Los duelos son un tema frecuente en la vida y en la clínica psicoanalítica. Desde el clásico Duelo y Melancolía de 1915, la conceptualización y la consecuente forma de trabajo con los duelos implican un problema teórico y clínico. Para ello consultamos a tres psicoanalistas para que respondan tres preguntas sobre el tema.
1- ¿Cómo conceptualiza Ud. el dolor y el duelo?
2- ¿Cómo diferencia clínicamente el duelo normal y el duelo patológico?
3- ¿Cómo trabaja clínicamente con los duelos en el tratamiento psicoanalítico? Puede ejemplificar con alguna situación clínica.
Lucila Edelman
1) Considero el dolor como una forma subjetiva de calificación del sufrimiento psíquico, ubicada en el campo de los afectos. Puede ser definida también como una cualidad especifica en la serie placer-displacer percibida por el sujeto.
Freud en “Inhibición, síntoma y angustia” ubica el dolor como el sentimiento referido específicamente a una pérdida de objeto.
Creo que el dolor puede estar presente como cualidad afectiva también cuando el sujeto teme que se produzca una pérdida de objeto, ya que en este caso lo que se ha perdido es del orden de la seguridad en sí mismo, o sea del campo de la autoestima, de la representación de su Yo.
El duelo en cambio remite con precisión al trabajo elaborativo que realiza el psiquismo ante la pérdida de objeto. Referido en términos del lenguaje común al proceso que sigue a la pérdida de un ser querido, en términos psicoanalíticos se trata de cualquier tipo de pérdida de objeto libidinal, “reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente”, incluidos por ejemplo los ideales.
Este trabajo elaborativo implica, como todo trabajo, tiempo y energía psíquica. El dolor, o aflicción, está siempre presente. Se trata de un proceso en el que la libido debe retirarse del objeto perdido, y poder encontrar nuevos objetos de libidinización.
Freud en su clásico “Duelo y melancolía” describe el conflicto entre aceptación y negación de la pérdida, como la esencia del trabajo de duelo. Para concluir que en el duelo normal es el principio de realidad el que termina por imponerse.
En los casos de duelo por la muerte de un ser querido, los ritos funerarios presentes en toda cultura, muestran cómo el proceso de duelo, se da en ida vuelta permanente entre lo individual y lo grupal, cultural o social. Es decir, están vinculados tanto a los aspectos psicosociales de este tipo de pérdida, como a la presencia del principio de realidad.
La problemática de los desaparecidos comprobó en la Argentina la importancia de la intervención del principio de realidad en el proceso de duelo. Lejos de considerar que el duelo por un desaparecido sea un duelo patológico, o un duelo “congelado”, creo que se produce una situación especial, en la cual el principio de realidad no indica al psiquismo una direccionalidad en el proceso. Esto genera una ambigüedad, una situación de presencia-ausencia que, unida a la desmentida sobre la existencia misma de los desaparecidos, puede ser calificada de psicotizante. Sin embargo, la práctica social que creó la representación social de la figura del desaparecido fue operando como principio de realidad. Dicho en otros términos, el consenso social que sostiene la representación opera a la manera del principio de realidad.
Por otra parte, en todo proceso de duelo juega algún papel la ambivalencia que existe en todo vínculo humano, lo cual genera sentimientos de culpa y autoreproches, aun cuando éstos no jueguen un papel demasiado importante en la aceptación de la pérdida.
Hugo Bleichmar en su imperdible estudio sobre la depresión, complejiza más los términos de este proceso, ubicándolo dentro de las vicisitudes de un deseo que se representa al sujeto como irrealizable.
Esta complejización, incluye una conceptualización de los mecanismos que se ponen en juego en la melancolía, o duelos patológicos, y también de los distintos tipos de depresiones, vinculados a la problemática del narcisismo.
