión anaclítica− no basta en el cuidado humano con garantizar la satisfacción de ciertas necesidades vitales básicas. Este psicoanalista hace referencia a un severo tipo de depresión que afecta a bebés que hayan sufrido privaciones emocionales, más allá de que puedan haber recibido los mejores cuidados materiales. Se lo llamó “hospitalismo” porque fue detectado en bebés que habían sido hospitalizados por períodos prolongados, en condiciones que los privaban de experimentar vínculos afectivos con sus Otros significativos. Esto constituye una clara muestra de que el cuidado tiene que ver con cuestiones vinculares incluso más que con las materiales, es decir, que el sujeto humano no puede pensarse desde la necesidad dejando por fuera la dimensión del deseo.
Si bien las instituciones se ocupan durante las internaciones de proveer a los niños de alimentos, abrigo y satisfacer alguna otra necesidad básica, pueden hallarse muchos niños pequeños internados en servicios de Salud Mental que no están acompañados por ningún adulto que se encuentre cumpliendo particularizadamente la función de cuidado.
Teniendo en cuenta que muchos de los niños internados llegan solos o provienen de hogares de acogimiento (cuyos referentes no suelen sostener los vínculos con ellos durante la internación), cabe preguntarse ¿qué ofrece el dispositivo de internación a estos niños que llegan con una profunda carencia de un Otro significativo?
Por otra parte, ¿qué ocurre con quienes son internados en el contexto de graves problemas vinculares en el seno familiar? ¿Se trabaja en el fortalecimiento de esos vínculos o la consecuencia de la internación es finalmente su disolución?
Todo esto resulta de crucial importancia, entre otras cosas, porque la existencia de un Otro que sostenga, que cuide, es lo que permite a un niño poder ocuparse del más serio de sus trabajos: jugar.
El juego es el espejo en el que un sujeto se reconoce como niño.
Jorge Fukelman (2001).
La ausencia de juegos y juguetes, la insuficiencia de actividades, la falta de espacios verdes y la casi inexistente intimidad, suelen ser las características de los ámbitos en los que se desarrolla la internación de niños, niñas y adolescentes en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Resulta bastante difícil pensar que un espacio semejante pueda alojar algo del juego y, por lo tanto, de la niñez. Si cada “correteo”, cada “griterío” suele ser inmediatamente acallado, interpretado como desorden o descontrol, ¿cómo es posible ser niño en ese contexto?
A modo de ejemplo: en una sala de internación de niños y niñas, en los días lluviosos, los “pacientes” suelen querer salir a jugar bajo la lluvia, chapotear en los charcos y meterse en el barro que se arma en el patio. Se podría pensar que cualquier niño que se encuentre viviendo en un lugar que le presenta escasos espacios lúdicos, se vería tentado a aprovechar una oportunidad así para entretenerse. Sin embargo, en las salas de internación se suele interpretar estas actitudes como “desbordes”, e incluso como manifestaciones de alguna patología, poniéndose de manifiesto la dificultad que existe muchas veces para entender las conductas infantiles como tales y poder alojarlas dentro del dispositivo.
Cabe preguntarse si este despliegue de actividad potencialmente lúdica, así como tantos otros, no podrían utilizarse como un plano para intervenciones terapéuticas en lugar de ser sencillamente reprimidos. Por otra parte, las prohibiciones suelen acarrear berrinches y enfrentamientos a los que habitualmente se responde con medicación extra y/o sujeción física, con un alto costo para los niños y niñas involucrados.
El psicoanalista Jorge Fukelman plantea que los adultos tienen una función muy importante en la interpretación de las acciones de los niños; según él: “para que un niño o una niña estén jugando es necesario que se entienda que se trata de un juego; para que eso suceda el reconocimiento tiene que venir del Otro” (Fukelman, 2001). ¿Qué ocurre entonces cuando quien encarna este lugar no solo no reconoce como juego ciertas conductas que podrían ser entendidas como tales, sino que además las sanciona como patología?
Parecería ser que en la internación no hay lugar para travesuras.
La infancia y la adolescencia son disruptivas; los niños y los adolescentes son analizadores privilegiados de las instituciones. Sus actos develan y ponen en el discurso social y en las instituciones, aspectos naturalizados o invisibilizados.
Alicia Stolkiner (2011).
A menudo en la sala de internación ocurren episodios en los que niños pequeños se ponen agresivos.
