Más de cien años han pasado desde que el descubrimiento freudiano del inconciente produjera un viraje radical en el modo de conceptualizar el sufrimiento psíquico proponiendo a la vez un método para aliviarlo. Y aún así, todavía hoy, nos vemos confrontados al intento por definir y justificar los modos en los cuales -en tanto analistas- construimos las hipótesis comprensivas que sostienen nuestras intervenciones. Siempre en el contexto del encuentro con un otro que nos convoca para pensar modos posibles de resolver los aspectos intrapsíquicos de dicho padecimiento.
En este sentido, trabajar la cuestión del diagnóstico en psicoanálisis, tomando algunos elementos que hacen por un lado al campo específico de la eficacia clínica y por otro lado, al campo de la biopolítica en un momento histórico definido por los desafíos que nos impone la medicalización creciente del sufrimiento subjetivo como respuesta prínceps desde el sistema de salud operante en los países centrales, resulta fundamental.
Señalemos entonces -siguiendo algunas líneas abiertas por la obra de Silvia Bleichmar[2]- distintos modos de pensar al diagnóstico en psicoanálisis (sosteniendo además que este último, en tanto gran teoría de la subjetividad, implica una praxis transformadora y una muy eficaz herramienta para mitigar el sufrimiento humano):
-Por un lado, articulando la noción de diagnóstico con la de teorética (en tanto un prescriptivo que se sostiene en un descriptivo) y con la práctica que de allí se desprende. Esta idea proveniente de la obra de Jean Laplanche, es desarrollada en el Tomo V de las Problemáticas, La cubeta. Trascendencia de la transferencia y sostiene que: El psicoanálisis es desde luego un conocimiento: en este sentido es una “teorética” (más que una teoría); pero es también cierta práctica, cierta transformación del hombre.
Ven ustedes que cuando opongo y conjugo teorética por un lado y práctica por el otro, establezco una distinción muy diferente de la habitual, remanida en mi opinión, entre teoría y clínica, de las que aquella estaría constituida por la abstracción, las ideas, los conceptos, y ésta por la descripción concreta. La teorética tal como yo la opongo a la práctica, incluye tanto los modelos con su nivel de abstracción, como esa descripción al ras del campo florido al que se quiere reducir en muchos casos la clínica. La práctica es siempre otra cosa, es siempre un acto, es siempre algo prescriptivo […]. Es algo radicalmente diferente de una técnica pura y simple y también de una regla moral.[3]
En este sentido, el esfuerzo diagnóstico es uno de los modos posibles de cercar el objeto sobre el cual se pretende intervenir. Modelo rastreable en la escritura misma de Silvia Bleichmar, claramente identificable en, por ejemplo, La fundación de lo inconciente, en donde Ariel, Wanda, Alberto, Paula y tantos otros, no operan simplemente a modo de “viñeta que ilustra la teoría” y tampoco como “ejemplo de aplicación del modelo”, sino que cada uno de ellos, en sus particularidades estructurales y sufrientes, obliga a una puesta a punto de la metapsicología a fin de definir las intervenciones posibles.
-Por otro lado, forzando los debates intrateóricos en el campo del psicoanálisis mismo, en una tensión frente a 1) los diagnósticos por estructura que parecen definir en sí mismos todas las variables de algún modo prefijadas, presentes o susceptibles de serlo, en el funcionamiento psíquico de un sujeto determinado y 2) por relación a la importación de categorías desde el campo de la psiquiatría (o de otros campos de conocimiento bajo el paraguas benévolo de lo interdisciplinario). Ambas, formas prínceps de evitar el encuentro siempre movilizante con el padecimiento psíquico del otro, aliviando ante todo -como se decía en una época- la angustia del analista que tapona con una serie de respuestas prefijadas, la posibilidad de crear un espacio de elaboración compartida, en cuanto las vías de acceso al mismo se encuentran cerradas desde el comienzo por quien debería propiciar dicho trabajo.
