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La "felicidad capitalista", una mirada al sesgo

 

Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas
cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión,
una pequeña fortuna…
Groucho Marx

El gran pensador Walter Benjamin sugería, como estrategia de análisis y reflexión sobre un determinado fenómeno, no un enfoque directo, “de frente”, sino una “mirada al sesgo”. La lectura de los temas más “serios” y profundos, a través del género policial o las novelas de ciencia ficción. Lacan desde la cultura popular y el cine de Alfred Hitchcock, Buñuel o Fellini. Shakespeare desde los productos kitsch. Kafka desde el poder burocrático y totalitario. Freud junto a Morelli y al detective Sherlock Holmes. Las pinturas del británico Francis Bacon a partir de los dibujos animados de Walt Disney. La lectura de los “subversivos” textos del Marques de Sade desde el misticismo de San Ignacio de Loyola. La poesía de Mishima y Pasolini en la iconografía cristiana de San Sebastián. “La felicidad” propuesta por el capitalismo, desde el humor de Groucho Marx. En fin, la felicidad, desde el tedio, la insatisfacción y el vacío. O sea, arriesgar un enfoque que articule una dialéctica más “expansiva” y si se quiere más creativa, que se aplica tanto a la ciencia como al arte. Y que nace de la relación de fenómenos aparentemente inconexos, o de la aproximación de elementos contrapuestos. Este método propuesto por Benjamin, para “mirar al sesgo” lo real, es en definitiva “hacer algo” con lo que se ve, es decir con lo que para la mayoría son sólo series de acontecimientos parecidos e insignificantes. Un encuentro entre dos registros que, cada uno por separado ha perdido su densidad, pero cuya contraposición inaugura un sentido. De esta forma se establece un vínculo entre ambos términos, anulando así su supuesta lejanía. Transformar “lo que se lee o se ve”, en una mirada. En síntesis, y como marca John Berger -heredero del pensamiento de Benjamin- a lo largo de toda su obra, se trata de aprender a mirar para romper con los automatismos de la visión, que dominan hoy la relación entre espectadores-consumidores y el mito de la felicidad proyectado en “la gran y planetaria pantalla capitalista”. Y “el mirar”, como una construcción en acción, constante y permanente, es condición necesaria e indispensable para construir la experiencia. Y, por consiguiente, para salir de los modos de ver que se imponen socialmente desde la globalización consumista, hay que recuperar la experiencia, en cuanto al mantenimiento de una identidad y a la incorporación como propias de las contingencias de la vida. En este sentido dicha experiencia es un modo de relacionarse con el mundo. Cuando Giorgio Agamben plantea que al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia, y que ésta está desapareciendo, lo que dice es que nuestros deseos y aspiraciones están marcados desde afuera: fomentados por la publicidad y al servicio de la “felicidad”, erigida desde el poder de la cultura capitalista dominante, en un mito universal: todo el mundo aspira a ser feliz. La felicidad se ofrece y se vende como una inexcusable meta humana. Sin embargo, si miramos al sesgo este fenómeno: el hombre de hoy vuelve a su casa cada noche aturdido por un sin número de acontecimientos y “ofrecimientos consumistas”, sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia. Al decir de Agamben esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insoportable -como nunca antes- la existencia cotidiana. Nada más alejado que lo que proponía en 1930 Bertrand Russell en su libro La conquista de la felicidad, un verdadero plan para deshacerse de las principales causas de la infelicidad, dando cabida al afecto y sobre todo al sentido común. La felicidad, mejor dicho su conquista, no estaría en la acumulación ilimitada de “insignificancias”, dependería más de lo que podríamos llamar un interés amistoso por las personas o las cosas. Un punto de encuentro entre la intuición y la razón. Sin embargo, lo que se ha impuesto fue el “mito de la felicidad de la religión capitalista”, que no sólo representa, como en Max Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es él mismo esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla, según Benjamin, de un modo parasitario a partir del cristianismo. A propósito, nos remarca Agamben en su artículo “El elogio de la profanación”: la religión capitalista realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar... Y como en la mercancía la separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido -incluso el cuerpo humano, la sexualidad, el lenguaje- son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta esfera es el consumo. Si, como se ha sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. “El mito de la felicidad” (una verdadera heráldica de las masas) como la expresión más visible de la religión capitalista en su fase extrema, apunta en definitiva, a la