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Homenaje a León Rozitchner

 

Homenaje a León Rozitchner

 

El pasado 4 de setiembre falleció León Rozitchner. Resulta extraño resumir en una breve frase el final de una vida. De cualquier vida. Pero especialmente para nosotros de la vida León Rozitchner. No fue solo un colaborador permanente de nuestra revista ya que fue un referente intelectual para el desarrollo de las ideas que fuimos elaborando en todos estos años.

Resumir su trayectoria es difícil. Pero podemos decir brevemente que nació el 24 de setiembre de 1924 en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Estudia Humanidades en la Universidad de la Sorbona, París donde hizo cursos con Maurice Merleau – Ponty, Lucien Goldman y Claude Levy – Strauss. De regreso a la Argentina participa de la fundación y dirección de la mítica revista Contorno junto a David Viñas, Ismael Viñas, Oscar Masotta, Noé Jitrik y Juan José Sebrelli. Se desempeñó como docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad del Litoral y en la Universidad de La Plata. En 1976 con el golpe militar se tiene que exiliar en Venezuela donde ejerce en la Escuela de Filosofía de la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de Caracas. Retorna a Buenos Aires en 1986 donde participa como docente de la Universidad de Buenos Aires y el investigador principal del CONICET.

Rozitchner fue un gran polemista cuyas ideas se fueron reflejando en sus clases, artículos y libros. Entre estos últimos podemos citar: Moral Burguesa y revolución (1963), Freud y los límites del individualismo burgués (1972), Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia (1985), Perón, entre la sangre y el tiempo (1985), Ser judío (1988), La cosa y la cruz: cristianismo (en torno a las Confesiones de San Agustín) (1997), El terror y la gracia (2003).

La fuerza y la energía que caracterizó a León hasta sus últimos días está presente en sus textos. Por eso queremos recordarlo con una clase inédita que tiene una introducción de Cristián Sucksdorf. Además en www.topia.com.ar se podrán leer textos de Enrique Carpintero, Juan Carlos Volnovich y Nestor Kohan.                

 

 

Introducción

 

Este trabajo que aquí presentamos es la edición de un fragmento del seminario “Marx y Freud”, dictado por León Rozitchner en el segundo cuatrimestre de 1964 en la vieja sede de la calle Florida de Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. El seminario completo formará parte de un libro que será en breve publicado por la editorial Topía. Este libro reunirá además otros trabajos de León Rozitchner, inéditos o poco difundidos, que abordan desde su original visión teórica las relaciones y tensiones entre cultura, ciencia y psicoanálisis. Antes de introducir el texto cabría hacer una mención a las “condiciones de posibilidad” de esta publicación, entre las que se destaca especialmente el minucioso cuidado con que Rafael Abramovici conservó las desgrabaciones editadas por un grupo de alumnos de aquella facultad, y sin el cual este material, quizás, se hubiera perdido irremediablemente.

El texto que aquí se adelanta, en nuestra opinión, no se afilia a la polvorienta tradición de los archivos; para decirlo con claridad: no es en su carácter de “documento histórico” que se lo publica. Por el contrario, creemos que éste es un texto de imprescindible actualidad. Y no sólo porque nos permite el ejercicio de esa más cabal y profunda comprensión de la obra de León con la que resignadamente tendremos que intentar llenar un vacío irreductible, sino porque es un definitivo aporte a la posibilidad de comprendernos hoy.

El texto aquí publicado desarrolla los fundamentos del pensamiento de León Rozitchner sobre la significación. Resuenan aún, en los conceptos de este trabajo, ecos de su enfrentamiento parisino a la fenomenología de Max Scheler o de su tesis complementaria sobre los “Manuscritos del 44” de Marx -en especial su precursor énfasis en el tercer manuscrito y la relación del hombre con la mujer en la formación y fundamento último de la conciencia- pero su sentido, incorporada también la influencia freudiana, es otro. Pues de lo que se trata, no es ya de esos elementos, sino de la síntesis personal que ahora los anima; algo como las variaciones que una certeza recién adquirida opera sobre la escena cambiante de un recuerdo. Pautas, entonces, del despuntar de un pensamiento propio. Pero estas pautas, lejos de reducirse a la teoría, se corresponden antes que nada con el núcleo más profundo de una práctica teórica: un pensar que es siempre, al mismo tiempo, sentir.