Este era el caso de Mariano, de 6 años de edad, quien provenía de un largo recorrido por hogares y se encontraba internado sin la compañía de ningún adulto referente. Durante los primeros días de su internación Mariano presentaba reiterados episodios de heteroagresividad, tiraba objetos, bancos o tachos, escupía y pegaba indiscriminadamente a pacientes y profesionales. No era sencillo identificar cuáles eran los motivos que desencadenaban dichas crisis.
Pueden plantearse, a partir de esta breve viñeta, dos cuestiones que se encuentran íntimamente relacionadas: ¿cómo se responde frente a esas crisis? ¿Cómo son pensadas clínicamente?
Con respecto a las respuestas frente a las crisis, la más habitual en muchas salas de internación resulta la sujeción mecánica, sumada a la aplicación de medicación extra. Si bien en ocasiones podría resultar inevitable la utilización de prácticas extremadamente restrictivas como estas, vale preguntarse: ¿se agotan previamente las alternativas? Cuando en pos de controlar estas conductas de riesgo se responde en espejo a la agresión liberada por los niños ¿no se estaría contribuyendo a alimentar un espiral de agresión y violencia entre los pacientes y el equipo terapéutico? Así lo considera un estudio acerca de los incidentes relacionados con la contención mecánica realizado en Estados Unidos, citado por Flora de la Barra y Ricardo García (2009), en el cual se concluye lo siguiente: “Los hechos previos al uso de la contención mecánica estaban constituidos por una escalada de conflictos que tenían su origen en la conducta del staff más que en la del niño”.
Sin embargo, existen ocasiones en que una intervención que ofrezca un plano diferente, como es el juego, puede abrir líneas de fuga que, no solo encaucen el episodio, sino que posibiliten a su vez la elaboración de afectos no tramitados que puedan estar expresándose a través de la pura descarga motriz.
Retomaremos el caso de Mariano para brindar un ejemplo en este sentido:
Durante su segundo día de internación, al momento en que el equipo tratante se retiraba de la sala, Mariano comenzó con uno de los episodios de agresividad antes mencionados: tiró un banco. Ante esa acción su psicóloga le preguntó: “¿es un puente?” Al no obtener respuesta alguna por parte de él, le dijo: -“¡ah, no! No me había dado cuenta… ¡es un caballo!”- Y junto a su médica comenzaron a hacer que montaban el caballo. Ante esto, Mariano dejó de golpear y comenzó a galopar con ellas. Acto seguido, tiraron suavemente otro banco y le propusieron jugar una carrera, lo cual lo entusiasmó mucho. Así, Mariano comenzó a jugar y la agresividad quedó a un lado. Cuando le dijeron que los caballos estaban cansados y debían irse a dormir, las ayudó a levantar los bancos despacito, sin hacer ruido.
Las diversas maneras de responder frente a los episodios de agresividad se fundamentan, entre otras cosas, en distintos modos de pensarlos y conceptualizarlos. Resulta crucial poder preguntarnos qué lleva a un niño a reaccionar de tal o cual forma, evitando atribuir dichas conductas únicamente a supuestos trastornos psiquiátricos que carecen en su conceptualización de toda referencia a las circunstancias de la vida de los sujetos. Se trata de no dejar de lado una cuestión central: el profundo padecimiento de quien protagoniza dichos episodios.
Finalmente, ante la fuerza con que social e institucionalmente se insiste en la consigna de que a los niños “hay que ponerles límites”, se torna absolutamente necesario un trabajo de fundamentación conceptual acerca dicho enunciado; es decir, preguntarse qué debería limitarse y de qué manera.
No hay que seguir discutiendo sobre los límites sino sobre las legalidades que constituyen al sujeto. El problema no está en el límite; el problema está en la legalidad que lo estructura, en la legalidad que lo pauta.
Silvia Bleichmar (2011).
Muchas veces se espera que los niños sean capaces de respetar ciertas normas o limitar ciertas conductas, sin considerar qué es lo que permite lograr algo semejante a un sujeto que se encuentra en vías de constitución. Cabe recordar que la renuncia pulsional que implica acatar una norma tiene su génesis en la demostración de amor hacia el Otro y en el temor a la pérdida de ese amor. Vale como ejemplo de ello el logro del control de esfínteres por parte de los niños pequeños, es decir, su renuncia a evacuar en cualquier lado por amor a la madre. Ahora bien, ¿qué sucede cuando para un sujeto ese amor aparece como ya perdido? ¿Cómo pensar el acatamiento de límites para quien parece estar completamente caído del Otro?
