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La transgresión en sentido extramoral

 

Cuando la luz comienza a desteñir las sombras que rodean los mandatos se pueden vislumbrar como relámpagos las prácticas, a veces espurias, que los sostienen. Al iluminar nuestros orígenes -donde el mito se entreteje con la historia- surgen vestigios de las llamas que forjaron los inicios y ante nuestros ojos asombrados desfilan, como en una linterna mágica, asesinatos, estupros, traiciones, incestos, parricidios y fratricidios. Figuras y conceptos que se podrían expresar en pocas palabras: hablemos de transgresión.

Miremos hacia Grecia arcaica. Aparece un rey paranoico, Layo, que ordena asesinar a su pequeño hijo. El temor era que, que en algún momento, ese puñado de vida palpitante quisiera deshacerse de él y quedarse con su mujer y con su reino. Si medimos este acto desde el imaginario actual cabe preguntarse hasta qué punto el delirio persecutorio del padre no se convierte en mandato irrevocable para el hijo, ¿Por qué casi todos los ojos psicoanalíticos se iluminan ante la neurosis de Edipo pero no ven la paranoia paterna? Sea como fuere, el mito arcaico devino teoría psicológica que en última instancia no deja de ser un mito del siglo XX.

Veamos otro caso. La princesa Rea Silvia se enamora de su padre -Numitor- el soberano de Alba, la antecesora mítica de Roma. Dos gemelos nacieron del incesto. El rey ordenó asesinarlos. Alucinaba futuras traiciones provenientes de sus descendientes. El desencadenante de la persecución paterna es similar al de Layo. Un trenzado de celos y recelos. También estos niños fueron salvados de manera increíble y, siendo adultos, Rómulo mató a su hermano por una cuestión de límites. Sabido es que no se debe transitar por encima del trazado de la ciudad, pero Remo, herido porque los augurios habían dictaminado que la ciudad se fundara en la colina elegida por su hermano  transgredió la norma entre despechado y socarrón. Rómulo no lo toleró, le hizo pagar con la vida por la contraversión “municipal”. En cambio él no pagó por el filicidio. Desde tiempos inmemoriales los grandes imperios, las revoluciones científicas (y las otras) e incluso las religiones se gestan (y suele conservarse) transgrediendo.

Observemos ahora el Antiguo Testamento. Según la tradición judeocristiana Caín y Abel pertenecen a la primera generación de humanos. Caín es labrador y su hermano pastor. El primero le ofrece al Señor los más prístinos frutos de la tierra: trigo, legumbres, hierbas olorosas, frutas. Abel por su parte le ofrenda las primicias de sus crías: cabritos, lechones, mamones. Dios -que evidentemente no es vegetariano- acepta únicamente la ofrenda del ganadero. Caín, el agricultor, no soporta el desprecio y enceguecido de celos apela a una excusa poco creíble. Mata a su hermano por un plato de lentejas. Las consecuencias son de todos conocidas. Sin embargo Caín a pesar de la ira divina construyó, sembró, fornicó y tuvo una prole numerosa, fruto de la obvia unión incestuosa con una de sus hermanas, después de matar al hermano de ambos. No tenía otra posibilidad si aspiraba al himeneo y a ser el único líder de la primera ciudad terrenal.

Otro mito del Antiguo Testamento cuenta que un faraón ordena la matanza de todos los niños judíos que habitan su reino. Teme que los extranjeros le usurpen sus dominios. La madre de uno de ellos y -poco después la propia hija del soberano- transgreden el imperativo real y salvan al pequeño Moisés. La desobediencia de las leyes cívicas fue la condición de posibilidad para gestar uno de los líderes más importantes del pueblo de Dios. Otra transgresión forzosa si se considera que posibilitó la reafirmación de una nación.   

Contemplemos por último el Nuevo Testamento. Una muy joven recientemente casada transgrede la fidelidad matrimonial y, en lugar de fecundar un hijo con su marido, lo hace con uno de los integrantes del trinomio divino. Esta anomalía no solo no es condenada. Por el contrario, esa mujer es venerada por los siglos de los siglos y Jesús, el fruto de la extraña unión, hace milenios que reina espiritualmente sobre una de los tres monoteísmos vigentes. No comentaré en esta oportunidad que también ese niño había sido condenado a muerte en una matanza colectiva de recién nacidos de la que salió indemne. Pero sí es digno de destacarse que la religión que fundó se sostiene a fuerza de normas violadas o escamoteadas. Valgan como ejemplo los curas pedófilos.

 

Profanación, ausencia y exceso

 

La transgresión no niega lo prohibido, lo completa. El deseo es la fuente de toda transgresión, ocupa el volumen histórico que en otros tiempos ocupaba Dios, que ha muerto. Esta carencia ha enturbiado los parámetros. Dostoievsky sostenía que si Dios no existiera todo estaría permitido. Entiendo que más que a la divinidad se refería a las normas y deberes que estrían el entramado social. Sin reglas la transgresión no se realiza ni parece posible mantener cierto equilibrio comunitario sostenido por lo sagrado a veces apuntalado por lo profano. Valores higiénicos, políticos, morales, económicos, informáticos y de seguridad ciudadana.

