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Inéditos de Enrique Pichon Rivière

 

Este año se cumplen los 100 años del nacimiento de Enrique Pichon Rivière. Nuestra revista dedica esta separata a quien es el padre del psicoanálisis, de la Psicología Social, del trabajo con grupos y de tantas otras cuestiones del campo de la Salud Mental en nuestro país. Se publican tres textos seleccionados por Vicente Zito Lema. Uno de ellos es un relato sobre la infancia de Pichon; el segundo es una conversación sobre el fútbol; la tercera, la respuesta de Pichon a un cuestionario sobre la relación de Freud con el arte y la cultura.
Estos tres textos son un adelanto exclusivo de un libro de Vicente Zito Lema que publicará la Editorial Topía el año que viene, y que será una continuación del ya clásico Conversaciones con Enrique Pichon Rivière, que fuera publicado hace más de 30 años.
Agradecemos la colaboración de Joaquín y Marcelo Pichon Rivière con los materiales y fotos para la confección de esta separata.

Luz en la selva
Primeros pasos en la infancia de Enrique Pichon Rivière

Vicente Zito Lema

A veces pienso que lo único real en nuestras vidas es la infancia; lo demás son sueños, nacidos de la desesperación por atrapar una realidad que se nos escurre entre los dedos hacia el infinito.
Allí, en las fotos sepias resguardadas por papel de seda que cruje, están mis padres. El hombre, pálido y tímido, que pareciera flotar sobre la línea del horizonte, es Alfonso Pichon.
La mujer que mira y no muestra dudas, bien plantada sobre la tierra, se llama Josefine de la Rivière. Ambos franceses, de Lyon, católicos y bautizados por gracia de Dios, como escuché decir más de una vez a mi madre. Proveían de familias con antiguas casa de piedra y puertas de roble, donde ya no golpeaba la miseria.
Mi padre, a quien siempre conocí con sus ojos nublados por el agua, comenzó la carrera militar en la Academia de Saint Cyr. Lo entusiasmaban el coraje físico, las posibilidades de aventuras y un destino heroico. Se convirtió de adolescente en fervoroso socialista; leía a Victor Hugo y otros escritores románticos. Cuando hizo públicas sus creencias en la Academia, lo expulsaron. Entonces su familia lo enviará a Manchester, donde con nostalgia pero también con entusiasmo investigará el proceso de fabricación de tejidos.
Es por aquellos días, y siguiendo los pasos de un tío paterno, que nacerá su idea de criar gusanos de seda y radicar una industria textil en el norte de Inglaterra; allí se alzaban las grandes fábricas de la época.
Sin concretar sus planes vuelve a Lyon. Los cielos negros de Manchester lo espantaban, justificaría años después en una carta.
Vendrá un tiempo de dudas, lecturas de poetas malditos y vagabundeos por la campiña bien cultivada. Después, cumpliendo con el afán paterno, estudiará contaduría. El círculo de un destino de mesuras parece cerrarse para Alfonso en una fiesta familiar. Es verano, todavía perdura el perfume espeso de las rosas, hay una presentación, un cruce de miradas, un vals que se baila lánguidamente bajo una bóveda de luz prístina. La muchacha es delgada y alta, de cabellos de gran negrura, muy rizados, acomodados en un rodete. Cuando termina el vals la mano de Elizabeth queda inmóvil un largo minuto en la de Alfonso.
El romance será de besos discretos, se casarán con bendición del obispo y almuerzo en el campo. Tendrán cinco hijos y una vida económico estable, que apenas recurre al sostén de ambas familias.
Lo imprevisto y cruel sucede de la mano de una lluvia de invierno, que sorprende a la pareja a la salida del teatro. Muere Elizabeth, de neumonía, a los veintiocho años. Todo es súbito y sorprendente, también la decisión de mi padre: se volverá a casar.
Apenas terminado el duelo y abrumado por los cuidados que le demandan sus hijos, Alfonso Pichon le propone matrimonio a Josefine de la Rivière, hermana menor de Elizabeth, quien todas las tardes, con paciencia y amor cristiano, lo ha ayudado con los niños.
Nunca sabré si otras circunstancias o deseos, fuera de la necesidad, motivaron esta unión; tampoco, si las reacciones familiares fueron de sincero agrado o de rechazo. Cierto es que una relación así despierta fantasías y sospechas, por más que no contraría los usos y costumbres de época. Alguna mujer tiene que hacerse cargo de esos cinco huérfanos, y quién mejor que la hermana de la difunta, se dirá, en voz baja, a la hora del té. Lo que no se dirá -mejor olvidarlo-, es que esta muchacha de mirada firme y castaña, de palabras pocas y rotundas, educada como pupila en un riguroso colegio de monjas, estaba enamorada de un joven dentista que la llenará de súplicas y reproches, inútilmente.
