En un trabajo anterior observamos que la poesía se leía muy poco pero su poder simbólico es tan alto que esa condición no mellaba su importancia esencial. Habiamos argumentado que igual que la enfermedad mental da sentido a la cordura, la poesía sostiene los ideales utópicos de una sociedad. Ambas se mantienen en el borde y en el centro porque fieles a aquella primer alarma de Platon en “La República” , cultura y sensatez se miran siempre en el espejo de poesía y enfermedad. Esa oscilante posición abre el significado social de la poesía, y en tiempos inciertos permite entender el sordo ascenso de su aura en el devaluado terreno de los discursos públicos.
La apelación a la poesía no cesa de insistir en una época paradójica, rebalsada de signos e información pero sin capacidad simbólica para renovar la subjetividad. Atravesada por los mitos del riesgo, cargada de promesas mágicas, ligada a la enfermedad o a la curación, la poesía extiende una secreta relevancia en la vida social. Aquel humo que al encender un cigarrillo Mallarme decía poner entre él y el mundo, gesto que quizás inicia el ensimismamiento poético y su aristocrática lejanía, no solamente expresaba desasosiego por la uniforme alfabetización del mundo , también retomaba la ancestral distinción del shamán, el celo por el poder mágico de la palabra. Este don es individual pero también social.
La poesía, por su diferencia y cercanía con la enfermedad, es la que facilita a una mente alterada retomar el vínculo con el mundo. Es su gran don hacer gravitar la soledad para atraer la palabra particular y solitaria hacia la lengua de los otros. Pero aquello que permite guardar el tesoro intransferible de lo singular sin perder la escucha, cumple también una misión social. A veces, en los grandes derrumbes de la psicosis, en esos casos extremos que desmantelan el significado, es la poesía la que logra sobre el último muñón de un neologismo dar las últimas señales de vida psíquica. Lo que se ve en la clínica no es menos cierto en la vida social. El papel de la poesía en la sociedad, podemos conjeturar, es silencioso y fundamental, aunque pierda sus rastros en la historia.
Los grandes trastornos sociales, como a veces podemos inferir, se expresan, comienzan y terminan en el lenguaje, y es la función poética la que generalmente los rige. El trabajo psicoanalítico, el encuentro con el orden generacional, con la memoria y el sueño, permite advertir que son pocas imágenes, mínimas escenas, las que centran el montaje del tiempo humano, y que unas pocas frases fundan dinastías enteras de sentido. Esas cadenas , que son la materia del sueño, resultan también la materia de la historia. Aquello que había observado Borges en “La esfera de Pascal” : “ Tal vez la historia no sea sino la entonación de unas pocas metáforas “ , no es a su vez una metáfora, resulta una descripción del modo como nos suceden las monumentales causas compartidas. Son pocas frases las que tejen las grandes escenas y las convierten en tiempo histórico, son algunas voces las que cifran los destinos, y es el fetichismo de la palabra escrita la que funda la importancia de las constituciones. No de otro modo la escritura logra en un tratamiento la estabilidad de un ánimo perturbado. Entre el diario íntimo y el edicto público, el orden subjetivo y el social tienen mediante la palabra una continuidad esencial.
Se desprende de la antropología que ninguna sociedad o grupo humano puede sostenerse sin una ley externa a la subjetividad. Precisa un poder de fuera, una regla previa que haya sido asumida por todos, pero sin haber sido elegida por ninguno. Y esta regla es, primordialmente, el lenguaje. Cuando toda autoridad se disuelve o relativiza, es ella la que retoma la legitimidad inicial. La lengua, como una constitución insomne, legitima todo el tiempo. Así como también subleva. ¿ Quien podría dudar hoy de la importancia que tuvo el evanescente Ariel, de José Enrique Rodó, en el impetu que nutrió las nuevas fuentes ideológicas en América Latina ?. ¿ Cuanta vida fue modificada por esas metáforas matrices ?