En las personalidades narcisistas, las vicisitudes del duelo patológico están vinculadas a la relación entre el Yo representación, el Yo ideal y el Ideal del Yo. En otras palabras, la pérdida puede producir un grave ataque a la autoestima, hasta el límite del colapso narcisista. Está afectada la identificación con el Yo ideal, que remite a la ubicación a un lugar de preferencia ante los ojos de un otro significativo, pudiendo ser el propio Super Yo del sujeto el que cumpla este papel.
Desde esta perspectiva, en los duelos patológicos interviene, en alguna medida, una lógica de dos posiciones, con respecto a la identificación del sujeto con el Yo ideal o con el negativo del Yo Ideal.
Merece la pena mencionarse el campo de los duelos colectivos, en los que cada sujeto integrante de un grupo, o de una comunidad que debe elaborar una pérdida, interviene con distintos grados de afectación personal en este proceso.
2) En el duelo normal hay una pérdida que aparece claramente, en lo manifiesto, y el sujeto tiene consciencia de ella.
Los sentimientos de culpa y de ambivalencia hacia el objeto perdido, están presentes pero no ocupan un lugar predominante. Suele haber un grado de idealización de lo perdido.
El sentimiento de dolor, la tristeza, aparece como comprensible y natural no sólo para el que la padece, sino para todos los sujetos.
Es posible registrar la existencia de un proceso, es decir de cambios paulatinos, en la libidinización del objeto perdido, y una progresiva recuperación del interés por el mundo externo.
El duelo patológico, en cambio, puede tener diversas manifestaciones clínicas:
El sujeto se siente triste o vacío, durante un tiempo prolongado, sin que aparezcan cambios. Tiene disminución del interés por toda actividad placentera durante un período mayor, y de forma más fija que en el duelo normal.
Puede presentar inhibición, que afecte todas o algunas áreas de su vida (trabajo, relaciones de amistad, etc.). A veces llora con frecuencia.
Hay un grado importante de autoreproche, con predominio de los sentimientos de culpa o de ataque a su propio Yo, con diversos calificativos, que en general se sitúan en el negativo de su ideal, y que pueden tener características casi delirantes, por lo tanto la autoestima es muy baja.
Puede haber ideas de muerte, fantasías suicidas.
A veces la queja es por alteraciones del sueño, ya sea insomnio o hipersomnia, o pérdida de peso, o fatiga, o de capacidad de concentración. El duelo patológico puede tener también características somatomorfas, con dolores o alteraciones funcionales de algún órgano. En estos casos se consulta por lo general a médicos clínicos, con el riesgo de iniciar una búsqueda de trastornos orgánicos que refuerce fantasías hipocondríacas.
La consulta muchas veces es inducida o pedida por alguna persona del entorno, y no por la persona que está transitando este proceso.
3) creo que el duelo normal no requiere de tratamiento psicoanalítico. En determinadas circunstancias, cuando una persona, está procesando un duelo normal, pero tiene que realizar ajustes complejos en su vida, por ejemplo ante la viudez, se puede acompañar este proceso, ofreciendo básicamente un espacio de palabra y contención.
En los casos de duelo patológico, es frecuente la consulta, ante una pérdida que se presenta como parte de una situación de crisis, como puede ser una separación de pareja, o una pérdida que por sus características puede tener aspectos traumáticos. Es decir, el duelo es un componente central de una situación más compleja.
Para dar un ejemplo:
Una joven profesional, Estela, dedicada a la pedagogía, de 28 años de edad, consulta tres meses después de la muerte de su novio.
En el curso de los preparativos de casamiento, que habían comenzado un año antes de la fecha planeada, el novio, un año mayor que ella, con el cual convivía desde unos meses atrás, presentó una afección respiratoria poco común, que requirió de varias internaciones en terapia intensiva, intubaciones respiratorias, sin que se pudiera evitar su muerte. Por tratarse de alguien con pocos familiares, la atención quedó básicamente en manos de la joven y su familia.