Josefine ha tomado su decisión, y no habrá lamentos ni dudas, ni siquiera cuando sorprende la mirada triste del hombre que la ama y asiste furtivo a su casamiento, mal escondido detrás de una de las columnas de la iglesia.
Del matrimonio entre Alfonso y Josefine naceré yo, el 25 de junio de 1907, en Ginebra, donde la familia mezclaba vacaciones con trabajo.
Mi nacimiento en ese lugar de cielos fríos lo veo como algo totalmente accidental, que no dejará mayores huellas en mi espíritu. Tampoco en mis documentos; será francés por ser hijo de franceses.
De Ginebra sólo recuerdo con precisión un auto, grande y brillante, con una bocina en forma de víbora, en el que viajábamos con mis hermanos acompañando a nuestro padre.
El recorría los laboratorios tratando de descubrir los secretos para convertir el tabaco negro en rubio, detrás de ellos estaban los balbuceos de su gran aventura.
Pocos meses más tarde, desde el puerto de Le Havre, se iniciará nuestro peregrinaje al otro lado del mar. Allí están las noches previas, las angustias y los deseos. Siento la incertidumbre de mi padre, jugando la moneda de su destino a cara o cruz. A su lado está mi madre, mucho más serena, con su sonrisa que no se desvanecerá ante los malos presagios -las anginas rojas de mi hermana Simone, la pérdida de los pasaportes, que serán devueltos por un veterano de la Legión, ciego-, haciéndose cargo de los preparativos del viaje y de la fatiga familiar. Las causas reales de aquella emigración quedarán envueltas con ropas de misterio.
Los dichos de mis padres serán tan cambiantes como el humor de las mareas. Tengo imágenes de una quietud extrema, el enorme barco parece dormido sobre un desierto, y después la tormenta, con truenos que parten el cielo sin piedad. Escucho el alarido de un marinero que cae al agua, y al instante escucho su silencio, más terrible aún. Veo las solitarias caminatas de mi padre por cubierta, con sus manos cruzadas en la espalda. Veo a mis hermanos: los vómitos de Simone, las sonrisitas de Antonieta al camarero para que no le sirva sopa, las lágrimas de Pedro prometiendo en voz alta que volverá pronto a Francia, los juegos de piratas a toda hora de Juan y Luis, que arriesgan sus ojos ante tenedores convertidos en espadas; veo a mi madre, a quien los vientos alisios no perturban, rondándonos, protegiéndonos con sus abrazos y rezos contra lo desconocido.
Del viaje en el “Gran Marsella” me quedarán sensaciones de un movimiento continuo y ascendente, el desencanto de no haber descubierto sirenas en el mar y el nacimiento del miedo. Fue cuando pasamos por Barcelona, el día que fusilaron a Ferrer; el dirigente anarquista. El barco se detuvo en el puerto y yo sentí que un fuego marcaba mi alma. Temía que se enteraran de las ideas políticas de mi padre y lo mataran.
Veo a mis padres, acostados en la cucheta superior el camarote, dentro de una oscuridad espesa, que apenas quiebra una luna menguante, discutiendo la situación.
–Sos socialista y no anarquista; tranquilizará, simple, mi madre.
–Sí, pero todos saben que mi socialismo es más que idas, fui secretario del jefe del partido; argumentará mi padre con voz estrangulada.
Mi última imagen de la escena será la de mi padre y mi madre besándose ajenos a la precariedad de la noche.
Yo cerraré los ojos, tratando de dormirme y no llorar, mientras sube la música de un acordeón desde la bodega del barco, y yo siento alivio en mi corazón y descubro una verdad profunda, a la que entonces no pude poner palabras: el arte fue creado por los hombres para redimirlos de la melancolía y las penas.
Llegamos a la Argentina en plena fiesta del Centenario; no había cumplido cuatro años y trataba de no asustarme con tanta gente que hablaba a los gritos en una lengua que sonaba áspera a mis oídos.
