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Pintar con palabras

 

León Rozitchner falleció el 4 de septiembre de 2011. Dejó una vasta obra publicada, pero también algunos libros sin editar. En este primer aniversario decidimos publicar un adelanto de un libro inédito de próxima aparición. Su producción siempre estuvo signada por esa fuerza y energía que transmitía. Y aquí tenemos nuevo encuentro con su apasionado pensamiento.

 

Introducción

 

El texto que aquí se presenta es un fragmento del libro inédito El triunfo de un fracaso ejemplar. Simón Rodríguez: filosofía y emancipación de León Rozitchner. La salida de este libro -hacia fines de año- editado por la Biblioteca Nacional inaugurará la publicación de las “Obras” del autor. El proyecto incluirá tanto la publicación del inmenso legado de trabajos inéditos como así también la reedición de sus obras éditas. Entre los primeros cabe destacar, además del texto sobre Simón Rodríguez que aquí adelantamos, aquéllos que irán apareciendo a lo largo de 2013: trabajos que van desde Hegel o el mito judío del Génesis, hasta Levinas o Goux pasando por el Moisés de Freud. Las primeras reediciones comenzarán a fines de este año por títulos ya clásicos como Moral burguesa y revolución, Perón: entre la sangre y el tiempo o Freud y los límites del individualismo burgués, para sumarse luego los demás títulos.

Creemos que esta edición de las “Obras” de León Rozitchner no sólo servirá para difundir lo que suponemos uno de los pensamientos más originales y fértiles que han dado nuestras latitudes, sino también para repensar los problemas fundamentales de nuestra vida colectiva a partir del espacio de reflexión que desde aquí se abre y nos interpela. Pues esta obra no consiste en un “corpus” de ideas quietas, adormiladas en el bostezo de las academias y las exégesis de salón, sino que, por el contrario, creemos que hay aquí un cuerpo pululante de vida que exige, para ser comprendido, expandirse en el cuerpo de quien lo lee hasta abarcar un espacio común de sensibilidad en que reverbere su sentido: el índice de verdad de estos pensamientos sólo podrá surgir si abrimos en nosotros mismos ese ámbito de coherencia entre el mundo y los conceptos. Pues, como advertía León, “pensar no es sólo enunciar una idea: es roturar un cuerpo”, abrir surcos, entonces, en nosotros mismos, para que una verdad inervada en esa afectividad plural pueda echar raíces en la tierra común de la realidad.

Y quizá éste sea precisamente el carácter “radical” del pensamiento de León. Pues al decir de Marx, ser radical es tomar las cosas por la raíz, y la raíz del ser humano no se deja nombrar en el ser humano como ámbito cerrado en sí mismo, sino que debe prolongarse en ese espacio afectivo, en ese “cuerpo común” más amplio en que surge y se sostiene. Así, esta verdad sólo podrá brotar del afecto compartido como coherencia de los muchos cuerpos con ese otro cuerpo común que es la realidad. Y es precisamente esto lo que León descubre como un mecanismo secreto que anima en el pensar de Simón Rodríguez.