Y quizás sea por ello que podemos reencontrar esta metodología, esta práctica del pensamiento, en toda la obra de León Rozitchner. Pues no se trata de una mera construcción teórica, helado edificio de conceptos ordenados en la abstracción de una etérea razón inmaterial y sus leyes, sino, por el contrario, es ésta la práctica de una razón que crece desde un cuerpo, que se calienta con el mundo, una razón, digámoslo así, enamorada. E inescindible, por ello mismo, de una dimensión ético-política, pues su coherencia deberá ser “verificada” y sostenida en el propio cuerpo, y su verdad, para ser tal, prolongada en la afectividad del cuerpo de los otros. Cada concepto sólo podrá significar, entonces, en tanto sea animado en el sentir de un “cuerpo común”.

Las pautas que este texto expone, entonces, son tanto las coordenadas prácticas como teóricas -¿será que el pensar también se hace teórico en la práctica?- de esa particular forma de lectura con que nos sorprendía León. Esa mezcla de empatía y chamanismo mediante la cual pudo reconstruir, “verificando” cada verdad en la propia afectividad vivida, aquella dominación que se escondía en la supuesta in-materialidad de la razón.

 

 

Contribución a una teoría del hombre

 

León Rozitchner

 

El absoluto-relativo

 

Trataremos de ver cómo se constituyen en el hombre los diversos planos que lo llevan desde su ser individual a una ampliación de su propia estructura individual hasta poder acceder al plano cultural y abrirse a la comunicación con los demás hombres. El hombre se hace hombre al surgir en una cultura. Se nos plantean entonces los siguientes interrogantes: ¿cómo se  constituye en él este acceso? ¿Cómo pasa de lo individual a lo universal? ¿Cómo accede de la sensibilidad muda a la palabra? ¿Cómo se sigue produciendo en él, en el plano estrictamente individual, el pasaje de la naturaleza a la cultura?[1]

Este plano en el que nace como ser “biológico” y llega a constituirse como ser “cultural” es considerado ahora, en esta perspectiva, como aquél en el cual entra a formar parte de la estructura, en tanto individuo material, y se individualiza en el seno de ese mismo proceso material, con el cual debe permanecer continuamente en intercambio para no morir. El hombre, en este plano, entra a formar parte de un continuo material dentro del cual se constituyen discontinuidades relativas. Por ejemplo: yo soy un individuo, aparentemente separado por los límites de mi piel de todos los otros seres y objetos materiales. Pero esta afirmación no es tan cierta: el aire, la tierra a mis pies, la voz, los alimentos, la piel como medio externo de intercambio incesante, señalan que no hay tal discontinuidad: formamos parte de un continuo material de cambios y relaciones incesantes con el mundo. Si acentuamos uno u otro aspecto, podemos vernos como separados e independientes de los procesos continuos  materiales, o por el contrario, podemos vernos sumergidos en él hasta perder la individuación.

Acentuar unos u otros aspectos es moverse analizando a nivel de los procesos sólo físicos o biológicos, o sólo culturales. Los cuerpos físicos están aparentemente separados de los otros: una piedra está, indiferente, al lado de otra piedra. Pero un individuo biológico (un animal, por ejemplo) no está al lado de otro, sino que se individualiza y se autonomiza relativamente para determinarse de acuerdo con los procesos que regulan el fenómeno de la vida. Aunque individualizado, sin embargo, esta separación no lo particulariza: en su existencia el animal cumple, o se cumplen en él, semejantemente, las mismas leyes y procesos que regulan la vida de los demás animales de su especie. Decir “uno” equivale a decir “todos”: cada uno es ejemplar respecto de los otros, y los contiene a todos. Un hombre, en cambio, es individuo porque al mismo tiempo que participa del género humano en tanto ser biológico, al mismo tiempo también, por el proceso de cultura, adquiere o es susceptible de adquirir, una particularización que introduce, en su ser igual a los otros en tanto hombre, una diferencia irreductible en tanto persona: es un ser único e irremplazable, que tiene conciencia de su propia fugacidad, y que hace aparecer en el seno de lo biológico un centro de perspectivas que lleva su nombre. Y es, en tanto tal, absoluto. Pero este absoluto que cada uno de nosotros siente ser es relativo a la cultura y a la totalidad de los otros hombres que constituyeron e hicieron posible este su ser absoluto: relativo tanto respecto de la naturaleza como respecto de los demás hombres.

