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Fornicar y matar

 

Estos son fragmentos del libro Fornicar y matar (Planeta, 2005), elegidos para este número de Topía por la autora con el ánimo de problematizar “el problema del aborto” y por condensar ciertos nudos que muestran la encerrona en que se encuentra el debate del aborto en sus términos actuales.

 

Frente a la masiva y pública incurrencia en el delito de aborto sin que haya persecuciones ni estrategias disuasivas intimidatorias a hacer efectiva la sanción del Código Penal, y dado que su cantidad no disminuye cuando aumenta su prohibición, cabe aventurar que el problema no consiste en que las mujeres aborten sino en que lo hagan legalmente.

Legalizar el aborto entraña un problema mayor que el implicado directamente y a primera vista. Abortar es un acto de violencia que las mujeres ejercen sobre la vida concebida por ellas. De alguna manera como la eutanasia, la legitimidad de abortar apunta estructuralmente a los cimientos del sistema. La una trata de cómo combinar el derecho a ser matado con la prohibición de homicidio; el otro, de equilibrar derechos y poderes sobre la reproducción de la vida entre el respeto por las libertades individuales y el control estatal. En ambos casos, se habilita de alguna manera el ejercicio de la violencia a los particulares. Respecto de la eutanasia, se distinguió entre activa y pasiva, modificando el concepto de persona para dejar intacta la prohibición de homicidio. En cuanto al aborto, no existe el mismo consenso ni las mismas urgencias de aplicaciones biotecnológicas, y ya existe la figura convencional que permite avanzar y retroceder las posiciones en debate a lo largo de los nueve meses de embarazo: la persona por nacer.

Que sea de las mujeres decisión y derecho a abortar atañe al uso de la violencia sobre esa clase especial de personas, violencia cuyo monopolio es, por definición, prerrogativa del Estado democrático. De inmediato se puede alegar que el aborto es legal en muchísimos países donde ese monopolio no se ha evaporado ni mermado e incluso se acrecienta. Ciertamente; pero, ¿por qué, pasados treinta años de su legalización en esos países, enciende día a día más guerras y nuevas estratagemas? ¿Qué lo diferencia tan esencialmente de otros derechos adquiridos que, como el divorcio con el cual suele compararse, accedieron con el paso del tiempo a un estado de “posesión pacífica”? Pensémoslo, entonces, como un fuelle. Cómo fue conquistado el derecho de huelga. Aborto legal y derecho de huelga fueron y son de los pocos que, concedidos, siguen estando amenazados y fueron drásticamente recortados y retrocedidos por la fuerza.

Abortar, no cabe duda, implica un derramamiento de sangre. El problema consiste en saber de quién y cómo se ha constituido ese poder. Tremenda yunta, el sexo y la muerte, ¿o el sexo y la vida? Afirmamos también que abortar es un acto violento que implica ejercer un poder sobre “otro”. Como dice la escritora y bioquímica Gachi Rivolta: ¿qué mayor poder sobre otro que traerlo a la vida? 

Nadie pactó; por consiguiente ningún contrato puede quebrar el misterioso lazo que une los actos de hacer un hijo y hacer el amor.

 

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A diferencia de las polémicas de hace unos treinta años, donde se enfrentaban dos éticas y dos ideologías, hoy el debate del aborto confluye en la defensa de la dignidad “intrínseca” del ser humano. Así, el enfrentamiento se ha desplazado a otro terreno, más disciplinario: la ciencia y los derechos humanos (la Verdad y la Utopía).

La controversia dejó a la mujer en suspenso hasta resolver el problema de quién o qué era Zigoto “realmente”. El aborto era una cuestión problemática en términos de moral sexual y familiar, obediencia religiosa o fetichismo naturalista, control demográfico y políticas nacionales e internacionales de población y desarrollo, que contemplaron desde la protección de la raza hasta la del contrato conyugal. Ahora todas estas cuestiones aparecen ligadas a un fondo ambiguo, esquivo, donde se juegan tanto la defensa de la naturaleza humana como su manipulación artificial: el concepto de Persona.

En torno al interrogante sobre lo que hace humano al ser humano, la filosofía, en toda su larga historia, no logró una respuesta definitiva. Cada época vio en distintos signos la esencia de lo humano, y todas tuvieron razón, cada una lo hizo desde su propia configuración del mundo. La nuestra comenzó regida por el halo de la ciencia. La pregunta científica expulsa la pregunta ética. Pensar el acto de abortar a la luz de la disección del óvulo fecundado implica borrar la escena dejando a las mujeres en el centro aislado del embrión.