Pero teniendo en cuenta que Simón Rodríguez es aún poco conocido entre nosotros se nos impone decir algunas palabras sobre él. En 1771, en Caracas, nace como niño expósito. Contó entre sus muchos “títulos” el de “Maestro del Libertador”; pero estaríamos muy lejos de entrever su estatura limitando su vida a lo que sin embargo fue su logro mayor: la educación moral de un niño llamado Simón Bolívar. Pues el fracaso también ha sido, en cierto modo, la callada materia de su grandeza. Descubrió temprano y brutalmente, en la soledad de ese nacimiento expósito, la necesidad irrenunciable del otro. Descubrió también que debemos todos “volver a nacer” -ahora desde nosotros mismos- a una sensibilidad común con los otros: sentir el sufrimiento ajeno en el propio cuerpo para que la com-pasión -ese sentir con los otros- no sea un mero “lastimarse” con el dolor ajeno que redoble la distancia y la soledad. Descubrió en el fracaso de sus tempranas reformas pedagógicas los límites de la colonia que sólo podrían superarse por el camino de la guerra. Y en los límites de la guerra -en la derrota política del triunfante Bolívar- el camino de una segunda batalla: la guerra con la que los hombres y mujeres de América se habían liberado de España era apenas el comienzo, y no el fin, de la emancipación. Descubrió entonces, agazapada en las cenizas del fracaso en que se apagaba el éxito de la Independencia, la necesidad de transformar esa lucha en una pedagogía que convierta a los niños y niñas pobres en los hombres y mujeres que lleven a cabo esa segunda revolución que había quedado inconclusa: la económica y social. En soledad libró esa segunda batalla. Y al igual que como había nacido murió en 1854 también en soledad.

“Leer es resucitar ideas y para hacer esta especie de milagro es menester conocer el espíritu de los difuntos o tener espíritus equivalentes para subrogarles”. Esta frase de Simón Rodríguez resume esa especial forma de entender la relación con los otros que es el mundo humano, esa afectividad común -de la que hablábamos- en que se produce el sentido. Y no es casual que esta frase sea el epígrafe con que León inaugura La Cosa y la Cruz, su lectura de las Confesiones de San Agustín. Pues ha declarado más de una vez que debió volverse no sólo cristiano sino también santo para vivir en la propia corporalidad sensible aquellas operaciones en las que San Agustín ponía en palabras sin cuerpo la densidad de un deseo que lo aterrorizaba, y restituir entonces, a partir de vivirlo en el propio cuerpo, el índice de verdad que el espíritu escamotea. La misma operación animaría estas páginas; sólo que el efecto se ve redoblado porque las palabras de don Simón buscan, precisamente, abrir el mismo espacio. 

Acaso no haya entonces mejor introducción para este texto que algunas palabras con que el mismo León se refirió a Simón Rodríguez y que podemos utilizar ahora nosotros para iluminar su propia obra: “¿Dónde -se pregunta León sobre Simón Rodríguez, y nosotros sobre él- se sitúa esta equivalencia del deseo del lector con el suyo, ese punto de encuentro donde el deseo del uno es conmovido por el deseo del otro, y lo comprende y lo hace propio? Porque comprender ese deseo extraño no es hacer surgir un cosquilleo estéril y sin riesgo; implica, por el contrario, poner en juego el propio deseo retomado como aquél desde el cual el otro en su verdad pueda ser acogido, asumir el desafío de su vida que por su obra nos propone.”

Valga entonces como adelanto este desafío que León hace a nuestra coherencia.

 

Cristián Sucksdorf

 

 

¿Dónde comenzar el análisis de la educación en Simón Rodríguez? Si se trata de comprender la esencia histórica de la educación dentro del campo de la “democracia”, ¿no habrá que retornar al origen de la propia nacionalidad, a la fundación de la República, para retomar desde ese momento histórico originario -proceso productor de un nuevo ámbito social en el cual jugaron su vida los que hicieron posible que la Monarquía sea vencida- para comprender allí el sentido de toda la educación republicana?

Esto implica una  inversión en el modo habitual de acercarse a la obra de Simón Rodríguez. No se trata de partir, entonces, de sus escritos dedicados a la pedagogía. Para ser considerados de esta manera, en su especificidad escolar y académica, requieren una operación mental previa a la cual  hay que prestarse: deben ser desgajados del contexto, abstraídos dentro del texto mismo para que pierdan la significación que Simón Rodríguez quiso explícitamente darle.