Las prohibiciones son meras palabras, conceptos consensuados, sostenidos y controlados por el poder. Si bien esas palabras represoras son performativas ya que su enunciación produce efectos. Los símbolos, cuando establecen normas, operan como ideas regulativas de conductas. Por ejemplo, si se establece la prohibición del incesto en una cultura que lo practicaba “naturalmente”, se instaura al mismo tiempo la posibilidad de transgredir con esa práctica que, paradójicamente, hasta ayer no más era “normal”.

Existen transmutaciones valorativas. Imperativos emanados del discurso religioso que  son cooptadas por el jurídico. Otras provienen del discurso médico y se impregnan de valores éticos. Pero movilizando cualquier transgresión siempre está la ilusión de un placer devenido del acto transgresor. El placer es estirpe del deseo y el deseo -desde su trasfondo mítico y psicológico- siempre es erótico, placer y desasosiego. Aun cuando se trate de la guerra, el trabajo, la economía o la familia. Foucault considera que lejos de haber liberado la sexualidad, nuestra época sin Dios la ha llevado exactamente hacia su límite, a las fronteras de la conciencia.[1]

Gobernar es más placentero que copular. Metalenguaje degenerado de la seducción, mezclado con el metalenguaje degenerado de lo político. Comunitariamente operacional.[2] La sexualidad está imbuida de tabú y es el límite de la ley porque contiene en sí la totalidad de lo prohibido. El tabú, antepasado de la moral y del derecho, trata de imponer orden al caos. Su justificación es la armonía del accionar comunitario. Subyace en nuestras formaciones culturales y se trasviste de moral, justicia, orden y hasta de leyes científicas. Su funcionalidad permanece intacta, se trata de la economía del poder racional -o racionalizado- enfrentándose con el derroche de los sentidos. Sin racionalidad que los contenga, ley que los amilane, ni poder que los detenga.

Una ley siempre prohíbe, incluso cuando otorga. Se otorga libertad para que dos personas contraigan matrimonio legalmente, pero se prohíbe tácita aunque terminantemente que se realicen matrimonios compuestos por mayor número de personas. Se permite salir de un país e ingresar a otro, aunque está totalmente vedado hacer uso de esa ley sin poseer los documentos requeridos. Ley es límite.

La ley y el erotismo contienen en sí la posibilidad de todas las transgresiones pero necesitan lo prohibido como condición de su existencia. La sexualidad produce profanaciones sin objeto, vacías y replegadas sobre sí mismas. No existe un vaciamiento raigal del deseo, existe más abundancia que carencia. Pulsión, acción, creación, contienda, frenesí y hasta revolución. A veces crimen pero siempre acción (material o pensante). La vacuidad de sentido reside en el objeto, no en el deseo que no deja de excederse. Ese deseo exacerbado que cuando se enrosca consigo mismo se autoaniquila en el placer. “Simone, cuya conducta durante la orgía había sido más infernal que nunca no podía olvidar que el orgasmo imprevisto, provocado por su propio impudor, por los gemidos y por la desnudez de Marcelle, había superado en potencia todo lo que ella habías imaginado hasta entonces.”[3]

¿Vacío o exceso?

El término ‘sexualidad’ acaeció en la historia en el momento mismo en que se tomó plena conciencia de la muerte de Dios. Acontecimiento que se manifiesta en la modernidad. No porque Dios hubiera muerto recién en el siglo XVIII -ese crimen se venía perfeccionado desde los comienzos de la filosofía- sino porque la racionalidad moderna desacralizó los guiñapos de Dios que aún substituían. No me refiero al Dios de las religiones morales y monoteístas. Ellas nacieron, se desarrollan y existen sin rastro alguno de sacralidad. Se regodean simplemente con el cadáver divino y, dentro de ellas, tampoco me refiero a Jesús cuyo monoteísmo y moralismo lo convierten también en un nihilista. Me refiero al politeísmo, al ballet de los valores recreados, a lo sagrado como sentido, al tiempo como enigma, a un presente intermitente y perpetuo, dionisíaco.

Desde que Dios no está nos movilizamos en pos de su ausencia. La transgresión a la vez que conjura lo ausente se reduce a su propia pureza, ¿qué significa cualquier transgresión -por horrorosa y aberrante que sea- comparada con los ilimitados contenidos que pueden abarcar  imaginaciones desbocadas por el deseo, por cualquier tipo de deseo? La transgresión aplasta al ser contra sus fronteras.

