La intelectual Mabel Thwaites Rey analiza de manera lúcida la cuestión de la autogestión y autodeterminación de los trabajadores. Un estudio para meditar y difundir.
Después del llamado 'argentinazo' de diciembre de 2001, se ha dado una interesante revitalización de los discursos y las prácticas encaminadas a recuperar las ideas de participación y autonomía popular en la lucha política y social. La experiencia de autogestión de las fábricas recuperadas y de auto-organización de los vecinos de las asambleas barriales y de los movimientos piqueteros, especialmente, han abierto nuevas posibilidades y debates en torno a la noción misma de AUTONOMIA. Esto nos invita a efectuar una revisión conceptual de las distintas cuestiones teóricas y prácticas que se ligan a la idea de autonomía.
I
En primer lugar, podemos distinguir 3 niveles de análisis:
1- Autonomía obrera frente al capital. Se refiere a la capacidad de los trabajadores para gestionar la producción autónomamente, con independencia del poder de los capitalistas en el lugar de trabajo y, en una dimensión amplia, como clase. En un sentido más acotado se vincula a la autogestión de los trabajadores, a su capacidad para hacerse cargo de la producción sin la existencia de patrones. (Soy autónomo del capital, pues este no me impone su regla de la ganancia para producir los bienes sociales). Como postura filosófico-política mas general, se vincula con las corrientes que postulan la autonomía del conjunto de los trabajadores respecto al capital y todas sus formas institucionales.
2- Autonomía con referencia al Estado. Supone la organización de las clases subalternas de modo independiente de las estructuras estatales dominantes, es decir, no subordinada a la dinámica impuesta por esas instituciones. (Soy autónomo respecto al Estado porque éste no me determina o condiciona). En algunas versiones implica el rechazo a todo tipo de 'contaminación' de las organizaciones populares por parte del Estado burgués, para preservar su capacidad de lucha y autogobierno y su carácter disruptivo. En otras, supone el rechazo de plano a cualquier instancia de construcción estatal (sea transicional o definitiva) no capitalista.
3- Autonomía en relación a los partidos políticos (y sindicatos). Al rechazar el poder del estado, esta perspectiva apuesta a la existencia de organizaciones de la sociedad que no se someten a la mediación de los partidos y operan de manera independiente para organizar sus propios intereses. Conlleva la noción de auto-organización. (Soy autónomo de los partidos porque estos no enajenan mi representación: decido yo cada vez).
En segundo lugar, en un plano teórico distinto hay que distinguir, a su vez, otras cuestiones.
1- La autogestión y el auto-gobierno popular como forma de organización social superadora del capitalismo, como forma de expresión del socialismo al que se aspira llegar como meta, una vez alcanzado el poder del Estado. Se contrapone a las nociones de 'socialismo de Estado', poniendo el énfasis en la idea de asociaciones libres de trabajadores que se articulan en un espacio común. Esta noción aparece en muchos análisis que se imaginan la forma que deberá adoptar el socialismo. (Lucien Sève, Jaques Texier, Catherine Samany y la polémica entre ellos, por ejemplo)
2- La ampliación de formas autonómicas como anticipatorias del socialismo, como formas de construcción 'ya desde ahora' de relaciones anti-capitalistas en el seno mismo del capitalismo, pero que solo podrán florecer plenamente cuando se de un paso político decisivo al socialismo, a partir de la conquista o la asunción del poder del Estado. Esta podría ser la línea 'gramsciana', y remite a la recuperación de las experiencias de auto-organización obrera y popular.
3- La escisión completa, y ya desde ahora, de las formas de organización de la producción social y de la sociedad misma respecto a las formas capitalistas, sean de producción o de organización política -propiedad privada y democracia burguesa-. Es decir, se descarta completamente la conquista del Estado, por considerarlo irreductible y por entenderse que la lucha por el poder del Estado, en sí misma, es una forma de reproducir el poder. Se postula el anti-poder. Se glorifica la potencia autonómica de las masas populares y se concibe que el cambio radical se hará por fuera, autónomamente de las estructuras del estado. Aquí se engloban las posturas tributarias del anarquismo, el comunismo libertario y el 'consejismo', en sus variantes de autonomismo, situacionismo, 'marxismo abierto', zapatismo, etc. (Negri, Holloway, Bonefeld, etc.)