Tomemos un ejemplo. Una maestra venezolana considera a Simón Rodríguez como un promotor del “alcance y necesidad de la educación primaria”; es decir, lo lee integrando sus propuestas en las necesidades de la burguesía liberal. Hace justamente lo contrario de lo que fue la propuesta de Simón Rodríguez. En esa reducción, que integra la “instrucción primaria” dentro del sistema convencional, oculta la preparación del hombre como soporte de ese mismo sistema. Deja de poner de relieve lo único importante, es decir, que ese saber ofrecido a sus alumnos en la escuela primaria oculta precisamente lo más importante: las condiciones que hacen posible mantenerlos, por medio del “saber”, en la sumisión “democrática”. Y con ello la aceptación del sistema social que lo domina y en el que, por ese “saber” que les proporcionan, se ven incluidos como ignorantes. En este modo de “comprenderlo” a don Simón hay algo que esta maestra, preocupada por “velar por el nombre y la gloria de Don Simón Rodríguez” encubre, y que es precisamente lo fundamental a ser revelado. Si lo que está en juego en el conocimiento es el problema del ser social, humillado, expropiado y envilecido, la ignorancia combatida por Simón Rodríguez no es algo referido a un mero conocer de instrucción primaria. Al contrario, está dirigida a saber qué consecuencias tiene el no-saber, cuando por medio de la enseñanza se le oculta al joven el verdadero conocimiento: el de la dependencia de su ser, que se refiere a la ignorancia del saber del otro como otro que sufre.

Porque el saber no se dirige a un mero “conocer algo de las cosas del mundo”, que la información produce; sino que se refiere a algo mucho más importante: el saber del otro como otro semejante en su ser sufriente. Por eso, esta defensora de Simón Rodriguez  -que encuentra su punto de partida en la instrucción primaria-, cuando se preocupa por los niños ignorantes en realidad no los ve y siente como Simón Rodríguez. No los mira ni siente -ella, tan preocupada- desde el sufrimiento que vive. Pues para comprender esto y enfrentarlo, deberían tener un saber diferente al que ella les ofrece con su “instrucción primaria”. Está muy preocupada, la buena maestra, por el aprendizaje de los niños, pero al no partir del sufrimiento de ellos como propio -que es lo que propone Simón Rodríguez como premisa para todo conocimiento- sólo puede ofrecerles un saber que esconde, al dárselos, su propio privilegio de “maestra” del sistema social que defiende. Sistema al que convierte, en ese acto mismo, en intocable: nuestra buena maestra es cómplice del poder opresivo en el mismo momento en que sin embargo se apoya en Simón Rodríguez para formular el objetivo de la enseñanza primaria.

Sucede que nuestra maestra, como casi todas sus colegas, parte de la enseñanza en la escuela, desde una institución fragmentaria, pero excluye de la totalidad del sistema social contradictorio -político, económico, cultural, religioso- que da sentido a esa educación. Parte del presente y no se pregunta por el origen de ese sistema republicano, la guerra de la Independencia, desde el cual comprende su pedagogía Simón Rodríguez. Está instalada en la paz política de la República pero no se pregunta ni hace aparecer su carácter inacabado, es decir, su fracaso respecto de la segunda Revolución -la económica- que se planteó Simón Rodríguez para darle efectivo término a la primera revolución política iniciada por Bolívar.

Porque ésa es la diferencia: nuestra maestra, que vive en paz, no está desgarrada por la contradicción ni adentro ni afuera. Está instalada en la paz política y da como terminado el tránsito de la Monarquía a la República. La Revolución contra el opresor: que en paz descanse. No sabe que la Monarquía todavía está viva en quienes la realizaron. No comprende que para Don Simón la enseñanza se plantea no desde la paz de la República sino desde la guerra de la Independencia. Pero de una independencia que está todavía por ser alcanzada y cuyo camino debe ser enseñado para que permanezca abierto. Por lo tanto de una educación y una escuela para formar ciudadanos de una libertad social aún no lograda.

