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Grandes Directores (“Por qué el cine no empezó con Tarantino”)

 
Federico Fellini, la representación del deseo

No quiero demostrar nada, lo que quiero es mostrar.

Creo no podría vivir sin hacer cine.

Federico Fellini

 

 

Breve aclaración inicial

 

Ante la globalización estética (como uno de los aspectos más notables del avance de la insignificancia en el ámbito del arte, y del cine en particular), entre otras cosas, se hace más que necesario la recuperación de la obra de los “Grandes Directores”, de lo contrario podríamos caer, como es el caso, de muchos que niegan (por desconocimiento, o por ciertos intereses mezquinos) el patrimonio cultural heredado, la historia misma del cine. Sencillamente creen que “el cine empezó con Tarantino”, ignorando incluso, que la obra de este director, está llena de guiños, citas visuales, homenajes y parodias al pasado del cine. Es más, sus films son producto de este reconocimiento. Sin embargo, esta  recuperación amerita una aclaración: una cuestión es la actualidad y otra la contemporaneidad. La actualidad es el cine “del día”, lo efímero, un cine hijo de la moda, y que podríamos llamar, utilizando la metáfora “gastronómica” de Coppola, sin dudas un gran director: cine hamburguesa, tan instantáneo como fugaz. Films que como las hamburguesas, están producidos industrialmente no para ser “saboreados”, sino para ser “tragados”. En estos “menús cinematográficos” como los que ofrece la cadena McDonald’s, no hay muchas opciones, y sus productos son iguales en todo el mundo. Es más, no ofrecen ninguna resistencia, incluso como si se tratara de una regresión infantil, son tragados con la sola ayuda de las manos, sin la necesidad de cubiertos. Y en el menor tiempo posible. Estos films se consumen en el presente, con la misma rapidez que una hamburguesa. En oposición, el cine de los grandes directores, tendría más que  ver con la contemporaneidad, entendida como lo que resiste y dura. Obras y directores, que se “anclan” en el pasado, no reniegan de la historia ni del sujeto, y se proyectan hacia el  futuro, porque, como dice I. Calvino, “nunca terminan de decir lo que tienen que decir, y persisten como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. En este sentido Fellini, como Visconti, Eisenstein, Welles, Coppola, Ford, Truffaut, Buñuel, Pasolini, Kurosawa, Tarkovski, Hitchcock, y muchísimos otros,  no son actuales, sí contemporáneos. De ahí este proyecto, de ir publicando en Topia Revista, en la medida de lo posible, “Perfiles”, no tan difundidos de los mismos, ya que para llegar a estos niveles artísticos, no sólo hay que conocer de cine. Tal es el caso de esta primera entrega, donde trataremos de mostrar e informar las otras facetas creativas, menos conocidas del gran Federico Fellini (1920-1993), uno de los directores con mayor capacidad artística del cine italiano y mundial, y que ha impactado con su producción (más de veinte films) de forma polémica, en distintos momentos históricos.

Formado en el Neorrealismo italiano, junto a otros importantes directores, Rossellini, Visconti, De Sica, Pasolini, Antonioni, De Santis, adquiere inmediatamente un estilo propio, único. A tal punto que su nombre se ha transformado en un adjetivo calificativo: fellinesco (suma de la mítica infancia, más la torpeza y la gracia. Lo grotesco de la deformidad unido a la belleza en una misma situación. La magia del cine concebido como un circo. Y la vida como una triste bufonada. Su construcción subjetiva, consiste en dar un significado arbitrario, huidizo a la realidad. Refiriéndose a imágenes de la infancia que guardamos en la memoria hasta el final). Incluso algunas de sus creaciones o personajes, terminaron definiendo toda una manera de hacer un tipo de periodismo: tal es el caso del cronista Marcelo Rubini (Marcello Mastroianni, alter ego del propio Fellini) o el más emblemático de todos, un tal Paparazzo (amigo de la infancia del director), cuyo plural dio lugar a paparazzi. Aquellos fotógrafos entrometidos, sin escrúpulos por el dolor y la vida privada, verdaderos “cazadores de estrellas” de la “prensa sensiblera”, y que se hicieron famosos a partir del film La Dolce Vita (1960). Toda una frase y marca hoy, de un conocido perfume de mujer. Ahora bien, para un recorrido detallado y analítico de toda la obra de Fellini, es muy recomendable el libro escrito por Pilar Pedraza y Juan López Gandía. Colección Signo e Imagen /Cineastas. Nº 15. Ed.Cátedra, Madrid, 1993. 

