Gabriel tiene 14 años y concurre a la primera entrevista con su madre. Lo hago pasar; su madre se queda en la sala de espera con el hermano menor de 7 años. Gabriel cuenta que es oriundo de un pueblo de Paraguay y que vive hace unos cuatro meses en una habitación que alquila su madre en un barrio del conurbano bonaerense.
Habla con un ritmo muy acelerado y en voz baja y suave, esto hace que en diversas oportunidades tenga que repreguntarle. Gabriel es un joven menudo y que aparenta tener menos edad de la que tiene.
Como motivo de consulta refiere: “Me asusto, soy sensible… De golpe me debilito y empiezo a temblar. Los médicos me dijeron que tengo ataque de pánico y uno que vi en la guardia me dijo que me pasa porque me acelero mucho… Me da miedo que me pase algo en la calle cuando estoy solo.” Luego agrega que sale a la calle sólo con su madre y que no va a la escuela desde hace casi un año. Relata una historia personal con muchas situaciones de violencia y de abandono. Su madre hace seis años viajó a Buenos Aires a trabajar y los dejó a él y a su hermano al cuidado de su abuela y su tía maternas. De su padre cuenta que vivió con él hasta los cinco o seis años, momento en el que se separó de su madre con quien tenía frecuentes peleas ya que perdía todo el dinero en el juego. La madre al separarse comenzó a trabajar, pero finalmente debió viajar a Buenos Aires en busca de un mejor empleo. Se queja de su abuela de quien dice que los retaba mucho a él y a su hermano y que además vivía con ellos su tío Ramón, quien se emborrachaba y se ponía violento e incluso le pegó un par de palizas estando borracho. Además tenía otro tío que estaba preso ya que lo habían culpado de matar a alguien a pesar de que, según Gabriel, no lo había hecho: “Gastan mucho dinero en abogados.” La abuela tiene una escopeta con la cual tira tiros al aire cuando aparecen posibles ladrones de gallinas o caballos. Relata además que su madre estuvo muy grave, a punto de morir, dos veces. La primera vez luego de tener a su hermanito, lo que produjo que estuviera internada en el hospital durante un mes y la otra porque fue envenenada por su abuela paterna. “Le envenenó la comida, yo probé un poquito de esa comida y mi abuela me la sacó enseguida y se la dio a ella… le salían gusanitos por la boca.” Algunos detalles de este relato me llamaron la atención, en ese momento pienso que luego le preguntaré a su madre sobre esto y me pregunto si tendrá que ver con la cultura del pueblo de donde es oriundo Gabriel. Sólo le señalo que debe haber sido terrible vivir una situación de semejante violencia de su abuela para con su madre. Gabriel asiente y continúa con el relato diciendo que la abuela no la quiere a su madre.
Relata que hace un año estuvo Buenos Aires, pero “no se hallaba”. Volvió a casa de su abuela materna, pero tampoco “se hallaba”, ya que su abuela lo retaba mucho por sus miedos, así que luego de un mes volvió a Buenos Aires a vivir con su madre y su hermano de 7 años.
Luego de finalizada esta parte de la entrevista hago pasar a la madre. Gabriel prefiere no presenciar la entrevista con su madre y se queda con su hermano afuera.
Zulma tiene 40 años y le preocupa que Gabriel no pueda ver películas, escuchar ruidos, ni estar en lugares con mucha gente y que se asuste mucho cuando escucha sirenas. Sólo puede ver dibujitos animados. Dice acongojada: “Lo abandoné durante seis años, creo que esto que le pasa es por mi culpa, lo dejé con mi mamá y luego con mi hermana y su papá lo visitaba poco.” Relata, además, que ella es muy miedosa y que a veces tiene “ataques de pánico”, piensa que se va a morir y se pone a llorar. Cuando a Gabriel le dan esas crisis de miedo y llora, ella no sabe qué hacer, lo abraza y se pone a llorar con él. Refiere haberlo llevado varias veces a la guardia de salud mental donde lo medicaron con ansiolíticos. En Paraguay estuvo en tratamiento psiquiátrico, medicado con clonazepam y un antidepresivo, pero cuando se le terminó la medicación no la quiso tomar más por miedo. Nunca hizo un tratamiento psicoterapéutico, ya que según dice, los profesionales que lo evaluaron en la pequeña ciudad donde vivía Gabriel siempre lo medicaron, nunca le dijeron que tenía que realizar una psicoterapia.