Así, entonces, el plano de la experiencia vivida como punto de partida desde el cual el hombre emprende toda conducta, debe ser entendido como un continuo material en el que se establecen las discontinuidades relativas respecto del espacio, pero que sin embargo es simultáneo con todos los otros fenómenos que necesariamente lo enlazan con ese continuo material. Se ve entonces cuál es el problema que nos interesa señalar: si queremos comprender al hombre concretamente, como aquél que participa de todos los procesos, que es físico-vital y cultural al mismo tiempo, se entiende que la diferenciación (su particularidad en tanto tal individuo, absoluto), debe conservar al mismo tiempo lo que tiene de relativo: relativo tanto a la estructura biológica, material, como a la estructura cultural que hizo posible su particularización. En este plano, por lo tanto se da: 1) una totalidad de procesos continuos y simultáneos; 2) la aparición, dentro de esta totalidad, de un individuo que se particulariza y es constituido como particular, acentuando esta particularidad llamada “espiritual” por nuestra cultura. El problema es el siguiente: poner de relieve que este individuo particularizado, que es una persona, y que en tanto persona sensible se convierte en tal acentuando su separación, sólo podrá ser persona verdadera si pone de relieve e incorpora a su propio proceso en forma consciente, las relaciones con la totalidad de las procesos que, en los diversos niveles[2], hicieron posible su existencia.

Volvamos a la simultaneidad de nuestra propia existencia con los fenómenos del mundo. Simultaneidad quiere decir que nuestra existencia se define como existiendo al mismo tiempo y en coordinación, con las otras existencias y fenómenos que están sucediendo al mismo tiempo que se desarrolla nuestra propia vida. En el momento en que yo digo “ahora”, este “ahora” lo es para una totalidad de individuos que forman parte del fenómeno humano universal, que existen en la Tierra. Pero como esta simultaneidad se apoya en ese continuo material antes mencionado, señala la existencia necesaria de una relación, no forzosamente consciente, pero sí básicamente dada en la realidad, por formar parte, todos, de esa totalidad material. Tomar conciencia de lo que permanece inconsciente, ignorado, significa saberse formando parte de ese todo material y humano.

Quiere esto decir que aún un individuo que realiza su experiencia personal limitado a las relaciones cercanas, próximas, aquéllas hasta las cuales se prolonga su sensibilidad sin otro esfuerzo, forma parte ya de hecho de una totalidad dada que le proporciona su propia significación y lo sitúa en su verdad. Ese plano puede descubrirlo como propio porque los otros hombres pueden anunciárselo, puesto que no sólo existen, sino que establecen relaciones de un punto a otro, relaciones de comunicación de bienes, como en la economía, o meramente de mensajes que la palabra vehicula. Esa totalidad dada de hecho, cuya emergencia cultural está constituida por la totalidad de los hombres, se apoya en otros procesos. Cuando digo la totalidad de los hombres digo, porque lo hacen posible, la totalidad de los animales, digo la totalidad de los vegetales, digo la totalidad del substrato material físico que constituye al planeta Tierra, sobre el cual se desarrolla tanto la vida como el hombre, y digo el espacio cósmico sin el cual la Tierra no podría existir.

Esta totalidad, dada de hecho al hombre que nace en ella. No es sin embargo, en tanto talidad sabida, dada espontáneamente. Nosotros, por ejemplo, estamos instalados en este aula; sabemos sin embargo que esta habitación forma parte del piso, piso que está situado en un edificio que le pertenece, a su vez, a un grupo de edificios que forman la manzana. A su vez, la sabemos situada en la calle Florida, que forma parte de un barrio, que forma parte de la ciudad, que forma parte del país; y así sucesivamente podemos encontrar, pensando, conociendo y recorriendo, el entronque real que la une o que la sitúa dentro de la estructura de los procesos totales antes señalados. Esto no aparece dado inmediatamente; es el fruto de una experiencia y de una reflexión que se consubstancializó hasta tal punto en nosotros que forma parte de nuestra percepción de cada lugar. Pero para constituirlo hemos necesitado aproximar lo distante, hacer visible lo que, desde el punto de vista de la percepción individual, permanecía invisible. Quiere decir que en el seno de nuestra individualidad sensible hemos tenido que realizar una experiencia tal que extendiera sus límites hasta englobar lo universal. Y lo universal, en tanto sabido y ligado a cada uno de nosotros, modifica así lo sensible: convierte, como diría Marx, a los sentidos sensibles en sentidos teóricos. Introducen el pensamiento en el seno de la materia, y transforman su organización, de biológica que era, en organización humana.