 

Fellini Escritor

A los 70 años, convertido ya en uno de los grandes directores de la historia del cine (un verdadero “mito viviente”), y en plena madurez creadora Fellini debuta como novelista: Giulietta, es un texto en el que retoma sus viejas obsesiones, y vuelve a los fantasmas que han poblado sus geniales films, Los inútiles (1953), La Strada (1954), La dolce vita (1960), 8 ½ (1963), Roma (1972), Amarcord (1973), Casanova (1976), Y la nave va (1983), por citar sólo los más importantes. Si bien Giulietta, nos recuerda uno de sus films menos difundidos, aunque el más “marcado” por el psicoanálisis, (Giulietta de los espíritus de 1965) y protagonizado por su mujer Giulietta Massina. No es un guión novelado, sino un relato psicológico de gran eficacia literaria. Donde lo real y lo fantástico se con-funden para abrir las puertas a ese “mundo otro”, un universo que de familiar luego pasará a llamarse, definitivamente: Felliniano.

Mi Madre, texto que reproducimos a continuación, corresponde al segundo capítulo de esta singular novela corta. Un complemento más, una mirada al sesgo desde lo literario, más que interesante, para ampliar nuestra visión sobre su obra cinematográfica.

 

Mi Madre

“En cambio, mi madre y mis dos hermanas son muy guapas, sobre todo mi madre: aunque autoritaria, es muy elegante y de una gran belleza. Una noche (tendría yo más o menos siete años) me había levantado de la cama, y al asomarme al pasillo vi a mi madre con una corona cuajada de piedras preciosas en la cabeza y un gran manto bordado en oro que descendía hasta sus pies. Tal vez se disponía a ir a un baile con papá, pero a mí me pareció una reina, una emperatriz, y también ahora cualquier sombrero que se ponga en la cabeza sigue pareciéndome una corona, y siento la misma turbación paralizante que siempre me impidió hablar abiertamente con ella. Mi madre reina, mi madre emperatriz, mi madre en coche de caballos, mi madre en el palco de la ópera, mi madre ante el gran espejo de su dormitorio, con dos modistas arrodilladas ante ella, deslumbradas también por su belleza: “Es una reina, una estatua; qué guapa, qué belleza.” En aquel gran espejo ovalado de marco dorado también estoy yo; soy esa niña que está en un rincón oscuro, al fondo de la habitación, mirando asombrada, maravillada.

Más tarde, creyendo que no me veía nadie, volví a aquella habitación y traté de imitar los gestos de mi madre, me puse su sombrero en la cabeza y me cubrí la mitad del rostro con el abanico; y así me sorprendió mi padre, que apareció de pronto con el uniforme de fascista y me espetó: -¿Has hecho la gimnasia esta mañana? Tórax erguido, hombros atrás, brazos extendidos. Flexiones: uno, dos.

La gimnasia era una de las manías de mi padre. A veces nos hacía salir sin abrigo en pleno invierno; decía que los niños italianos no deben tener miedo del frío y tampoco del fuego.