Nos esperaba una compañera del colegio de mi madre, que nos cedió un espacio en su casa, muy pequeña, llena de gatos y de jaulas con canarios. Nos acomodamos de cualquier manera, mi hermana Antonieta y yo dormíamos sobre la mesa de la cocina. Los ruidos del desayuno nos despertaban antes que el sol. Fue corto y agitado el tiempo que permanecimos en Buenos Aires, Mi padre iba y venía, y todos esperábamos nerviosos los resultados de sus gestiones. Nos habían advertido que se trataba de nuestro destino y yo gastaba las horas dibujándolo. Lo imaginaba un rey negro y barbudo, con una corona que tenía por límite el cielo, que yo coloreaba de rojo, con tanta fuerza que a veces rompía el papel.
Una noche, en el comedor del hotel de la Avenida de Mayo, donde nos habíamos mudado, mi padre anunció con voz grave que debíamos preparar las valijas. Al día siguiente, bien temprano, viajaríamos hacia el Chaco. Ante nuestro asombro mi madre mostró un libro con fotos de plantas enmarañadas, que parecían miles de manos, y animales tan hermosos como amenazadores. Es la selva, allí viviremos, dijo, y trató de hacernos cómplices con una sonrisa que me mostró sus dientes, un poco grandes, pero no lo que pasaba en su alma.
Todavía dormido y con una medialuna en la mano subí al tren. El silbo de la locomotora abrió mis ojos; me aburrí pronto con tanta tierra vacía. Nos alejábamos más y más de las ciudades y su gente, siguiendo los impulsos de mi padre, a quien nadie interrogaba, acaso porque intuíamos que él tampoco tenía conciencia de sus pasos, que lo llevaban de su Francia natal a un lugar que en mi imaginación de niño se presentaba como el fin del mundo. Después de esa selva comienza el infierno, escuché decir a mi hermano mayor en un tono de fingida burla que confirmó mis temores. Pasamos días y noches en el tren, y la mirada de mi padre, hasta entonces dulce a pesar de su melancolía, se volvió hosca, impenetrable.
Cuando mi hermana Antonieta, que también había notado el cambio en sus ojos, le preguntó qué le pasaba, él abrió sus manos, que me parecieron más blancas y afiladas, y las dirigió hacia el cielo, que vi sin una nube, como si nada en el mundo se animara a perturbar la soledad de su azul, y se puso a hablarnos del cometa Haley. Recuerdo que me acosté con mi cabeza sobre sus rodillas y nada extraño sería que hubiera soñado que corría sobre las nubes y saltaba de estrella en estrella, perseguido por un tigre amarillo y negro, dueño de una mirada que prometía tormentos.
Cuando bajamos del tren mis hermanos y yo reconocíamos los sabores del mate cocido, los bizcochos con grasa y las tortitas de azúcar quemada; éramos testigos que los caballos de crines rojas corren más veloces que las locomotoras a vapor, y hasta podíamos jurar que los vientos de las pampas son capaces de hacer volar las vacas, como si fueran pájaros sin alas ni plumaje.
Ya en el Chaco santafecino, apiñados en una pieza en los altos de un almacén de ramos generales, y en tanto el hiriente olor a lavandina se iba mezclando con el de nuestra transpiración, mi padre reanudará sus gestiones tras una concesión de tierras fiscales.
Una de esas mañanas, mientras yo luchaba contra un gigantesco tazón de leche y un enjambre de moscas, mi padre mi pidió que lo acompañara a la última entrevista en la Dirección de Tierras.
–Me tenés que dar suerte; dijo, nervioso, y entre él y mi madre me vistieron como para ir a un cumpleaños.
Después que firmó un montón de papeles ante aquel hombre bajo y corpulento, vestido de negro y abotonado hasta el cuello a pesar del calor, mi padre se levantó de su silla, lanzó un suspiró de alivio que estremeció mi corazón y se fue, dejando la sensación de que crecía y crecía, hasta tocar el techo.
El festejo lo tuvimos en una pequeña confitería, frente a la plaza con matas de amapolas y bandadas de cotorras. Ante nuestros ojos, en la paz del local, una pared destacaba fotos de montañas nevadas. Mi padre, con la mirada fija en ese paisaje familiar; pidió té, yo limonada, y sentí que su mano algo transpirada apretaba la mía.
La concesión estipulaba un término estricto, así que mi padre sin más vueltas se lanzó al trabajo, y toda la familia detrás suyo. Subidos a un carro de ruedas altas nos internamos en la foresta. El sol golpeaba nuestras nucas, las valijas se mecían en el camino virgen y las cotorras cerraban el cortejo con sus ráfagas verdes.