En el momento de la primer consulta había abandonado su trabajo, estando despierta tenía permanentemente la imagen del féretro en el velatorio, y esta imagen aparecía también en sueños en los que el féretro podía estar ocupado por el cuerpo de su novio o por su propio cuerpo.
Además evitaba fóbicamente una amplia zona de la ciudad, por la que había pasado desde su casa o desde su trabajo para ir al sanatorio donde estaba internado su novio. Esto restringía aún más sus actividades.
Estaba mucho tiempo en su habitación, escuchando música, y ayudaba algo a su madre en los quehaceres domésticos.
Como ocurre siempre, es difícil aislar sólo un componente del sufrimiento que trae el paciente.
Durante un primer período el trabajo terapéutico estuvo basado centralmente en los aspectos traumáticos de la situación. Se fueron reduciendo paulatinamente las áreas de evitación fóbicas y la recurrencia de imágenes tanto de su pareja agonizante como del velatorio y entierro.
Sólo más tarde pudo comenzar a analizarse el sentido que para Estela tenía esta fiesta de matrimonio tan cuidadosamente preparada. Se abrió luego la posibilidad de ubicar los aspectos narcisistas del vínculo con su novio.
Se hizo evidente que ante la “orfandad” de él, con familiares distantes tanto afectiva como geográficamente, ella pasó a ocupar el lugar de objeto único, lugar que le garantizaba fantaseadamente la incondicionalidad de su pareja. La fiesta de matrimonio era el momento en que se consagraría “como una reina”.
Después de unos meses Estela comenzó otro trabajo, en una actividad comercial más lucrativa que la de su profesión, del tipo del trabajo de su padre y su hermano y alejada de cualquier posibilidad de los detonantes angustiosos que podían emerger en los vínculos pedagógicos.
Sólo unos dos años después de comenzar su tratamiento volvió a admitir fantasías o sentimientos de atracción hacia hombres, más tarde formó una nueva pareja.
No retomó nunca su profesión, en la que había tenido algunos logros iniciales. Esto puede ser interpretado tanto como un aspecto remanente del duelo, reforzado por las dificultades para retomar su actividad después de haberla abandonado (pérdida de cargos y lugares en equipos), o como una decisión vinculada a la elaboración de su elección de carrera universitaria. Elección autoimpuesta, a través de la cual realizaba un deseo familiar.
Esta interpretación me ha quedado abierta, como ocurre tantas veces cuando nos interrogamos sobre nuestros saberes y nuestras prácticas.
Lucila Edelman
Psiquiatra y Psicoanalista
Miembro del EATIP
lucyedelman [at] fibertel.com.ar
Daniel Waisbrot
Duelo terminable e interminable
Cuando entraron en la sala de parto no imaginaron lo que sobrevendría. La muerte anduvo rondando amenazante por los cuerpos de la madre y del niño. Finalmente, luego de un largo período, ambos salieron vivos pero con una perdida grande. La hemorragia y la cirugía se habían llevado la matriz y la madre no podría volver a serlo, por lo menos “como Dios manda”, según su propio decir.
Sorprende al analista el relato angustiado, sobrecogedor de ambos protagonistas de un psicoanálisis de pareja, varios meses después de haberlo comenzado.
“No doy más”, decía ella en la primera entrevista. “El se la pasa jugando al póquer y nosotros no existimos. Trabaja y juega al póquer”. “Ella exagera”, dirá él. “A ella le molesta que yo tenga mi vida y lo único que quiere es que esté con ella”. “Es que parece que ya no me quiere”, dirá ella. Poco a poco el malestar primero va cediendo y da paso a pensar en los proyectos truncos. Ambos son de una zona rural mendocina, vinieron a Buenos Aires detrás de títulos universitarios. Los consiguieron. Después vendría armar una casa para alojar una gran familia. La casa la obtuvieron, pero los hijos... “Apenas pudimos uno... una”, dirá él en tono amargo. La realidad del cuerpo les cerró prematuramente el camino al sueño ideal. Y vaya si fue apenas.
