El siguiente texto es un fragmento del capítulo IX, "Recalificar el sufrimiento", del libro "La banalización de la injusticia social (2da edición) de Christophe Dejours (Topía Editorial, 2013).
La filosofía moral opone la razón al miedo. En nombre de la razón, el sujeto virtuoso debe vencer el miedo, incluyendo el miedo de morir a consecuencia de la violencia. Esta virtud es el coraje.
¿Cómo armarse del coraje y la fuerza necesarios para neutralizar el propio miedo y estar en condiciones de ir al combate, a la guerra y a la muerte? Mediante el aprendizaje del dolor físico, cuyo modelo es, en cierta medida, la educación espartana. Aprendiendo a resistir al sufrimiento del cuerpo se podría esperar el desarrollo de ese coraje del alma. El comportamiento del alma también estaría dirigido por el comportamiento del cuerpo, y esto supone una cierta concepción de las relaciones entre cuerpo y alma, que voy a dejar de lado aquí, pues es algo marginal en relación con mi propósito.
Me parece, a la luz de la clínica y la teoría de la psicodinámica del trabajo, que esta concepción del aprendizaje del coraje debe ser cuestionada. Efectivamente, el uso razonado, o racional, de la violencia contra el propio cuerpo, para forjar el coraje y vencer el miedo, tiene a su vez una serie de incidencias a las que no se presta la suficiente atención. La primera consecuencia es que el entrenamiento para resistir el dolor y el sufrimiento -aunque sea programada- implica una familiarización con la violencia que a su vez plantea un problema ético específico. Porque para desarrollar esa resistencia al sufrimiento, es preciso asociarse con un agente encargado de infligir sufrimiento y violencia e imponer la prueba del miedo. El aprendizaje del coraje pasaría por el de la sumisión voluntaria y la complicidad con quienes ejercen la violencia, ¡aunque sea con fines “didácticos”!
La segunda consecuencia es el riesgo de justificar la violencia, dado que, en ciertas condiciones, se podría plantear su eventual ejercicio al servicio de la virtud.
La tercera consecuencia, junto con la familiarización, el aprendizaje de la sumisión y la justificación paradójica de la violencia, es el riesgo de rematar peligrosamente el aprendizaje del coraje, cuando el que aprende es capaz, a su vez, de infligir violencia al otro:
- tanto por razones pedagógicas (se justifica infligir sufrimiento si el fin es enseñar a quien lo padece la resistencia y el coraje),
- como por razones ligadas a la coherencia interna de los procesos psicológicos, es decir, que el hombre valiente, además de aprender a neutralizar el miedo que le provoca la amenaza de violencia, debe también poder ser capaz de asistir al espectáculo del sufrimiento, en su totalidad y con toda su crudeza, sin vacilaciones, ni reacción emocional o afectiva. Sólo posee un coraje absoluto quien es capaz de neutralizar su propio miedo, y además permanecer insensible frente al miedo del otro, es decir, de vencer todo sentimiento de piedad, compasión, horror, asco o náusea provocado por el espectáculo del sufrimiento que, como soldado, tiene que saber infligir al enemigo.
Y, finalmente, posee un coraje absoluto el hombre que puede dar prueba de su capacidad para extirpar de sí toda compasión frente al dolor del otro. Esta prueba irrefutable es, inevitablemente, la capacidad de ir hasta el final del acto violento contra el otro amenazador, sin flaquezas y a pesar de la sangre, los gritos, el dolor y el sufrimiento de la víctima. Es valiente el hombre que, cuando las circunstancias lo exigen, se muestra capaz de actuar como un verdugo.
En su forma primera, el coraje es la capacidad de ir a la guerra para afrontar la muerte e infligirla a otro. “Andreia es la palabra griega posthomérica más usual para designar el coraje, que es la calidad del anèr, macho de la especie hombre, en el sentido de guerrero. En la Ilíada aparece con frecuencia la siguiente exhortación: ‘Sed hombres (aneres este), no dejéis flaquear vuestro ardiente valor’” (Smoes, 1992). ¿Pero es realmente humanizadora esta virtud del alma? No es seguro que lo sea. Forma hombres viriles, pero no hombres humanos; y confrontada con la humanitud, no deja de plantear ambigüedades.
No sería valiente el hombre incapaz de vencer el miedo para ir al combate. ¿Pero, por no lograrlo, deja de ser un hombre? En general, a las mujeres no se les exige este aprendizaje.[i] Y al hombre que no logra neutralizar su miedo se lo ubica invariablemente en la raza de las mujeres, como algo infamante para su identidad sexual y su virilidad.
