Como Mahler acostumbraba a decir,
la parte más importante de la música no está en las notas.
Theodor Reik, Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler
I-
Nadie ama la música. Amamos músicas que nos marcaron, experiencias vitales intersubjetivas. Vivencias que nos atravesaron hasta los huesos. Este amor no surge de escuchar armónicas combinaciones de sonidos y silencios. Nace de experiencias que dejan huellas. Y queremos volver a encontrarlas. Una y otra vez. En distintas situaciones. Algunos enamoramientos caen en poco tiempo y otros se convierten en amores perdurables. Por eso tenemos diferentes relaciones con algunas músicas. El amor es singular y tan potente como complejo.
La música es una experiencia corporal intersubjetiva. Escuchamos con todo el cuerpo en una situación determinada. Siempre es una relación con otros, sean los músicos, los iniciadores y compañeros de dichas experiencias.
Escuchar música nunca es un acto pasivo. El neurólogo Oliver Sacks señala que “no es un fenómeno tan sólo auditivo y emocional, sino también motor: ‘Escuchamos música con nuestros músculos’, escribió Nietzsche. Llevamos el ritmo, de manera involuntaria, aunque no prestemos atención de manera consciente, y nuestra cara y postura reflejan la ‘narración’ de la melodía, y los pensamientos y sensaciones que provoca.”[1]
II-
Es imposible dejar de oír. En este mundo actual es improbable no tener alguna relación con la música que inunda nuestra vida cotidiana y se ha transformado en una cortina de fondo inevitable en shoppings, televisión, radio, teatro, restaurants, etc. No hay día sin música de fondo. El capitalismo mundializado ha impuesto música permanente. Sólo importa que acompañe, que calme, que decore, que permita trabajar y vender más. [2]
La posibilidad de grabación y reproducción cambió la relación con la música. Transformó también las formas de escuchar, que por primera vez en la historia puede acontecer lejos de los músicos. Inclusive posibilitó formas de encierro en lo que siempre había sido encuentro intersubjetivo. Su prototipo es la escucha con auriculares, que se multiplicó exponencialmente los últimos años.
Por otro lado, la mercantilización de la música es un hecho que atraviesa aquélla que amamos, con novedosas formas que van desde reediciones de lujo hasta lucrativos aniversarios que se festejan con la versión “en vivo” del disco original.
Se puede acusar tanto a los adelantos técnicos en la reproducción como a las condiciones de la industria cultural hoy de la difusión y banalización de la música. Muchas veces se lo hace suponiendo condiciones ideales para la música, que se ubican en un utópico pasado. Estas son las condiciones de posibilidad del amor a la música en estos tiempos. Y aquí estamos.
III-
No todos aman la música. Hay quienes la toman como una agradable compañía. Para otros es prácticamente indiferente, aunque soportan la inundación sonora cotidiana. Un caso particular es el “odio a la música (que) quiere expresar hasta qué punto la música puede volverse odiosa para quien la amó por sobre todas las cosas”.[3]
Para que haya amor tiene que producirse algo especial.
Esa relación que llamamos amor a cierta música tiene una historia. La sentimos y queremos volver a ella una y otra vez. Renovar experiencias compartidas que van dejando sedimentos ampliando el amor.
Los caminos para que esto suceda son complejos. En parte podemos ser conscientes, pero sus caminos son fundamentalmente inconscientes. Surgen del entramado de la historia personal, familiar y comunitaria -con las marcas de las identificaciones de clase, generación y género-, enmarcada en la historia social y política de los tiempos en que nos toque vivir. Esta amalgama produce cierto gusto o indiferencia musical. Y eventualmente algunos amores.
El concepto de corposubjetividad nos permite avanzar al comprender una subjetividad corporal producida por el aparato orgánico, el aparato psíquico y el aparato cultural.[4] Así podemos entender cómo la relación de cada sujeto con la música estará determinada por el anudamiento de estos tres aparatos para producir nuestro amor a la música. Muchos análisis toman solamente alguno como único determinante. Pero la cuestión es más compleja. Nos atrae la música por nuestro apego a sonidos y ritmos corporales que nos atraviesan desde antes del nacimiento, como las tranquilizadoras voces y los rítmicos latidos cardíacos en el útero. Además por la particular relación con lo sonoro y lo musical en la constitución de nuestro psiquismo, determinado por aquellos que nos rodean y dan soporte a nuestra estructuración psíquica. También por nuestra pertenencia de clase, que brinda desde el inicio mismo de la vida cierto universo sonoro particular que se va modificando con las transformaciones de la cultura en la que vivimos. [5]
IV-
¿Qué amamos cuando decimos que amamos una música? De quien adora a Mozart, a lo que acontece en un recital de los Beatles o Los Redonditos de Ricota, pasando por un fanático del jazz o del tango que va una y otra vez a pequeños sitios a escuchar a los mismos músicos parece haber una distancia sideral.