¿Pero por qué ahora? ¿Por qué seis años después de acontecido aquel suceso aparece la crisis? “Yo creo que el no está conmigo (luego de unos meses pudo separar a la hija de ella y dejar de decir “no está con nosotros”) porque yo no puedo darle más hijos. Tampoco el hijo varón que él tanto deseaba”. El estallido ocurre cuando él le plantea la idea de alquilar un vientre. Un primer intento de pensar en como descongelar el sueño trunco.
Ella interpreta ese pedido como una confirmación del desprecio de él por su “mutilación”. Se abre una oportunidad para hablar de lo sucedido. Insisto. Habían pasado varios meses y yo aún no sabía con claridad qué había pasado. El clima intimidaba preguntar. Las sesiones se transformaron literalmente en un velatorio. Cuentan ambos, con lujo de detalles, lo que pasó. El trabajo del análisis propone que luego, empiece el otro contar. Cuentan que les pasó con eso que pasó. Largas, difíciles sesiones de llanto y palabras conjuntas que van anudando significación a lo que hasta allí no tenía. Ella veía la ausencia en su cuerpo. El veía la ausencia de la mesa grande y del hijo varón. La presencia de la hija, verdaderamente investida hasta allí, empezaba a cobrar el carácter de sobreviviente de una catástrofe aún por anudar.
El análisis permitió pasar del trauma al inicio del trabajo de duelo. Casi un año después, avizoran la posibilidad de adoptar. Surge la idea de que sean hermanitos, dos, hasta tres. Hijos sin padres para padres sin hijos. Chicos de hasta 6 años, que puedan estar más cerca de la edad del hijo. No es fácil, pero en eso están.
Esta viñeta, nos introduce desde el comienzo en una problemática que quiero plantear, y son las complejas relaciones entre trauma y duelo. No se entra a una sala de partos para no salir. Tampoco se entra para salir sin el hijo, y mucho menos aún para salir sin la posibilidad de seguir teniéndolos. Estas tres posibilidades latieron con fiereza en esos meses de zozobra. Nos encontramos ante una escena que no dudaría en denominar como “traumática”. Cuando digo traumática, quiero proponerla como antitética de duelo. Paso a explicarlo.
Trauma es sobre todo, ruptura. De la barrera antiestímulo, de la trama representacional, del tejido preconciente, de la historización simbolizante. Trauma es ante todo, desgarradura, agujero. El duelo, en cambio, en lo que a los analistas más nos interesa, es sobre todo trabajo de duelo. Supone trabazón, ligadura, trama representacional, tejido simbólico que permita volver a historizar, volver a disponer, sino ya lo perdido, lo que se escapó de su sombra.
Cuando algo de lo traumático inunda, el duelo como trabajo es imposible. Es necesario ponerse a recorrer un camino que permita conducir del trauma al inicio del trabajo de duelo.
En ese sentido, me gustaría poner en cuestión la noción fuertemente ligada a la tradición freudiana, de “duelo patológico” versus el denominado como “duelo normal”.
Prefiero, en ese sentido, pensar que hay duelo o no lo hay. Si lo que me interesa sobre todo es delinear el concepto de duelo como trabajo, lo que se suele denominar “duelo patológico” en verdad no es duelo, en tanto está trabado su trabajo.
Pensemos el duelo en relación al dolor, Hay un examen muy interesante en Inhibición, síntoma y angustia.1
Allí, Freud despliega en uno de los escritos cumbres de su clínica, sus descubrimientos teóricos de la última década. El cambio en la teoría de la angustia lo obliga a repensar.
Tendrá que revisar Juanito, el hombre de las ratas, y también, la relación entre angustia, dolor y duelo. Si la angustia lo es frente al peligro de la pérdida del objeto, el dolor lo será frente a su pérdida acontecida, sobrevenida, no frente a su peligro.
Así quedan claramente delimitadas las nociones de angustia y dolor.