¿Contra qué dirige la transgresión su fractura y a qué vacío debe la libre plenitud de su ser, sino a aquellos mismo que ella atraviesa con gesto violento y destina a ser barrido con el trazo que borra?[4]

 

El suicidio de la prohibición

 

La transgresión es tan fugaz como un suspiro. Tan pronto como se realiza expira y nos enfrenta con una frontera vedada y destruida. La prohibición, esa marioneta del poder, existe para ser violada. No hay prohibición que no pueda ser desobedecida. Incluso a veces permitida o exigida. La fiesta es permitida.[5] Los cuerpos y las almas enfiestadas se llenan de intensidad. Algo se abre en la fiesta, que es trasgresión instituida, mientras que el estado de excepción es transgresión exigida. La suspensión de la ley por la justicia misma es su autonegación, estado excepción. El nazismo gobernó todo el tiempo bajo el dominio de ese estado.[6] Los countries y las villas miserias también se sostienen en algo semejante.[7]

La guerra es el estado de excepción por excelencia. “No matar”. El mandamiento pretendidamente universal se anula a sí mismo cuando se declara la guerra. Georges Bataille se refiere a la contradicción del imperativo de no matar matando. El sacerdote, de cuya boca y escrituras surge la prohibición de matar, bendice con pompa a los ejércitos que van a la guerra; y les da la bienvenida a los matadores con un Tedeum solemne si regresan victoriosos.

Las prohibiciones sobre las que se sostiene la razón no suelen ser razonables. El reposado y calmo mundo de la razón se apoya en el lodo de la violencia enardecida. Las leyes prohibitivas terminan imponiéndose a fuerza de terror y solo el ser racional sabe ejercerlo estratégicamente mediante la guerra, la punición, la penitencia. La violencia del interdicto no es hija del cálculo sino de las pulsiones, o del cálculo al servicio de ellas. Arremetida feroz contra los límites. Sin olvidar que los cimientos comunitarios no solo se fraguan en la potencian del vacío, en esa misma aleación borbotean los excesos.

 

Más allá de la ética

 

Por un principio de economía en los procedimientos de sometimiento social se suelen amontonar todo las prohibiciones bajo el manto de la moral. Y por el mismo principio se hace lo propio con las consecuencias de todas las transgresiones. Sin embargo es posible pensar la transgresión sin contaminarla con normas éticas. Un pequeño ejercicio de ontología en el que se intente pensar la transgresión no en sí misma, pues no tendría razón de ser si no se produjera en el intercambio humano; sino en el entramado en el que se produce, manifiesta y permanece. ¿Es posible pensar la transgresión divorciada de lo escandaloso, perverso o subversivo?, ¿es posible pensarla de manera no negativa?, ¿y pensarla sin valorar?

Quizás sería posible si la sustrajéramos del mundo maniqueo de la eticidad bivalente: bueno o malo, tolerado o discriminado. De modo que, si nos liberáramos del peso del camello de la metáfora nietzscheana, captaríamos los desbordes en su desnudez ética. Desde esa perspectiva la transgresión es autoafirmación de una línea de fuga del deseo. Rómulo consolidando el gobierno de la ciudad. Edipo gobernando en lugar de su asesino. Numitor poseyendo a su hija y fecundando. La madre de Moisés arrojándolo a una vida poderosa. Caín rechazando la arbitrariedad divina. María por siempre reina.

Pensar la transgresión des-moralizada es descartar los resultados para captar el efímero instante en que se rompen las barreras y la existencia titila entre el orden y el caos. Sin culpa. Seducción de la transgresión. Acontecimiento sublime en sentido kantiano.[8] El intelecto no alcanza a abarcar lo terrorífico, aquello que desborda los límites. La inmensidad sin concepto. La transgresión afirma la finitud en tanto le permite asomarse a lo ilimitado como si se abriera por primera vez a la existencia. Quedarse en la transgresión es desvirtuarla. Toda fosilización es letal. La transgresión es afirmación que dilemáticamente no afirma ni niega nada. Reconduce. En la transgresión, los valores éticos son empujados a sus límites. “Desmoralizados”. Y ahí, despojados de artilugios, pueden ser cuestionados. No tienen otro estatuto ontológico que su propio cuestionamiento frente a una transgresión tan desnuda de sentido moral como de altruismo. Ciega.

Más allá y más acá de las prácticas, bordeando los límites y en el perímetro mismo que las abarca, subyacen las palabras. Dice Foucault que el enredo de palabras de donde también surge la filosofía tal vez no sea una pérdida del lenguaje -tal como parecía indicarlo la hoy lejana dialéctica- sino más bien la profundización misma de la experiencia filosófica en el lenguaje. El hallazgo de que la transgresión es en él y deviene donde dice lo que no puede ser dicho, de que actúa donde la palabra se lo prohíbe, realizándose en la experiencia del límite tal como la filosofía tendría que ocuparse de pensarla.[9]

 

Esther Díaz

Doctora en Filosofía (UBA)

www.estherdiaz.com.ar

Notas

 

[1] Foucault, Michel, Prefacio a la transgresión, Buenos Aires, Tribial, 1993.

[2] Baudrillard, Jean, De la seducción, Madrid, Cátedra, 1984.

[3] Bataille, George, Historia del ojo, Barcelona, Tusquets, 1993.

[4] Foucault, Michel, ibídem.

[5] Bataille, George, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1985.

[6] Agamben, Georgio, Estado de excepción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007.

[7] Díaz, Esther, Las grietas del poder, Buenos Aires, Biblos, 2010.

[8] Kant, Immanuel, Critica del juicio, Buenos Aires, Losada, 1993.

[9] Foucault, Michel, ibídem.

 

 

 

 
Articulo publicado en
Abril / 2012