Papá era todo un jefe. Y estaba orgullosísimo de serlo, además. Yo sólo lo recuerdo así: con camisa negra y grandes botas; y también como le vi una vez: completamente desnudo y corriendo para esconderse detrás de un armario. Siempre hablaba del Duce, repetía en casa todo lo que había dicho el Duce y quería aplicarlo a la vida familiar. Cuando era pequeña me armaba un gran lío entre él, el Duce y Julio César; tenía la impresión de que los tres eran una misma persona. En esto influyó también el hecho de que, un año, en un libro del colegio pude leer: “El Duce es mi padre y mi madre.” Se lo enseñé a mi padre para que me lo explicara, y me dijo que en efecto era así, que el Duce era el padre de todos nosotros, también el suyo, y que era aún más importante que la madre.”[1]

 

Fellini Pintor

En sus últimos días, tras una grave operación, y viendo que sus fuerzas habían quedado tan mermadas para poder volver a dirigir, Fellini decidió dedicarse “seriamente” a la pintura. Con esta decisión se cerraría su ciclo creativo, y su vida (murió en Roma el 31 de octubre de 1993, ese mismo año ganaba otro Oscar, el de reconocimiento a su trayectoria), volviendo así al punto de partida. La pintura, el dibujo, su primer y más constante amor. Cuando de niño en su mítica Rimini natal, donde había empezado a hacer caricaturas y retratos de sus maestros y compañeros, los mismos que volverán a reaparecer, después de más de 40 años, como personajes de su más festejado film, Amarcord.

De ahí a las viñetas publicadas en distintos periódicos y revistas (muchas de ellas, terminarán siendo los bocetos incluidos en futuros films). Y por último, la dirección de cine. Ahí, en estos dibujos, historietas, y caricaturas, ya están plasmados sus personajes más famosos: payasos melancólicos, el loco del pueblo, los hipócritas curas, “los fenómenos” del circo, los grotescos fascistas, y las famosas  gordas tetonas con culos desmesurados, que conviven con los tiernos esbozos para los papeles representados por su “etérea” mujer: como la increíble Gelsomina de La Strada, ese delicado “colibrí” que vuela con la música del gran Nino Rota, para caer atrapada en las manos del bestial e inolvidable Zampanó (A. Quinn). A propósito comenta el propio Fellini: “¿Por qué dibujo a los personajes de mis films? ¿Por qué tomo apuntes de las caras, de las narices, de los bigotes, de las corbatas, de los bolsos, de la manera de cruzar las piernas, de las personas que vienen a verme a la oficina? Tal vez he dicho que es una manera de empezar a mirar la cara de mis Films… no lo sé, tal vez es sólo un pretexto para entablar una relación, un expediente para retener el film, o mejor aún, para entretenerlo”.[2]

Su punto de partida (y de llegada) a través de la pintura y el dibujo, y en especial sus sentido caricaturesco (uno de los rasgos que conforman “lo fellinesco”) diferencian a Fellini de sus compañeros neorrealistas, y de su estética concebida como simple copia de lo real. Incluso el artista definió a sus films, en relación con lo pictórico-visual,  como una escenográfica reconstrucción de la memoria, y como lo demuestran sus dibujos, marcadamente autobiográficos. Y donde los objetos cotidianos, y las personas son representados como fantásticos. Estos irrumpen como las epifanías, como los sueños, en forma imprevista, para abrir una fisura, una grieta en el muro diario, rutinario, y monótono de lo real. Recordemos sólo algunos: la nave Rex de tergopol sobre un mar de plástico, la vaca junto al abuelo perdidos en la niebla, el pavo real en la nieve, el “monstruo” de la playa (que tanto entusiasmó a Lacan), el lunático equilibrista (R. Basehart), la giganta, o el loco y la enana subidos a un árbol. A principios de los 60, Fellini inicia sus sesiones de psicoanálisis con el doctor Bernhard, y descubre las teorías sobre el análisis de los sueños. El director empieza a transcribir sus sueños mediante la escritura y el dibujo, ejercicio que continuará haciendo hasta 1990. Como ejemplo vayan estas reproducciones, expuestas en la muestra El cine pintado por Fellini, realizada en la sala de exposiciones de la Filmoteca Española durante Junio-Septiembre de 2007.[3]

                               

 

Fellini por él mismo: sobre la creación artística

A veces, por comodidad, porque nunca veo mis películas; pero me sucedió de ver una fotografía o un fragmento de un film en TV, Casanova o Satyricon, y a menudo me pregunto en forma espontánea: “¿Quién hizo esto?”.