El modelo del dolor es el modelo del dolor corporal. Estímulos que perforan barreras protectoras. “… el lenguaje ha creado el concepto de dolor interior, anímico, equiparando enteramente las sensaciones de la pérdida del objeto al dolor corporal. (…) ¡La intensiva investidura de añoranza, en continuo crecimiento a consecuencia de su carácter irrestañable, del objeto ausente (perdido) crea las mismas condiciones económicas que la investidura de dolor del lugar lastimado del cuerpo y hace posible prescindir del condicionamiento periférico del dolor corporal!”.2
Es entonces, dolor en el “alma”, equivalente a dolor en el cuerpo. Hay distintos modos de nominar lo que aquí llama “dolor anímico”. Tres años después de escribir este texto, publica El malestar en la cultura donde realiza una descripción exhaustiva de lo que allí, llamaba “dolor” y ahora nominará como “sufrimiento”.
Quisiera retomar ese planteo freudiano: “Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras. Por fin, desde los vínculos con otros seres humanos.”3
Mundo exterior, cuerpo, vínculos. Sin embargo, apenas algunas páginas después, en el mismo texto, retoma esta cuestión y señala: “... señalamos las tres fuentes de que proviene nuestro penar: la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres, en la familia, el Estado y la sociedad”. Finalmente culmina: “los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética”.
No es lo mismo hablar de “los vínculos” que de “las normas que los regulan”, y que Freud denominó ética. Lo que atañe a los vínculos pareciera ser más del orden del amor y el odio. En cambio, “las normas que los regulan”, atañen a lo permitido y lo prohibido en esas relaciones de amor y odio.
En ese sentido entiendo que son cuatro y no tres las fuentes de sufrimiento a las que Freud hace referencia: la naturaleza, el cuerpo propio, los vínculos con los otros y las normas que los regulan.4
Una de las particularidades que tiene la cuestión de las fuentes del sufrimiento, es que no están descriptas en un sentido “patológico” o “psicopatológico”. Freud describe un modo de estar en el mundo que incluye el sufrimiento como uno de sus avatares más allá de la psicopatología, y que muchas veces son la fuente inmediata de las demandas de análisis. Nuestros pacientes no sufren sólo de su “psicopatología”, sino también de las fuentes de un penar que van más allá de ella.
Y es allí donde retomo mi cuestionamiento anterior a la noción de duelo patológico. El psicoanálisis proviene del discurso médico. Dicha procedencia impregna de significantes que muchas veces responden más a la necesidad de dicho discurso que a lo que sucede en nuestro campo. Cuando Freud insiste con la noción de dolor, vuelve a un discurso médico del que siempre se va yendo y al que siempre está volviendo. Es cierto que el duelo duele, y que por lo tanto, al provenir ambas palabras de la misma raíz latina, su presencia tiene sentido. Sin embargo, es tan grande la cercanía a la idea de dolor físico, que sólo al poder hacer un salto hacia la noción de sufrimiento, pudo generar una complejización teórica interesante.
Así, en plena descripción del dolor, necesita diferenciarlo del duelo, del que ha dicho ya que no entendía porqué era tan doloroso. Y allí ya no tiene dudas: “El duelo se genera bajo el influjo del examen de realidad que exige categóricamente separarse del objeto porque él ya no existe más. Debe entonces realizar el trabajo de llevar a cabo ese retiro”5. Si hay duelo, hay dolor, (hay sufrimiento, dirá más tarde) porque el sujeto está obligado a ese retiro de cada situación donde el otro fue “asunto de una investidura elevada”. Si hay duelo, es porque hay trabajo de desinvestidura, pero para volver a disponer de la libido hipotecada en el objeto. Trabajo con la ligadura y la desligadura, con la transformación de la presencia en ausencia y de la ausencia en recuerdo. Si no, habrá trauma, -si ustedes quieren angustia traumática- puro desarmado de la trama.