La primera noche bajo la carpa tuve miedo, me acurruqué en el fondo, muy cerca de mi madre, quien no dejó de jugar con mi pelo hasta que se alejaron, uno a uno, los fantasmas. (A veces parecían árboles quejosos, con grandes brazos que agitaban el aire y arrojaban una lluvia de cenizas; otras veces volaban sin sentido, como palomas ciegas). Mis hermanos se acomodaron en el medio de nuestro refugio, abrazados unos a otros, fingiendo que dormían. En la entrada quedó mi padre, sentado sobre la tierra, con sus rodillas altas y puntudas sosteniendo una escopeta, fumando su pipa, manteniendo vivo el fuego La luz que se elevaba junto al humo me tranquilizó, las estrellas estaban demasiado lejos y el cielo no me pertenecía.
Mi padre se inició plantando algodón, quería cumplir de algún modo su viejo sueño de Manchester y no le importó la fatiga del desmonte. Así como un alquimista convierte el carbón en oro, la naturaleza hizo con los sueños de mi padre una pesadilla de barro. Conoceremos lluvias interminables, ríos que se desbordan y después sequías que tendrán comienzo pero no fin. La prueba más dura será quedarnos en la intemperie de un día para otro.
Queríamos mucho aquella casa, hecha con el esfuerzo de todos y con la ilusión de quien funda un largo reino. Era una construcción austera, extremadamente limpia y siempre acogedora. El agua de un riacho vibraba a pocos pasos, mi madre recolectaba flores que colmaban los jarrones y cuidaba los golosos helechos, chorreantes de tan húmedos, fastuosamente verdes. El techo del bungalow era de paja, mi madre temía un incendio; nunca imaginó la voracidad de aquellas langostas.
Recuerdo que en el momento en que desaparecía totalmente el techo, mi padre, limpiándose los ojos con un pañuelo, para que nada turbara su mirada, exclamó, para mi asombro: !Qué hermoso, que infinito y claro es este cielo!
Con la ayuda de unos vecinos en pocos días tuvimos un techo nuevo, también de paja. Las langostas no comerán dos veces del mismo plato, dirá mi padre ante nuestro temor yo le creí.
Fue en aquella época cuando conocí el secreto de nuestra familia. Una tarde, en la caída del sol y mientras el viento cálido del norte movía ligeramente las palmeras, mi padre, contemplando con orgullo la casa reconstruida, me contó que mis tres hermanos y mis dos hermanas eran hijos de su primera esposa, muerta en Lyon. El me hablaba y yo iba matando hormigas con mis pies descalzos; cuando no tuve más hormigas cerca, lloré.
Mi madre estaba a pocos metros, recogiendo naranjas. Corrí hacia allí, era verano y ella olía como las mismas frutas. La abracé, me besó muy fuerte, con complicidad, me dijo sin palabras muchas cosas, igual que las piedras dicen al correr de las aguas.
Fue el comienzo de caricias y atenciones privilegiadas para mí, que por suerte no afectaron el trato sin distinción entre los seis hermanos. Acaso por ser el menor incluso me protegían. Antonieta, la más baja, de sonrisas y sonrojos permanentes, y Simone, de pelo más rizado, que sabía imitar a los pájaros, se ocupaban de mi ropa, de zurcir los que yo rompía; también de aliviar las lastimaduras que respondían a mis juegos en la selva. Pedro, Juan y Luis, en disputa pareja, cazaban las víboras y arañas que se acercaban, a pedido de mi madre y sabiendo el miedo que les tenía, al menos en mis primeros años.
Veo a mi familia a la distancia, capaz de cerrar filas entre los peligros y desdichas para luego abrirse gozosa ante la vida, como las flores de la noche. Sabían tejer ilusiones para transformar la realidad, por dura que fuera. Nunca hay que recular ante el desafío, decía mi padre, limpiándose el polvo, volviendo a montar sobre el caballo que lo había tirado...
Allí estamos todos, los grandes con sombreros de paja, los chicos casi desnudos ante un sol que no da respiro. Allí vamos, preparando a machetazos un claro en la selva para alzar la casa, limpiando las malezas, pintando las paredes con cal y las maderas con aceite, trayendo agua del arroyo donde saltan los peces, dando vuelta la tierra virgen, sembrando en los bordes del día, espiando con alegría el nacimiento de un tomate o de una chaucha. La vida en la selva tenía sumo encanto para gente nacida en Lyon y que había conocido los inviernos con nieve de Ginebra, pero no se me ocultaba que era a la par una empresa difícil. En especial para mi padre, que no cejaba en su empeño de levantar una buena cosecha de algodón. También para mi madre, cuya piel blanca, casi transparente, del mediterráneo, se agrietaba en el verano infinito de la selva, al igual que los ahorros traídos de Francia.

