Allí donde hay mucha luz, la sombra es más negra
Johann Wolfgang Goethe
Este artículo es una versión ampliada de la introducción al libro El erotismo y su sombra. El amor como potencia de ser, de reciente aparición por la editorial Topía. Los fragmentos en bastardilla corresponden al texto original.
El título de este libro alude a Freud; el subtítulo toma como referencia el pensamiento de Spinoza. Desde ambas perspectivas venimos trabajando hace muchos años para tratar de responder al reto que tiene el psicoanálisis de dar cuenta conceptualmente de nuestra época. Esto nos lleva a rescatar nociones que definen la particularidad de su práctica; pero también, modificar otras a partir de los nuevos paradigmas de nuestra época. Esta propone nuevos procesos de subjetivación que ponen en cuestionamiento la sexualidad heteronormativa y patriarcal. En este sentido, vivimos en un momento de transición donde el patriarcado sigue siendo la estructura familiar dominante pese a que han surgido nuevas formas de familia que han provocado su crisis: monoparentales, monoparentales extendidas, homoparentales, unipersonales, familias ensambladas, etc. Por otro lado, las teorías e investigaciones ligadas al género y la sexualidad ponen en evidencia lo que sostiene el psicoanálisis: la sexualidad humana es desviada. De allí la importancia de dar cuenta de los procesos singulares que cada sujeto realiza en la construcción de su corposubjetividad.
Proponemos delimitar la constitución de la subjetividad en su complejidad evitando los reduccionismos. Para ello creamos el concepto de corposubjetividad que alude a un sujeto que constituye su subjetividad desde diferentes cuerpos. El cuerpo orgánico; el cuerpo erógeno; el cuerpo pulsional; el cuerpo social y político; el cuerpo imaginario; el cuerpo simbólico. Cuerpos que a lo largo de la vida componen espacios cuyos anudamientos dan cuenta de los procesos de subjetivación. Pero también, cuerpos que producen signos -como plantea Spinoza- que son pasiones: efectos de acciones sobre los cuerpos, cuerpos que actúan sobre otros cuerpos; es decir, cuerpos que afectan y son afectados en el colectivo social.
El problema del psicoanálisis proviene de un uso excesivo de términos y conceptos que se han transformado en emblemas culturales y, algunos de ellos, en formulas que se generalizan para terminar no diciendo nada. Esto ha ocasionado una banalización de la significación radical que tuvieron en sus orígenes; muchas cuestionadas desde ciertos pensamientos y prácticas que se presentan como novedosas, pero que constituyen verdaderas involuciones. Por ello nos proponemos dialogar con Freud.
Dialogar con Freud supone entender que la metapsicología da cuenta de la organización de un aparato psíquico, pero no de su modo de funcionamiento que es histórico, social y político: Freud -como no podía ser de otra manera- era un hombre de su época. De allí que en la clínica se nos presenta la necesidad de modificar algunas conceptualizaciones teóricas que son insostenibles en la actualidad. Dialogar con Freud también implica reflexionar sobre aquello que lo lleva a instalar un antes y después en la concepción de la subjetividad: la sombra del sujeto que no es solo la inclinación a la maldad, sino la razón de la misma en el no reconocimiento del otro.
Planteamos dar cuenta del giro que ha dado el psicoanálisis como consecuencia de las transformaciones en la subjetividad y los nuevos paradigmas de nuestra cultura. Esto implica no solo nuevas manifestaciones sintomáticas, sino también un escuchar diferente del sujeto en análisis. Nuestra mirada clínica se encuentra con una subjetividad efecto del actual malestar en la cultura cuya historia social y política es soporte de la historización del aparato psíquico. Su resultado es poner en cuestionamiento el dispositivo clásico para implementar Nuevos Dispositivos Psicoanalíticos. Donde lo “nuevo” refiere a aquello que fue excluido de la historia del psicoanálisis, ya que su oficialización trajo la exclusión de aquellas prácticas que cuestionaban lo instituido. Pero con “nuevo” queremos plantear la necesidad de modificar algunos conceptos que son insostenibles con la complejidad de nuestra práctica. Pero este estado de situación lleva a la complejidad que aparece en la clínica cuyas consecuencias no son solo del orden de la técnica, sino también de la teoría, la formación y la transmisión del psicoanálisis.