La viñeta ofrece la posibilidad de pensar en cómo se tramita un duelo en pareja, cómo los sueños se interpenetran, cómo cada vínculo debe trabajar ese espacio conjunto que arman y que a veces permite cumplir sueños y otras muchas no. Ellos arman una pareja con un horizonte de deseos conjuntos que se obstaculiza por la puesta en vigencia de alguna de sus fuentes de sufrimiento. El cuerpo propio de ella, cerca de la muerte, “mutilada”. El cuerpo vincular, ese cuerpo que traería varios hijos a la familia, algún varón. De a ratos no logran pensar cómo rearmar el nosotros, cómo barajar y dar de nuevo, si seguimos con el póquer.
Pensar el duelo como trabajo nos ubica en otra lógica que la de pensar en “normal” o “patológico”. Ese trabajo, no se realiza de una vez y para siempre. Va y viene. Avanza y se detiene. En algún momento habrá realizado gran parte de su trabajo y es donde diremos “duelo elaborado”, como quien dice “asunto terminado”. Sin embargo siempre van quedando restos (valga... restos...) que seguramente volverán a aparecer cuando la vida lo indique, por esta o aquella circunstancia, hasta que nuevamente, vuelva a interminarse.
Daniel Waisbrot
Psicoanalista.
Miembro Titular y ex-presidente de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo.
danielwaisbrot [at] fibertel.com.ar
Notas
1 Freud, Sigmund, “Inhibición, síntoma y angustia”, O. C., T. XX, Amorrortu Editores.
2 Idem.
3 Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”, O. C., T. XXI, Amorrortu Editores.
4 Waisbrot, Daniel, La alienación del analista, Paidós, 2002.
5 Freud, Sigmund, “Inhibición, síntoma y angustia”, O. C., T. XX, Amorrortu Editores.
Carlos D. Pérez
1-No hay más que recurrir al diccionario para encontrar al sentido común. Lo primero que del dolor se nos dice, con palabras refrendadas por la Real Academia, es que consiste en una sensación molesta. Nada más vago, si de molestia se trata no es difícil advertir que toda sensación, alcanzada cierta intensidad intranquiliza, importunando la ilusión de una vida sin sobresaltos. Pasa con el placer y eso lo vuelve enigmático. ¿Habrá dolores que no alcanzan el malestar? Es un contrasentido, pero eso no quita validez a la hipótesis; sólo al tornarse molestia declarada prestamos atención al dolor; mejor dicho, llamamos dolor a esa inefable molestia.
Preocupados por el dolor de cabeza del que reiteradamente se quejaba un niño, los padres lo llevaron a la consulta con médicos sin que pudiesen encontrarle causa valedera. Quizá guiados por el desconcierto, visitaron a una analista (se trataba de Francoise Dolto1), quien resolvió escuchar al niño. Luego de un rato de charla, una vez entrados en confianza le preguntó lo que parece una tontería, ya que los adultos creemos saber dónde la tenemos (no la tontería sino lo que sigue): “Decime, querido, ¿dónde te duele la cabeza?” (Advirtamos la sutileza: no “en dónde” sino “dónde”). El niño se tocó una pierna, a la altura del muslo. “Acá”. Disimulando la sonrisa por sentirse orientada, la analista volvió a preguntar: “¿Qué cabeza te duele?”. “La de mi mamá”, concluyó sin vacilar.
Cualquier concepto que excediera el común sentido del diccionario habría estorbado la escucha analítica, necesitada de prestar atención al dolorido decir que mueve a la consulta, porque si antes que nada es un sentir, la idea que de antemano pudiéramos adosarle al dolor forzaría la entrada en una cancel, dificultando que la singularidad de un padecer tome la palabra. Si no, fijémonos en lo que también afirma el diccionario acerca del doler: “Arrepentirse de haber hecho alguna cosa y tener pesar por ello. // Compadecerse del mal ajeno.” Desembocamos en una cuestión de culpa, arrepentimiento y noción del mal, en la moral tomando cartas en el asunto y de quedarnos en esto sólo refrendaríamos la condena, con lo que llego a esta precisión: sin que sea siempre de este modo, la condena moral -el superyó según nuestra jerga- es habitual productor de dolores de cabeza y conste, como el niño nos enseña, que la cabeza puede alojarse en lugares impensados del cuerpo. La analista de la consulta precedente hubiera podido abrir el cajón donde se guardan las interpretaciones preestablecidas, las “de cajón”, y apuntar a la culpa edípica, cuando se trataba de desentrañar el enigma de una madre, que recostada sobre el muslo del hijo producía dolor de cabeza.