¿Qué tienen en común todos estos ejemplos? En todos los casos la música es mucho más que los sonidos. El amar un músico o una música implica experiencias significativas anteriores que nos marcaron. Tienen dimensiones concientes, preconcientes e inconcientes. Puede ser la música que acompañó un primer beso o un encuentro sexual. La música de iniciación en un recital donde se vivió la comunión con otros, con los músicos, con un lugar de identificación con un grupo. La primera escucha donde algún otro significativo contagió una pasión. Cada cual puede evocar cómo empezó a amar alguna música y llegará seguramente al retoño conciente de dicha experiencia.
V-
La posibilidad de amor a la música se asienta en los factores estructurantes primarios de nuestra constitución psíquica.[6] En ese desvalimiento que vive el niño al nacer, lo meramente sonoro se vuelve musical al ser “sentido”. O sea, cuando encarna y es parte inseparable de la relación intersubjetiva con el Primer otro. El arrullo, las palabras y las canciones son parte del diálogo corporal del bebé con este otro y conforma una de las dimensiones del espacio-soporte de la-muerte-como-pulsión. Esto posibilita soportar las fantasías de muerte y destrucción para poder encontrarse con las pulsiones de vida, el Eros.
Esta construcción necesita de un tercero que pueda poner los límites. El Primer otro debe aceptar la propia castración para no quedar en una relación fusional con el bebé. Y para poner límites debe poder aceptarlos. Esto conlleva un tercero que posibilite la construcción del espacio-soporte, que es intrasubjetivo, y permite la posibilidad de subjetivación, o sea de la construcción de espacios intersubjetivos.
El espacio-soporte es afectivo, libidinal, imaginario y simbólico. La dimensión sonora está siempre presente en este intercambio intersubjetivo. Va de los canturreos que sostienen a las palabras que limitan más por su entonación, su melodía y su ritmo que por su propio significado.
Desde los primeros momentos el propio bebé comienza a jugar con los sonidos. Freud registra en Más allá del principio del placer el repetido juego del canturreo de su nieto, que tiene una clara dimensión sonora y musical. Es el propio Freud quien lo llama “Fort-Da” reduciéndolo sólo a futuras palabras. Y es explícito: “Al hacerlo profería, con expresión de interés y satisfacción, un fuerte y prolongado ‘o-o-o-o’, que, según el juicio coincidente de la madre y de este observador, no era una interjección, sino que significaba ‘fort’ (se fue).” [7] Este juego sonoro está en los cimientos de la constitución del espacio-soporte, del juego, del lenguaje y también de la música. La repetición del juego permite colocar la muerte-como-pulsión al servicio de las pulsiones de vida.
Esta envoltura sonora forma la prehistoria de nuestro gusto musical posterior. La experiencia musical siempre será un encuentro corporal con otros que incluye miradas, gestos, olores, caricias, palabras, lugares y tantas otras cuestiones.
Posteriormente termina de organizarse nuestro lenguaje y la propia música tiene un papel especial en este desarrollo. Es frecuente que los niños encuentren placer en escuchar y cantar una y otra vez ciertas canciones que llamamos “infantiles”. Tienen una fluida relación con la musicalidad del lenguaje y se divierten escuchando y cantando y jugando con los sonidos repetidamente. Esta musicalidad forma parte del sostén del propio espacio-soporte y posibilita el encuentro con las pulsiones de vida, dando lugar a la dimensión erótica de la música. Desde estos momentos el gusto musical tendrá este interjuego: sostén del espacio-soporte y a la vez erotismo.
Esta predisposición musical no sigue los mismos caminos en cada uno. No podemos reducir el amor a la música por dichas experiencias primarias, ya que si fuera así, todos debiéramos amar la música. Y especialmente las primeras canciones que nos hicieron escuchar. Probablemente las reproduciremos para nuestros hijos y nietos en algún momento de la vida, casi sin darnos cuenta. Y seguramente encontraremos algún rastro en futuros amores que puedan tener huellas de dicha musicalidad inicial.
