El optimismo no representa ni mucho menos una vulgar suposición de que todo es maravilloso, significa más bien la idea de que el mal no es más que algo pasajero e incapaz de destruir de forma permanente nuestra humanidad, y significa también la convicción de que siempre hay alternativas.
Zygmunt Bauman
Hace unos días, en la góndola del supermercado, escuché a una mujer diciéndole a otra “se le saltó la cadena, esta vez se pasó de la raya”. Contaba que alguien había descerrajado una tanda de insultos violentos -ñoqui de mierda, zurda, vaga, hija de puta- a la médica de guardia que venía demorada. Faltó poco, agregó, para que le pegara una paliza. La frase de la mujer fue elocuente. En efecto, en medio de un clima social que se va deteriorando cada vez más, los intercambios violentos y las exteriorizaciones de odio son frecuentes. El lazo social se resquebraja y el otro no es un semejante, un conciudadano (palabra perimida hoy). El otro es un enemigo.
El lazo social se resquebraja y el otro no es un semejante, un conciudadano (palabra perimida hoy). El otro es un enemigo.
En nuestro país, -no es el único- impera una lógica discursiva y fáctica basada en la división tajante entre quienes detentan el poder o lo apoyan, y todos aquellos que son “el enemigo”. No son adversarios, o grupos que se diferencian en virtud de las reglas de la democracia; son enemigos que pasan a ser denostados con términos en otro tiempo impensables. La violencia verbal se ejercita sin eufemismos y sin pudor, como el derecho del más fuerte. Este ejercicio discursivo -de carácter performativo- va de la mano de las múltiples violencias ejecutadas contra parte de la población. El afecto predominante es el odio, según una lógica maniqueísta que fisura el lazo colectivo. Estas situaciones, que se extienden a enorme velocidad en distintos lugares del planeta, evocan el auge del fascismo en la primera mitad del siglo pasado. Causan estupor en muchos, un deja-vu inquietante; algo que, luego del Holocausto, parecía imposible. En todo caso, resulta impactante que este rumbo destructivo que se irradia de modo casi contagioso, cuente con el entusiasmo y el apoyo de buena parte de la población, en especial de los jóvenes. Y, sin embargo, bajo el formato democrático, habitamos una época en la que el odio, la crueldad, la manipulación, lo fake, se expanden dañando el lazo social. En nombre de la Libertad, claro. ¿Viejos-nuevos mecanismos de dominación?
El odio es universal, ya que es propio de la condición humana. Es preponderante en una configuración psíquica: la paranoia. En ella, la dupla perseguido-perseguidor se entrama a través del odio, por lo general proyectado en los otros. De allí la necesidad de agredirlos, justificando la destructividad para que sea inteligible, razonable, y también para que el conflicto continúe, se preserve: debe haber un enemigo. Éste puede ser otro sujeto o bien un grupo, una clase, una ideología, una raza o religión. El paranoico, a veces como heredero legítimo de un protopadre, solo tiene aliados o enemigos a quienes odia en nombre de una buena causa.
Las irradiaciones evidentes de esta descripción hacia el campo de lo social son, como sabemos, múltiples. Sus entramados con la pulsión de muerte, también lo son. ¿Cuáles son los anudamientos entre un ejercicio del poder que fomenta la lógica paranoide, la expresa, la ejecuta, y la adhesión a veces entusiasta de amplios sectores, aun con los declives mortíferos que implica?
Clausura del pensamiento en la alienación y del lenguaje en la banalización, clausura del tiempo en la velocidad de la descarga pulsional. ¿De qué modo se expresan estas tres características hoy, lejos de los totalitarismos del siglo pasado, en países democráticos cuyos gobernantes gozan del consenso de las urnas y del apoyo de gran parte de la población?
Retomo la pregunta del comienzo. ¿Qué cadena se nos soltó? Por lo pronto, la de los vínculos sociales, la del lazo con los otros, aquello que nos liga como pares, como semejantes. ¿Se tratará de la pulsión de muerte desencadenada?
Si la subjetividad solo se define en relación a los otros, a la vez, la materia prima del lazo vincular y social es libidinal e integra en sus vaivenes la dialéctica irreductible del conflicto entre las pulsiones de vida y las de muerte: Eros y Tánatos dirimen sus antagonismos en todos los momentos históricos, en una tensión dialéctica que adopta figuras acordes a los mismos.
La historia muestra con creces los modos en que la lucha eterna entre ambas pulsiones se repite y se despliega en relación al otro: la sintomatología individual y la social configuran un tejido cuyos hilos son inseparables. La pulsión de vida se caracteriza por la investidura, por el “deseo de deseo” y por la complejización; en tanto la pulsión de muerte tiende a la desinvestidura, a la destructividad, al “deseo de no deseo”. Entramadas, constituyen el conflicto de base que nos habita, lucha entre la ligadura vital y la tendencia a la desligadura propia de Tánatos.