Lo que comienza en el lenguaje
La importancia del lenguaje, su redescubrimiento, ya había ocurrido antes, y muchas veces. Para nosotros quizás su primer episodio se debe a Andres Bello, a su consideración de la lengua como ordenadora de la civilidad en América, afirmación que todavía sigue vigente. Su polémica con Sarmiento en “El Mercurio” tenía como fondo esta convicción. Mucho antes, la magna obra de Filon y los Setenta, precedía este reconocimiento de la palabra escrita como ordenadora del espíritu. Mucho después hubo casos en Europa más vertiginosos y dramáticos . Hacia 1920, turbado por las nuevas ideologías, Karl Krauss, el gran conferencista profético de Viena, observaba que la distorsión de la realidad, el desmantelamiento del sistema mayor de valores, comienza por un envilecimiento del lenguaje. Nadie advirtió que casi en el mismo tiempo y lugar las investigaciones de Freud confirmaban a Krauss. Los estudios sobre la psicosis advertían en un plano rigurosamente individual que el gran derrumbe psíquico compromete primero a la palabra, y suscita un enrarecimiento expresivo que es sintomático. Una pesada argumentación clínica ha sostenido hasta hoy lo que parecía un alarde espiritualista en la profecía de Karl Krauss. Pasada ya la guerra, George Steiner fundamentó en un incisivo ensayo aquella profecía largamente cumplida. En lo esencial, señaló con serenidad, el uso del idioma alemán para encubrir la infamia, la práctica degradante de eufemismos, la retórica instrumental que legalizaba lo monstruoso, había privado a la cultura alemana de su proverbial riqueza para mucho tiempo. También Friedlander observó que palabras como “sabandija” o ”limpieza social” sellaron el destino mucho más que las formas ideológicas. Unos pocos nombres nacidos en los albañales, cruzaron la inspiración ideológica y afectaron terriblemente la vida de millones. Esto fué considerado menos de dos décadas después de la guerra. Antes de eso, en 1949, Theodor Adorno, sensibilizado por un impacto similar, había afirmado que no habría poesía después de Auschwitz. Tanto en uno como en otro caso hubo un diagnóstico de parálisis, como si la cultura quedase enmudecida frente a lo que sus propios valores pueden ocasionar. La afirmación de que no habría poesía después de Auschwitz era asimismo una apelación a lo inmodificable del daño, un deseo ético que sea irreductible para la memoria. Paradójicamente, la prueba mayor de que hubo poesía después de Auschwitz fue Paul Celan, quién logró convertir la dimensión imposible de un campo de concentración en la dimensión imposible de la palabra escrita. Volver a perder lo perdido en una nueva lengua, que también era alemana, arañada, arrancada de aquel mismo sonido, desmintió parcialmente a Adorno. Parcialmente, porque el suicidio de Celan, acto casi genérico de los sobrevivientes de los campos, señala que la poesía tampoco es impune- Parcialmente desmentido, porque esa cultura fue afectada gravemente por la catástrofe, y aunque la naturaleza alemana volvió con la ecología, no hay arranque romántico o efluvio de abetos, arroyos y sombras que deje de convocar desde entonces la inquietud y la sospecha. Pero sobre todo lo desmintió porque es precisamente la poesía lo único que habría podido sobrevivir al uso perverso del lenguaje , la que mejor puede persistir, la que guarda entre los contenidos arrasados la semilla indomable de la lengua . Así como en la clínica individual, en el derrumbe psícótico, el discurso desaparece, pero quedan afinidades sonoras, juegos de imágenes, núcleos condensados, formas elementales que no pueden desplegarse, así también la poesía es el último rumor de una lengua que muere y el primero de una lengua que renace. Paul Celan mostraría además que nace allí mismo donde muere.
La advertencia de Krauss, que también podría desprenderse de los estudios de la psicosis en psicoanálisis, señala que lo que inicialmente se desmantela en las sociedades tomadas por el apocalipsis de turno, son los discursos compartidos, los que sostienen la red de símbolos que constituyen la realidad. Pero la función simbólica de la poesía tiene una relación equívoca con esa red, está más cercana al lapsus, al equívoco, a la falta o al exceso, no al carácter instrumental y utilitario de la lengua . Esta última es la que fija la persuasión del discurso político o ideológico. El simple hecho poético de que haya sentidos sin fuente semántica, derivados de la combinación de los sonidos, de las extrañas apuestas de la sintaxis, de los ritmos sin significado, de oscuras ondas relevantes para el goce, de ecos y simetrías intemporales, dejan fuera todas las demandas precisas de tiempo y de lugar. No implica que la sociedad o la historia no puedan ser contenidos poéticos, pero eso solamente mostraría la amplitud imaginaria y simbólica de la actividad poética, no su indescifrable importancia sociológica.
