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La tristeza del dios-prótesis

 
Editorial

 

A pesar de la sala sucia y oscura
de gentes y de lámparas luminosas,
si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos por la ranura (...)
Y no se inmute, amigo, la vida es dura con la filosofía poco se goza:
¡Si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura!
Raúl González Tuñon

 

¿En qué consiste la felicidad? ¿En obtener dinero para comprar todos los objetos que nos ofrece la publicidad? ¿En llegar al paraíso? ¿En el éxito, la belleza, el amor, la salud? ¿En conseguir todos los placeres? En todas las épocas la felicidad es una idea construida desde el poder de la cultura dominante. En la Edad Media el cristianismo la remite a “otro lugar” después de la muerte que denomina el “Paraíso”. Durante muchos siglos no hubo ninguna apología cristiana de la felicidad en la tierra. Por el contrario, la misma risa era considerada un pecado ya que se afirmaba que “Jesús jamás se reía”. Esto llevaba a predicar que los padres no debían mostrarse con un rostro alegre para mantener la pureza de sus hijos. En el siglo XVIII las elites buscaban la felicidad a través del poder y la distinción en las relaciones sociales. Por supuesto esta felicidad no era igual para el artesano, el comerciante o el aristócrata. Se consideraba que los pobres no podrían llegar a esta felicidad ya que su ignorancia les impedía acceder a los refinamientos de la vida social y de la experiencia estética. La Revolución Francesa es el intento de llevar por primera vez en la historia la felicidad en la tierra. Por eso declara el Año I de la Felicidad Política. Las proclamas de los revolucionarios sostenían la necesidad de reconstruir la felicidad del pueblo. Sin embargo esto no fue posible pues solamente consolidó el poder de la naciente burguesía. Esta situación llevó a que durante el siglo XIX se formaran grandes movimientos de trabajadores. Es la época del surgimiento de los socialistas utópicos, los anarquistas, los movimientos feministas, de Marx y Engels que fundan la Primera Internacional socialista. La esperanza de construir un mundo más justo se encuentra a lo largo del siglo XX con diferentes formas de violencia que llevaron a dos guerras mundiales, los campos de exterminio nazi, el Gulag del totalitarismo estalinista, Hiroshima, Nagasaki, diferentes genocidios y grandes hambrunas en África y otros países pobres en el siglo de mayor abundancia en la historia de la humanidad.