La educación revela su sentido fundante cuando es retomada desde la guerra. Porque esa guerra de la Independencia sigue presente en la política republicana. La clave para entender la obra de Simón Rodríguez está, creemos, en el drama de toda sociedad que, luego de la Revolución, perdió el sentido de su primer triunfo y volvió a instalarse con ello contra lo cual había luchado. Simón Rodríguez a partir de ese fracaso se plantea el trabajo necesario para dar término a lo que la Independencia dejó trunco: crear los hombres que, educación mediante, desde el sentimiento de su ser sufriente, sean capaces de producir la Segunda Revolución político-económica y concluir la primera Revolución armada de Bolívar. Lo dice en el siglo XVIII: todavía estamos esperando que lo entiendan. Por eso nuestro comienzo es diferente. Nosotros partimos de una obra que nos plantea el problema desde la guerra y desde la milicia: “El libertador del mediodía de América y sus compañeros de armas defendidos por un amigo de la causa social”. Retomamos su momento culminante: ese enfrentamiento a muerte donde los hombres produjeron, con el riego de sus vidas, un nuevo ámbito de vida social proclamando la República.

 

Pintar con Palabras

 

“La LENGUA y la MANO son los dotes más preciosos del hombre”. Todo hombre se “objetiva”, aparece ente los demás y ante sí mismo, en lo que hace. Ahí se trasparenta, en cada acto, sus cualidades. Por eso esta expresión de uno mismo tiene dos extremos, donde la materia, si bien es diferente -la voz, para el caso- es una pura melodía etérea, aire modulado por la lengua que en la palabra hablada expresa la verdad de un cuerpo que se “dice”, como cuerpo, hacia afuera; y del mismo modo con la mano: si bien la mano modula la materia exterior al trabajarla, es también el trabajo del ser, del ser hombre, sus cualidades más hondas, las que se expresan en ella. Así se dan aquí los dos extremos que habitualmente en la apariencia han sido separados: el “espíritu” aparece en la palabra, y la “materia” en la mano. Pero esta separación es falsa.

La ignorancia no es un no-saber cualquiera, pues se puede “saber” mucho, tener “conocimientos” y ser radicalmente ignorante. Porque la ignorancia es un no saber fundamental, que desconoce aquel sentimiento desde el cual todo saber verdadero se forma: el saber, vimos, del sufrimiento del otro como propio, la compasión, es decir el padecer y sentir al otro en nuestro propio cuerpo. Este saber fundamental se manifiesta en todo lo que el hombre produce con la mano, hacedora de cosas, y con la lengua, hacedora de ideas. Los explotadores del cuerpo de los otros en el trabajo de la vida cotidiana, creen que sus lenguas, separadas en sus delicados cuerpos del trabajo que los demás con sus manos hacen por ellos, expresa una riqueza propia, una distinción del alma que los sometidos y expropiados no tienen. Son los propietarios de la palabra. Pero sus cuerpos están divididos y deben acallar lo que han delegado en las manos callosas. No sufren porque el otro, siempre negro o indio, trabaje la naturaleza para que los Doctores preserven la ciencia que destilan los suyos. Pero esa ciencia no es de ellos:

“Los Doctores Americanos no advierten que deben su ciencia a los indios y a los negros: porque si los Señores Doctores hubieran tenido que arar, sembrar, recoger, cargar y confeccionar lo que han comido, vestido y jugado durante su vida inútil… no sabrían tanto: …estarían en los campos y serían brutos como sus esclavos.”

Se han quedado con el “espíritu” y las bellas artes. Simulan con sus cuerpos una forma alada, distante, suave. Creen encarnar un espíritu que la dura faena, el trabajo material, ha depositado en los otros, y los ha dejado libre para la histeria seductora de los gestos y las palabras. Por eso se asombran cuando ven manos de carpintero en un hombre que piensa; no han visto que esas manos que trabajan la materia,-como las de Simón Rodríguez, cuando fabricaba velas con las suyas-, modifican todo el ser del hombre y, por supuesto, también la boca cuando ésta se expresa.