 

Nota: Este relato, que inicia el abordaje de la infancia de Enrique Pichon Rivière,lo escribí a partir de lo que él me contara y yo atesorara. También incorporo los frutos de mi investigación, en especial lo que aportara su hermana Simone, junto a otros familiares y amigos de sus primeros años en Goya. Que esté escrito en primera persona, responde a una instrumentación literaria y desnuda en intento de “penetrar en la piel del otro”. La poética intenta dar marco a la historia, pero no contraría lo esencial de los hechos.
Vicente Zito Lema

 

Ganándole por un gol a la muerte
Conversando sobre el fútbol con Enrique Pichon Rivière

Pasados los años e indagando sobre la infancia de Enrique Pichon Rivière para escribir sobre ella, recorro mis papeles con anotaciones, buceo en mis recuerdos, vuelvo a leer antiguos materiales y confirmo una vez más la importancia que el deporte y en especial el fútbol tuvo en la vida y en los pensamientos de Pichon, donde la razón siempre caminó sin contradicciones junto a la pasión.
Vicente Zito Lema

 

-Usted siempre sostuvo que existe una relación muy íntima entre sus concepciones teóricas y la vida que le tocó vivir... Se trata ahora de abordar ese campo de conocimiento que usted contribuyó a precisar como “vida cotidiana”, en particular el deporte y con mayor detalle el fútbol. Recuerdo haberlo oído decir que escapamos a nuestra soledad por medio de la adhesión al grupo, y aquí pienso en las barras domingueras alentando hasta el frenesí a sus equipos. Recuerdo también cuando dijo que a través de los objetos el hombre adquiere un rostro, un lugar en el mundo. Cómo no pensar en es objeto mítico que marcó nuestra infancia, la pelota. Hablemos de fútbol. ¿Dónde está el inicio de este capítulo de su vida...?
-Se inicia, al igual que otros capítulos, en el medio de la selva, en el Chaco, allí llegué, viajando con mi familia desde Ginebra. Nunca supe bien los motivos de aquella travesía que entonces me pareció eterna y que aún hoy es escenario de algunos de mis sueños más asiduos. Eso sí, no olvido que entre nuestras riquezas transportadas en barco, después en tren y finalmente en carro, había una pelota de cuero. Fue una gran atracción para los otros chicos del lugar, en especial para los de origen guaraní, con quienes compartí mis primeras aventuras y también el lenguaje, ya que gracias a ellos pasé directamente del francés a esa otra lengua tan dulce que es el guaraní. Y la pelota de fútbol en el medio.

-Acaso como una araña de mil colores que nos teje y nos envuelve... ¿Y después...?

-El segundo escenario estará en Goya, donde nos mudamos, perseguidos por las sequías y las langostas. Allí mejorará económicamente nuestra vida y yo integraré una nueva pandilla. Nos organizábamos continuamente en equipo, fuera para jugar, planear fugas colectivas a una isla cercana o librar batallas navales en el río.
Sin embargo, el interés mayor de aquel grupo era jugar al fútbol, y al fin fundamos un club, el Matienzo, que resultó el más importante de la zona. Para escándalo de algunos vecinos, nuestra sede estaba en un prostíbulo, cerca de la costanera. Como presidente fue elegido el portero del lugar, un tal Canoi, personaje muy importante en mi vida, ya que años después me prestaría unas revistas donde pude descubrir a Freud. En aquel prostíbulo, inolvidable, también fundaríamos el Partido Socialista de Goya.

-Sé que posteriormente se trasladó a Buenos Aires, para estudiar medicina. ¿Qué nuevas situaciones vivió con el fútbol?

-De entrada, en Buenos Aires se da un hecho muy interesante, diría que simbólico. Voy a caer a una pensión que la llamaban “La pensión del francés”. Estaba en el edificio que ocupa hoy la Asociación del Fútbol Argentino.
Allí conocí a los tipos más extraños de mi vida y a algunos de los que serían los mejores amigos que tuve. El más entrañable, Roberto Arlt, con quien fui a ver mi primer partido de fútbol en Buenos Aires. Arlt luego lo relataría en uno de sus escritos.

-Las primeras impresiones perduran. ¿Recuerda cuáles fueron las suyas en aquel partido?