La felicidad se ha  privatizado

En la actualidad la felicidad se ha transformado en la obligación de “tener más”. La felicidad es una exigencia que tiene que ser mostrada ya que cuando uno más tiene es más.
El ser y el tener se han confundido en nuestra subjetividad. La cultura dominante nos ofrece mercancías que se suponen nos van a hacer felices. El shopping es su espacio privilegiado. Una paciente me comentaba sorprendida que su pequeña hija le pidió que la llevara al shopping para comprarse un pitito. Cuando ella le dijo que no se vendían pititos la niña comenzó a llorar y a gritarle que era una mentirosa. Es que el “fetichismo de la mercancía”  ha adquirido una nueva fuerza a través de los medios de comunicación pues han logrado incorporar en nuestra subjetividad la sensación de que los objetos que compramos tienen la capacidad mágica de lograr nuestra felicidad. Las mercancías ya no son un medio para conseguir lo que deseamos, por el contrario, se han transformado en el objeto de nuestro deseo. Podemos comprar un auto último modelo que nos va a dar la potencia sexual suficiente para poder disfrutarla en una lujosa casa de un country o en un barrio cerrado; tener un celular con muchas opciones tecnológicas nos va a permitir mayores posibilidades de comunicación y, si le agregamos una Laptop, el mundo lo tenemos en nuestras manos. Por supuesto para tener estas posibilidades hay que tener mucho dinero, los pobres deben resignarse a la ilusión de que algún día podrán acceder a la felicidad que les ofrece la cultura dominante. Mientras tanto deben sobrevivir en sus lugares de origen o emigrar clandestinamente a ciudades donde se supone pueden encontrar la felicidad que les ofrece el mundo desarrollado. Esta es la receta del capitalismo mundializado que denominamos la utopía de la felicidad privada. Sin embargo la felicidad continua escapándose. Nuestra época se caracteriza por la soledad, el aislamiento y la ruptura de las relaciones sociales.
Esta situación ha llevado que, desde la neurología se intentara dar una respuesta acerca de cual es la causa de la felicidad. Es decir, las neurociencias son utilizadas para encontrar explicaciones que no cuestionen a la cultura dominante. Algunos investigadores realizaron estudios por imágenes de resonancia magnética y llegaron a la conclusión que “el ánimo positivo y entusiasta se asocia con una mayor actividad de la corteza prefrontal izquierda.” Esto supuestamente nos dice que “venimos programados para ser felices; es decir, que tendríamos un nivel emocional predeterminado para nuestro humor diario, más allá de la circunstancias de la vida”. La felicidad es un problema de neuronas.
Sin embargo otros estudios provenientes del campo del cognitivismo disienten con esta perspectiva. Estos plantean que “quienes tienen discapacidades severas son menos felices que los que no las padecen, que los casados son -en general- más felices que los solteros, que ese aumento de felicidad se prolonga a lo largo de décadas, y que quienes se separan o enviudan experimentan un descenso de bienestar. Por otro lado, lo que explicaría que a medida que los ingresos aumentan los niveles de felicidad se mantienen inalterables, es que al mismo tiempo que se elevan nuestras posesiones también se multiplican nuestras aspiraciones materiales.”
Estos datos llevaron al profesor de economía David Blanchoflower del Dartmouth College a ponerle un precio a la felicidad con el fin de cuantificar -entre otras cuestiones- una demanda de divorcio. Sus conclusiones son que “los solteros estadounidenses, de ambos sexos, al igual que los casados que tiene baja frecuencia de actos sexuales, necesitan ganar U$S 100.000 adicionales al año para sentirse tan felices como un cónyuge felizmente casado y con buena rutina sexual”. En esta línea de pensamiento, luego de entrevistar a 3015 estadounidenses, el estudio más concluyente fue realizado por los investigadores Paul Taylor, Cary Funk y Peyton Craighill del Centro Pew de Investigaciones: “La felicidad es más común entre quienes ganan más de U$S 100.000 al año (un sueldo propio ya de clase alta en este país), van a servicios religiosos y... adhieren al Partido Republicano.” Como se puede leer la fórmula de la felicidad es muy simple.
Pero no sólo en EE.UU. se sostienen estos “estudios”. En Inglaterra Richard Layard,
prestigioso profesor emérito de la Universidad de Cambridge y, como asesor de Tony Blair, uno de los arquitectos del nuevo laborismo escribió Felicidad. Lecciones de una nueva ciencia.Allí “cuenta cómo por primera vez se puede medir la felicidad de una población de manera objetiva. Y que los resultados de décadas de encuestas y escaneos cerebrales muestran que, una vez pasado el nivel de subsistencia, lo que nos importa de verdad es si el pasto del vecino es más verde que el nuestro. Es decir, lo que la gente quiere es un mayor ingreso en comparación con los demás”. Estos estudios “objetivos” nos dicen que si se es pobre o se sale de la competencia nos espera la peor de las desgracias. Pero ante esas causas de infelicidad la respuesta del emérito profesor es muy simple: “El Estado debería ofrecer las drogas adecuadas, o una terapia conductivista de no más de 15 sesiones”. Los laboratorios y las empresas de medicina contentos.
Ante semejantes planteos, recubiertos de una supuesta objetividad científica, nada mejor que recordar lo que escribía Roberto Arlt en 1929 en el diario el Mundo:
“<Felicidad..., felicidad que tienes los talones fugitivos y dorados como los de una geisha>, dicen los orientales. ¿Quién no ha dejado pasar la desconocida felicidad? Por eso el día más triste del hombre es ese. Los recuerdos se amontonan en gavillas, y a cada instante pesan más. Pesan con la densidad de los placeres perdidos, de los momentos que pudieron ser sabrosos, y por un minuto de indecisión, ese minuto en el que una desconocida que prometía el país desconocido, se perdió en el cruce de autos por una bocacalle, o en la vuelta de una esquina, o entre el gentío que salía de un cinematógrafo…<Felicidad..., felicidad que tienes los talones fugitivos y dorados como los de una geisha>.”                    

La felicidad como búsqueda

Para Freud la felicidad es una búsqueda que sólo se puede alcanzar parcialmente. Por ello afirma:
El programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, es irrealizable; empero, no es lícito -más bien: no es posible- resignar los empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento. Para esto pueden emprenderse muy diversos caminos, anteponer el contenido positivo de la meta, la ganancia de placer, o su contenido negativo, la evitación de displacer. Por ninguno de ellos podemos alcanzar todo lo que anhelamos. Discernir la dicha posible en ese sentido moderado es un problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto no existe consejo válido para todos; cada quien tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la bienaventuranza.
    