Esta separación entre cabeza y mano, o entre cabeza y cuerpo, entre “espíritu” y “materia”, es el fundamento del cuerpo de la Monarquía, que como vimos había hecho de ese Monstruo su Cuerpo. Y sin embargo ese cuerpo social tiene en sí mismo el “principio motor de todas sus acciones”, lo que lo hace ser un cuerpo poderoso.

“La fuerza material está en la masa y la moral en el movimiento.”

La “fuerza material” es el conglomerado de los cuerpos del pueblo “domeñados”, explotados, y embrutecidos en su trabajo con las manos. Y la “moral”, que le da movimiento, estaba en las cabezas de esos cuerpos distinguidos cuya pretendida diferencia del pueblo era su supuesto “saber”. Y eso nos lo dice Don Simón.

“Hasta aquí las dos fuerzas están divididas…….

La moral en la clase distinguida, y la material en el pueblo.”

Pero el Pueblo tiene en su pobreza un saber que los distinguidos no poseen: el de su resistencia, adquirida de un modo diferente en la vida cotidiana. Un saber que debe pasar de las manos a la propia cabeza, no escindida, como “las plantas que en un mismo pie tienen los dos poderes”.

“Los pueblos no pueden dejar de haber aprendido, ni dejar de sentir que son fuertes. (…) Antes dejaban gobernar, porque creían que su única misión, en este mundo, era obedecer: ahora no lo creen y no se les puede impedir que pretendan…”

Esa es la confianza de Simón Rodríguez: los pueblos “no pueden dejar de haber aprendido” aquello fundamental que les permita hacer surgir desde las manos -pintoras de la realidad cotidiana con sus obras- un saber diferente al saber moral que se atribuyen las clases dominantes.

“Con los conocimientos, divulgados hasta aquí, se ha conseguido que los Usurpadores, los Estafadores, los Monopolistas y los Abarcadores obren legalmente.”

Si los pueblos “no pueden dejar de haber aprendido”, es porque en la vida de cada uno de sus hombres y mujeres está presente el lugar de una fuerza que hasta ahora se ha creído sólo “material” para usufructuarla. Pero cada hombre de pueblo también es el lugar posible de una moral nueva. Y a eso tiende la enseñanza de Simón Rodríguez: una moral nacida y desarrollada desde su propia fuerza, la fuerza colectiva de un pueblo sometido que se libera.

“Este libro no es para ostentar ciencia con los sabios, sino para instruir a la parte del pueblo que quiera aprender, y no tiene quién le enseñe.”

Habíamos señalado que ese saber que no reciben es uno solo, el importante, el único excluido de todo campo donde el conocimiento, las ciencias y las artes se difunden y se charlan: el saber que les devuelva el ejercicio del poder moral de su fuerza, y que está sin embargo, como sentir, ya presente en ellos. Porque de ese saber se produce y surge su propio “movimiento”.

“Entre los conocimientos que el hombre puede adquirir, hay uno que les de estricta obligación… el de sus SEMEJANTES. Por consiguiente que la SOCIEDAD debe ocupar el primer lugar en el orden de sus atenciones, y por cierto tiempo de ser el único objeto de su estudio.” No es el saber de la “sociología” o la “economía” donde se describe objetivamente el “intercambio” social entre los hombres. Simón Rodríguez se refiere a otro saber, el que descubre el fundamento social de la propia subjetividad, encarnado en lo más profundo y sensible de cada cuerpo humano. Es éste “el único objeto de estudio” del cual deriva luego todo otro. Esta ignorancia es la que permite ocultar el fundamento de las fuerzas de las masas de hombres sometidos. Eso se logró históricamente al dispersar a los hombres en individuos “separados”, ignorantes del poder colectivo que hizo posible que cada uno de ellos sea. Y la figura de los que “andan en los Salones” es precisamente de aquéllos que creen afirmarse como personas independientes cuando más dependientes son de las manos que explotan. Este aislamiento individual, este ser uno excluyente de los otros, se apoya en dos ideas, base material y moral de la Monarquía prolongada en la República: libertad personal y derecho de propiedad.