Veamos algunos ejemplos de esta postura:
'En la medida en que la autonomía propone la autoorganización, rechaza las mediaciones exteriores (tipo partido de turno intentando dirigir a los 'inmaduros' movimientos sociales). La gente es lo suficientemente lista para saber qué es lo que quiere y como lo quiere. Coherentemente con lo dicho, la autonomía opta por la toma de decisiones de forma asamblearia, por la democracia directa como forma posibilitadora (aún con sus limitaciones) de garantizar el respeto a la diversidad, frenar la jerarquización, el autoritarismo, la pérdida de independencia y autonomía en las luchas,... Lo que busca en definitiva la autonomía es que los seres humanos sean capaces de definir sus proyectos de vida, que sean ellos quienes gestionen y decidan, de la forma más democrática posible, cada uno de los aspectos que atraviesan nuestra cotidianeidad: desde el trabajo a la sexualidad, desde el ocio a la alimentación, etc.' (Lucha Autónoma, Madrid, s/f)
'La verdadera autogestión es la gestión directa (no mediada por ningún liderazgo separado) de la producción, distribución y comunicación social por los trabajadores y sus comunidades (...) El mundo sólo puede ser puesto de nuevo sobre sus pies por la actividad colectiva consciente de aquellos que construyen una teoría acerca de por qué está patas arriba'. (Núcleos de Izquierda Radical Autónoma. 1975)
En general, la exaltación del autonomismo tiene una profunda raigambre anarquista. Como señala Rodríguez Araujo, diferenciando a marxistas de anarquistas, 'estos estaban en contra de la acción política, de la organización de los trabajadores, de la existencia de dirigentes y jerarquías, de cualquier forma de gobierno y, desde luego, de la existencia de cualquier tipo de estado'. También pensaban que 'el poder político debe ser sustituido por la organización de las fuerzas productivas y el servicio económico, sin gobierno alguno. Y aquí interesa destacar en el discurso anarquista la presencia de la idea de que los seres humanos, incluso los consagrados trabajadores como sujetos históricos de la revolución socialista, sean capaces de renovarse radicalmente o de llegar a ser como los han imaginado sin ninguna base de realidad: personas confiables, no mezquinas ni codiciosas y capaces de organizarse en comunidades autogestionarias y libres siempre y cuando no existe el gobierno, el poder político, el Estado. Esta situación no ha ocurrido, ni siquiera en las comunidades zapatistas en Chiapas o en las comunidades Amish y Menonitas de Estados Unidos, Canadá y México, donde reconocen líderes y jerarquías a pesar de sus supuesta horizontalidad' (Rodríguez Araujo, 2002a)
Estas posturas tienen mucha influencia en la llamada 'izquierda social', que suele ser antipartidos, antigobiernos y contraria a la globalización neoliberal. 'La izquierda social, a diferencia de la nueva izquierda de los años setenta del siglo pasado, no se refiere (en general) al socialismo, suele rechazar el marxismo y sus categorías analíticas sobresalientes, y se acerca más a las posiciones anarquistas que a otras de la larga historia de la izquierda'. (Rodríguez Araujo, 2002b)
Rodríguez Araujo observa acertadamente que 'los anarquistas tenían coincidencias con los socialistas. También aspiraban al socialismo, pero a diferencia de los marxistas que subrayaban la importancia de los obreros industriales, los anarquistas se referían como sujeto de cambio social a los mismos trabajadores, a los pequeños propietarios (rurales y urbanos), al lumpenproletariat y a otros sectores o clases sociales, sin tomar en cuenta sus contradicciones, su heterogeneidad'. (Rodríguez Araujo, 2002a) Por eso, apunta que 'no es casual que buena parte de esta izquierda social tenga cercanía a las posiciones anarquistas del pasado. Muchos de quienes componen esta izquierda social son lumpen-proletariat, pequeñoburgueses desposeídos y desesperados y campesinos pobres, y como bien señalaban Novack y Frankel, éstos eran los sectores sociales entre lo cuales 'Bakunin buscaba la base social para su movimiento revolucionario'. (Rodríguez Araujo, website de Rebelión, 2002b)
II
Desde otro costado teórico, también es preciso analizar qué quiere decir la autonomía en términos concretos de organización y gestión de los asuntos comunes. En este punto, hace falta definir:
1. Quién es el 'sujeto' real o potencialmente autónomo: ¿*el individuo, *la clase, *el grupo social, *la organización?.
2. Cuál es el alcance de la autonomía, en qué 'escala' se concibe su ejercicio: ¿la fábrica, la escuela, el barrio, el municipio, la nación?.