¿Pero no es ser humano estar del lado de las mujeres? ¿Y si no po- der infligir violencia al otro fuera justamente la característica del hombre y de su humanitud? Es ese caso, el coraje se detendría en la capacidad de vencer el miedo mediante el aprendizaje de la resistencia a la violencia, sin superar el límite. El coraje consistiría en poder experimentar el sufrimiento en sí mismo. Pero, evidentemente, no es este el sentido que se da en general al coraje como noción de virtud.
Tolerar el sufrimiento y no reaccionar ante la violencia pasa más por algo que está del lado de la resignación, la derrota, el abandono e incluso la cobardía o la complacencia en el dolor, y no es en absoluto una conducta viril.
El análisis de todas las situaciones de trabajo en que la virilidad está puesta al servicio de las estrategias colectivas de defensa sugiere que se apela a la virilidad cada vez que el miedo está en el centro de las vivencias frente a las restricciones de trabajo: miedo al accidente, miedo de no estar a la altura en caso de desperfecto o dificultad, miedo al trabajo, miedo a la exclusión y la soledad, miedo a la persecución y la violencia, etc.
Lejos de plantearse de manera excepcional, esta coyuntura es usual, banal, para el soldado o el oficial, y también para el policía, el agente de las CRS (compañías republicanas de seguridad) o el personal carcelario. Y la lista sigue, porque suele ser banal para el médico, el cirujano, el reanimador y para los jefes en general, directivos, gerentes, políticos, jefes de estado mayor, etc. Cada vez que uno de ellos debe infligir sufrimiento al otro, lo hace en nombre del coraje y la virilidad.
Como lo dice con mucha pertinencia Pascale Molinier, “sólo a los hombres se puede exigir que ejerzan violencia contra el otro. Y sólo los hombres pueden tomar por cobardía la negativa a cometer violencia cuando alguien se lo solicita o cuando ‘la situación lo exige’” (Molinier, 1995).
Pero esta configuración no aparece en las mujeres. Negarse a ejercer la violencia, si lo hace una mujer, no es nunca desvalorizante a los ojos de las otras mujeres. Que una mujer se niegue a cometer el mal contra el prójimo sólo puede ser considerado como un defecto por ciertos hombres que asocian esta negativa a la debilidad, y esta debilidad a la inferioridad congénita de las mujeres... el sexo débil. La debilidad del sexo débil no es no poder resistir el sufrimiento, sino no poder infligirlo al otro.
Las investigaciones de Pascale Molinier sobre las enfermeras sugieren que, para ellas, la relación con el trabajo y el sufrimiento es radicalmente diferente a la de los hombres.
Con toda evidencia, el coraje frente a la orden de ejercer violencia o dar muerte a otro no consiste en obedecer y vencer el rechazo o la repugnancia. Coraje es desobedecer y, por hacerlo, correr el riesgo tanto de excluirse de la comunidad de los fuertes y los viriles como de compartir la suerte reservada a las víctimas. Si es legítimo plantear el problema de lo que sería social y políticamente el coraje liberado de toda referencia a la virilidad, también podemos preguntarnos si, disociando de la virilidad el ejercicio de la violencia contra el otro, seguiría teniendo sentido esa virilidad socialmente construida. ¿Existirá la virilidad definible sin referencia alguna al ejercicio de la violencia, la violación, el crimen y todas las formas de ataque contra el cuerpo del otro? ¿Y además sin nostalgia por esos períodos de la vida en que fue preciso soportar personalmente sufrimiento e injusticia, es decir sin masoquismo? ¿Y sin justificar la violencia ejercida contra el otro con el pretexto de haber sufrido personalmente violencia y sufrimiento, en el pasado, y haber sobrevivido? Es decir, sin riesgos de transmisión psicopatológica como sucede en las familias en que ciertos padres justifican la violencia y la amenaza que ejercen sobre sus hijos con el argumento de que ellos mismos, de niños, sufrieron malos tratos de sus padres. ¡Rompiendo con esa idea de que, por su capacidad de resistir, los padres pueden justificar la valorización de la violencia, que les da el derecho, o el deber, de hacer sufrir lo mismo a sus hijos, en nombre del bien (Miller, 1980; Canino, 1996)!
La otra pregunta que surge inevitablemente es la siguiente: ¿quedaría alguna justificación para la virilidad, cuando se la separa de toda referencia al trabajo?
En psicodinámica del trabajo, la teoría arroja una respuesta negativa.
Sin el lazo que une a veces violencia y trabajo, la referencia a la virilidad perdería toda utilidad. La “violencia debida” se legitima siempre en nombre de un trabajo. De un trabajo o de una actividad de producción o servicio. Y se convoca a la virilidad cada vez que hay que hacer frente al miedo, a la duda o la deserción. Se la convoca para neutralizar, en la medida de lo posible, las reacciones de la conciencia moral, activadas por el ejercicio de la violencia. Siempre, en segundo plano, como situación ejemplar de referencia, está la guerra.