-Y finalmente, sosteniendo que la conceptualización de un inconciente como no existente desde los comienzos de la vida, como “producto de cultura fundado en el interior de la relación sexualizante con el semejante” y como “producto de la represión originaria que ofrece un topos definitivo a las representaciones inscritas en los primeros tiempos de dicha sexualización”, exige un modo de operatoria diagnóstica particular. Una operatoria que, en diacronía, no solo realice el rastreo de la modalidad psíquica presente al momento de la consulta, sino que dé cuenta también de los modos en que ésta se ha constituido (tanto en sus condiciones edípicas de partida como en sus vicisitudes histórico-traumáticas), tratando a la vez de anticipar en prospectiva sus posibilidades de mutación; sea por la puesta en marcha de procesos de neogénesis sostenidos en un trabajo clínico más o menos encauzado, sea por la creciente desorganización efecto de su ausencia.
El intento ordenador que realiza Silvia desde la metapsicología para la puesta en marcha del proceso analítico, remite sin duda a los tres órdenes: a) a un modo de definir y cercar al objeto del cual se desprenda una práctica; b) a una conceptualización desde el psicoanálisis mismo que haga que la asociación sea auténticamente libre y la atención auténticamente flotante (y no mera repetición empobrecedora de lo ya sabido sólo disponible para ser transmitido como Verdad en un pseudo-proceso de la cura); y, finalmente, c) a un trabajo en diacronía que tome a los síntomas como verdaderos indicadores del funcionamiento psíquico, proveyendo de balizas al proceso analítico, y no como tejidos tumorales a ser extirpados o neutralizados en sus efectos a partir de su recorte fenoménico.
Es en este sentido que me resulta fecunda la propuesta de hacer biopsia. La misma implica una mirada diagnóstica compleja. Una mirada que dé cuenta no sólo de modalidades estructurales y dominancias, sino también de corrientes de la vida psíquica tal vez marginales, pero no por ello menos eficaces o sufrientes.
Hacer biopsia implica realizar un corte en la estructura, delimitar un fenómeno y darle el estatuto específico que tiene: ¿Cuál es la modalidad estructural predominante? ¿Está o no instaurada la represión? ¿Se ha sepultado o no el autoerotismo? ¿Cuál es el estatuto del narcisismo? ¿Cómo operan las categorías témporo-espaciales? ¿De qué estatuto es el yo que -en tanto referencia- opera como punto de fijación en un puro devenir espacio-temporal, cualificando a la vez dichas categorías? ¿Cuán estables son los diques constituidos en relación a la pulsión y cuál es además su costo energético (siendo el contrainvestimiento una operatoria que fija el representante pulsional al inconciente “como un tapón” con un costo energético y un grado de rigidización mayores que, por ejemplo, la sublimación)?
Quiero tomar un ejemplo de la clínica misma de Silvia en donde hace referencia a la noción de hacer biopsia. Este es recuperado en La construcción del sujeto ético, en el capítulo de donde revisa las teorías vigentes acerca del superyó:
Acabo de ver un niño, hace unos días, que me preocupó porque tiene cinco años y se preocupa demasiado por el aspecto de la madre: cómo se viste, si se pinta o no se pinta las uñas. Yo no puedo considerar esto como ‘edípico’, esto enciende una lucecita roja, porque en realidad él está fijado en los aspectos que tienen que ver con la estética de la feminidad.
No es que de repente le agarra la teta, cosa que pasa a veces en los momentos edípicos de los niños, o que se frota contra la madre, sino que en esto que aparece como una fascinación, es una corriente de la vida psíquica no reductible a lo edípico.
De manera que tiene que ser tomado en cuenta como una forma de emergencia de una corriente que, más que edipizada, podría ser de Edipo invertido. Esto en una visión ligera [sostener esta fascinación como corriente edípica], lleva a que se piense que este niño tiene un buen desarrollo: ‘Qué lindo, tiene cuatro años, es edípico y entonces le gusta que la mamá esté linda.’ No, no es así, no pasa por ahí.
Estamos hablando de una corriente que no es erótica sino que es una corriente de fascinación narcisística en la relación con el otro. Si lo que prima es la de fascinación narcisística, no podemos pensar que eso se está produciendo en el orden del complejo de Edipo sino que se está produciendo bajo una forma mucho más primaria que tiene que ver con las identificaciones primarias y no con las secundarias, y que no necesariamente lleva a la constitución del superyó sino que lleva a la fijación con el objeto, e inclusive, puede llevar a la regresión, a la elección, a la identificación. En este caso, de todos modos, es muy interesante porque tiene muy bien constituido ciertos rasgos de género; le gusta jugar con varones, todo lo que aparece como rasgo de género no está en debate.