3. Cómo se expresa la autonomía, es decir, las reglas de juego para la participación individual y colectiva en la toma de decisiones: ¿asamblea, delegación, representación?.
Una cosa es la autonomía de las clases dominadas respecto de las dominantes, en términos de no subordinación a las imposiciones sociales, económicas, políticas e ideológicas de éstas. Ganar autonomía, por ende, es ganar en la lucha por un sistema social distinto. Es no someterse pasivamente a las reglas de juego impuestas por los que dominan para su propio beneficio. Es pensar y actuar con criterio propio, es elegir estrategias auto-referenciadas, que partan de los propios intereses y valoraciones.
La posibilidad misma de este tipo de autonomía lleva aparejada toda una lucha 'intelectual y moral', como pensaba Gramsci, por vencer el proceso de fetichización que escinde el hacer del pensar ese hacer, para poder reproducirlo constantemente. Es preciso hacer consciente la explotación, comprenderla, para imaginar un horizonte autónomo, que contemple los intereses propios y no los de quienes nos someten. La autonomía no brota espontáneamente de las relaciones sociales, hay que gestarla en la lucha y, sobre todo, en la comprensión del sentido de esa lucha. Así como la fetichización es un proceso constante, permanente, de ocultar la verdadera naturaleza de las relaciones sociales tras la fachada de la igualdad burguesa, la autonomía también es un proceso de autonomización permanente, de comprensión continuada del papel subalterno y de la necesidad de su reversión, que tiene sus marchas y contra-marchas, sus flujos y reflujos.
Otra cosa, vinculada con lo anterior pero conceptualmente distinta, es la noción de autonomía en relación a las instancias de organización que puedan representar intereses colectivos (partidos, sindicatos). La posición mas radicalizada, al respecto, es la que rechaza cualquier forma de delegación y representación y reclama la participación individual directa en todo proceso de toma de decisiones que involucren lo colectivo. Esta posición, incluso, apuesta a bloquear la emergencia de liderazgos, acotando a la categoría de portavoces rotativos a quienes eventualmente hablan en nombre del colectivo. Es una postura compatible, a lo sumo, con organizaciones pequeñas, donde funciona fácilmente la relación cara a cara. Y aún así, las experiencias de los MTD también revelan la ineficacia de los agrupamientos que se niegan a darse estructuras organizativas mas claras (lo que no quiere decir separadas, jerárquicas o rígidas).
Al respecto, es interesante lo que apunta Bárbara Epstein respecto a los movimientos antiglobalización: 'El absolutismo moral del enfoque anarquista de la política es difícil de sostener en el contexto de un movimiento social. La igualdad absoluta interna es difícil de sostener. Los movimientos necesitan líderes. La ideología antiliderazgo no puede eliminar a los conductores, pero puede llevar a un movimiento a negar que tiene conductores, dificultando así el control democrático sobre aquellos que asumen roles de conducción y conspirando también contra la formación de vehículos de reclutamiento de nuevos líderes cuando los existentes están demasiado cansados como para continuar (.) Los movimientos dominados por una mentalidad anarquista son propensos a consumirse rápido' (Epstein, 2001)
Y Epstein observa lo que podría ser aplicado a algunos movimientos de autogestión en la Argentina: 'muchos activistas del movimiento antiglobalización no ven a la clase obrera como la principal fuerza del cambio social. Los activistas del movimiento asocian anarquismo con la protesta indignada y militante, con una democracia de base y sin dirigentes, y con una visión de comunidades laxas y de pequeña escala. Los activistas que se identifican con el anarquismo son por lo general anti-capitalistas; y entre ellos algunos se reconocerían también como socialistas (presumiblemente de la variante libertaria), y otros no. El anarquismo tiene la contradictoria ventaja de ser más bien vago en términos de prescripciones sobre una sociedad mejor, y también de una cierta vaguedad intelectual que deja abierta la posibilidad de incorporar tanto a la protesta marxista contra la explotación de clases como a la indignación liberal contra la violación de los derechos individuales'. (Epstein. 2001)
III
En términos concretos y prácticos, todos estos niveles y problemas suelen darse en conjunto, y generan debates muy variados y, a veces, confusos.