La exteriorización de la destructividad, a menudo se evidencia como odio al otro, depositario de lo negativo eyectado. La lógica amigo/enemigo en sus declinaciones fundamentalistas es expresión de este tipo de funcionamiento, que a veces culmina en la eliminación del “enemigo”, un semejante no reconocido como tal. Se trata de una vertiente narcisista que cohesiona en el lazo social, a costa de matar cualquier atisbo de diversidad. El ideal de raza, religión o ideología, convertido en exclusivo, ataca o ultima lo diferente. Al mismo tiempo, el objeto del odio debe mantenerse inconvertible, justamente para sostener la lucha contra “el enemigo”.
El odio es universal, ya que es propio de la condición humana. Es preponderante en una configuración psíquica: la paranoia
Otras veces, la destrucción del otro se ejecuta de un modo aún más radical, desligada del par antitético amor/odio. En esos casos extremos, la malignidad del mal se consuma en la indiferencia y la insensibilidad de psiquismos que han quedado prisioneros de una acción desencadenada. El otro, desconocido y desinvestido como sujeto, puede entonces ser abatido, aniquilado, exterminado. Eufemismos que, justamente, lo desconocen como semejante.
Hace ya más de un siglo, Freud sentaba las bases para una lectura psicoanalítica de los fenómenos de masas. Pocos años más tarde, como sabemos, la historia le daría la razón, evidenciando los extremos aterradores a que puede llevar el odio como acción desencadenada. Treinta años después, George Orwell publicaba una distopía, novela de anticipación que, aún hoy, es un texto revelador.
La ficción de Orwell describe el funcionamiento de una sociedad conformada en base a un modelo impuesto por un poder totalitario absoluto. El autor denomina a esta instancia Big Brother, término que hoy día ha sido adoptado por programas de entretenimiento que, casualidad o no, han elegido este mismo nombre para la pantalla televisiva.
Piera Aulagnier revisita la novela orwelliana en 1979. ¿Qué se mantiene de ambos aportes, y qué nos sorprende en 2025, dadas las vertiginosas transformaciones en lo histórico-social y en la producción de subjetividad? Orwell describe en 1949 la ficción de un sistema totalitario logrado, desde ya en función de las características de su tiempo. Sin embargo, algunos mecanismos se reproducen en otro tipo de sociedades y épocas. Aulagnier extrae un importante aporte metapsicológico: el de los mecanismos psíquicos y libidinales que sustentan el éxito de cualquier poder. En ese régimen que opera en base al terror, al ejercer una amenaza constante, Big Brother transmite una lógica propia de la problemática perseguido/perseguidor. Es decir, un sistema paranoico. Para eso, debe contar con la capacidad de infiltración en el conjunto de las relaciones entre los sujetos: todos pueden ser víctimas y victimarios. La desconfianza, la delación, el odio, se irradian al lazo con el semejante.
Pero, además, para ser verdaderamente eficaz, debe ofrecer algo, un plus que anide y proporcione alivio y cierto goce. Ese plus, prima pulsional, consiste en permitir al sujeto que sufre la amenaza, ejercerla con otro, en una dinámica mortífera que transforma a cada perseguido en perseguidor. En el texto orwelliano, el odio es el único afecto validado, fomentado por las sesiones de odio, comunes y obligatorias. Esto ofrece una posibilidad de catarsis al odio, al indicar que es el otro quien es el enemigo. Y anida en suelo fértil: lo arcaico, dominio de la pulsión, y sobre todo del Superyó de los primeros tiempos, el que ordena gozar. Los ejemplos históricos abundan; los funcionarios grises de distintos regímenes erigidos en dueños de la vida y de la muerte de otros, eslabones de una serie mortífera cuya racionalización es la de la obediencia debida.
Estamos en el reinado de la posverdad, es decir, en los comienzos de un nuevo régimen de verdad, hoy con la incorporación vertiginosa de la inteligencia artificial.
Pero con el miedo o el terror tampoco alcanza. Además, el poder debe convencer, haciéndose dueño de la verdad, una verdad única y absoluta. En el texto de Orwell, se trata de imponer la creencia absoluta en la existencia atemporal de Big Brother. Nadie lo ha visto nunca; es sobre todo una imagen, una mirada que transparenta a cada ciudadano en todo momento. El término vida privada es un anacronismo, algo ya inexistente.
La ficción ilustra con creces cómo la dominación debe penetrar hasta lo más hondo de la subjetividad. Y cualquier poder cuenta, para eso, con un mecanismo psíquico: la alienación, tentación regresivante para muchos sujetos. Esa identificación e idealización masivas, esa adhesión acrítica que compacta evitando el pensamiento propio, posee una característica: la certeza, y se apoya en un deseo de alienación del propio pensamiento. Presente en vínculos, instituciones y sociedades, su gravedad suele pasar inadvertida por el consenso que la legitima. Tributaria de la pulsión de muerte, mata la posibilidad del cuestionamiento de lo dado.