La constitución subjetiva -que es corporal, en el interior de una cultura- organiza una predisposición musical que necesita de un segundo momento. Así como Freud consideraba necesarias las series complementarias para el desencadenamiento de las neurosis, hará falta una vivencia posterior que pueda desencadenar dicho amor. Y éste se constituye por experiencias significativas intersubjetivas que se dan en la infancia, pero más frecuentemente en la adolescencia y la adultez. Allí cierta música puede convertirse en amada a través de experiencias concretas y carnales con otros. Hay enamoramientos pasajeros y amores persistentes que perdurarán y se convertirán en la música que amamos. Reiterados encuentros intersubjetivos alimentarán dicho amor en sucesivas experiencias. El encuentro con la propia experiencia con músicos “en vivo” suelen ser fundamentales en la consolidación de este amor. Esas músicas cobijarán, en capas superpuestas, las experiencias primarias, que quedarán reprimidas, con las experiencias secundarias, que son las pasibles de ser recordadas.
Hay distintas variantes de los amores. No sólo por el tipo de música, sino por el tipo de relación con la música. La música fue creada para esparcirse en el espacio público.[8] Pero en la actualidad, mucha música de fondo funciona a partir de un encierro narcisista fusional, donde se desestima al tercero.[9] Y, aunque pueda ser infrecuente, puede haber amores que funcionen de la misma forma, volviendo una y otra vez a la fusión con el Primer otro para soportar el desvalimiento con el encierro narcisista. El paradigma de dicho funcionamiento es el uso exclusivo de auriculares para escuchar música, que convierte en encierro lo que siempre había sido encuentro intersubjetivo.
VI-
Los relatos del surgimiento de algún amor nos permiten comprobar cómo la música es una experiencia intersubjetiva que desborda lo sonoro. Siempre hay otros y la música amada tendrá marcas de dichas relaciones. Vayan algunos ejemplos donde aparece en la infancia, en la adolescencia y en la adultez:
El psicoanalista Gilbert Rose relata su temprano amor por las sonatas de Beethoven del siguiente modo: “Cuando era un jovencito, mis padres me recordaban constantemente que ésos eran los mejores años de mi vida. Tenía todos los motivos para ser feliz, me decían con razón y ellos tenían todos los motivos para contar con mi gratitud. Yo no podía sino estar de acuerdo y, sin embargo, me sentía más afligido que nunca. Afortunadamente aprendí con el tiempo que nada puede superar las sonatas de piano de Ludwig van Beethoven para expresar emociones… sin riesgos, y el mejor lugar para escuchar a mi hermana tocar esas sonatas (mucho mejor de lo que yo podría aspirar a hacerlo) era acostado debajo del piano. Desde la furia hasta el anhelo, podía conectarme con una amplia gama de emociones sin que me acusaran de ser ingratamente infeliz. Allí podía escucharme a mí mismo. Sentir sentimientos, pensar pensamientos, pensar sentimiento, sentir pensamientos; y recuperar mi integridad. Ese mismo piano de media cola y un diván han compartido el espacio de mi consultorio desde hace mucho tiempo. Allí ha transcurrido la totalidad de mi vida adulta profesional.”[10]
Un amante de los Beatles recordará su experiencia iniciática adolescente cuando un amigo de la universidad lo invita a su cuarto: “tengo algo nuevo que me gustaría que escuches”. Allí, pondrá el disco manteniendo el misterio sobre qué era. Luego de poner la canción “lo miré incrédulo, boquiabierto. Él había mantenido la vista en el punto exacto en que mis ojos se encontrarían con los suyos. Tenía una expresión complacida, de ‘ves a qué me refiero’. Cuando esos dos minutos sin respiración terminaron, le pregunté: -¿Cómo se llama esto? ¿Quiénes son?”[11] A partir de entonces, se volverá un fanático de su música, buscará toda la información posible, volverá una y otra vez a escucharlos y tratará de entender dicho fenómeno a lo largo de su vida.
En muchos casos la familia puede incentivar dicho amor, pero no es la regla general. Claudio Benzecry, en El fanático de la ópera relata varias historias de vida de cómo se llega a amar la ópera. Es interesante encontrar que dicho amor puede surgir en la adultez, como en el caso de Luis. Su familia no se había interesado en la música. Ni sus abuelos, ni sus padres. Su madre lo envió a estudiar piano, pero se aburrió y abandonó. De joven escuchaba rock y folclore. A sus 27 años, su ex cuñado, que frecuentaba el Teatro Colón lo invitó a acompañarlo. Asistió a su primera ópera, Carmen: “’Fue amor a primera vista’… No sabía casi nada de los cantantes, pero enseguida se enamoró del sonido del teatro y del tamaño del escenario. Poco después de aquella experiencia se había convertido en el concurrente asiduo que continuó siendo.” Se relacionó con otros amantes de la ópera, con quienes se encuentra asiduamente no sólo para asistir a distintas funciones, sino para encontrarse y compartir impresiones sobre distintas interpretaciones y gustos. “La música ha sido su leal compañera a lo largo los años y su apoyo en los malos momentos.”[12]
En estos ejemplos podemos ver como el surgimiento del amor a cierta música tiene su historia carnal intersubjetiva. En algunos casos, puede traslucirse claramente como la música se transformó en el espacio-soporte de la-muerte-como-pulsión (como el niño cobijado bajo el propio piano). En otros casos, esto queda solapado y observamos más a la vista la dimensión erótica de dicho amor. Pero en todos los casos estarán ambas dimensiones como sostén de dicho amor. Y el compartir con otros siempre es una pieza clave: con músicos en conciertos y recitales, con otros amantes sea como público o en reproducciones privadas, convirtiéndose en iniciadores.