1- Uno de los problemas cruciales para la revolución socialista no es que la mayoría de las personas que viven en el capitalismo crean que el sistema 'realmente existente' es justo y bueno. La fetichización no es, ni nunca fue, completa, y en la vida cotidiana cada uno puede percibir los miles de efectos perversos de una organización social injusta. Sin embargo, la creencia de que no hay ninguna alternativa práctica al actual sistema es algo que mantiene a la gente resignada. La cuestión esencial pasa porque la mayoría vea que la forma actual de vivir no es la única posible y eterna, sino que conciba que es posible cambiarla, a partir de su propia acción, enlazada con la de otros. Como dice Isabel Rauber:
'Ser sujeto de la transformación no es una condición propia de una clase o grupo social sólo a partir de su posición en la estructura social y su consiguiente interés objetivo en los cambios. Se requiere, además, del interés subjetivo, es decir, activo-consciente, de esas clases o grupos. Esto supone que cada uno de esos posibles sujetos reconozca, internalice esa su situación objetiva y que además quiera cambiarla a su favor. El explotado, por ejemplo, por el hecho de ser explotado no está necesariamente interesado en cambiar su situación de explotación, tiene, en primer lugar, que tomar conciencia de su condición de explotado, de quiénes son los que lo explotan y porqué. Y esto tampoco basta, es necesario que quiera revertir esta situación a su favor. Recién allí entra en discusión cuáles son los cambios que reclama, si éstos son posibles o no y cuáles son los medios para realizarlos. O sea, la noción de sujeto no remite a la identificación de quiénes son, sino que alude, sobre todo, a la existencia de una conciencia concreta de la necesidad de cambiar, a la existencia de una voluntad de cambiar y a la capacidad para lograr construir esos cambios (dialéctica de querer y poder)'. (Rauber, 2000)
Es indudable que las formas autogestivas y autoorganizativas ensayadas al interior de las sociedades capitalistas 'realmente existentes', pueden servir para anticipar la experiencia de relaciones alternativas a las dominantes, para construir opciones materialmente distintas a las capitalistas, basadas en el intercambio entre iguales. Pero debemos recordar con Gramsci que estas formas no-capitalistas nunca podrán ser completas ni suficientes hasta que no se alcance un horizonte general de superación del capitalismo como sistema económico y social global.
La autogestión obrera (que hoy se expresa en el amplio movimiento de fábricas recuperadas) ofrece la oportunidad de profundizar una experiencia de superación de las relaciones jerárquicas de explotación. Pero no hay que olvidar, en relación al caso argentino, que estas prácticas autogestivas crecieron como consecuencia de una crisis profunda que determinó el abandono de la producción por parte de muchos capitalistas individuales de sectores no hegemónicos que no pudieron o supieron competir. El horizonte, sin embargo, no puede ser solo ganar áreas marginales de producción, ni suponer que la base económica quedará reducida a la producción de subsistencia. Esta puede servir como refugio y aprendizaje de organización, pero no puede conformar las bases materiales para la superación de las reglas mismas del capitalismo. De lo contrario, estaríamos postulando un camino hacia estructuras pre-capitalistas, que apunten a satisfacer consumos mínimos y elementales de la población. Y ello podrá ser muy romántico, pero no parece un fundamento firme para una organización social inclusiva, pero desarrollada y compleja.
Por eso, para transformar una experiencia valorable como la de las fábricas y los micro-emprendimientos, hace falta tener una organización que articule experiencias y gane peso político propio.