Cuando hago mi trabajo, cuando soy cineasta, soy poseído. Un oscuro morador, que no conozco, toma las riendas, dirige todo en mi lugar. Yo pongo a su disposición sólo mi voz, el sentido artesanal, mi intento de seducción, de plagio o de autoridad. Pero es otro realmente. Otro con quien convivo, que no conozco en forma directa, sólo de oído.

 

La memoria es un componente misterioso, casi indefinido que se relaciona con algo que quizá no recordamos, pero que nos empuja a entrar en contacto con dimensiones, con sucesos, con sensaciones que no sabemos definir, pero que sucedieron.

Mi inclinación natural, fue inventar una juventud, una relación con la familia, las mujeres, la vida. Creo que siempre inventé. Para mí son más ciertas, las cosas que no sucedieron, pero que inventé. Así sucedió con la ciudad donde nací, donde pasé mi juventud y estudié. Esta se fue alejando para dejar lugar a La Rimini, a la ciudad, al pueblo en todos sus detalles de las películas en las que hablé de ella: Los inútiles o Amarcord. Ahora me parece que estas dos, que representan una Rimini reconstruida, pertenecen más a mi vida que la Rimini topográficamente comprobable y controlable, como una pequeña ciudad de la costa adriática. “Soy un gran mentiroso, pero sincero”, esa es la conclusión.

 

Un film, aunque sea muy complejo de realizar y requiera mucho tiempo, puede existir en una sensación, en una sospecha, en una anticipación que puede ser una luz, un sonido, el discurso de siempre que se hace sobre el arte. Sobre una obra de arte que pudo ser anunciada a su autor aún con un perfume. La vida entera puede ser sugerida a un ser inerte, pero que quiere vivir. Incluso, puede ser sugerida por el temblor de una hoja.

Cuando introduzco en mis films personajes un poco extraños, la gente dice que exagero, que hago Fellinadas. Al contrario, en relación con lo que ocurre todos los días, tengo la sensación de atenuar, de moderar singularmente la realidad.

Lo que me interesa de los locos es su desapego de todo vínculo, esa distancia que hay entre las cosas y ellos mismos.

No creo que exista la posibilidad de hacer una definición, una línea divisoria tan nítida entre el pasado, el presente y el futuro. Lo imaginado, el recuerdo de lo sucedido. No creo que quien eligió como profesión o siguió la vocación de contar historias, pueda distinguir cuando crea un pequeño universo. Esta creación es total. Es un universo completo en el tiempo, no sólo en la descripción del lugar  y de los personajes, sino que también el tiempo es inventado.

 

No creer es una fatiga, es bloquearse, es construirse barreras, límites. Mientras que creer me parece que pertenece al sentimiento vago del que habla, como una nota fundamental en la que me reconozco: la espera. También creer es parte de una espera. Y no quiero darle una atmósfera mística a esta declaración. En realidad me refiero a un estado de ánimo, un estado cotidiano, en el que este sentimiento de espera me parece que nunca me abandonó. Si Ud. me pregunta qué espero, me incomodaría.

 

El miedo me parece una expresión exagerada, aunque sea un sentimiento a cultivar por un creativo. En general, creo que el hombre no puede prescindir del miedo. Es decir, del temor. Un hombre sin miedo me parece un estúpido, o quizá un robot. El miedo es un sentimiento imprescindible de la humanidad.

 

Proyectamos, creo, sobre la mujer, ese sentimiento de espera, como la revelación de algo. La llegada de un mensaje, un poco como el personaje de Kafka que esperaba el mensaje del emperador. La mujer puede ser la emperatriz que envió hace miles de años un mensaje, y que está bien que no haya llegado nunca. Porque me parece que el gusto de la vida reside precisamente, en la espera del mensaje y no en el mensaje mismo.

 

Il viaggio di G. Mastorna[4] es un proyecto que en estos últimos 30 años, al final de cada film, parece querer decirme: “esta vez me toca a mí”, “esta vez me realizarás”. Siempre lo postergué y lo sigo postergando, pero no tanto la historia, porque quedó intacta en todos sus episodios. Sino que la atmósfera, algo más íntimo, más secreto de este film, fue a nutrir, y terminó colocándose, en todos mis filmes que realicé después. Hay algo de Mastorna en Satyricon, en La Cittá delle Donne, incluso en Casanova.