La alienación del pensamiento suele ir acompañada por la banalización, en su pretensión de objetividad y de literalidad: la palabra es lo que dice, no significa de manera críptica. La formulación “eso es lo que es” constituye el prototipo de una modalidad enunciativa que imposibilita cualquier cuestionamiento, a través de una afirmación inapelable, de un presunto realismo que esquiva tanto las condiciones productivas como al sujeto de la enunciación. Palabra que no vacila ni titubea, se impone como tautología férrea en su pretensión de univocidad e inculca, como un hecho, algo que responde a una convención. Código del consenso y de las frases hechas, produce un efecto generalizador de certeza e indiferencia. En tanto imperio de los lugares comunes, ha estado estrechamente ligada a los fenómenos de masas. En sus extremos, ha sido vehículo lenguajero privilegiado de los totalitarismos y de la pulsión de muerte desencadenada.
Volvamos a Orwell. Se impone allí el nuevo hablar, una reducción del lenguaje, donde no se dejaba subsistir ninguna palabra de la que fuera posible prescindir. El nuevo hablar no se proponía extender sino disminuir el alcance del pensamiento. Las palabras no tenían por función expresar ideas, sino por el contrario destruirlas, despojándolas de toda dimensión metafórica.
Tanto la alienación como la banalización comparten una modalidad que Castoriadis denomina clausura de sentido. Hay otra: la del tiempo, que remite a lo arcaico, a los tiempos de la pulsión. La imposibilidad de la espera, la urgencia, la descarga a través de la acción, conforman una temporalidad vertiginosa que, paradójicamente, clausura la temporalidad. Green la llama asesinato del tiempo.
Clausura del pensamiento en la alienación y del lenguaje en la banalización, clausura del tiempo en la velocidad de la descarga pulsional. ¿De qué modo se expresan estas tres características hoy, lejos de los totalitarismos del siglo pasado, en países democráticos cuyos gobernantes gozan del consenso de las urnas y del apoyo de gran parte de la población?
Hemos ingresado en un tiempo sociohistórico nuevo, de devenir aún incierto. Pero sabemos que se trata de una mutación fundamental que atañe al universo imaginario y simbólico que habitamos. La revolución cibernética y la virtualización de la vida penetran en la producción de subjetividad y en el lazo colectivo, torneando las subjetividades. La familia, pilar de la modernidad, cede su lugar a las redes sociales y a los medios como agentes de socialización.
Las categorías de tiempo y espacio se vienen modificando sustancialmente bajo el imperio de la inmediatez: el tiempo se conjuga en presente, un presente efímero bajo el cual se diluye el peso del pasado y del futuro. A la vez, los algoritmos influyen cada vez más en nuestras elecciones, sostienen nuestras búsquedas, nuestros gustos y opiniones. Con nuestra anuencia, (¿alienación?) cada búsqueda es a la vez un aporte de datos que queda registrado, reforzando nuestras creencias, ideologías y valores. Pueden fomentar el odio, la confusión, las convicciones. Pueden manipular a través de las fake news. Estamos en el reinado de la posverdad, es decir, en los comienzos de un nuevo régimen de verdad, hoy con la incorporación vertiginosa de la inteligencia artificial. Como cualquier régimen de verdad, éste oculta -bajo la pretensión de objetividad- sus condiciones de producción históricas, económicas y del poder al que representan. El panóptico descripto por Foucault para la era de la vigilancia, ha cedido lugar a un panóptico digital, voluntario. En el poder blando de la transparencia, que emplea la seducción en lugar de la coerción, éste se hace amar como libertad, y la banalización se erige en una de las formas predominantes de comunicación. Los lenguajes cibernéticos, breves, concisos, literales, certeros, no admiten metáforas, pluralidades, tejido imaginario a desentrañar. Todo esto, bajo la forma del anonimato. ¿Quién es “los mercados”? ¿Quién es responsable por los flujos financieros o el efecto mariposa? ¿Quién es el autor de las fake news, los likes y las opiniones circulantes por las redes? A través de ellas los sujetos, convertidos en perfiles, se conectan a partir de algoritmos, los Big Data. Y, no olvidemos, el anonimato también se presta a mensajes agresivos, de odio que necesita ser descargado.
De clausuras y aperturas
La dinámica pulsional ente Eros y Tánatos es propia de la condición humana, y se juega en el lazo con los otros. Cadenas eróticas y desencadenamientos mortíferos forman parte de la historia de la humanidad. Hoy asistimos a novedosas tendencias que fomentan la paranoia y la destructividad. ¿Bajo qué modos anidan en las subjetividades actuales? Si la distopía orwelliana describe esos mecanismos en un contexto histórico muy diferente del actual, también nos ayuda a preguntarnos por los actuales suelos fértiles para la adhesión a la destructividad de la pulsión de muerte. Si ésta encuentra soporte en las alienaciones, banalizaciones y descargas pulsionales, si asienta en el odio y la violencia, también sabemos que mientras hay vida hay intrincación pulsional. El pensamiento y la simbolización, la subjetivación de la experiencia, el lazo con el semejante, la solidaridad en los vínculos y lo colectivo, constituyen el tope que la pulsión de vida pone a lo mortífero. Tope que asienta en la esperanza, esa capacidad que es la gran aliada de los encadenamientos de Eros. ◼
Bibliografía
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----- (2024), La subjetividad como encuentro. Una lectura sobre la obra de Piera Aulagnier, Buenos Aires, editorial Conjunto.
Susana Sternbach
Psicoanalista
susanasternbach [at] gmail.com