Creemos que el problema de la alteridad es uno de los grandes temas de la actualidad. Rechazar al otro implica no asumir que el otro es la base de todas nuestras esperanzas. El otro genera Eros y es precisamente el Eros el que permite una razón apasionada. Una razón que da cuenta de uno mismo y de los otros en el colectivo social.
Pero esto no remite simplemente al narcisismo donde el sujeto queda atrapado en el juego del yo-yo; sino -deberíamos decir fundamentalmente- el que lo lleva al narcisismo primario en la búsqueda de una totalidad perdida. Allí, al no existir el otro humano, desaparece como sujeto de sus necesidades y deseos. Por ello sostenemos que no hay erotismo sin sombra; aún más, la sombra es lo que determina las múltiples formas en que se expresa el erotismo como una afirmación de la vida. Esta sombra es la que genera lo viviente sobre Eros. En definitiva la sombra de Eros es la de la misma condición humana: que somos seres finitos. Esta finitud está presente desde nuestro nacimiento a partir del desvalimiento originario. Este agujero, esta falta se encuentra con lo viviente que necesita de un Primer otro que genere un espacio-soporte de la muerte-como pulsión para que el niño se encuentre con su potencia de ser.
Freud sostiene que la vida se da entre dos muertes para referirse a esta primera muerte que se constituye en los factores estructurantes del proceso primario. Estos son producto del estado de desvalimiento originario (Hildflosigkeit) que vive el niño al nacer ya que su cuerpo lo siente fragmentado y vacío. Por ello necesita de un Primer otro humano (nebenmensch) que conforma lo que llamamos un espacio-soporte afectivo, libidinal, imaginario y simbólico el cual produce una encarnadura en el cuerpo que le permita soportar sus fantasías de muerte y destrucción y encontrarse con sus pulsiones de vida, Eros. El deseo materno, compuesto de sentimientos, amores y palabras, crea un espacio imaginario atendiendo a las necesidades del bebé para posibilitar el proceso de catectización libidinal que lo inscribe en una cadena simbólica. Sus pulsiones serán habilitadas para potenciar su singularidad o, caso contrario, encontrará una falla en su espacio que al no poder procesar lo sumirá en el desvalimiento; ya que va a predominar una relación fusional en la que se diluyen los bordes del espacio-soporte que va a tener características diferentes en cada etapa del desarrollo psicoevolutivo (oral, anal, fálico). Este espacio encuentra en la función del tercero un límite -ya que no hay espacio sin un límite- en el que se va constituyendo el drama edípico donde la interdicción del tercero opera con una doble castración que permitirá que ambos, a costa del objeto perdido, se encuentren con su deseo. Dicho de otra manera para delimitar un espacio hay que in-corporar una ley que lo funde.
Si lo trágico da cuenta de nuestra entrada en el mundo es para indicarnos esa sombra del sujeto que lo inviste y tiende no solo a la violencia destructiva (misos), sino a la razón de la misma: anular la alteridad, hacer desaparecer al otro y, por lo tanto, a nosotros mismos. Su primera expresión es el amor sexual incestuoso entre el sujeto y el Primer otro. Es allí donde el tercero mediatiza ese deseo y esa pasión. Este crimen primordial, primero parricida y luego fraticida es la sombra de nuestra condición humana. Eros y pulsión de muerte.
Fue Freud quien estableció que el crimen fundacional -el parricidio originario que describe en Tótem y tabú- es el deseo de unirse en una pasión incestuosa a la fuerza matricial. Unirse a una totalidad donde desaparece el otro. Para que esto no ocurra, la castración edípica organiza -subrayamos, organiza no “normaliza”- el aparato psíquico en la prohibición del incesto al instalar la alteridad soporte del desvalimiento originario. Por ello la tragedia de Edipo muestra las pasiones de nuestra condición humana. O, mejor su inocultable ligazón. Es aquí donde el odio primario encuentra su expresión en la perversión como negativo del erotismo. Pero también en las manifestaciones humanas donde el mal no es una figura trascendente, sino inmanente a nuestra condición de sujetos. Esto nos lleva a la ética. Ética que debe dar cuenta del otro, en tanto un otro diferente, que me significa, ya que sin este otro no soy nada; aunque me pueda creer todo.