-Jugaban Racing y River, me impactó el alto nivel estético que desplegaban aquellos jugadores. Y los gritos de la gente, que despertaron mi asombro; era una sensación agridulce, donde también estaba el miedo; un frenesí donde se perdía mi silencio interior...

-Usted venía de un gran silencio. El silencio de una infancia en la selva...

-Sí, de allí la fuerza del impacto que tuve en la cancha. Ese contacto pleno con la desmesura que a veces expresan los fenómenos sociales, los movimientos de masas...

-¿Cómo surge la relación entre su primer interés científico, la psiquiatría, y el fútbol?

-Yo inicio mi práctica psiquiátrica en un asilo de oligofrénicos, cercano a Luján. El Asilo de Torres. Y una de mis primeras tareas fue organizar con ellos un equipo de fútbol. Torres era una pequeña población donde no había médicos. Así que tuve que asumir ese rol y por ello fui haciendo una práctica de medicina total, completa. Pero sin descuidar el equipo de fútbol, una tarea prioritaria. Y lo real es que ganábamos siempre.

-¿Había algún motivo determinante?

-Nuestra estrategia. Que era la siguiente: seguir siempre, todos juntos, la pelota; menos yo, que me quedaba cerca del arco contrario para meter el gol. Las cosas iban magníficamente bien hasta que un día un jugador del equipo contrario tuvo una crisis de claustrofobia, debido a que mis pacientes lo encerraron férreamente, entre todos, varias veces, sin darle respiro...

-Imagino que allí terminó el partido...

-Y el fútbol como terapia, al menos por un tiempo...

-En los distintos encuentros que hemos tenido de una forma u otra el deporte estuvo presente en sus palabras. ¿Qué sabe de su pasión por ese tema?

-Es cierto, para mí el deporte ha sido siempre algo muy esencial. A tal punto que hoy considero hechos de igual valor haber fundado el Partido Socialista en Goya que el Club de Fútbol Matienzo, de la misma ciudad, y que aún perdura.
Creo que ello obedece a que encuentro en el deporte un revivir, un adquirir fuerzas a través de la experiencia. Las pruebas en las que intervine, y son muchas, no tenían para mí, si las ganaba un valor de premio, sino de reconocimiento. Es decir, veía que estaba en el mundo cumpliendo una función concreta. Y ello constituiría, finalmente, el esquema de mi tarea creativa, ya sea arte, deporte o psiquiatría, en tanto para mí no difieren en lo fundamental.

-¿Utilizó el deporte como un remedio para la tristeza, en sus pacientes, en usted?

-No sé si de chico tenía conciencia de mi tristeza, pero sé que era un promotor infatigable de cualquier tipo de tareas. Y cuando éstas se acercaban a fines creativos, más apasionantes eran para mí.
Hoy, sí, pienso que el deporte ayuda a combatir la tristeza, tanto en el que lo práctica como en el espectador. De allí deriva mucha de la importancia que le asigno. Es que en la tristeza, insisto, está el germen de la locura. Sobre esto hay que recordar, simplemente, todas las graves tensiones que se despiertan en un domingo sin fútbol. Claro que cuando lo hay también se generan tensiones, pero dentro de un ámbito específico: la cancha.

-¿Considera pertinente una lectura científica del fútbol sin que ahoguemos las resonancias inocentes que en tanto juego nos despierta?

-Pienso que legítimamente podríamos hablar de una antropología del fútbol, teniendo en cuenta su significación en un contexto social determinando, su historia. El fútbol es una estructura, un universo, con categorías propias de conocimiento, en el que se hacen presente la política, la economía, la filosofía, la lógica, la psicología -particularmente en su dimensión social-, la ética y la estética. Y ello no obstaculiza las resonancias inconscientes ni las gratificaciones que como jugadores o espectadores el juego del fútbol nos depara.

-El arte, la ciencia y el deporte, en especial el fútbol, tienen en común la posibilidad de convertirse en haceres creativos. Ahora bien, ¿qué tipo de identidades y diferencias determinantes podríamos establecer entre ellos?