El problema que se nos plantea consiste en mostrar los pasajes mediante los cuales el individuo, sensible, material, que es su cuerpo, puede acceder a los procesos culturales y humanos que exceden los alcances inmediatamente dados en la corporeidad sensible, al mismo tiempo que lo afirman. Sería preciso explicar cómo, partiendo de su singularidad, desde la ubicación precisa y limitada que cada uno vive, van surgiendo los diversos niveles que nos permiten aproximar lo distante, ligar lo singular con lo universal, descubrir la conexión de esta singularidad con la totalidad. O, en otras palabras, ¿cómo hacer surgir en el seno de lo subjetivo lo objetivo?

 

Los niveles de la experiencia

 

1) Partiendo entonces de este nivel de la experiencia vivida anotaremos un primer nivel: el de los valores. Valor es la significación que tiene para nosotros una relación vivida, en la medida en que cada relación vivida confronta al ser que somos con lo que se nos adecua o no. Es el aspecto negativo o positivo que cada relación adquiere para nosotros. Es la repercusión más afectiva que experimentamos, poniendo en juego nuestra persona, en una relación con el mundo. Pero no se crea que permanecemos, al decir esto, en pleno subjetivismo donde todo, en la medida en que es sentido, es válido. Señalamos solamente que para poder alcanzar valores que no valgan sólo para mí, es decir, que valgan también para los otros, para alcanzar un proceso universal, es preciso, sin embargo, partir de este nivel individual y seguir sintiendo desde él.

Acentuaremos la relación afectiva con el mundo que nos proporciona el valor de cada relación. Por ejemplo, yo vivo, voy a la calle, y la calle me es agradable o desagradable; la primera impresión vivida es el valor que se me descubre en un plano objetivo, ligado al mundo, aunque naturalmente lo está a toda la historia personal y del mundo que a través de mí mismo y de los otros se continúa. Esto pasa con lo que es bueno o malo para mí, con lo que es lindo feo, simpático o antipático, útil o inútil. En el valor la significación la experimentamos con todo el cuerpo: el valor resuena en el cuerpo, el cuerpo es el campo de la percepción del valor. Sentimos que estamos embarcados, embarcados en esa conexión, puesto que el valor actualiza nuestra relación vivida y nuestra presencia material al mundo. Los valores expresan así la primera dimensión, la dimensión inmediatamente sentida de nuestra relación con el mundo. Este nivel sería entonces un nivel inmediato, no hay nada interpuesto entre nosotros y aquéllo que provoca el sentir efectivamente su presencia. Esta síntesis que el cuerpo efectúa expresa, dijimos, la concordancia de nuestro cuerpo histórico, cultural, con el mundo.

Nosotros lo vivimos, pero para eso dejamos que se viva en nosotros. La percepción valorativa se ordene en nosotros, y asistimos a este proceso de síntesis donde el sentir verifica el acuerdo con el mundo en cada conducta. El afecto, el sentimiento, es lo que en psicología y en filosofía define la peculiaridad de este proceso. Es, evidentemente, una abstracción que deja fuera de sí a la racionalidad latente que integra el sentimiento o el afecto, pero por el momento basta con poner de relieve el necesario e innegable proceso corporal sobre el cual se basa la reorganización y actualización del cuerpo que el valor produce.