En lo relativo al duelo, los analistas corremos con la ventaja de que Freud haya escrito Duelo y melancolía2 pero, como se verá, la ventaja tiene sus bemoles, aunque habitualmente leemos a Freud en sostenido. Entendemos como duelo al complejo proceso anímico que se activa ante la pérdida de un ser querido; la ausencia no necesariamente es por muerte, lo que suele ser un agravante; solemos admitir que alguien desaparezca por haber muerto -esa costumbre que suele tener la gente, decía Borges- pero no que nos abandone por decisión. Y si la pérdida fuera por muerte, con ella cesamos para el difunto pero no él para nosotros. El duelo es tramitado con dolorosa desazón hasta que, Freud lo afirma con envidiable sencillez, concluimos aceptando la cancelación y libres de la pena quedamos habilitados para conferir nuevos destinos al recuerdo del ser querido.
2-Aquí se presenta la dificultad, porque en el trabajo ya mentado Freud procede por contraste: delimita en trazos gruesos lo propio del duelo y se aboca a un penetrante estudio sobre la melancolía, a la que entiende como un duelo fallido en tanto prepondera la retracción narcisista, que paradójicamente cursa con una lacónica disminución del amor propio debido a intensos auto-reproches morales, y la ambivalencia hacia el ser perdido, responsable de lo anterior, por lo que Freud advierte que los reproches hacia sí mismo son una ensordinada queja dirigida al ser querido extrañado. Si Freud se valió de una versión esquemática del duelo para analizar la melancolía, nos queda la tarea de volver, desde sus agudas puntuaciones, sobre el duelo. Arriesgo mi hipótesis, ya una convicción por los procesos de duelo que escucho en el consultorio y -¿por qué no decirlo?- por los que me atañen: no hay duelo que curse exento de patología. El duelo compromete a desasirse de posiciones tomadas por el amor, y nada menos frecuente que tener éxito en ese emprendimiento, casi toda la literatura, los tangos y los boleros son elocuentes al respecto. Por lo tanto, a la pregunta acerca de cómo distinguir clínicamente el duelo normal del patológico respondo que todo duelo entraña al pathos. Freud señala, luminosamente, que el melancólico “sabe a quién ha perdido, pero no lo que con él ha perdido”. Paradójicamente -nuevamente una paradoja- el melancólico nos lleva ventaja, ya que al decir de Freud, “cuando en su autocrítica se describe como un hombre pequeño, egoísta, deshonesto y carente de ideas propias, preocupado siempre en ocultar sus debilidades, puede en realidad aproximarse considerablemente al conocimiento de sí mismo, y en este caso nos preguntamos por qué ha tenido que enfermar para descubrir tales verdades.” Entonces pregunto: ¿Acaso los neuróticos comunes y silvestres que somos los duelistas en ciernes, sabemos cabalmente a quién perdimos, lo que con él -o ella- se tornó extraño cuando se fue? Un mínimo de sinceridad obliga de responder que no. Por eso es tan elocuente el decir de quien está a la salida del duelo, sobre todo el manifiestamente amoroso, cuando, inquieto, se pregunta: “¿Por alguien así, como él -o como ella- me hice tanta mala sangre?”. La sangre sigue cursos inconscientes. Aquí discrepo con Freud, para quien, en el duelo, “nada de lo que respecta a la pérdida es inconsciente”.