Pero este punto da para una biopsia. Este punto. En el sentido de que son estos aspectos que no coinciden con el resto de la estructura los que obligan a un análisis más fino. Por eso lo llamo hacer biopsia, hay que meterse con ellos y no perderlos de vista respecto a qué lugar ocupan en la estructura: si son remanentes no resueltos, o son aspectos estructurales que coexisten o qué otra característica tienen.[4]
Seguramente, el ejemplo resulte evocador para muchos de ustedes y aún es posible que más de una vez se hayan visto confrontados a situaciones clínicas similares. Situaciones que en su forzamiento podían operar como reafirmación de las concepciones teóricas con las que suelen intervenir, pero que aun así les generaba -por su carácter específico- cierta inquietud o duda.
Yo personalmente, no hace mucho, recibí una consulta por un niño que viene con un derrotero terapéutico asombroso a pesar de tener sólo ocho años. Ha sido atendido por psicoanalistas, psicólogos cognitivos, psiquiatras, psicopedagogas, etc. Ha sido reeducado, interpretado, medicado, etc.
Una de las preguntas que me hago de entrada es por qué hasta ahora parecería que todo fracasó. Por supuesto, podría atribuírselo a ese “saber hacer” que compartimos los terapeutas de niños -que se sostiene en parte en el llamado oficio y en parte en enunciados teóricos que se han ido desdibujando dejando como resto arqueológico la práctica carente de sentido- y aliviarme sosteniendo que es por todos sabido que cuando los niños psicóticos mejoran los padres los retiran del tratamiento.
Por otro lado, y no sólo por solidaridad con los colegas que lo atendieron antes, trato de no montarme en ese síndrome patético que vemos a veces: ¡¡¡Pero… que horror… Le hicieron todo mal, hubiera venido antes!” Fórmula que puede resultar preciosa para el narcisismo, pero que impide tanto comprender lo que ocurrió previamente como anticipar lo que eventualmente podría volver a ocurrir. De hecho, los informes redactados por terapeutas de líneas teóricas muy divergentes para dar cuenta de este niño, me han resultado sumamente útiles al momento de rastrear en los mismos las observaciones comunes aún si las mismas eran atribuidas a causas diferentes.
Este niño, impulsivo, paranoide y brillante. En apariencia con una lograda operatoria del proceso secundario que le permite tener momentos de juego simbólico no alucinatorio en donde hay “cómo sí”, que se ubica en tiempo y espacio, que me pide lo ayude a recuperar el amor de los padres, me planteó hace poco tiempo que estaba cansado de que se burlaran de él en la escuela. Sostiene que lo insultan gritándole hipopótamo (¿?) y diciéndole que embarazó a la maestra. Afirmación que por supuesto me obliga a una repregunta que es inmediatamente taponada por su respuesta: Puedo, no debo.
Hacer biopsia: una vez más esta noción viene en mi ayuda. ¿Qué ocurre en este caso con las instancias ideales? Si la maestra es una figura que por desplazamiento opera al modo de un sustituto materno (“segunda madre” se decía en mi infancia), ¿cuáles son las vicisitudes de la prohibición edípica en este niño? Cuestión que livianamente se podría zanjar planteando su “reconocimiento” de la norma: él sabe qué no debe embarazar a la madre-maestra. Ahora, lo inquietante: sostiene que podría… ¿Se trata entonces de una falla que a nivel yoico no le permite pensar sus posibilidades vitales aún con las modulaciones que habilite su omnipotencia? Y esta omnipotencia ¿se nutre del narcisimo? ¿Es defensiva frente a angustias insoportables?
“La clínica -sostiene Silvia en La Fundación de lo inconciente- define sus modos de operar por relación al objeto a abordar; teniendo en cuenta, al respecto, la no homogeneidad estructural del sujeto, y concibiendo líneas de dominancia que deben ser consideradas cuidadosamente en los diversos procesamientos de la cura.”