 

2) habría un segundo nivel a partir del suelo de la experiencia vivida y corresponde a la conciencia reflexiva. En ella podemos tomar conciencia del valor sentido en una experiencia vivida. El valor significa algo en la medida en que lo hemos sentido, aun cuando no tengamos conciencia de lo sentido. Pero también podemos tomarlo luego como objeto de reflexión para nuestra conciencia: tomamos conciencia de la significación del sentimiento, lo integramos a la coherencia de todas las otras significaciones que pasan por nosotros, y éste es un grado de mediatez, de separación, de demora, un tiempo de reflexión interpuesto entre el valor y la experiencia vivida. Hemos despegado de la situación en la cual formamos cuerpos (afectivamente) con la experiencia, hemos tomado distancias con el proceso en el cual el valor fue vivido: lo hemos convertido en objeto de nuestra reflexión. Este distanciamiento que permite distinguir, en el seno de nuestra propia experiencia, el sentido de lo que fue vivido extrayéndolo de la corriente de la espontaneidad vivida, y que nos permite además comprenderlo respecto de las otras significaciones conscientes (tanto propias como ajenas), constituye una actividad fundamental en el hombre. En efecto, este proceso de contención reflexiva incorpora a la espontaneidad de una conducta futura, próxima, aquello que la espontaneidad actual, pero espontaneidad pasiva, dejaba de lado. Es a nivel del pensar, que inaugura la actividad consciente, donde se produce visiblemente el entronque de lo subjetivo con la objetividad del mundo. Pero como veremos luego, la “objetividad” del mundo, el ordenamiento de los otros, estaba ya en nosotros mismos en el modo como vivíamos espontáneamente nuestros valores. Solo que allí, viviendo sin reflexión, no asumíamos críticamente de qué manera los otros estaban en nuestra propia interioridad, en el modo de vivir nuestro propio cuerpo que ellos, por la formación cultural que nos dieron, conformaron. En la estructura afectiva que la cultura decantó en nosotros aparece la interiorización de las respuestas culturales a las cuatro situaciones-limites.[3] En la falta de reflexión actualizamos entonces, como si fuesen “naturales” y absolutamente propios, personales, modos ajenos que viven y se alimentan con nuestro propia vida. Vivimos “afectivamente” la “teoría” ajena.

 

3) Tenemos ahora otro nivel, el que denominamos simbólico. Correspondería al plano de la comunicación explícita con los otros: imágenes, signos, conceptos. En este plano podemos formular: a) explícitamente aquello que fue objeto de la b) conciencia reflexiva a partir del c) sentimiento valorativo que se produjo en una d) experiencia vivida. Como se ve, hay un pasaje de un nivel a otro que posee la característica de que cada uno de ellos va incrementando la posibilidad de ampliar y extender la propia experiencia sensible hasta hacernos acceder, a nivel de la comunicación, a la posibilidad de relacionarnos en forma universal con los demás hombres. Nosotros podemos escribir una carta (signo) en la cual narramos un determinado contenido de conciencia (conciencia reflexiva) que corresponde al de la significación relevada afectivamente (valores) que sentimos en una experiencia vivida (plano del continuo material del cual surgimos).

 

4) Pero al mismo tiempo existe la posibilidad de formular lo que anunciamos en el nivel simbólico, por medio de símbolos lógicos, solamente formales, sin contenido alguno referido a la experiencia vivida. Este nivel sería el de la lógica, que se ocupa de las relaciones formales que existen entre los términos de la expresión revelados en el nivel anterior. Podemos formalizar y analizar desde el punto de vista lógico la expresión que manifestamos en el plano simbólico desinteresándonos de lo que dice, para atender a la estructura interna de la aserción. Atendemos a la forma, no al contenido. Esto que aquí decimos, como veremos luego, no se aplica exactamente a una lógica como la que reclama Hegel, y el marxismo, puesta que esta sería una lógica con contenido, es decir que no rompe ni establece un corte entre la relación del plano formal con el de la experiencia vivida del cual extrae las significaciones analizadas.

Llegado a este punto podemos señalar algunos problemas. Por lo pronto se va viendo que el grado de máxima plenitud concreta posible aparece en el plano de la conciencia vivida; pero hasta tanto el ser que viva en ella no haya realizado la tarea de integrar en su subjetividad sensible lo que no está dado directamente a su sensibilidad, lo distante y lo invisible, las significaciones que sólo la consideración del nivel de la experiencia vivida en tanto estructura total puede proporcionarle, esta experiencia vivida vivirá en la inconsciencia de su propio sentido. Este nivel sería así el de la totalidad concreta, pero en tanto tal tiene que ser constituida para cada individuo, tiene que hacerse visible para él desde lo particular de su propia situación. Así podríamos decir que la totalidad de los procesos tiene que ser totalizada por el sujeto: debe, por lo tanto, realizar en sí mismo un proceso activo de constituir la significación tanto de sí mismo como del mundo, a través de la actividad consciente.

