Por Mónica Debuchy
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Estoy sola en la oficina. El sol tempranero entibia el lugar. Cuelgo mi cartera y abro la ventana que da a Paseo Colón. Tres pisos más abajo la ciudad bulle: colectivos atestados, impacientes automovilistas que se pegan a la bocina, el sonido de un bombo y el grito de ¡justicia, justicia para los trabajadores! me indica que una marcha se dirige a Plaza de Mayo. Me asomo al balcón.
Las palomas están esperando sobre la balaustrada que yo desmigue una galletita. Al principio se asustaban al verme, pero de a poco fueron tomando confianza y cada vez son más. Seguro que la primera fue con la noticia:
—Galletitas aplastadas para todas ¡allá vamos!
Puedo ver características de los humanos. El palomo gris embucha primero eligiendo las migas más grandes, extendiendo sus alas para no dejar lugar a otras, la veteada espera su turno para alimentarse con las sobras, es mucho más pequeña. Cuando intenta acercarse, es pisoteada por el líder y emprende un vuelo corto.
Leo el diario saboreando un rico café. Siete personas de origen boliviano murieron al incendiarse el local donde trabajaban como esclavos. El patrón-buitre los empleaba en negro. Golondrinas migratorias, indocumentados, añorando sus montañas andinas, nada reclamaban, obedecían. Dieciocho horas frente a la overlok, chupándose la sangre cuando una aguja pincha sus dedos, apurados por terminar.
Una trabajadora va seguido al baño, lo que irrita al amo-buitre:
-¿Por qué tantas veces al baño? ¿No querés laburar? ¡Allá afuera hay muchos bolitas esperando...!
-Es que tengo un hijito, mi Wilson, un nene hermoso y argentino, que queda con mi comadre
-¿Qué tiene que ver? ¿no me digas que tenés un celular?
-Usted no me entiende, patroncito
-¿Qué tengo que entender?
Johana nació en el campo a cuarenta kilómetros de Santa Cruz de la Sierra. De pequeña cuidó cabras, sólo fue dos años a la escuela y nunca se quejó de su pobreza. Tenía todo lo necesario para ser feliz, cinco hermanitos menores, una mami que horneaba ricos guisos y un espejo para mirarse cuando se trenzaba su larga cabellera. Fue la mejor bailarina de caporales de la región. Al llegar la fiesta de la Virgen de Copacabana se ponía su traje de gala bordado con lentejuelas y danzaba hasta el amanecer al compás de sikus y erques.
La bautizaron a los ocho años, cuando el cura vino a misionar y les habló del pecado. Todos lo que ellos hacían por ley natural estaba mal y era pecado. Pecado macharse los fines de semana, pecado unirse sin estar casados, pecado enterrar sus comidas para agasajar a la Pachamama
A los veinte, cuando se juntó con su hombre, decidieron venir a la Argentina. Decían que pagaban muy bien, ella como mucama en casa de ricos, él como obrero en la construcción, que para eso nadie le ganaba. La realidad les demostró lo contrario. Aunque el hijo que parió en la casa de su comadre los llena de alegría.
-¿Y... bolita pavota, qué tengo que entender? ¿Te vas a fumar un porro al baño?.
Johana no responde, saca de su blusa un pecho, lo aprieta y con su leche riega el escritorio del señor patrón.
Escondido dentro de un armario, los bomberos encontraron un recipiente de vidrio con un líquido. Fue analizado, creyendo que era el combustible utilizado para originar el incendio. Había que desconfiar de estos inmigrantes vagos y brutos El resultado fue: leche materna.
El cuerpo de Johana fue entregado a su hombre envuelto en una bolsa de nylon negra. Nadie hizo una marcha por ella y sus compañeros. Su foto no estuvo en ninguna pancarta. No hubo culpables. En la policía sus paisanos declararon que la Johanita dejaba todas las noches el frasco lleno en una ventana del taller que daba al exterior, donde era reemplazado por otro vacío. Así intentaba no abandonar a su hijito.
Dieciséis horas, por suerte mi día laboral pasó rápido. Antes de irme cierro la ventana. Atrás de un postigo descubro un nido. Los pichones hambrientos abren sus picos. La paloma-madre los llena con las migas almacenadas en su buche. Mis ojos se llenan de lágrimas.