Al señalar estas características, quizas haya que aclarar que se trata de la función poética, no de la poesía como un objeto cultural consumado o como producto institucional . La función poética pertenece al lenguaje, puede radicarse en cualquier discurso y suele rebelarse al mismo. Es con lo que tropieza la tarea psicoanalítica en su descubrimiento del inconciente, pero también la vida social y la política.
La voz, la letra y la subjetividad
La voz es constituyente de la escritura, pero la escritura se desplegó fijando y suprimiendo la voz que, en su inmediatez, se constituyó en figura de la subjetividad, expresión del anhelo que en la poesía procura siempre atravesar lo escrito. Esto no es solamente un resto atávico de los aedas, también el intemporal retorno de una plenitud perdida. Expresada en su misma textura real por la emergencia sonora del aria contra el recitativo del argumento en la ópera, rememorada por el ejercicio de la aliteración en San Juan de La Cruz , evocada por el amistoso francés de Montaigne contra la severidad del latín, reconocida en el verso de André Chedid : “ donde esta mi voz lejana/ aquella que habla como mi alma”, la voz es quizás el ejercicio mayor de la subjetividad en la poesía. Pero también en la vida social, desde la importancia que adquirió “la voz” popular en los edictos de la revolución francesa hasta los gritos del rock actual. Esto es más tangible en América Latina al considerar que nuestros países guardan todavía hoy una poderosa oralidad en pugna con la escritura. Captación histórica de este debate fue el sostenido por Domingo Faustino Sarmiento y Andres Bello en “El Mercurio” de Chile hacia 1840. Sarmiento, paradigma de la “unificación nacional”, defendió paradójicamente la particularidad de la voz regional, probablemente por el raigal valor de la arenga en las provincias, la sólida vocación oral de sus textos, el valor del teatro que predica en sus “Recuerdos de Provincia” o su natural temple caudillista. Andres Bello, hombre ilustrado por el Siglo XVIII, creador de la segunda gramática castellana, primer traductor de Jeremy Bentahm, prefirió el orden de la letra, conciente de su papel prestigioso y ordenador para estas repúblicas. Más paradójico es que el “Facundo” devino, quizás con el “Martín Fierro”, expresión mayor de la oralidad argentina en el siglo XIX, tanto como que fue el mayor hombre de letras argentino del siglo XX quién, en “Hombre de la esquina rosada”, recuperó la oralidad porteña para la literatura. Ilustran estas paradojas que no hay aquí posturas políticas o ideológicas, solamente lealtad poética al anhelo ancestral de la voz. Este anhelo es relevante en América Latina donde una letra sin voz no tiene poder y una voz sin letra no tiene legitimidad. La función poética, la emergencia de la voz y la subjetividad social, suelen balancearse por ello en una misma hamaca.
Función poética y función social
Es interesante considerar desde otra perspectiva las posiciones antes analizadas de los ensayistas y poetas que trataron la guerra y la cultura, y advertir lo que revela su divergencia. George Steiner, enfrentado a la sensación de una hermenéutica descontrolada, a una relativización nihilista, hace apelación a una autoridad, a la sacralización de un contenido primero o último y retorna al absoluto perdido de los clásicos. Theodor Adorno en su densa y capciosa especulación sostiene, casi en el mismo rumbo, un anhelo de autoridad, en este caso la verdad de la historia, y mantiene la hipótesis de una cultura de masas que encubre esa verdad esencial que nos excede. Frente a estas dos maneras distintas de sacralizar y apelar a un núcleo último, los poetas confeccionan otra alternativa en la invención de esperanzas. Paul Celan mueve las posibilidades del lenguaje como si agitase una caja todavía desconocida, juntando y separando significados invisibles. Por su parte, el premio Nobel Imre Kerstez, un ex-prisionero de Auschwitz, observa con perplejidad que la “palabra padre” y “la palabra Auschwitz” , tienen para él un mismo sentido. Los primeros casos son pensadores y ensayistas, eximios analistas de la cultura, y reclaman un orden trascendente, intentan la nobleza de una jerarquía, los otros trabajan con esos restos del discurso para fundir una nueva realidad. No revelan solamente diferencia en lo vivido, o matices ideológicos o políticos, quizás irrelevantes, sino posiciones derivadas del vínculo con el lenguaje. La función poética, agudizando el argumento, es una suerte de barrera natural a la jerarquía. Su condición antidictatorial, rechaza incluso las jerarquías que no son totalitarias, como la que reclama Steiner, o la purificación excluyente, incluso las altruistas, como la de Adorno. “El poema hace su propia ley” afirmó W.Yeats, y resulta de tal modo sujeta a su propia ley que no podría aceptar otras.