Mastorna es como los restos de un naufragio que de las profundidades envía una radiación sin perder nada del proyecto, de su integridad como idea o relato. Mastorna, continuó nutriendo a los filmes posteriores y sucesivos. Aún sigo con la ilusión de hacerlo.

 

Creo que existe una necesidad, una interpretación de la vida que quizá, abandonada a sí misma parece sin sentido, insignificante, monstruosa. El arte, en cambio, es algo que reconforta, que tranquiliza. El arte relata la vida en términos sumamente protectores. Nos hace reflexionar sobre la misma, que de lo contrario sería sólo un corazón que late, un estómago que digiere, pulmones que respiran, ojos que se llenan de imágenes sin sentido. Creo que el arte, es el intento mejor logrado de inculcar en el hombre lo indispensable de tener un sentimiento “religioso”, que cualquier arte expresa. Creo que el arte es la posibilidad de transformar la derrota en victoria, la tristeza en felicidad. El arte es un milagro.

 

Desde cierta edad el pensamiento de la muerte siempre está presente, pero por fortuna, tengo un mecanismo psicológico particular, por el cual los disgustos, temores, miedos, deudas, obligaciones, se transforman en material de un relato. Creo que éste es el “cinismo afortunado del tipo creativo”. Es decir, pensar haber nacido sólo para contarlo a los demás. En este sentido, las obras de un autor pueden ser testigo, en el transcurso de la vida, de los diversos estadios en los que la decadencia física, la vejez que avanza, la posibilidad de desaparecer, de no existir más, de no hacer más entrevistas, de no estar más rodeado de amigos venidos de lejos, que esperaron tanto.

De la muerte se habla sólo literariamente. Ni siquiera en serio. Podemos imaginar miles de cosas, leer tantos testimonios. Pero pienso que es algo de lo que nunca podremos adueñarnos.

 

No tengo la sensación del tiempo que pasa. Me parece estar detenido en un escenario con todas las cosas listas alrededor: objetos de escenografía, cuadros, personas, sentimientos, colores, y siempre fue así. Desde que comencé a vivir mi existencia identificándola con el cine, es como si el tiempo se hubiese detenido. Me parece que es siempre el mismo día. Siempre estuve en un teatro, con un megáfono en la mano, gritando, haciéndome el charlatán, el payaso, el jefe de policía, el general. Y, a veces, los recuerdos de estos últimos 40 años están siempre presentes. Estoy rodeado de oscuridad y de luz. Oscuridad arriba y luz alrededor. Y luego una serie de sombras alrededor que hay que acomodar. Me parece que mi vida existió, se consumió y se sigue consumiendo en estas imágenes.[5]

Héctor Freire

Escritor y Crítico de Arte

hector.freire [at] topia.com.ar

                                     

Notas

 

[1] Fellini Federico, Giulietta, Ed. Anagrama, Barcelona, 1990.

[2] Fellini Federico, Hacer una película, Perfil Libros, 1998, Bs. As.

[3] Varios de estos dibujos, caricaturas y pinturas, se podrán ver en Topía Internet.

[4] En 1967 se anunció como el nuevo film de Fellini, pero nunca llegó a realizarse. El título del film se refiere a Marcelo Mastroianni (su alter ego), y es un anagrama que remite a la frase Mastroianni ritorna. Dentro de la filmografía de Federico Fellini, El viaje de G. Mastorna, se convirtió en el film más soñado del director.

[5] De Soy un gran mentiroso, documental realizado por el director Damián Pettigrew, y estrenado en 1992. Recorre desde la niñez en Rimini, hasta el último film de Fellini, La voz de la luna (1989). El film en realidad, es una larga conversación, donde se detalla la visión del artista sobre el proceso creador. Fragmentos de algunas de las opiniones más significativas, expuestas por Fellini, son reproducidas en esta oportunidad. (Selección Héctor J. Freire).

 

 

 

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Articulo publicado en
Abril / 2011