Es el caso del cinismo viril como estrategia colectiva de defensa, ue se moviliza en nombre de la “guerra entre empresas”, la “guerra económica”, en nombre de la “guerra por la competencia comercial”. Cuando se deja de recurrir a la virilidad, el problema del dolor y el sufrimiento infligidos al otro tienen que abordarse de una manera totalmente distinta en el ejercicio de una actividad de trabajo. Abrir un vientre, arrancar un diente, hacer doler, golpear a alguien fuera de sí, despedir a un trabajador indefenso, eliminar, torturar, exterminar, etc., son situaciones en que el mal cometido contra el otro debería ser bien definido, reconocido e identificado como mal.
Habría que admitir, por ejemplo, que la cirugía ejecutada correctamente implica dolor, y habría que llevar al cirujano o al estudiante de medicina a enfrentar esa dificultad, para no eludir jamás el obstáculo, silenciando la ética.
La virilidad, es el mal asociado a una virtud, el coraje, en nombre de las necesidades inherentes a la actividad laboral. La virilidad es la forma banalizada de expresar la justificación de los medios por los fines.
La virilidad es el concepto que permite transformar en valor la infelicidad a que se condena al otro, en nombre del trabajo.
Siendo así las cosas, el problema del “trabajo del mal” se presenta de manera muy diferente según se plantee en singular o en plural, según se instaure como sistema de administración de los asuntos de la empresa (o públicos) o surja de modo excepcional o accidental.
Según reciba la condena de la mayoría que permanece fuera de ese trabajo o sea banalizado por casi todos los que participan en él, como vimos precedentemente.
El problema que examinamos no es el del mal en general, sino el de la banalidad del mal. A la luz de la psicodinámica del trabajo, la banalidad del mal no parece ser ni espontánea ni natural. Es el resultado de un amplio proceso de banalización, que no puede funcionar únicamente sobre la base de la virilidad defensiva y exige paralelamente una estrategia de distorsión comunicativa. La mentira es indispensable para la justificación de la misión y el trabajo del mal. Y este es un punto capital. No hay banalización de la violencia sin un trabajo riguroso sobre la mentira, su construcción, difusión, transmisión y, sobre todo, sobre su racionalización.
Ahora bien, en ese dispositivo de banalización del mal, la mentira comunicativa parece ser el eslabón menos sólido. La mayoría de los que alimentan con mentira a los medios tiene una clara percepción de ella. Y, por lo menos sobre este punto, tienen una intuición del clivaje psíquico al que están invitados por pertenecer al núcleo organizado de la sociedad.
Por lo tanto, me parece que la discusión debería tener lugar, prioritariamente, en este nivel y en los espacios disponibles, tanto en la empresa como en los sindicatos o en el espacio público. La mentira es un dispositivo sin el cual el ejercicio del mal y la violencia no pueden perdurar. Hannah Arendt (1969) insiste en la vinculación entre mentira y violencia. Combatiendo la distorsión comunicativa, hay razones para esperar un despertar de la curiosidad en la sociedad, y sobre todo un interés renovado de la comunidad científica por el tema del trabajo, que tiende a transformarse en un instrumento importantísimo para el aprendizaje de la injusticia en las sociedades neoliberales.
Ahora bien, nosotros hemos sostenido que la virilidad ocupa un lugar que tiene, por lo menos, la misma importancia que la mentira, en la medida en que sin ella no hay posibilidades de hacer pasar el mal por bien. Pero la virilidad es en sí una mentira, y eso es lo que no hay que omitir en el análisis. Todo el resto del dispositivo de distorsión comunicativa juega como potencializador de la mentira de la virilidad y no puede reemplazarla. La mentira sola no tendría ese impacto político si no estuviera unida a los procesos psicológicos movilizados por el tema de la virilidad. Sin embargo, no es seguro que el ataque directo y frontal contra la virilidad sea la mejor conducta estratégica a adoptar. Parece menos difícil hacerlo en el nivel de la mentira comunicativa propiamente dicha, porque con ella es más fácil tomar distancia y objetivarla que con la mentira “viriarcal” (Welzer- Lang, 1991), profundamente arraigada en nuestra cultura.
Luchar contra el proceso de banalización del mal implica trabajar en varias direcciones.
[i] Salvo aquellas llamadas a ocupar posiciones profesionales tradicionalmente acaparadas por los hombres. Y en este caso surgen con frecuencia dificultades psicológicas y afectivas en la esfera privada y en la economía erótica (Hirata y Kergoat, 1988; Dejours, 1996).