En este sentido, la clínica no puede reducirse ni al diagnóstico por estructura a partir de la definición de un único mecanismo barriendo bajo la alfombra todos los elementos no encuadrables en dicha definición, ni a la sumatoria de nociones parciales que operen como restos pringosos en un desván, ni al acercamiento ingenuo y -en el mejor de los casos- inocuo al otro sufriente.
El cuestionamiento al modelo diagnóstico empobrecedor como ejercicio puramente categorial no debería desde una posición ideológica bienintencionada, prescindir del esfuerzo de balizamiento necesario para determinar las formas posibles de aplicación del método ni las intervenciones que de ello se desprenden.
Un amigo psiquiatra a quien respeto enormemente, escribió un artículo sobre diagnóstico para la Revista Vertex, donde sostenía lo siguiente: Existen psiquiatras biorreduccionistas, ya lo sabemos. Para ellos, el trabajo del psiquiatra consiste en diagnosticar rápidamente en base a criterios supuestamente objetivos y establecer enseguida un esquema de tratamiento farmacológico, con ocasional agregado de una terapia preferentemente breve y focalizada en el síntoma. No es nuestro caso. Ha llegado el momento de dejar de pedir disculpas por la cantidad de Lores Voldemort que trabajan de psiquiatras desde una práctica empobrecida, reduccionista, al servicio de la sociedad de consumo y del negocio de la medicina comercial. Muchos no trabajamos de esa manera. El número detrás de “muchos” es lo suficientemente grande y creciente, como para no considerarnos una excepción sino una tendencia.[5]
La minuciosidad metapsicológica en el pensamiento de Silvia, resulta una propuesta fecunda en términos de eficacia clínica por un lado y también un esfuerzo por escapar a los modos en que ella misma se veía paralizada por las teorías vigentes al momento de su encuentro con la clínica de niños. Parálisis de la que dio cuenta con la viñeta de un analista agobiado frente a la intransformabilidad sea del preformado biológico o de la estructura.
De esta minuciosidad se desprende un descriptivo particular que muchos de nosotros hemos ya naturalizado y que nos resultan imprescindibles al momento de trabajar con niños a los que entendemos en procesos constitutivos con posibilidades de falla no resolubles por procesos espontáneos de “maduración” o “desarrollo.” Pero también, un modo de posicionarnos ante lo ínfimo o lo divergente, no para silenciarlo, sino para problematizarlo, para abrir preguntas nuevas.
Autoerotismo o Narcisismo, objeto de amor u objeto de la pulsión, autopreservación yoica o autoconservacíon biológica -para tomar algunos ejemplos- no son meros dualismos, son también vías de acceso a una operatoria clínica no sólo más apegada a las condiciones del objeto, sino también más respetuosas de las formas en las que cada sujeto toma a su cargo bajo una totalidad yoica, bajo una “historia relato” , sus propias vicisitudes deseantes efecto de la compleja articulación entre condiciones edípicas de partida y formas particulares de una historia siempre traumática y, aun así, abierta a la resignificación.
Marina Calvo
Lic. en Psicología
marinacalvo [at] fibertel.com.ar
Notas
[1] El siguiente texto corresponde a una clase dictada el viernes 6 de septiembre de 2013 en la Facultad de Psicología de la Universidad de Rosario, en el marco de la Cátedra Libre Silvia Bleichmar.
[2] Quienes nos formamos con Silvia, hemos empezado tímidamente a apropiarnos de sus palabras, a poner a trabajar sus ideas, siempre creyendo que es sobre la vía de las identificaciones productoras y no sobre la de la melancolización rigidizante, que la mantendremos auténticamente viva y no, por el contrario, embalsamada. Este texto es un esfuerzo en dicha dirección.
[3] Laplanche Jean: La cubeta. Trascendencia de la transferencia, Problemáticas V, Amorrortu, Buenos Aires, p. 62
[4] Bleichmar, Silvia: La construcción del sujeto ético, Buenos Aires, Paidós, 2011. p. 274
[5] Levín, Santiago: “Palabras que no se lleva el viento. Identidad y diagnóstico en psiquiatría”, Vertex Revista Argentina de Psiquiatría, 2013, Vol. XXIV, p. 95-98