El odio primario está en el origen del sujeto ya que el amor se va construyendo en un proceso que determina la relación con uno mismo y con el otro; yo soy con el otro y es con el otro que me constituyo como humano. Es decir, nos constituimos en la falta, pero también en la potencia. Esto nos plantea una responsabilidad personal pero también la responsabilidad como sujetos ante males sociales y políticos. El problema es que la mayoría de los sujetos se comportan pasivamente y se rigen por la imaginación aumentando las pasiones negativas y disminuyendo las pasiones buenas. Por ello colectivamente no basta con la ética, que es la vía individual. Se hace necesaria una política basada en una razón apasionada de las pasiones alegres que permitan establecer lazos de solidaridad necesarios ya que para Spinoza el otro completa al sujeto. La relación con el otro aumenta mi potencia y la del colectivo social. Este es el desafío que nos plantea el Siglo XXI.
Desde esta perspectiva nos proponemos recuperar la capacidad del amor en el reconocimiento del otro; allí aparece Eros como condición y posibilidad de encontrar nuestra potencia de ser. Pero no el amor puro que, al prescindir del otro, tiene su máxima expresión en el sacrificio que lleva a la muerte. El psicoanálisis sostiene que el amor no puede entenderse separado del odio. Ambos van juntos. No hay amor sin sombra; lo contrario es la oscuridad del desamor. El amor como potencia de ser es un acto creativo que permite producir un encuentro-desencuentro con un otro. Se inicia en la falta, pero su desarrollo es posible en la potencia de ser.
En este sentido si antes se domesticaba la pasión para que el sujeto se adaptara a una pareja que siguiera la organización de la unidad productiva de la familia patriarcal. Hoy son importantes los sujetos en su individualidad para que circulen y consuman. Nuevamente el amor como alteridad es elidido en la búsqueda de una ilusión que se disfraza de una supuesta racionalidad. Su resultado son los fracasos amorosos que debilitan los cimientos del yo en tanto se sostienen en una ilusión. De allí la importancia de rescatar una ética que se sostenga en un amor inmanente basado en la alteridad. El amor como un punto de llegada y no de partida. El amor como construcción de un espacio identificatorio entre dos personas que atraviesan zonas oscuras y luminosas, erotismo y ternura, avances y retrocesos, contradicciones y recaídas. En definitiva, una experiencia única que se da entre dos sujetos singulares.
Sin embargo, nos encontramos con la cultura del capitalismo mundializado que promueve formas de subjetivación donde se afirma un cuerpo reducido a sus goces primarios. Es decir, el sujeto encerrado en su narcisismo consume mercancías para llenar un vacío que es consecuencia de la propia cultura; aún más, al otro se lo convierte en una mercancía, en una cosa. Su resultado es que el consumo como centro de la subjetivación y de la identificación de la singularidad conlleva interiorizar el sometimiento. El sujeto se ha transformado en su propio explotador en la búsqueda de un éxito que siempre resulta inalcanzable. El disciplinamiento social sostenido en los sectores sociales hegemónicos lo obliga a competir con el otro: yo o el otro. Cualquier medio es validado socialmente. Pero en esta búsqueda de la ilusión de la felicidad privada el sujeto se transforma en verdugo y víctima de sí mismo lanzado a un horizonte cuyas consecuencias son el fracaso. De allí los síntomas característicos de esta época en los que encontramos los aspectos más angustiantes y dolorosos, lo más sufriente del sujeto producto de significaciones que no se puede poner en palabras; es decir, los síntomas del desvalimiento y el desamparo: adicciones, depresión, suicidios, anorexia, bulimia, etc.
La cultura al ofrecer el consumo como modelo de subjetivación lleva a formas de la singularidad donde la identificación se sostiene en las pasiones tristes. Pero no luchamos contra las pasiones tristes con la Razón, sino con la fuerza de las pasiones alegres, transformando la Razón en una razón apasionada. Pero esta Razón es una razón con otros seres humanos. Por ello la pregunta de Spinoza ¿Por qué hacemos la suposición de que tenemos libre voluntad? La respuesta es pensar que somos entidades separadas. En este pensamiento no vemos nuestra unión real con los otros. Todos somos una sola Mente y un solo Cuerpo. Es en este cuerpo social donde podemos encontrar nuestra libertad. Por miedo a la libertad no nos reconocemos en los otros y nos refugiamos en nosotros mismos. En nuestro narcisismo. Este es el objetivo del poder que se inscribe en nuestra subjetividad a partir de las nuevas formas de subjetivación que predomina en la actualidad de la cultura mundializada.