En poesía, decía Octavio Paz, toda palabra es un nombre propio, y esta condición vertiginosamente particular, podríamos pensar, rechaza las sumatorias totalizantes y abstractas: si la retórica patriótica convierte a 25 millones de personas en “El Venezolano”, la poesía devuelve a cada uno su propia boca, con el hambre que le pertenece, y la diversidad del mundo que vive, e interpela la singularidad que lo constituye. Podría creerse que la función poética es aquel costado de la lengua, la dimensión de la cultura que sirve para metabolizar, para disolver y digerir los monstruos que engendran la razón y los mitos. La lógica circular de los mitos o la progresiva de la razón, no contemplan estas avenidas de ninguna parte que atraviesa la poesía. Esa dimensión imprevista del inconciente que en tiempos de Karl Krauss hubiera sido bueno que la hubiese consumido el surrealismo o el dadaísmo, y no el totalitarismo. Pero este ejercicio, se sabe, es involuntario, y la disolución que hace la poesía sobre los bordes del discurso autoritario, es fatal, natural e irrefrenable, alentado por una diferencia insalvable con las grandes estructuras discursivas. De manera que si el aleteo de una mariposa en China, según la teoría del caos, puede producir un huracán en el atlántico, la leve función poética de una sociedad, el aliento perdido de algún nombre puede transformar mucho más de lo que señala lo visible.
El caos para nosotros no es una teoría sino la misma vida cotidiana: nadie sabe lo que pueden ciertos ritmos o simetrías sobre una realidad que busca sus formas. Los ingenieros pontoneros saben que la imperceptible vibración de una marcha puede derrumbar un puente, pero los sociólogos no saben del efecto de la función poética en una sociedad. De lo que no hay duda es que, por su carácter, la poesía es una de las más cabales expresiones de la vida civil En Venezuela, vale recordar, el pasado de tertulia estuvo largamente vinculado a la poesía y a la vida civil, al núcleo de la dimensión comunitaria que debatía y sostenía por igual la legalidad y la gramática. Aquel famoso duelo a muerte por una diferencia gramatical que ocurrió en San Fernando de Apure en la década del veinte, ilustra como el lenguaje se había constituido en esa época en garante de un orden primario. Emerge esa ley raigal cuando las leyes y la constitución son endebles: la legalidad de la gramática es la primera y la última de la vida social. El mismo sentido planteaba Andrés Bello en su larga polémica sobre la lengua, en su apelación a la garantía ordenadora del lenguaje en América. No pocas veces las leyes de la sintaxis sustituyeron la constitución – en Perú también hubo un duelo, y luego casi una guerra, derivada de una polémica sobre el significado de la palabra “circunspecto”. Pero, por otra parte, la oposición ancestral a esta vocación legalista de la gramática, es también la dimensión poética. Aquello que afirma la ley de la palabra es también la que la confronta. Y esta condición doble, vocación bifronte de la poesía, cuestiona radicalmente el orden autoritario. Ocurre de un modo tan difuminado que no se advierte porque se trata de la función poética del lenguaje. Una sociedad no es mera economía, ni proclama política o acervo ideológico, sino que extiende sus cimientos por el imaginario social, arrastra creencias remotas y avanza por la estructura simbólica hacia la profundidad desconocida donde desovan los cambios de la historia. No debiera confundirse esto con una sed perniciosa de exaltación. La estetización de la política que desplegaron los nazis, el bazar romántico que precedió al fascismo, ha suscitado una natural desconfianza hacia el imaginario literario cuando inflama la política. Pero aquí no se trata de estas corrientes fantaseosas, de los espejismos pasionales de la literatura o de mitologías subterráneas, sino de la función poética del lenguaje, la cocina de la subjetividad, donde comienzan los cambios, donde empiezan a rodar desde siempre los nuevos sentidos de lo que mas tarde deviene un discurso social.