2- Esto nos lleva a la cuestión central de la forma de organización política. Recupero entusiastamente el nombre de POLITICA como referencia a los asuntos comunes de la polis, del colectivo capaz de definir sus reglas de vida. Cualquier forma de organización de la vida en común, que establezca reglas para tomar decisiones que afecten a todos es, por definición, POLITICA. No es solo respecto al poder del Estado capitalista que se define la política. (por eso discrepo con el amigo Holloway, con su concepto de anti-política, y también con Werner Bonefeld y los compañeros del Open Marxism). Pero también es cierto que la categoría Estado-nación aún tiene, y por muchos años creo que seguirá teniendo, una centralidad insolayable para pensar la acción colectiva. No puede ser entonces que, por decreto de nuestra decisión intelectual, logremos eludir la referencia al Estado como instancia central de la lucha política actual. No creo tampoco que su poder y dominación disminuyan por el hecho que decidamos darle la espalda e ignorar sus determinaciones. Tampoco estimo esperable que, de ignorar nosotros el poder social del capital que se expresa y articula en el Estado, éste nos permita buena y pacíficamente organizar una sociedad alternativa en sus entrañas. La disputa por el poder está inscripta en la lógica misma del orden social. La cuestión es, en todo caso, como disputarlo y que, en esa disputa, no se diluyan nuestras metas y principios. Esta es sin duda una tarea ardua y difícil, pero imprescindible e ineludible.
Por eso hace falta acometer la organización política que nos permita acumular las fuerzas que necesitamos para cambiar el mundo. ¿Es ésta el partido? Si por partido entendemos una secta jerárquica y dogmática de dirigentes que se colocan por encima del resto y deciden según su voluntad los caminos a seguir por los demás, no estamos de acuerdo con que esa sea una herramienta ni útil ni deseable de construir.
¿Y cuál sería una herramienta de organización que parta de la autonomía de sus integrantes, que no substituya, que permita la libre expresión de las voluntades, que articule intereses, que respete tiempos, perspectivas y diferencias diversas y, a la vez, logre armonizar disidencias y encuentre los puntos de unidad que permitan avanzar hacia las metas colectivamente propuestas?
Esta organización, que a mi me remite a la manera gramsciana de entender el 'intelectual colectivo', el 'príncipe moderno', debe articular la confrontación social con la lucha política, debe amalgamar la riqueza de la diversidad social en puntos en común que referencien respecto a la polis. La autonomía no puede equivaler a atomización desorganizada ni a primacía de las pulsión individual, por mas libertaria que sea.
La autonomía no tiene por qué renunciar a encontrar puntos de síntesis, que aunque provisorios, vivos, cambiantes, deben permitir la acción, avanzar, crear; deben evitar la parálisis de la discusión eterna o el regodeo en los matices abstractos.
Al respecto, podemos tomar lo que plantea Epstein en relación a la lucha antiglobalización: 'Hay razones para temer que el movimiento antiglobalización pueda no ser capaz de ampliarse de la manera que esto requeriría. Una nube de mosquitos es buena para hostigar, para perturbar el desenvolvimiento plácido del poder y hacerse de ese modo visible. Pero probablemente hay límites para el número de personas que están dispuestas a adoptar el rol del mosquito. Un movimiento capaz de transformar estructuras de poder tendrá que involucrar alianzas, muchas de las cuales probablemente necesitarían de formas más estables y duraderas de organización que las que existen hoy en el movimiento antiglobalización'. Como refiere esta autora, la ausencia de esas estructuras es, precisamente, una de las razones para la reticencia de mucha gente a participar. Y agrega que 'si bien el movimiento antiglobalización ha desarrollado buenas relaciones con muchos activistas sindicales, es difícil imaginarse una alianza firme entre el movimiento sindical y el movimiento antiglobalización sin estructuras más firmes de toma de decisiones y de rendición de cuentas de las responsabilidades que las que hoy existen. Una alianza entre el movimiento antiglobalización y las organizaciones de color, y los sindicatos, requeriría grandes cambios políticos dentro de estos últimos. Pero también exigiría probablemente cierta relajación de los principios antiburocráticos y antijerárquicos de parte de los activistas del movimiento antiglobalización'. (Epstein, 2001)
3- ¿Y cómo debe expresarse la autonomía, la autogestión, la autoorganización? ¿Cuál es la forma democrática de existencia? Muchas veces se parte de una noción muy elevada de participación democrática, que podría ser teóricamente deseable como aspiración, pero tan difícil de poner en práctica que termina siendo contraproducente su mera formulación. De tan 'humana', en su sentido de ética y dignidad superiores, la apelación a la autonomía indoblegable termina por excluir la verdadera humanidad rasgada y contradictoria de la que está hecha la mayoría de los humanos.