No hay música, ni amor a la música sin otros.
VII-
En los días de vinilo, los amantes de la música se entretenían con un curioso juego que consistía en elegir qué discos llevarían a una isla desierta. Con esas músicas alcanzaba para vivir. Ya no importaba de qué alimentarse ni la soledad. Esos discos darían todo. Luego se cotejaban las elecciones y sus motivos. Se discutía el por qué llevar alguno y no otro. Se intentaba fundamentar sobre el valor musical de cada uno. Se detectaban ausencias que luego quizá se incluían la próxima vez. Esa breve lista condensaba la música que cada uno amaba.
En los días del mp3, los amantes pueden acceder a las reproducciones casi sin dificultades. Esta “solución” trajo nuevos problemas: la abundancia puede hacer perder el deseo y la escucha con auriculares fomenta el encierro. Pero hay nuevos juegos. Ahora ya no es discutir sobre un disco para llevar a una isla desierta, sino sobre que “lista de reproducción” (playlist) cargar en el celular o el Ipod para llevarla todo el tiempo, como una prótesis del propio cuerpo. Sin embargo, los amantes de la música saben que lo genuino está en otro lado. Por eso la comparten en recitales, conciertos, bailes y encuentros. Estas experiencias son las que producen el amor.
Alejandro Vainer
Psicoanalista
alejandro.vainer [at] topia.com.ar
Notas
[1] Sacks, Oliver, Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro, Ed. Anagrama, Barcelona, 2009.
[2] Para profundizar la cuestión de la música de fondo: Vainer, Alejandro, Música de fondo. Música para no ser escuchada, en Revista Topía Nº67, abril 2013.
[3] Quignard, Pascal, El odio a la música, El cuenco del Plata, Bs. As., 2012, pág. 128. Para la cuestión del odio a la música también se puede consultar Vainer, Alejandro, “El tango de la muerte”, en Revista Topía Nº65, agosto 2012, también en www.topia.com.ar.
[4] El concepto de corposubjetividad fue formulado por Enrique Carpintero. Se puede consultar en varios artículos, entre ellos: “El costo de integrarnos. Procesos actuales de Subjetivación”, en Revista Topía Nº 66, noviembre 2012. También en Topía Revista, en www.topia.com.ar
[5] Para profundizar una perspectiva sociológica de la pasión musical: Hennion, Antoine, La pasión musical, Editorial Paidós, Barcelona, 2002.
[6] Estos desarrollos sobre los factores estructurantes primarios se encuentran en diversos textos de Enrique Carpintero: “El grito del silencio”, en Revista Topía Nº67, abril 2013 y “El mal y el bien son inmanentes a nuestra condición humana”, Revista Topía Nº 65, agosto 2012, entre otros. También en www.topia.com.ar
[7] Freud, Sigmund, “Más allá del principio del placer” (1920), en Obras Completas, Tomo XVIII, Amorrortu Editores, Bs. As., 1979, pág. 14 y 15.
[8] Reynolds, Simon, Retromanía. La adicción del pop al propio pasado, Caja Negra Editora, Bs. As., 2011.
[9] Vainer, Alejandro, “Música de fondo. Música para no ser escuchada”, op. cit.
[10] Rose, Gilbert, Entre el diván y el piano. Psicoanálisis, música, arte y neurociencia. Editorial Lumen, Bs. As., 2006, pág. 34-35.
[11] Sullivan, Henry W., Los Beatles y Lacan. Un réquiem para la Edad Moderna, Galerna, Bs. As, 2013, pág. 17 y 18. Es importante señalar cómo dicho autor, a partir de su amor a los Beatles, utiliza al psicoanálisis lacaniano como una cosmovisión para poder entender los cambios de la cultura, la importancia de los Beatles y hasta aventurar diagnósticos psicopatológicos que permitirían entender la genialidad. Un reduccionismo que está en las antípodas de los límites que Freud mismo postulaba para el psicoanálisis.
[12] Benzecry, Claudio, El fanático de la ópera. Etnografía de una obsesión, Siglo Veintiuno Editores, Bs. As., 2012, pág. 84 y siguientes.