Durante la entrevista cuenta que estuvo internada dos veces, una por una infección posparto donde estuvo muy grave y no vio a Gabriel por un mes. Y la segunda por haber sido envenenada por su suegra, ocasión en la que le salían gusanos por la boca. Al pedirle más detalle, refiere que en realidad, no era un envenenamiento con una sustancia específica, sino que le hizo un “trabajo”, una brujería.
Hasta aquí tenemos un adolescente identificado con el “ataque de pánico” de la madre y que la respuesta de los profesionales que lo atendieron, más que escucharlo, medicaron el síntoma. Por otro lado, un choque-encuentro de culturas. Psicoanalista porteño y un adolescente criado en una cultura, donde de su relato se desprende que el hombre debe ser un “macho violento”, hay asesinatos, uso cotidiano de armas de fuego, brujerías. La muerte y la violencia están presentes en la vida cotidiana. Esto choca con la sensibilidad de Gabriel, pero también con el medio donde comenzó a estar (la escuela). En este sentido nos encontramos con la positividad del síntoma, quedarse en la casa ante el conflicto de las peculiaridades culturales.
Al finalizar la entrevista lo hago pasar a Gabriel y les explico a ambos que lo veré con una frecuencia de dos veces por semana. Asimismo señalo que Gabriel hizo bien en no seguir tomando la medicación por su cuenta, pero que era necesario que un psiquiatra evaluara si debía retomar el consumo de la medicación y lo derivo para realizar una evaluación psiquiátrica.
La psiquiatra que lo evalúa lo diagnostica como “ataque de pánico” y lo medica con clonazepam en gotas y fluoxetina. Las gotas las comienza a llevar con él ante la posibilidad de alguna crisis en la calle.
En entrevistas subsiguientes Gabriel cuenta que desde que su hermana (de 20 años) vino de Paraguay, duerme en la cama con su madre y su hermano. En entrevistas separadas les señalo tanto a él como a su madre que él ya es grande para dormir en la cama con su madre, percibo que el colecho era algo naturalizado. Zulma justifica el hecho por los miedos de Gabriel. Le digo que él ya no es niño, sino un adolescente, como para dormir con la mamá. No muy convencida acepta la indicación. Unos días después Gabriel me cuenta que a raíz de esta indicación él comienza a dormir en un colchón en el piso.
Otro tema de las entrevistas consiste en diversas situaciones en las que su prima se burla de él o le pega y por otro lado, por parte de su tía materna y su marido una actitud burlona y de descreimiento hacia él. “Mi tía dice que es todo mentira lo que me pasa, que lo hago para no ir a la escuela. Le dice a mi mamá que yo no necesito venir a un psicólogo, sino una buena paliza para que me deje de mariconadas.” Aquí otra vez lo cultural de esta familia: del hombre se espera que sea un “macho” y si no, hay que “hacerlo a los golpes”. Mi impresión contratransferencial con Gabriel era la de un chico excesivamente apacible y sumiso. La sensación que producía era la de un chico que inspiraba necesidad de protección ante tanta violencia y burlas que recibía.
Mi hipótesis era que la bronca y la violencia que le generaban estas situaciones las bloqueaba, no tanto por miedo a la violencia de su entorno, sino a su propia violencia y esto lo paralizaba. Al relatar ésta y otras situaciones le señalo la bronca que debe tener, tanto por ser burlado como porque no le crean. Si bien en un principio niega esos sentimientos, comienza a traer algunos dibujos donde trae grandes robots o personajes con trazos fuertes y con armas punzantes: grandes cuchillos o espadas. En uno de ellos me dice que es él, un superhéroe. A la sesión siguiente trae un dibujo en el que está el superhéroe con dos cuchillos y hay cuatro ataúdes con los nombres de diversos familiares, la tía, la prima, el marido de la tía y el tío Ramón. Le digo: “los querés ver muertos” (se sonríe). Habla toda la entrevista de las burlas de la tía y de la prima y de lo violento que se pone el marido de su tía cuando se emborracha, charlamos sobre diversas formas en que podía enfrentar, defenderse o responder las cosas que le decían la prima y la tía. Luego temeroso y con dificultad me dice que tiene miedo de hacer lo que hicieron esos chicos que mataron a sus compañeros de la escuela (en referencia a las masacres escolares en Carmen de Patagones y Columbine, EE. UU.).