-Debido justamente a su común posibilidad creativa, no se pueden establecer grandes diferencias. Hay una identificación en el más alto nivel.
En cuanto a sus interrelaciones son de orden profundo. A tal punto que considero que para hacer ciencia hay que haber hecho, previamente, mucho juego. Incluso éste, en el sentido deportivo, es un entrenamiento hacia el logro de nuevos campos de investigación. Y el fútbol, por ejemplo, es motivo de análisis, y muy importante, en la construcción de la teoría de los grupos; lo he tenido en cuenta sobre todo en mi teoría de los grupos operativos. A mí se me dieron juntos el deporte y la ciencia, y no sé si esto es lo común, pero debería serlo.
Con diferencia de matices, no hay en lo fundamental, vuelvo a destacarlo, nada que separe estas actividades, Más aún; aquel que tiene de niño una inhibición para jugar, también la tendrá después para el aprendizaje de la ciencia.

-¿No habría en el arte, al menos en mayor grado, un componente mágico que le es inherente y lo distingue?

-Es cierto que existe magia en el arte y ello está ligado a procesos inconscientes que le son propios, por ejemplo, ligados al fetichismo. Ahora bien, dentro de una investigación, el acto de indagar es, en esencia, realizar aperturas dentro del objeto que enfrenta. Pero acaso, ¿no es también función del arte conocer, indagar la realidad? Insisto en la profunda interrelación de esas disciplinas. Vemos, asimismo, que en el acto de indagar, en el sentido más alto, se ponen en movimiento mecanismo que aparecen luego en la “teoría de los juegos”. Todo ello nos indica la imposibilidad, o al menos la dificultad, de separar o enfrentar esos campos.
Y ya específicamente en relación con los juegos, creo que todavía hay mucho que investigar, especialmente en los juegos colectivos. Por ejemplo, nos preguntamos hoy: ¿por qué se descarga tanta pasión dentro de los límites de una cancha de fútbol? ¿Por qué es el fútbol el deporte que atrae mayor cantidad de espectadores y son tantos y tan variados los conflictos que surgen en su medio? Otra necesidad, dentro de este campo, es la de inventar nuevos y atractivos juegos para adultos, que hagan jugar también su mente, así como el cuerpo. Esta es una perspectiva de unidad que siempre me ha atraído.

-¿Hablaría de una poética en el fútbol?

-Por qué no. Animémonos a ello... Allí está la cancha, un verdadero escenario, donde se desempeña con total fantasía el equipo que sentimos propio, y también el contrario. Allí está la pelota, que nos fascina; su forma esférica la vincula con uno de los más antiguos símbolos que maneja la humanidad. Es una forma perfecta, la coincidencia del uno y del todo, es la imagen del infinito. Y allí también está el jugador, el mago. El verdadero actor, el centro de la personalidad que en interacción con los otros personajes configura los pasos de una representación que se parece a la tragedia griega.

-¿Una tragedia capaz de despertarnos el sentimiento estético? ¿La vivencia de lo maravilloso y lo bello?

-Ello es así, aunque más no sea en forma fugaz, a través de un sentimiento de armonía y precisión del juego que aparece siempre después del momento de desorganización y ruptura. Entonces el fútbol se convierte en ballet...

-Y cuando culmina la tensión del juego y llega el gol se produce la catarsis...

-Sí, y cada uno de nosotros, jugadores y espectadores, trascendemos desde una plenitud social la fragilidad individual...

-¿La fragilidad del instante humano...?

La fragilidad de nuestras vidas, ganándole por un gol a la muerte.

 

 

Arte y cultura en Sigmund Freud

Revisando algunos materiales del año 1976, encontramos uno de los últimos reportajes realizados a Enrique Pichon Rivière un año antes de su muerte y que publicó la Revista Crisis en su número 40 de marzo de ese año. En esa oportunidad el cuestionario hecho a EPR tocó el tema del Arte y la Cultura en el pensamiento del maestro vienés. Reproducimos aquí textual e íntegro lo publicado, que en ese número formaba parte de un homenaje a Sigmund Freud con opiniones de otras personalidades encuestadas.

-De manera implícita o explícita Freud analizó y estudió al hombre como creador y creación de la cultura. ¿Qué opina usted de tal valoración y de las múltiples objeciones que recibió el aporte de Freud?