creación de un “absolutamente Improfanable”. En este sentido la felicidad es una de las ideologías más poderosas de nuestro tiempo, que forma parte a su vez de un proyecto superestructural, ideológicamente impresionante, relacionado íntimamente con las exigencias de lo que se denomina “sociedad de mercado de la abundancia”. Cuya imprudente expansión ilimitada (la hybris de la tragedia griega, entendida como descontrol, desmadre, exceso, catástrofe) está destruyendo el planeta. Su esencia es autodestructiva ya que orgánica y estructuralmente es incapaz de autolimitarse, o sea no posee lo que Aristóteles llama la phronèsis, “la prudencia”, para compensar el impulso delirante de su propia expansión ilimitada. Uno de sus símbolos más emblemáticos es el shopping: espacio estético posmoderno por excelencia. Una real epifanía secularizada por “la religión capitalista de la felicidad al alcance de la mano”, cuya gran metáfora es “exhibir” la crisis del espacio público, y donde es difícil construir sentidos, y en la que fluye sin descanso (día y noche, sábados y domingos) un ordenado espectáculo y torrente de objetos privilegiados de consumo. Una cápsula espacial acondicionada por la estética del mercado, donde es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: comer, beber, descansar, consumir símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente claras, al decir de Beatriz Sarlo. Un verdadero “oasis de felicidad” que olvida lo que lo rodea, incluso el espacio marcado por la historia, ya que el shopping ¡es todo futuro! También es sintomático observar, que quienes, dentro de este marco, aseguran ser felices repiten las prácticas y máximas (en realidad eslóganes) de los llamados libros de autoayuda, que se venden por millones. En su libro El mito de la felicidad (autoayuda para desengaño de quienes buscan ser felices) el filósofo español Gustavo Bueno tritura esta idea de felicidad. Incluso llega a afirmar algo muy interesante: que la felicidad es ante todo una figura literaria. Que el hombre no ha nacido para ser feliz ni vive para ello: No hay un destino cósmico del género humano que lo determine hacia la felicidad.
Otro aporte de este extenso libro de Bueno, es la concepción “canalla” de esta felicidad, que empuja a los “espectadores” a tener pequeñas “felicidades” en la obtención de bienes, y donde el mandato de “tener siempre más”, sumado a “la voluntad de dominio” general, es su más eficaz reaseguro, el mejor modo de convertirlos en consumidores, pero siempre insatisfechos. De lo contrario se paralizaría la maquinaria productiva del capitalismo. El resultado: una patética paradoja, esbozada en el humor absurdo de Groucho Marx, en el acápite inicial: el mito de la felicidad produce una mayor infelicidad.
La década de los noventa, fue en la Argentina, extraordinaria en la asimilación, proyección y posterior desilusión de este “principio de felicidad y éxito”. Sin embargo, no fue original, sólo la reactualización de un pasado fuertemente estructurado. Tal como nos recuerda Remo Bodei, en su libro Una geometría de las pasiones, texto marcadamente spinoziano: En el segundo libro de La democracia en América (1840), Tocqueville fue uno de los primeros en diagnosticar estos síntomas. Su tesis es que los Estados Unidos representan tan sólo la anticipación de una forma de vida destinada a propagarse por todo el planeta... El nuevo régimen de las pasiones y de los deseos Tocqueville lo vincula a una permanente insatisfacción, que trata de aplacarse mediante la compra obsesiva de bienes materiales... En la joven democracia Norteamérica la persecución imparable de la igualdad se suma a la emulación y al rechazo de las distinciones de grado, a la carrera por el éxito y a la hipertrofia de la fiebre de consumo, pasión que corre el riesgo de ahogar cualquier otra. Sólo que, lejos de conducir a la felicidad, ese ansia exclusiva aparece en Tocqueville teñida de una sutil melancolía: en su honesto materialismo, los norteamericanos pensarían más en los bienes que aún no poseen y en la brevedad del tiempo para disfrutar de ellos que en un goce real. Recordemos también, que en la versión original de la declaración de la independencia de los Estados Unidos redactada por Jefferson se reconoce que entre los derechos inherentes e inalienables del hombre están la preservación de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Según Gustavo Bueno, el principio de felicidad es así un principio ideológico, que traduce no sólo el “happiness” del Acta de Independencia, sino también el “welfare” de la propia Constitución, por lo que resulta que dicho principio, es una defensa del Estado de bienestar, vinculado al “american way of life”. La institucionalización de la religión y el mito de la felicidad, conocido muchos siglos después, como “Estado de bienestar” en los países desarrollados de la Europa Occidental.