Hay quienes postulan que el ideal es que todos participemos, plenos de voluntad y conciencia, de todas las decisiones sobre asuntos que nos incumban y afecten. Este ideal perfecto de democracia directa, la historia lo demostró, es solo practicable en comunidades muy pequeñas y sencillas, cuya agenda de cuestiones comunes tiene un formato limitado. También es practicable en ámbitos acotados, como un lugar de trabajo, una escuela, una organización social, etc. Sin embargo, también aquí se ponen en juego otras cuestiones:
a. ¿Qué características y tamaño debe tener el espacio asambleario donde todos puedan realmente emitir su opinión razonada y escuchar y evaluar los argumentos de los demás, para alcanzar la mejor decisión posible?
b. ¿Qué recursos intelectuales y de información deben poseer los miembros de ese colectivo que toma decisiones para estar en igualdad real de condiciones, a la hora de decidir?
En muchas perspectivas autogestivas de tipo asambleario hay un enamoramiento descomunal sobre la forma misma, sin tener en cuenta estas dos cuestiones y una tercera: la vocación real, la voluntad de participación activa y plena de los miembros del colectivo potencialmente habilitado para tomar una decisión que lo afecte. La pregunta es ¿es necesario que estén todos, que participen todos, para que las decisión sea legítima? ¿Basta con que estén notificados? ¿Quién está habilitado, entonces, para definir el momento y el lugar? ¿El que no va, delega la representación o preserva su capacidad de decisión? ¿Hay un deber de participar en las decisiones y acciones colectivas o es un derecho que se ejerce o no? ¿Qué es lo que legitima una decisión tomada en un ámbito asambleario: el espacio mismo definido como abierto o el número de participantes, o una combinación de los dos? ¿Y quién y cómo decide esto?
IV
Estos problemas de orden filosófico-práctico nos llevan a hacernos otras preguntas sobre la autogestión, la autorganización y los formatos de representación. Esto es bastante útil para entender también el auge y cierto ocaso de las asambleas barriales. Se ha cargado mucho las tintas sobre el papel de los partidos de izquierda en el 'desinfle' de la participación asamblearia, por su intento de aparatear o empujarlas a definiciones políticas generales de tipo consignista. Sin embargo, amén de que esto haya pasado en mas o en menos, según los lugares, el reflujo participativo nos deja algunas buenas enseñanzas.
1. Es algo sumamente saludable que la gente, el pueblo, los vecinos, los ciudadanos, como querramos llamarlos, se hayan distanciado de los formatos de representación existentes, tan alejados de sus verdaderas necesidades e intereses. Como primera salvedad, es preciso aclarar que no todo el que se lanzó a las calles bajo la consigna 'que se vayan todos' tenía las mismas motivaciones. En el fragor de las cacerolas se mezclaron ahorristas defraudados, vecinos sensibles, deudores asustados, desocupados, sobreexplotados, lúmpenes, consumidores del 1 a 1 desilusionados, politizados y descolgados de toda laya. Sin embargo, en un momento de crisis extrema pudo verse el interés genuino de una porción no desdeñable de la sociedad, de recuperar protagonismo, de recobrar aquello que supuestamente había entregado a quienes debían ejercer la representación por mandato legal: capacidad de deliberación y decisión.
Así fue como muchos dejaron atrás obligaciones laborales y personales para abocarse a la acción común en el fragor de una crisis: conformar asambleas, redes solidarias, acciones comunitarias. Sin embargo, mucho antes de que los políticos lograran reciclarse, la mayor parte de los autoconvocados volvieron a refugiarse en sus quehaceres, haciendo balances diversos de su experiencia participativa. ¿Esto quiere decir que la gente ya no tiene ganas de participar en nada? No lo creo, solo creo que los formatos de participación no pueden basarse en el reunionismo pleno, militante y permanente que le impusieron algunos honestísimos y conscientes luchadores. Ni menos someterse a los rigores de una reflexión política metida con forceps por los 'partidos de izquierda realmente existentes'.