3-Con lo anterior empalmo lo que sigue: con el duelo propiamente dicho me abstengo de intervenir, opto por un silencio presente que acompaña la dolida retahíla de la persona afectada por la ausencia, una mano en el hombro vale aquí más que cualquier interpretación. Y cuando mi oreja advierte la injerencia de lo que Freud señala para el duelo patológico, retracción narcisista, ambivalencia, o lo que pudiere aparecer como obstáculo moral o formación sintomática, recién ahí participo como analista con el propósito de despejar un proceso tan doloroso. A conciencia de que la tarea no sólo insume el momento interpretativo sino que se extiende en un tiempo que uno espera no consuma la vida en el dolor de la despedida inconclusa.
Otra cuestión que se desprende de la lectura de Duelo y melancolía es suponer que la patología del duelo sea necesariamente melancólica. ¿Acaso todo duelo patológico es melancólico? pregunto, y respondo que no. Vaya la siguiente viñeta para apoyar esta presunción, a conciencia de que antes que demostrar sugiere, como toda observación clínica: Mario vino a consultarme por una serie de padecimientos3, entre los que intervenían la angustia cotidiana y el fervor obsesivo que un día le llevó a decirme, para ilustrar su modo de proceder, que si tuviera que ir desde el diván hasta el cuadro de la pared próxima a sus pies, no lo haría directamente sino que saldría por la puerta del consultorio, bajaría la escalera hasta llegar a la calle, apoyaría una escalera en el frente de mi casa, subiría, entraría por la ventana y recién ahí se dirigiría hacia el cuadro, una representación de dos caballos con sus jinetes que al galope se dirigen hacia el horizonte. Para su desasosiego, le advertí que la ventana tiene rejas... En fin, cuestiones de cada día en el consultorio. El padre de Mario había fallecido veinte años antes de que viniese a la consulta, no obstante, mucho tiempo debí escuchar en cada sesión sus palabras dedicadas a la memoria de ese padre autoritario y frecuentemente alcoholizado. Cuando Mario tuvo hijos, no cesaba en decirse que su actitud con ellos era mejor que la que su padre había tenido con él. No voy a repasar la índole de las interpretaciones que se me ocurrió dedicarle, pero sí que fue un lento decurso que, de a poco, posibilitó que Mario comenzara -un comienzo que nunca termina- a ser padre de sus hijos y no el hijo de un padre despótico. Y alguna vez aparecieron lágrimas por el humanizado padre perdido, y alguna vez encontró la instancia paterna. Y lo patológico de un duelo constante, tramitado obsesivamente por innúmeras formaciones reactivas y por ello no conseguido, dejó cierta luz para que el padre de familia, esposo de su mujer, tomase precarias cartas en el asunto de su vida. El padre había sido un borracho mientras él se vanagloriaba de ser abstemio; gran logro de su análisis fue el día que me dijo que se había atrevido a probar alcohol en una reunión social. Todavía no se ha emborrachado, pero confío que alguna vez se anime y compruebe el carácter falible de todo padre, dando fin a la idealización que sostiene sin dejar caer a próceres con pies de barro. Que como bien dice Freud, el anclaje narcisista es un obstáculo para los necesarios duelos que son condición necesaria para una vida un poco más despejada. Todo depende del modo de ver y entender al espejo en el que cada día nos miramos intentando advertir nuestra imagen más acá o más allá de la ausencia, de la muerte.
A Mario no le ocurre sin un dolor que trasunta secreta alegría, como a usted, a mí, y a los demás también.
Carlos D. Pérez
Psicoanalista
carlosperezmail [at] bigfoot.com
Notas
1 No fui a buscar el texto de referencia -tal vez esté incluido en Psicoanálisis y Pediatría-, para poder contar el episodio según mi recuerdo.
2 Freud, Sigmund, Obras completas, Tomo VI, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.
3 Pueden consultarse otras incidencias de su análisis en “Del horror al acto o el amor por Claudia Cardinale”, en Poder hablar, Letra Viva, Buenos Aires, 2005.