Desde otro lugar epistemológico Baruch Spinoza plantea una ética de la virtud que la identifica con una felicidad individual y colectiva, una felicidad que no es la recompensa por el control de nuestras pasiones a través de un pensamiento racional sino la condición de transformar la pasiones tristes (la depresión, el odio, la melancolía, etc.) en alegres (el amor, la solidaridad, etc.).
En este sentido para Spinoza la felicidad no consiste en alcanzar determinados ideales, modelos abstractos de perfección o compararse en ventaja con otros seres humanos sino la máxima afirmación de las propias capacidades, de la propia potencia de Ser. Entendiendo el Ser como un verbo, una expresión de actividad, una potencia. Actividad y potencia de afectar y ser afectado por los otros. El Ser no es una entidad estática que debe pensarse como una cosa sino como una energía infinita que se expresa en infinitos modos de Ser. Es decir, el Ser es estando. Por ello más que hablar de la búsqueda de la felicidad hay que hablar de la felicidad de la búsqueda. Pero esta búsqueda se puede encontrar con una cultura que la potencie o, por el contrario, que la limite.
Cada vez que la realidad es incómoda o insoportable, el ser humano pone en marcha su imaginación para crear “otro lugar” utópico donde es una suerte de espejismo que esconde lo que la realidad tiene de intolerable. De esta manera ese “otro lugar” se transforma en una moral de lo que debe ser. No es invocando mañanas luminosos que se hace menos difícil lo cotidiano sino luchando por transformar lo que nos limita en el plano individual y colectivo. En este sentido ese deseo de “otro mundo” no proviene de un deseo de transformarlo sino de negar la realidad que siempre es compleja y no se puede simplificar en reduccionismos que llevan a una situación sin salida. Por ello creo que es posible y necesario realizar una alianza entre la lucidez para transformar el mundo y la alegría. Dar cuenta del drama de la realidad nos permite la lucidez necesaria para pensarla y resistir. En esta resistencia esta la alegría. Pero así como en el plano individual no vamos a encontrar una felicidad completa debemos reconocer que no puede existir una sociedad feliz. Lo que si es posible y necesario es una sociedad basada en una distribución equitativa de los bienes materiales y no materiales. Es decir, una sociedad que permita la posibilidad de que todos sus integrantes puedan desarrollar su potencia de ser; que puedan encontrar su forma particular de ser felices.           
Como afirmamos anteriormente en la actualidad el capitalismo mundializado ha generado tremendas desigualdades que, con diferentes características, aparecen en cada región del planeta. Pero, por otro lado, la clase dominante ha generado la ilusión de que podemos comprar mercancías que tienen la capacidad mágica de hacernos felices. El desarrollo tecnológico de estas mercancías nos permiten realizar el deseo de transformarnos en un dios-prótesis. Sin embargo este dios-prótesis padece la enfermedad de la tristeza. Las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud informan que la depresión es, ahora, diez veces más frecuente que hace cincuenta años en Estados Unidos y en Europa. En los países del mundo desarrollado la gente vive más y gana más, pero se deprime más, se enloquece más, se emborracha más, se droga más y se suicida más.
Por ello, para finalizar, nada mejor que recordar lo que escribía Freud hace más de setenta años:
El hombre se ha convertido en una suerte de dios-prótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado en él, y en ocasiones le dan todavía mucho trabajo. Es cierto que tiene derecho a consolarse pensando que ese desarrollo no ha concluido en el año 1930 d.c. Épocas futuras traerán consigo nuevos progresos, acaso de magnitud inimaginable, en este ámbito de la cultura, y no harán sino aumentar la semejanza con un dios. Ahora bien, en interés de nuestra indagación no debemos olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios. 

Bibliografía

AAPP, “Nueva mirada de la ciencia a la felicidad”, diario La Nación, 7 de mayo de 2006.
Alconada Mon, Hugo, “¿Es posible ponerle precio a la felicidad?, diario La Nación, 25 de marzo de 2006.
Arlt, Roberto, Aguafuertes porteñas. Escritos femeninos, editorial Biblioteca Página/12, agosto de 1996.
Carpintero, Enrique, La alegría de lo necesario. Las pasiones y el poder en Spinoza y Freud, editorial Topía, Buenos Aires, 2003.
Freud, Sigmund, El porvenir de una ilusión,Amorrortu editores, Buenos Aires, 1976. 
Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1976.
Libedinsky, Juana, “Ahora podemos medir la felicidad de la gente. Reportaje a Richard Layard”, diario La Nación, 6 de agosto de 2006.  
Spinoza, Baruch, Ética,editorial Aguilar, Buenos Aires, 1989. 

 
Articulo publicado en
Noviembre / 2006