2. Aquí hay que comprender que, mas allá de su intención de separar el poder entre quienes deciden y quienes obedecen, la representación, en las sociedades modernas, también conlleva una forma de resolver la organización de las múltiples y complejas tareas. Como dice en un trabajo muy interesante Diana Cernotto, una brillante cordobesa reciente y lamentablemente fallecida, en una sociedad enajenada como la nuestra, donde la gente tiene que destinar la mayor parte de su tiempo a ganarse la vida y a atender como pueda a su familia, mas que falta de voluntad hay falta material de tiempo para destinarlo a acciones colectivas. Mas aún, esa misma sociedad compleja, nos atraviesa en órdenes muy variados que requerirían nuestro involucramiento decisional activo: como trabajadores, en nuestro ámbito laboral y en el sindicato, como padres, en la escuela de nuestros hijos, como estudiantes, en nuestras instituciones, como vecinos, en los problemas barriales, como usuarios de servicios, en los vaivenes de cada uno de ellos, etc., etc. Y, nada menos, como ciudadanos en las decisiones cotidianas sobre los asuntos que nos afectan y en la elección de rumbos de acción generales.
3. En este punto, adelanto mi opinión: radicalizar la democracia no significa que tengamos que construir mitos en torno a la participación autónoma, o autogestiva. No hay que inventar seres maravillosos que se involucran en cada cosa que les compete y, de allí, medir las conductas de todos los demás. No hay que pedir aquello que es humanamente imposible. Hay que construir, en cambio, los canales apropiados para la participación efectiva, real, consciente, cuando esta es necesaria, cuando es imperativa. Porque la experiencia enseña que gran parte de la gente quiere participar en las grandes decisiones, en aquello que define cuestiones importantes. El caso de Esquel, cuyo pueblo impidió la instalación de una mina de oro que les iba a cambiar brutalmente no solo el medioambiente, sino su estilo de vida, es un ejemplo claro.
Sin dudas, hay que combatir con fuerza el sustituismo extremo de los formatos clásicos de representación y procurar la apertura de ámbitos genuinos de participación, donde se decida aquello que verdaderamente cuenta. En este sentido, cabe decir que la autonomía puede resumirse en el poder de decidir y ejecutar políticas, pero no es llamando al reunionismo activista y desilusionándose luego de la escasez de convocatoria como resolveremos la cuestión. Se trata, en cambio, de que imaginemos, impulsemos y pongamos en práctica canales específicos que permitan expresar las opiniones y elecciones en torno a los asuntos relevantes y aportar verdaderamente a la construcción de lo decisivo. Como ya dijimos, la mayoría de las personas -atribuladas por el padecimiento cotidiano de ganarse la vida- no suele participar en forma genérica, es decir, por el solo interés de 'participar', sino a través de canales y situaciones concretas cuando entiende que su participación cobra algún sentido. A partir de estas realidades concretas es que se abre la posibilidad de expresión y contribución democrática para la elaboración de las estrategias de resolución de los problemas comunes. Para que esta posibilidad no se frustre es preciso generar, con hechos, el convencimiento de que las acciones encaminadas a modificar la realidad son el resultado de la propia participación junto a la de otros y no, en el mejor de los casos, la consecuencia de una 'interpretación' por parte de la dirigencia.
Por otra parte, la participación no puede excluir el concepto básico de confianza, que incluye la delegación en distintos niveles y acciones. Esto vale especialmente a la hora de conformar organizaciones políticas capaces de aunar la mas amplia apertura a la expresión autónoma y activa del conjunto de sus miembros, como a las gestiones efectivas desde las estructuras de poder. Porque sin sentido de pertenencia a un colectivo -por compartir ideales y proyectos- y confianza básica en la integridad y buena fe de sus miembros, no hay posibilidad de acción colectiva relevante alguna.
Porque ninguna sociedad -ni grupo asociativo- puede evitar contar en alguna medida con la buena voluntad y el sentido común de sus integrantes. El hecho es que los abusos que pudieran llegar a cometer los designados para la realización de determinadas tareas son menos posibles bajo las formas de participación autogestiva plena y generalizada que bajo cualquier otra forma de organización de tipo representativo-jerárquica.
La clave pasa por definir que, cuando se trate de cuestiones importantes, la gente encuentre canales claros para decidir, vigilar o controlar. Pero en la mayoría de los casos de gestión cotidiana, se puede dar a los delegados un margen razonable de libertad de acción para utilizar su propio criterio y creatividad en beneficio de todos.