Vamos viendo también, en el extremo opuesto, que el grado de máxima abstracción posible corresponde al de las relaciones formales que aparecen dadas en el plano de la lógica y, con contenido, en el plano simbólico. También aquí, en tanto se constituye el saber de aquello que es vivido en la experiencia, se produce un proceso de totalización, un proceso que lleva a constituir reflexivamente lo universal: aparecen pensadas y expresadas la totalidad de las relaciones humanas, en su mutua constitución. Habría aquí, pues, la aparición de una universalidad concreta, a nivel material.

Al proceso de pasar desde el plano de la experiencia vivida al de lo simbólico, a través de los valores y la conciencia reflexiva, lo denominaremos proceso de fundación o de constitución. Fundación o constitución, se entiende, de significaciones, por lo tanto que requieren ser establecidas en función de todo el campo de significaciones posibles, tal como aparece en la confluencia de lo simbólico, que es obra de los otros que pensaron y hablaron antes que yo. En el plano de lo simbólico alcanzaremos así una universalidad abstracta: lo que digo lo digo para los otros, lo mismo que los otros, cuando hablan o escriben, lo hacen también, de hecho, para mí.

Mi experiencia personal, así como la de los demás, se torna comunicable y accede a un nivel desde el cual se hace visible para los otros, en principio para todos los otros. Constituir entonces una significación que accede al plano de la objetividad significa realizar al mismo tiempo la experiencia del acceso, a través de la conciencia de mis valores vividos en una determinada relación, hacia los otros. Se apoya necesariamente, se basa y se funda en todos estos niveles anteriores: si no lo hiciera, el lenguaje no remitiría a nada vivido, no comunicaría nada que no estuviese ya dispuesto, por la mera repetición del lenguaje mismo; no habría creación de una nueva significación.

Supongamos pues que hemos alcanzado desde nuestra experiencia el plano simbólico, y que otros que nos escuchan desde allí, perciben nuestro mensaje. Pero para entender debemos realizar, o se realiza en él espontáneamente, un segundo movimiento, que consiste en el proceso de verificación: actualizar, desde el plano simbólico, en quien escucha, el proceso que desde allí, pasando por la conciencia reflexiva y los valores, vuelve a comprender su sentido haciéndolo converger hacia la propia experiencia vivida. Se realiza así, en cada acto de comunicación, una actualización de la propia experiencia subjetiva que vuelve a entroncar el mensaje, si realmente queremos comprenderlo, con nuestro propio proceso de fundación, por lo tanto volviendo hacia nuestra experiencia concreta con los demás hombres.

Como se desprende, entonces, de lo que decimos, yo comprendo al otro no porque hablamos solo la misma lengua, si no, porque a pesar de las diferencias y de la cultura, habitamos un mismo mundo desde el cual cobra sentido toda expresión. Es allí, en el mundo de la experiencia vivida, donde tenemos la posibilidad de desanudar el secreto de toda significación.

Si hay un movimiento de fundación de las significaciones que inauguran el campo de la conciencia, que constituyen su conexión con el mundo en distintos niveles, entonces esos niveles tienen que ser desandados; por decirlo así, tenemos que hacer una tarea regresiva para poder llegar nuevamente a comprender el proceso. Naturalmente, en el lenguaje cotidiano este proceso, puesto que se maneja a nivel de significaciones convencionales[4], aparece descansando sobre sí mismo sin necesidad de verificación alguna: estamos en la verdad “natural”, en lo que va de suyo, a nivel de lo obvio.

