Hace ya muchos años, en el barrio de floresta, la barrita de la cuadra estaba integrada por Pancho, Vaguito, Tati, el mono, Roli y el gordo. Tenían entre 10 y 12 años y eran vecinos de toda la vida. Algunos compartían además los estudios primarios, y otros sólo las travesuras diarias en las calles del barrio. De vez en cuando se los veía trepar el muro que daba al patio de los Garrone, donde ya eran especialistas en robar ciruelas. Verlos a todos juntos con las gomeras cazando pajaritos, o en la canchita al lado de la plaza, jugando incansablemente a la pelota, era cosa de todos los días. Después de hacer los deberes para el colegio, siempre había tiempo para inventar alguna travesura nueva, y allí estaban ellos, con las zapatillas llenas de barro y las rodillas lastimadas, corriendo de acá para allá, alegrando con sus gritos el somnoliento empedrado de la cuadra, que se asoleaba sin apuro a la hora de la siesta. Ese era el horario favorito para compartir toda clase de aventuras.
Pancho era el mas grande del grupo, el más mesurado y reflexivo, era hijo único y entonces, siempre esperaba ansioso la hora para encontrarse con sus amigos. Vaguito, hijo del carnicero, era el “soñador”, vivía haciendo planes que nunca concretaba. A él se le ocurrían las maldades mas insólitas y difíciles de llevar a cabo. El audaz del grupo era el mono, que obviamente hacia honor a su nombre: movedizo, impulsivo y gracioso, siempre tenía alguna anécdota que gustaba compartir con sus amigos y luego juntos transformaban en travesura. Tati y Roli además de vivir en casas contiguas, eran primos hermanos y solían compartir también vacaciones familiares. El gordo era el más chico. De flequillo lacio, pecas y risa contagiosa, era el más rebelde y a la vez el más sensible de todos.
La expedición favorita de la barra era meterse en el patio de Garrone, un señor mayor que, según las habladurías del barrio, nunca se había relacionado con nadie y tenía un carácter muy difícil. Garrone vivía con su madre, una mujer de 90 años que tenía demencia senil y sólo hablaba incoherencias de vez en cuando.
Cada vez que saltaban el muro, los chicos la veían allí, sentada en su vieja mecedora. Tenía el pelo blanquísimo sujeto con un rodete y siempre vestía ropas negras. Sus ojos estaban fijos en un punto, en cierto lugar inhóspito que parecía no pertenecer a este mundo. Aunque su presencia se asemejaba a una aparición en el medio del patio, los chicos no le temían. Con el tiempo terminaron por acostumbrarse a ella, y a aceptar su figura casi espectral como parte de las diabluras cotidianas. La mujer prácticamente no se movía, y seguramente ya estaría acostumbrada a verlos saltar por todos lados. Terminó siendo un mero decorado que reposaba indiferente durante la expedición.
El viejo Garrone, en cambio, casi nunca aparecía. Sin embargo la presencia de él se sentía en el aire, amenazaba cautelosa detrás del patio. Los chicos percibían aquél peligro inminente que los inquietaba y atraía al mismo tiempo.
Dentro del patio de los Garrone, había una construcción muy rudimentaria. Era una casilla que estaba hecha de chapas y nadie sabía lo que había dentro. Hacía tiempo que los chicos querían averiguarlo y un día planearon una nueva expedición. El mono pensaba que allí había escondido un tesoro, y sugirió que cada uno debía tomar algo de ahí y traerlo como un trofeo. Contento con su idea, pero preocupado por saber cómo irían a abrir la puerta de aquel lugar, se ofreció a ir primero para averiguarlo.
De modo que una tarde iniciaron la marcha hacia la casa de los Garrone. Ese día faltaba Roli, que estaba castigado y la madre no lo dejó salir, y el gordo, que estaba en cama con 39 grados de fiebre. Pancho había conseguido un abultado manojo de llaves, que tomó de su casa sin que su padre lo advirtiera. “Seguramente alguna de estas llaves sirve para abrir el candado que hay en la puerta, hay tantas...” le dijo al mono antes de que éste se prepare para trepar el muro. El mono sonriendo, manoteo las llaves y de un salto se metió en el patio. Mientras esperaban a que regrese, los chicos se pusieron de acuerdo en qué orden subirían, y ante cualquier contingencia, quedaron en que el mono iba a dar la señal de alarma con su particular chiflido.
Ya adentro, el mono daba pasos sigilosos en dirección a la casilla. Muy próxima a ésta, la madre de Garrone se hamacaba suavemente en su silla sin emitir sonido. Ese día sus ojos ausentes parecían estar más húmedos y apesadumbrados. El mono pasó por delante de ella haciéndole morisquetas. Ahogando la risa, siguió caminando hasta la puerta de la casilla, mientras preparaba las llaves para intentar abrirla. En ese momento observó que, extrañamente, el candado ya no estaba. Encontró la cadena tirada en el suelo. Temeroso, pero decidido, abrió lentamente la puerta y entró. No se veía nada adentro. Dio unos pasos mientras sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Había un olor nauseabundo, que hizo fruncir el ceño al mono, mientras con una mano se tapó la nariz. Comenzó a divisar objetos de gran volumen, como bolsas de arpillera, cajones de madera y algunas herramientas, pero lo más llamativo era una infinidad de botellas vacías, muchas de ellas caídas, que se esparcían por todas partes. El hedor era cada vez más profundo e insoportable. El mono con ojos absortos finalmente decidió echar por tierra su fantasía. “acá no hay ningún tesoro” pensó desilusionado. Sintió fuertes nauseas y un estremecimiento muy desagradable le recorrió el cuerpo. Ya pensó en dar la vuelta para salir de allí, cuando su pie chocó pesadamente con algo. Miró hacia abajo y grande fue su sorpresa cuando vio, allí tirado, voluminoso y sin vida, el cuerpo de Garrone. Tenía un golpe en la cabeza y un enorme moretón sanguinolento en la sien. Asustado, el mono corrió a todo lo que daban sus piernas, y en dos saltos ya estaba de nuevo con sus amigos. “Garrone está muerto!!!” gritó a viva voz ante la mirada atónita de sus amigos. Los dejó atrás en un segundo, atravesó la calle como un vendaval, a toda prisa, como si esa fuese la manera de despojarse del arribo de la muerte que por un instante le rozó el pie en el patio de Garrone, como si en aquella carrera desenfrenada cada paso tuviese el poder de borrar de su mente a Garrone en el piso y a su madre loca en la mecedora, sin sospechar siquiera que ésas y otras imágenes son las que quedarían estampadas para siempre dentro suyo y que muchos años después recordaría como uno de los varios episodios que marcaron el fin de su infancia.
Silvina Jamilis
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