4. Hay varias razones que suelen frustrar las experiencias autogestivas desarrolladas en el seno de la sociedad civil:
a. La ausencia de instancias que enlacen de manera consistente las luchas parciales y les den algún sentido de unidad relevante, trascendente, que permita constatar algún grado de acumulación del esfuerzo colectivo realizado. Esas instancias solo pueden ser construidas en base a denominadores comunes basados en la confianza y la buena fe. Sin confianza, no hay formas de delegación y coordinación posibles.
b. La reacción anti-jerárquica y anti-liderazgos impide la definición clara de tareas y, o se termina reemplazando esta ausencia organizativa explícita con la emergencia de caudillismos espontáneos que resuelven lo que hay que hacer y/o lo ejecutan, o todo se diluye en discusiones inorgánicas e improductivas.
c. La imposibilidad de darle continuidad a las acciones por falta de recursos materiales y organizativos básicos para proseguir en los términos que se propusieron.
d. Muchas experiencias autogestivas se frustran cuando son superadas sus posibilidades de acción por la magnitud de las tareas que se proponen o por la dimensión de los poderes que deben enfrentar para llevarlas a cabo.
V
Esto nos lleva a plantear una cuestión crucial: el Estado.
Sabemos que el Estado no es una instancia mediadora neutral -como se pretende-, sino el garante de una relación social desigual -capitalista- cuyo objetivo es, justamente, preservarla. No obstante esta restricción constitutiva incontrastable, que aleja cualquier falsa ilusión instrumentalista -es decir, 'usar' libre y arbitrariamente el aparato estatal como si fuera una cosa inanimada operada por su dueño-, es posible y necesario forzar el comportamiento real de las instituciones estatales para que se adapten a ese 'como si' de neutralidad que aparece en su definición formal. Hay que aprovechar la apelación al 'interés general' que justifica la existencia del Estado para arrancar medidas, para imponer instituciones que preserven el interés de las clases subalternas.
Claro que esto no es algo sencillo y entraña peligros intrínsecos. Porque la ficción del interés general se enfrenta cotidianamente a la cooptación de las instituciones estatales por intereses específicos, que plasman, se materializan, en las propias instituciones. Se tratará, entonces, de forzar al Estado a actuar 'como sí', verdaderamente, fuera una instancia de articulación social. Esto es, forzar de manera consciente la contradicción intrínseca del Estado, provocar su acción en favor de los mas débiles, operar sobre sus formas materiales de existencia sin perder de vista, precisamente, el peligro de ser cooptados, de ser adaptados, de ser subsumidos. Pero este peligro no nos puede hacer abandonar la lucha en el seno del estado mismo, en el núcleo de sus instituciones. De hecho, el neoliberalismo impulsó entusiastamente la emergencia de 'organizaciones no gubernamentales' para desembarazarse de las tareas que antes encaraba el estado. Es una forma de 'ahorro' muy conveniente e insistentemente recomendada por el Banco Mundial, por ejemplo. ('capital social')
Es cierto, y vale, que la autonomía es del orden de nuestra propia organización, pero no podemos darnos el lujo de 'regalar' todo el territorio estatal a la minoría en cuyo beneficio existe como instancia opresiva. Allí hay recursos imprescindibles para resolver cuestiones vitales y, de última, para fortalecer la lucha popular. Y está claro que muchas de las experiencias frustradas de participación autogestionaria no se deben al desgaste de la práctica democrática sino, amén de a la falta de coordinación política de acciones y reivindicaciones, a la carencia de recursos para materializar las decisiones. Insisto: el involucramiento de la sociedad civil y de sus organizaciones autónomas en la cuestión pública debe estar asegurado por un respaldo institucional efectivizado en la disponibilidad de recursos.
En ese 'como sí' tiene que conformarse un espacio para una gestión progresista y un camino para empujar en el sentido del autogobierno popular, de la irrupción irreverente de 'lo plebeyo' en la escena pública, de la utopía indeclinable del socialismo. Debemos caminar permanentemente en esa tortuosa contradicción de luchar contra el Estado para eliminarlo como instancia de desigualdad y opresión, a la vez que luchamos por ganar territorios en el Estado, que sirvan para avanzar en nuestras conquistas. Se trata de rasgar, rasguñar, arrancar del Estado mismo las formas anticipatorias de nuevas relaciones sociales igualitarias y emancipatorias.