Le digo que expresar la bronca que le dan las cosas que le hacen no es algo malo, que cuando uno se guarda todo, ahí sí uno puede explotar o enfermarse. A la semana siguiente trae el dibujo de los ataúdes habiendo cambiado los nombres por las iniciales. Me cuenta que su tía vio el dibujo y le preguntó qué era. Él le contestó que eran personajes de un comic. Me pide que se lo guarde para que no se lo vea su familia. Me cuenta también que en la semana colgaron una botella de plástico del techo del patio y la llenaron de agua y que juega a pegarle trompadas. “Uno de los días le pegué tan fuerte que explotó la botella y largó el agua para todos lados; me sentí poderoso, me sentí re-bien.”
El cambio de los nombres en los ataúdes por las iniciales constituye un procesamiento simbólico importante; me deja los dibujos para que guarde su violencia.
Otro aspecto del tratamiento de Gabriel tuvo que ver con lo que Enrique Carpintero denomina “un espacio soporte de la muerte-como-pulsión”.i Este tiene un orden de realidad peculiar que debe ser entendido como metafórico y, al mismo tiempo libidinal y afectivo, el cual se configura a partir del establecimiento de un encuadre en el que aparecen nuevas modalidades de la contratransferencia-transferencia. Más que angustia neurótica, aparece angustia automática. Nos encontramos con lo no representado, con algo que no puede ser procesado simbólicamente. De allí que el acto es palabra. La interpretación se construye en acto, y éste puede permitir que el sujeto se encuentre con su deseo para así construir su trama simbólica. Esta situación concreta deriva de un aparato psíquico en el interior de una cultura familiar donde no se habla, se actúa. Donde el acto es palabra y este acto es un acto de muerte: si no me gusta mi nuera la enveneno.
Si bien siempre lo atendí puntualmente en su horario hubo un par de oportunidades en que mientras aguardaba en la sala de espera llena de gente le daba miedo y sentía taquicardia. Otra vez mientras entraba al hospital entró un auto de la policía con sirenas y se juntó gente en la entrada y tuvo una “crisis” de angustia. Se puso a llorar y decía que tenía miedo. La madre me buscó desesperada, llorando y diciendo que no sabía qué hacer. Como estaba finalizando una entrevista con otro paciente, lo hice pasar a un consultorio vacío, me pide que llene con agua una botellita que tenía, lo hago y me esperó sentado con la ventana abierta unos cinco minutos, que era el tiempo que le faltaba para su horario. Me acerco al consultorio y le pregunto que le había pasado. Se puso a llorar y dijo que escuchó la sirena, vio que se juntó gente y le dio miedo de que a alguien le hubiera pasado “algo” y dice que se quería ir ya que tenía miedo. Indago sobre el “algo” y no puede decir mucho más. Respecto de su intención de irse, le digo que espere un rato, que allí dentro no iba a pasar nada y que si seguía sintiéndose mal veíamos que podíamos hacer. Luego agrego que podía quedarme con él acompañándolo en silencio o que me podía contar lo que estaba sintiendo. A medida que continúa tomando el agua que le había dado y comenzamos a hablar, empieza a calmarse y a relatar lo sucedido en la semana. Comenta situaciones de burlas por parte de su tía y su prima y que extraña a su papá. Que éste le prometió venir a visitarlo, pero que nunca cumple con su palabra. Le subrayo la bronca que debe tener por el incumplimiento de la palabra de su padre. Rápidamente me dice que lo quiere y luego de un rato agrega que le da rabia que el padre lo trate como un nene haciéndole creer que va a venir. Y añade: “quiere que mi mamá le pague el pasaje.”
En el contexto familiar rodeado de mujeres, donde la madre no puede soportar la angustia de Gabriel, ya que ella misma no tiene donde sostenerse, la familia materna que tampoco lo sostiene, sino que lo agrede, ya que no cumple con los estándares masculinos requeridos por su cultura: ser un violento y por otro lado, un padre que no sólo no está presente, sino que además, “no tiene palabra”; no era tan importante lo que le decía, sino cómo se lo decía e incluso la postura corporal con la que estaba presente en las sesiones. Gabriel percibía que no “me asustaba” ni de sus miedos, ni de sus sentimientos de violencia, que tampoco los creía necesarios para ser un “hombre”. Gabriel “necesitaba” de (un) otro que pudiera ser soporte de la “angustia automática” que lo inundaba y que no podía ligar. Otra sesión, llegó muy asustado porque tenía en brazos a su perrita y tuvo ganas de ahorcarla.
A esta altura vale poner de relieve la positividad del síntoma. El supuesto ataque de pánico era una defensa, una auto-preservación, sin esta defensa, podía matar a otro.