Volvamos al ejemplo de la carta: un amigo narra a otro, en el plano o nivel de la relación simbólica, un problema que le sucedió en el plano de la experiencia vivida, en una determinada situación. Para hacerlo ha tenido que vivir esa situación, ha tenido que sentir su significado puesto que él, en tanto persona, en tanto cuerpo, fue afectado por ella. Ha tenido además que tomar conciencia de ese dolor vivido afectivamente para comunicarlo y convertirlo en mensaje. A le comunica su problema, formulado como mensaje simbólico a B. Este escucha o lee la experiencia que el otro le comunica. Pero si este hombre que está en B no fuese también un hombre y por lo tanto no hubiera realizado la experiencia cultural de estructurar la lengua a través de los valores y la conciencia reflexiva, no tendría la posibilidad de comprender lo que dice A. B entiende a A porque desde su propio mundo existe la posibilidad de comprender cualquier otro mundo humano. Y, además, porque el mundo del otro se constituyó en el mismo mundo que el de él. Quiero decir: ambos están situados en las cuatro situaciones-límites. Tanto él como yo hemos estructurado nuestra relación con el mundo dentro de las respuestas con las cuales enfrentamos la dimensión fundante de la situaciones-límites. Si el hombre que me escucha no tuviese un futuro, no podría comprender lo que le comunico. No se requiere, es evidente, que el futuro sea el mismo, pero desde mi dimensión de futuro se hace comprensible toda otra dimensión semejante. Y lo mismo ocurre con la relación que me liga a los otros hombres, con mi relación con la naturaleza y con el cosmos.

Concluyamos: toda conducta, en tanta comunicación, significa siempre sobre fondo de mundo, sobre fondo de las cuatros situaciones-límites, y todo el problema de la comprensión adecuada del mensaje estaría dado por el pasaje de fondo de mundo implícito, inconsciente, a fondo de mundo explícito, consciente[5]. Lo cual no sólo requiere, como hemos visto, el pensar, sino también el hacer para poder comprender. La acción en el mundo desentraña las conexiones mudas, las actualiza, las hace pasar por la experiencia del valor: valorizar el mundo significa entroncarse vívidamente con él, y de allí pasar a la palabra que supere lo convencional.

¿Qué pasa en cambio si para comprender al otro nos mantenemos sólo en el nivel de la expresión simbólica, o la analizamos apoyándonos solamente en el nivel de la lógica, de la sintaxis lógica por ejemplo? Pasa que nosotros nunca podremos verdaderamente resolver el problema, puesto que necesariamente todo nivel simbólico se apoya en el plano de la experiencia vivida, en el cual realmente el conflicto se manifiesta. El dilema es ineludible: necesitamos siempre un mundo material sobre el cual apoyarnos para decidir el sentido de toda conducta. Y si ignoramos el de la experiencia vivida, que puede llegar al plano fundante de nuestra relación con el mundo, forzoso será entonces que ese plano aparezca implícitamente contenido en el lenguaje. Pero lo hará sin elaborar ni tomar conciencia de que nos apoyamos en él: estaremos entonces en el plano convencional de nuestra relación con el mundo. Lejos por lo tanto, de toda posibilidad de establecer la verdad de esa relación con el mundo.

 

Notas

 

[1] Párrafo editado para hacer de introducción al tema. (Nota del editor).

[2] Se refiere a los niveles desde los que se organizan las respuestas ante las cuatro situaciones-límites que Rozitchner había desarrollado anteriormente como los ejes de la vivencia de mundo. Estas situaciones-límites son entonces las exigencias que se plantean a cada individuo desde su relación con 1) el cosmos, 2) con la naturaleza, 3) con los otros hombres y 4) con el futuro. La respuesta ante las exigencias de cada una de estas cuatro situaciones-límites se da a la vez en tres niveles: a) el nivel fundante, como la relación inmediata del individuo con el mundo; b) el nivel convencional o familiar como respuesta colectiva cultural e histórica; c) el nivel científico -en un sentido amplio- como respuesta que apunta a la búsqueda de la verdad. (Nota del editor).

[3] A saber, la relación con el cosmos, con la naturaleza, con los otros hombres y con el futuro. (Nota del editor).

[4] Es decir, dadas en ese segundo nivel de la experiencia, el de las respuestas colectivas, históricas y culturales que hemos heredado y que vivimos “como si” fueran naturales. (Nota del editor).

[5] Como es claro este “hacer conciente” no implica la negación de la afectividad del cuerpo sintiente sino su prolongación en una conciencia consciente de su fundamento afectivo. (Nota del editor).

 

 

Articulo publicado en
Noviembre / 2011

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