La libertad personal sólo sirve “para eximirse de toda especie de cooperación al bien general”; es decir como si no descansara en el aprovechamiento y la exclusión de la libertad también “personal” de la gente del pueblo. Eso les permite aparecer como si fueran “independientes”. Pero sin embargo, la verdad de esta libertad individual oculta en el goce separado la trampa material, el aprovechamiento de los cuerpos ajenos sobre los que recae la carga de la producción, el fracaso y la muerte. Esto es lo que nos muestra ese segundo principio que acompaña siempre, necesariamente, al primero: el derecho de propiedad. Es éste el que sirve para “convertir la USURPACION en posesión (…) la posesión en propiedad y, de cualquier modo, GOZAR con prejuicio de terceros (…) a título de legitimidad (y la legitimidad es un abuso tolerado)”.

El cuerpo de los otros usurpado es el que permitió luego también la expropiación de la materialidad de la tierra y de las cosas, la naturaleza trabajada que es el cuerpo común  objetivo de cada subjetividad, donde se prolonga el cuerpo colectivo de los hombres. La usurpación es el secreto escondido y recóndito que forma sistema con la exclusión y usurpación del otro en uno mismo, la del propio cuerpo que se siente en su propia existencia más íntima separado y solo: el propio ser se funda en haber usurpado, sin reconocer, al otro.

La economía se prolonga también en lo más íntimo de la relación de pareja, donde la propia “libertad” individual sólo tolera como acompañante de la soledad y del despojo humano la presencia de la voracidad de otro semejante que la ponga en duda.

El “amor” es este punto donde el fervor del cuerpo sexuado sólo se extiende hasta abarcar el cuerpo ajeno separado, con la condición de que este “amor” no suscite la angustia de muerte que aparece si ese cuerpo “amante” descubriera la propia trampa que él consuela: lo quiero a él o a ella, porque su cuerpo queda cerrado sólo en el mío, y son así dos muertes, la de dos cuerpos muertos, las que el abrazo encierra en uno solo. Eso es el “goce”, el del ocultamiento de lo más sensible -el sentir el sufrimiento del otro como propio- sobre el cual se apoya ahora este menguado placer, ocultamiento en ambos de la misma encubierta por lo gozoso.

El descenso al fundamento personal en el cual la economía descansa aparece muy claro en Simón Rodríguez, porque la aparente independencia de las relaciones productivas que el derecho a la propiedad afirma, se muestra  en el nivel de las cualidades y facultades de cada hombre. Allí, en esa materialidad histórica, donde lo que cada uno es existe y se ha formado como facultad propia por su relación con las facultades de los otros, se revela el único lugar del entrecruzamiento sensible donde se genera lo más personal de cada uno por el “concurso” de los otros. Es en lo más íntimo de cada persona donde Rodriguez encuentra el fundamento desde el cual pensar la base humana de la República.

“NO HAY facultades INDEPENDIENTES

siendo así

no hay facultad propia

que pueda ejercerse sin el concurso

de facultades ajenas”.

Este principio es el “principio preexistente a todos los principios”, y nos llama la atención sobre “la simplicidad de este axioma”. Lo cual quiere decir que aquí se funda, en la no-independencia de las propias facultades, en la presencia de las facultades ajenas en uno, el propio ser formado en sus fibras más íntimas por los otros. No se trata de algo formal ni abstracto, sino de la propia corporeidad trabajada por las cualidades y facultades de los cuerpos que, superado el aislamiento, se unen. Los demás hombres están entrelazados en lo cualitativo de mi propio cuerpo y son ellos los que han habilitado en mi lugar desde el cual soy hombre. El ser de cada uno se muestra entonces como el lugar de una deuda histórica. Por eso don Simón nos hablaba del engaño, la apariencia y la mentira de los godos: ocultando la deuda aparecen como si ellos los demás, los sometidos, les debieran todo. Este es el fundamento social de la ignorancia, que no se refiere sólo a un saber desconocido: la ignorancia es no querer saber del propio fundamento, la inconsciencia de esa deuda histórica sobre la cual afirma cada uno su propio privilegio. Ignorancia es aquí haber hecho del propio ser el cementerio de los otros consumidos.