Una sesión tras otra, hablamos de sus impulsos agresivos, de su bronca, de su impotencia ante lo que le pasaba y de cómo podía defenderse. De a poco comenzó a desafiar a su prima y a su tía. Ellas se sorprendían y se enojaban, si le querían pegar se escapaba a su casa. Aquí se hace necesario diferenciar entre violencia -ligada a la pulsión de muerte y a la destrucción del otro- y agresividad -asociada a la potencia necesaria para la vida y para defenderse-.
Luego de tres meses de tratamiento le indico a Zulma que averigüe en una escuela para que Gabriel retome la misma. Me comunico, además, con la directora y consensuamos que Gabriel comenzara a concurrir en horario reducido (tres veces por semana, tres horas). Dos meses después, deja de tomar el antidepresivo con anuencia de la psiquiatra, sólo continúa con el clonazepam para situaciones en que se veía asaltado por la angustia, pero que de a poco eran menos frecuentes. Comienza a tener algunas actitudes de rebeldía con su madre, como por ejemplo, no querer bañarse. Ante este reclamo de su madre que lo codificaba en términos de “depresión”, le digo “¡Qué bueno!, Gaby empezó a tener conductas como cualquier otro adolescente…” Zulma se tranquiliza y empieza a reprenderlo para que se bañe. Otra situación similar sucedió cuando estaba por empezar el nuevo ciclo lectivo y Gabriel no quería ir a la escuela. Le señalo a Zulma que su negativa de ir a la escuela no tenía que ver con su motivo inicial de consulta, sino con que muchas veces los adolescentes no quieren ir a la escuela, que Gabriel tenía que ir a la escuela como cualquier adolescente. Con Gabriel trabajamos lo bueno que sería para él ir a la escuela y no quedarse solo en su casa o con su tía. Si bien durante los primeros días de clases llevaba el clonazepam guardado, “por las dudas”, luego dejó de llevarlo y la psiquiatra le dio el alta. Trabajamos dos meses más.
Este tratamiento tiene dos elementos centrales a destacar: el dispositivo (“espacio soporte”) y el dar cuenta de la cultura del consultante.
Espacio soporte de la pulsión de muerte que a Gabriel se le presenta como angustia automática que no puede ligar. Este dispositivo no implica “contener”, sino poner un límite, un corte. Está dispuesto en función de la cultura en la que él vive. Allí deviene un aparato psíquico -histórico y cultural- en una cultura donde no se habla, se actúa. De ahí que las intervenciones en acto lo ligan con las características de su familia. Por ejemplo: la derivación a la psiquiatra es un acto para él y para la madre. Lo mismo la indicación de no dormir en la misma cama. Otra intervención en acto fue la indicación de retomar la escuela y el trabajo inter-institucional con la directora a quien le sugerí intervenciones específicas. Si Gabriel tenía una crisis debía acercarse a la dirección y allí tomar la medicación, no podía tomarla en el aula delante de sus compañeros. Es importante destacar que en ningún momento Gabriel tomó la medicación en la escuela. El simple hecho de hablar con la directora lo tranquilizaba. En este sentido, no era importante si tomaba o no tomaba las gotitas de clonazepam, eran un bastoncito de donde él tenía para agarrarse en un primer momento ante esta sensación de desamparo, porque esta familia funciona a partir de elementos concretos y para Gabriel “el frasco con las gotitas” era un elemento concreto.
Para finalizar podemos decir que a partir del trabajo terapéutico Gabriel puede rescatar al padre desde otro lugar. Me ubicó tranferencialmente en un lugar donde “ser macho” no implica tener que matar al otro, sin embargo, no implica no poder defenderse. Se puede ser hombre de otra manera.
La última sesión estaba muy contento porque su madre iba a dejarlo empezar Taekwondo. Aquí también su madre tenía miedo y le expliqué lo bueno que sería para Gabriel realizar un deporte donde pudiera expresar su agresividad como lo necesitan los adolescentes. Luego de esta entrevista no regresa hasta después de dos meses que asiste con su padre recién llegado de Paraguay y me cuenta que le iba bien en la escuela y que había comenzado con Taekwondo y que le gustaba mucho. Le dije que lo veía muy bien, que me parecía que ya podíamos ir cerrando su tratamiento.
Nota
1. Ver Carpintero, Enrique, El erotismo y su sombra. El amor como potencia de ser, Editorial Topía, Bs. As., 2014, especialmente el Cap. 10: “Los factores estructurantes del proceso primario: el espacio soporte”