Sin embargo, ...mientras uno vive el día a día, en el orden del acontecimiento, se deja entusiasmar con la imagen de ese futuro en el que es posible alguna de las tantas ofertas de lo que llamamos la felicidad, de su satisfacción económica o bien de sus verdades tranquilizadoras. Pero, un día, sentimos flotar en la superficie de las cosas, el aburrimiento y el pánico. Aparece una clase de lucidez triste, melancólica que nos hace padecer el paso y el peso del instante, de la pérdida constante. Hay en eso un extravío que enfrenta al sujeto no sólo a una especial suspensión del deseo -y muchas veces, con una culposa expectativa de castigo-, sino también a un extrañamiento con el mundo y sobre todo del sujeto consigo mismo. De ahí que felicidad y aburrimiento sean los peligrosos andamios de una subjetividad asediada por la frustración y el vacío.1
En este sentido, en la historia de la literatura y el cine, es innumerable la cantidad de obras que desnudan esta problemática, pero a partir de la literatura moderna esta situación se torna más trágica y patética. Por ejemplo, el sentimiento de tedio que produce la ciudad en Baudelaire (considerado el primer poeta moderno), plasmado con una lucidez que “asusta” aún hoy, en los poemas que componen Spleen e Ideal, y El spleen de París (Las flores del Mal). O el ennui (ensimismamiento-encierro) en el caso de Emma Bovary de Flaubert. Y más especialmente desde la década del sesenta, donde se plantean distintas líneas “sintomáticas” al fenómeno de la insatisfacción y el aburrimiento dentro de la sociedad de consumo. Hay dos obras contundentes y demoledoras, e íntimamente relacionadas al tema que nos preocupa: la novela de Alberto Moravia La Noia, (la nada) -Milán, 1964-, El aburrimiento (título con que se publicó en la argentina en 1963). Y el ya legendario, siempre actual film de Federico Fellini, La Dolce Vita (1960). En el prólogo de la novela, el mismo Moravia ensaya una mirada al sesgo de la felicidad propuesta a la sociedad, pero desde el aburrimiento: para muchos el aburrimiento es lo contrario de la diversión; y la diversión es distracción, olvido. En cambio para Moravia, el aburrimiento no es lo contrario de la diversión; antes bien, se asemeja en cuanto provoca precisamente distracción y olvido. El aburrimiento es para el escritor, una especie de insuficiencia, o impropiedad, o escasez de esa realidad de la “abundancia” propuesta por el mercado. O más bien, el aburrimiento podría ser definido como “una enfermedad de los objetos”, consistente en un marchitarse o pérdida de vitalidad de los mismos. El sentimiento de tedio nace en mí, dice Moravia, del absurdo de una realidad insuficiente, o sea incapaz de persuadirme de su propia existencia efectiva. El tedio como pérdida de vitalidad, es el resultado de cierta extrañeza ante los objetos, ya que se han convertido en una cosa con la cual no tengo ninguna relación “amistosa”, afectiva. Es decir, esos objetos ofrecidos por “el mito de la felicidad” al consumo masivo, son absurdos. De este absurdo brotará el aburrimiento que, ha llegado el momento de decirlo, al decir de Moravia, al fin de cuentas no es sino incomunicabilidad e incapacidad de salir de ella. La oscura y vasta conciencia de que entre yo y las cosas ya no existe ninguna relación. De ahí que la felicidad propuesta por el capitalismo no sea más que un inquieto disfraz del aburrimiento. Este tedio, este vacío que hay que llenar a cualquier precio, se hace presente en films como Blow Up (1966) de Antonioni, basado en el cuento Las babas del diablo, de Cortázar. Y mucho antes, y muy especialmente en La dolce Vita (1960), donde el protagonista Rubini (Marcelo Mastroiani), intelectual devenido en “Casanova-paparazzo”, cínico, indiferente y enfermo de un spleen existencialista, se divierte/aburre, en un sin fin de agotadoras y vertiginosas fiestas sin sentido. Donde además, nada importa si no es registrado por los fotógrafos (los paparazzi), por la cámara, para el espectáculo y la representación. Lo que inaugura y desnuda el film de Fellini, son los diferentes modos de vida supuestamente “diferentes”, que nos propone “el mito de la felicidad” a través de modos de aburrirse divirtiéndose. La actitud doble de cínico despego y sumisión.
Ahora bien y para finalizar: sólo desde un punto de vista reflexivo y crítico que resista, en la lucha por restituir a los sujetos la posibilidad de la experiencia, podremos distanciarnos de esta trampa que es el “principio de felicidad”, y neutralizarlo, sin caer en el pesimismo, en cuanto a ontología negativa de la felicidad, que se expresa en la frase popular “la felicidad no existe”. Que no es lo mismo que decir, está en otra parte. O quizás sea como dijo el poeta Fernando Pessoa: la felicidad es como la línea del horizonte, cuanto más nos acercamos a ella más se aleja.

Héctor J. Freire
Escritor y crítico de arte
hector.freire [at] topia.com.ar

Nota:
1 Picardo Osvaldo, Aburrimiento y felicidad: ¿el fin de las pasiones?, Revista La Pecera Nº 11, Invierno 2006, Mar del Plata.

 
Articulo publicado en
Noviembre / 2006