Rocío Rinaldi y sus amigos habían decidido que sería antes del amanecer. La noche había empezado hacía muchos porros, tragos y pastillas. Pero no era suficiente. Buscaron mierdas de vaca en el campo, armaron un fueguito que los calentaba apenas, mientras se preparaba el beberaje con los hongos. Había luna. Era la única que estaba llena. Sintiéndose fuertes en esa comunidad instantánea y armados con palos se acercaron a la inocente. La rodearon y la golpearon hasta que estuvo despedazada, muerta. Bien muerta. Luego se acercaron unos a otros, se recostaron en el pasto, se durmieron abrazados y bien juntos. El amanecer los encontró junto al recuerdo de la vaca.
Rocío gritó: no, no. Pero ya era tarde, su padre había acabado con su inocencia. Sintió que los palos la despedazaban. Se dio vuelta, una vez, dos, giró como bailarina en un escenario, rodó por la alfombra verde, no podía parar.
Cuando se despertó, mil flashes como estrellas vagabundas pasaron a toda velocidad delante de sus ojos. Rocío chiquitita, ilusionada como todas las niñas con la felicidad diaria. Los ojos negros grandes que miraban el mundo asombrados. Rocío sintiendo que el dolor y la pena eran mucho más grandes que su cuerpo. Rocío cayendo en el mundo como trapecista de circo pobre. Rocío llorando a su mamá muerta. El desconsuelo todavía le duraba. Nunca se acabaría. Rocío hecha mujer por su padre. Su vida como una mancha, un agujero negro. No aguanto más, quiero un trago, muchos, porros, jeringas, lo que sea, pero no quiero sentir más nada.
Pero un día el amor le trajo de regreso a su madre perdida. Con Lucila descubrió que en su geografía había rincones, selvas, caminos, elevaciones llenas de felicidad. Su alma por esos días se vistió con otros colores. Por primera vez sentía algo dulce. El amor le dio fuerzas. Quiso dejar el agujero negro. Peleó. Tuvo un encuentro con Frida Kahlo. Quería ser como ella. Buscó su pintura. En su mochila iba siempre Frida. Hasta pensó en poner un espejo arriba de su cama. Rocío era como Frida una bomba envuelta en una cinta de seda. Le gustó eso de que con la mierda que le puede tocar a uno vivir, se puede hacer arte.
Pero no era fácil nada. Con Lucila había momentos intensos, hermosos, eternos. Pero también caía. Y las caídas eran difíciles. Los agujeros de su historia no se podían zurcir. A veces tengo ganas de tirarme por la ventana, matar un perro y tirarlo en el water. En esos momentos malditos no hay como un trago, o un porro que te hace sentir suavemente. Y si querés sentirte fuerte como dios, una línea alcanza, por lo menos para empezar a sentir. Después necesitas más y más. Pero como calmar esa sensación de que el mundo es imposible. Cómo se hace para vivir sin llorar, sin pelear. Como hace uno para sentirse aunque sea un momento aliviada. Cuando yo sé que no tengo nada ni nadie en quien recostarme. Cuando sé que estoy en la intemperie más absoluta. Mi orfandad es eterna, mientras yo esté viva. Con la muerte se acaba. Y a veces quiero que se termine de una vez.
Por eso el día que Lucila le dijo que se iba de Bellavía, que se iba lejos a otro país. No dudó en seguirla. Era la oportunidad que había querido siempre. Irse lejos. Allí donde nadie me conozca, que como en “Blue” nadie me pregunte porque nadie sabe nada de mi vida. Es mi deseo cambiar mi propia película por otra, como se cambian las figuritas. Allí no habrá paisajes que me recuerden los momentos amargos.