Yendo a la particularidad del dispositivo de internación, muchas veces se plantean a los niños normas excesivamente rígidas que se quieren imponer desde un lugar puramente autoritario. Según Bleichmar,
Existen dos formas de autoridad: la que se pretende imponer desde el punto de vista de la puesta de límites y la que [tiene que ver] con la legislación que transmite aquel que tiene derecho ético a hacerlo. […] Si la norma es arbitraria, está definida por la autoridad. En cambio, si la norma es necesaria, está definida por una legislación que pone el centro en el derecho o en la obligación colectivos. (Bleichman, 2008)
Probablemente sea más arduo trabajar en el porqué de la necesidad de una norma que simplemente emitir una orden, pero no habría que subestimar el provecho que podría implicar la primera opción si se la toma como una intervención terapéutica.
Esta autora también sostiene que “la violencia es producto de dos cosas: el resentimiento por las promesas incumplidas y la falta de perspectiva de futuro” (Bleichman, 2008). Podría plantearse, en esa línea, que poder sostener y cumplir promesas y trabajar abriendo posibilidades de futuros más deseables resulta mucho más importante que poner límites arbitrariamente. La reducción de las manifestaciones agresivas ocurrirá entonces por añadidura.
En la búsqueda de aportar a la modificación de prácticas que se han demostrado absolutamente iatrogénicas, se ha realizado un análisis centrado en cierta modalidad con la que se practica la internación de niños y niñas en algunos dispositivos de Salud Mental de la CABA. Sin embargo, ello no nos exime de preguntarnos acerca de cuáles son las alternativas que existen, o bien qué prácticas novedosas podrían implementarse, para abordar estos casos en forma ambulatoria.
Tampoco se debería prescindir de una reflexión más detenida acerca de cuáles son las circunstancias que llevan a la necesidad de internar a un niño: ¿se trata de su “gravedad”, de su “peligrosidad”? o más bien de las falencias de una sociedad que primero lo deja caer y luego no cuenta con otros recursos –tal vez más adecuados- para reparar su situación.
Fue la intención, a lo largo de este escrito, rescatar la potencia del Psicoanálisis para pensar la práctica de la internación. Se trata de un marco teórico profundamente útil para analizar y replantear íntegramente el dispositivo; si queda confinado únicamente al espacio de la psicoterapia se está desperdiciando gran parte de su riqueza.
El principal objetivo de este texto quizás haya sido el rescatar la dimensión de niños de quienes se encuentran internados, la cual muchas veces queda perdida detrás de etiquetas diagnósticas y supuestas patologías. En esa línea, vale reproducir un fragmento del texto titulado “Deseos para niños” de Mex Urtizberea (2007).
Que sean niños los niños. Todo lo aniñados que quieran. Todo lo infantiles que quieran. Todo lo ingenuos que quieran. Que hagan libremente sus niñerías.
Que sean niños los niños y se los deje preguntar sin levantar la mano, formar filas torcidas.
Que sean niños, no “el repetidor” o “el conflictivo” o “el que nunca trae los deberes”. Que se los llame a trabajar con la imaginación o con lápices de colores.
Y que los niños sean lo importante, que por ellos lleguen a un acuerdo los que nunca se ponen de acuerdo; que por ellos hagan algo los que nunca hicieron nada. Que sean lo intocable, la gran coincidencia en cualquier discusión ideológica.
Que se los deje ser niños, todo lo niños que quieran. Que ejerzan en paz el oficio de recién llegados.
Que sean niños los niños y que no dejen de joder con la pelota…
Bibliografía citada
*El presente artículo forma parte del libro “Prácticas en Salud Mental: entre la hospitalidad y el hospitalismo”, editado por NOVEDUC en septiembre de 2016.
[1] Fuente: Departamento de Estadísticas del Hospital Infantojuvenil Carolina Tobar García.
[2] Acerca del concepto de cuidado ver: Michalewicz, Pierri y Ardila (2015). “Del proceso de salud/enfermedad/atención al proceso salud/enfermedad/cuidado: elementos para su conceptualización”, en Anuario de Investigaciones de la Facultad de Psicología, vol. XXI. Universidad de Buenos Aires.