Pero esta ignorancia es un sentir que cierra los límites del propio cuerpo y por lo tanto es mezquindad con el propio sentimiento. Desde aquí cada facultad desplegada hacia el mundo no tendrá una savia histórica, sensible, que la nutra. Facultades escuálidas, ignorantes del sentido que orienta el contenido y las ejercen como si fueran propias; florilegios de la voz y la palabra que garabatean el papel o los salones un verdor simulado; juego de arabescos en fin, porque en su propio fundamento carecen del vigor de la vida que ha producido las facultades y los poderes creadores en los hombres. Y estos no pintan con el cuerpo las palabras y las letras. Como no tienen nada que decir, más allá del garabateo de sus papeles serán sus escritos letra muerta, basura en la ecología de la historia.

Porque aún la lectura de los libros implica para Simón Rodríguez actualizar el fundamento del ser que los lee

“Leer es resucitar ideas, sepultadas en el papel:

Cada palabra es un EPITAFIO

¡que, para hacer esa especie de MILAGRO! Es menester

conocer los ESPIRITUS de las difuntas

o tener ESPIRITUS EQUIVALENTES qué subrogarles.”

Si cada palabra es un epitafio en las que están sepultadas las ideas, resucitarlas quiere decir que debemos ser el lugar de ese milagro: el milagro de infundir, para hacerlas vivir, lo más propio puesto en juego por ellas. Quiere decir que debemos con nuestro propio ser sintiente y pensante hacernos el lugar donde en nosotros mismos resucitan y viven ahora de la propia vida. Y para lograrlo uno mismo debe hacer brotar, con la savia del propio cuerpo, el sentido que nuevamente las reanime. En la lectura somos el lugar de un renacimiento de lo más denso creado por la historia. Pero esto, entonces, no tiene nada que ver con las enseñanzas de la “lectura”, el saber “leer y escribir” de nuestros pobres colegios y escuelas de la República.

¿Qué quiere decir entonces “pintar con palabras”? Pintamos al hablar y al escribir porque hemos puesto todo el ser, sensible y pensante, en juego. Este trabajo de hacerse uno mismo al expresarse implica la capacidad del recuerdo. ¿Y qué van a recordar aquellos que han hecho de su vida pasada una rapiña? La ignorancia, -imposibilidad por angustia de sentir al otro en uno para ocultarse en el propio fundamento sintiente- implica al mismo tiempo el empobrecimiento de la memoria y el recuerdo: no podemos habilitar a la vida lo que más nos duele. Y eso es el poder de un cuerpo en lo más sensible de uno mismo. No son sólo ideas impensables sino también sentidos que quedaron muertos.

“cada Sentido tiene sus Recuerdos:

y juntándose los unos con los otros,

forman la Memoria (…)

Memoria es, pues, un Conjunto de Recuerdos.”

Y el “arte”, el fundamento de todo arte -¿qué podrán ver en los cuadros los que no han tenido el coraje de los propios recuerdos?- es esta combinatoria en la que el alma está en juego. Y sólo desde aquí se forman las ideas. Por aquí circula, en lo más íntimo, la historia del mundo que adquiere vida por la propia historia en el recuerdo sensible mantenido en la memoria. Así cada hombre tiene dos opciones: ser el lugar donde la creación se ha detenido, y simular para salvarse a sí mismo del dolor del engendramiento, o ser aquél donde la historia fue asumida, la historia grande de los hombres, como lo más propio que desde uno se incluye creadoramente entre los hombres. No pinta el que quiere aparecer, sino el que quiere ser. No es pintor el que quiere, sino el que puede. Y hay que tener un coraje muy profundo para hacerlo.