-Reflexionar acerca de la cultura, de su génesis, del origen y el sentido de la actividad en la que los hombres transforman lo real, no es otra cosa que elaborar una concepción acerca de la génesis y el sentido de un orden de hechos, que constituyen -más allá del orden animal- una nueva instancia: lo histórico-social, lo específicamente humano.
Esta reflexión implicará necesariamente una concepción del hombre y la Historia, no podrá dejar de expresar una “weltanschaung”, se sustentará en una ideología. El análisis de la concepción freudiana de la cultura, del hombre en tanto creador y creación de esa cultura, desnuda con nitidez la ideología freudiana, a la vez que reabre la cuestión de las relaciones entre ciencia e ideología, debate que conmovió en los últimos años el campo del quehacer psicoanalítico.
¿Por qué consideramos pertinente retomar este debate? Porque las tesis freudianas acerca de la cultura, el trabajo, el proceso creador -más allá de la pregunta por la legitimidad de extender hipótesis que surgen en el contexto analítico al plano de las relaciones sociales- abren un interrogante cuya respuesta nos plantea una tarea de crítica y de reformulación de los aportes del psicoanálisis a la comprensión del sujeto.
El “Malestar de la Cultura”, una obra de gabinete, en la que Freud se aparta del riguroso itinerario que recorre en su práctica clínica, revela a un pensador idealista, esencialista, para quien la naturaleza humana se determina -en última instancia- desde los impulsos instintivos, eternos e inmodificables en su esencia.
Se “naturaliza” así la agresión, la rivalidad, la hostilidad entre los hombres. Estos rasgos “naturales” de “lo humano” hablan de una esencia transhistórica que se expresan en las relaciones sociales y las determinan en su forma.
Esta concepción esencialista, esta naturalización tiene como consecuencia una inversión en la que los efectos aparecen como causa y las causas como efecto. La interpretación de la cultura, la interpretación de la praxis del sujeto se inscribe en el campo de la lucha ideológica. La defensa de los intereses objetivos de las clases dominantes -uno de los sectores comprometidos en esa pugna- exige una ocultación, una distorsión de lo real, particularmente de la realidad histórico-social.
En los últimos años, en nuestro país, algunos psicoanalistas y epistemólogos del psicoanálisis, influidos sin duda por Althusser -y en el intento de preservar una práctica- se ilusionan distinguiendo entre el Freud “científico” del capítulo VII de “La interpretación de los sueños” y el Freud “ideológico” del “Malestar en la Cultura”, de la misma manera que intentan preservar la teoría más allá de toda crítica centrando su cuestionamiento en las Instituciones psicoanalíticas. Cabe preguntarse si el esencialismo freudiano, la concepción del hombre y la historia que a nuestro entender gobierna toda reflexión psicológica y que tan claramente se manifiesta en los escritos sociales de Freud, ¿no se deslizó jamás en la conceptualización de su práctica clínica?, ¿no tiñó jamás la interpretación de la realidad con que se trabajaba? ¿Es imposible reconocer al Freud esencialista de “El malestar en la Cultura”, del Freud que reflexiona acerca de la sexualidad femenina, las fantasías originarias, el narcisismo primario, la segunda formación de la teoría instintivista?
Pero ese Freud es el mismo del concepto de inconsciente, de la experiencia de la satisfacción, de los mecanismos del inconsciente, de las leyes de la asociación. Es el mismo Freud que construyó un bagaje instrumental con el que trabajamos diariamente en el campo de la terapia y de la prevención transformando realidades concretas. Es en el interior de la teoría psicoanalítica, en el seno del pensamiento freudiano donde reside una contradicción entre conocimiento objetivo y escamoteo ideológico. Es esa contradicción, que se revela en la práctica clínica, la que nos exige la tarea de crítica, en el intento de fundar una psicología social, histórica y concreta.

-¿Cuáles considera que fueron las mayores contribuciones de Freud para la comprensión del fenómeno artístico?

-Freud retoma la llama del romanticismo alemán, la pasión por lo siniestro, por los sueños, por lo inconsciente. Busca en sí mismo y en sus pacientes las formas concretas de las imágenes que lo fascinaron en los poetas románticos. La tristeza, el duelo y la culpa ante la muerte de su padre (la tragedia edípica), como situación existencial, lo lanzan en el camino de este descubrimiento. La teoría freudiana que desoculta y hace inteligible la dialéctica consciente-inconsciente permite la emergencia e instrumenta al movimiento surrealista en formas creativas inéditas y revolucionarias.
Esto sucede más allá de la comprensión de Freud, quien confiesa en una carta a Breton sus limitaciones para descifrar los elementos que el surrealismo le brinda. Su negativa al diálogo, que tanto dolió a Breton, se funda en el sentimiento de estar “muy alejado del arte”.
Pese a ese sentimiento de lejanía, la teoría del inconsciente, en una tarea arqueológica hace surgir a la luz los mecanismos que rigen la construcción de las imágenes.

Compilador: Vicente Zito Lema

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Articulo publicado en
Marzo / 2008

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