 

“El arte de escribir necesita del arte de Pintar” (…) “Para ejecutar esto es menester SENTIR nadie aprende a sentir, y de cualquier modo expresa cada uno sus sentimientos, pero debe aprender a expresar los ajenos que excitan los suyos”.

El sentir, es esa la paradoja, es un saber que no se aprende. Lo único que se aprende entonces es a vivificar lo propio con lo que los otros “excitan”, y no por conveniencia. Este es el verdadero aprendizaje para transformar el propio ser sensible retenido.

Pero en los salones de los godos, los sentimientos de cada uno sólo excitan la superficie, lo que quedó disponible del propio origen sepultado para ser excitado: sólo los roza pero no los hiere.

“Es menester ser mui sensible y tener mucha imaginación, para convertir el mal ajeno en propio, y compadecer en lugar de lastimarse solamente.”

No tienen, nos dice, “en qué fundar el raciocinio”: para pensar no habilitaron la sensibilidad más profunda del propio cuerpo. No padecen por los otros, pero entonces no pueden ser el índice tampoco de lo que son ellos mismos; se sienten bien, no sufren: han roto los lazos de amor con el mundo.

“Estar mal o malo, y creerse bien o bueno, es un engaño de sentido, efecto de la desorganización – es un bienestar falaz, precursor inmediato de la muerte.”

Estos hombres y mujeres que se engañan están desorganizados. No son coherentes con la vida de los hombres que han vivido antes y con los que conviven ahora, porque no tuvieron el coraje de asumirla en ese segundo nacimiento, en el cual cada uno nace de sí mismo. Y por eso el sentido de la historia, lo que en ella se debate, ha quedado detenido: sólo conocen cómo aprovecharlo. Pero ese malestar individual, que el engaño hace aparecer como bienestar, muestra algo más que ellos no ven: forman cada uno, con sus cuerpos muertos, parte de un Cuerpo colectivo de una clase moribunda.

“Las naciones perecen (…) sus enfermedades mortales son siempre civiles, y su muerte… política.”

Para que esta muerte no ocurra, hay que volver al problema de las manos separadas de la lengua, a la cabeza separada del cuerpo, a las clases que quedaron con la moral hipócrita mientras la otra, la del pueblo, sólo con el cuerpo sin movimiento y sin Idea.

“Para poner en práctica la Idea de la República

ocurrió la cabeza a las MANOS

y en las manos permanece:

es menester que vuelva la Idea a la CABEZA.

Las FORMAS están desacreditando la IDEA

no se llamen REPUBLICANAS porque no lo son

y no lo son porque NO HAY PUEBLO.”

La cabeza y el cuerpo tuvieron que recurrir a las manos del pueblo para desarrollar la Idea de la República. Esa Idea no ha fructificado aún porque los que tenían manos para empuñar las armas de la guerra, no han desarrollado el saber de la Idea que empujaba a las Milicias. Es menester, nos dice Simón, que vuelva la Idea de la República a la CABEZA: que se despliegue desde las manos de los cuerpos del pueblo sometido. Ahí reside la verdadera fuerza para dar contenido a la Idea de República. Por eso no habrá República mientras el pueblo no guíe la fuerza de sus cuerpos por las ideas prolongadas hasta las manos. O más bien: que las manos producen como ideas. Mientras tanto, los que han impuesto sólo la forma de la democracia están desacreditando la Idea: no han abarcado con ellas la corporeidad viva y creadora del pueblo.

Y nos preguntamos: ¿qué tiene que ver todo esto con lo que enseña nuestra maestra de escuela, que encima cree estar realizando lo que Simón Rodríguez enseña?

 

Nota: Se mantiene en las citas de Simón Rodríguez la particular grafía del autor.

 

 
Articulo publicado en
Noviembre / 2012