           

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Cuando una mujer ejerce su derecho a abortar, ¿ha decidido interrumpir el embarazo o ha decidido no tener un hijo?, ¿no continuar gestando la vida concebida o destruir la perspectiva de ser madre abortando? La diferencia entre estas expresiones no es sobre un juicio moral sino sobre la existencia de la acción moral misma. El primero describe la biología del aborto como si no hubiera nadie como agente, como si la mujer no buscara nada, no quisiera nada, nada respecto de algún otro, como si actuar intencionalmente la declarara culpable. La segunda da cuenta de que abortar es un verbo que lleva pronombre personal. Eludiendo el sentido trágico de lo humano, declarando la inocencia de las mujeres, se esquiva la sintaxis simbólica del aborto. Aunque el hecho sea el mismo, interrumpir un embarazo y abortar no son sinónimos. No es que las mujeres ejerzan su autonomía de individuos libres cuando abortan, limitando al Estado y a los hombres que quieren invadir su privacidad, sino que al hacerlo intervienen sobre los otros, impiden que accedan a esa posibilidad, abortan para que no haya otro donde hay un embrión.

                       

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Está instalada en el imaginario social una idea un poco automática de que la causa del aborto es el “embarazo no deseado”. Se supone que un embarazo involuntario lleva a un aborto voluntario. Se supone que si un acto sexual que no buscaba más que placer culmina en un embarazo, éste no va a ser deseado y llevará a abortar. El círculo cierra, pero frecuentemente la misma voluntad se ha torcido fuera de lo previsto, lo no deseado puede hacerse deseable. Y un “embarazo no deseado”, en realidad “no buscado”, puede dar lugar a una maternidad deseada. Así nació y sigue naciendo por lo menos la mitad de la humanidad, de la alegría del golpe de dados.

Sin embargo, para caldear los ánimos contra al aborto prohibido, se ha puesto en circulación denominarlo “embarazo forzado” cuando la mujer que no lo “buscó” quiere abortar. Lo que no es forzado sería, según esta lógica, “voluntario”. Pero, ¿qué significa el adjetivo “voluntario” aplicado a maternidad o paternidad? ¿Podría aplicarse también al amor o a la amistad? “Voluntario”, en estos discursos, es sinónimo de “planificado”.

 

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“Hijos si quiero y cuando quiero”: estériles e infructuosos tratamientos de reproducción tecnológica muestran que “quiero” es una palabra densa, una forma verbal a cuya primera persona obliga la gramática pero rescinde el cuerpo. Tener un cuerpo implica no tener libertad, no ser autónomos. El control que no ejercemos sobre el sueño, el gozo o los tics no vienen garantizados por el derecho. El desafío “si quiero y cuando quiero” tiene el blanco más grande en la que lo pronuncia, y es sintomático este eslogan precisamente respecto del embarazo que, culmine en aborto o en maternidad, se revela reacio a someterse al racionalismo anticonceptivo y a la ansiedad de procrear.

 

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El poder es doloroso; los derechos que no provienen de él, impotentes.

La escalada juridicista implica el demente desafío de desnaturalizar la maternidad sin  desnaturalizar la muerte. Fenómenos biológicos, lo son tanto la maternidad como la muerte. Pero sólo los humanos deciden sobre su descendencia, y sólo ellos tienen conciencia de muerte y muerte voluntaria. La fuga hacia la ley obliga a alienar sexo y reproducción, vida y muerte. Atajo o panacea, el rasero jurídico obliga a liberar del “destino natural” al poder femenino de dar la vida sin invocar el tabú de su mortífera contrapartida.

¿Hablar del derecho de las mujeres a abortar como si no tuviésemos ese poder? El aborto es ilegal, abortar es delito penal pero las mujeres abortan igual. No tienen el derecho, pero tienen el poder.

Desde la defensa de sus abogados, se reivindican sus derechos pero se callan sus poderes. Se habla de las abortantes no como de quienes ejercen un poder ilegítimo sino como de quienes están privadas de un derecho que les corresponde, como si fuese más importante ese reconocimiento jurídico que la acción misma. Por eso aluden a ese poder de las mujeres sólo cuando -paradigma terrorífico de la clandestinidad- ponerlo en juego las lleva a la muerte.

Triple avasallamiento sobre la experiencia de las mujeres que abortan cometen quienes abogan en su favor los derechos humanos: naturalizan su voluntad, desconocen su poder, presentan su tragedia como libertad. Todos estos argumentos jurídicamente pertinentes para legalizar el aborto se basan en una serie de ideales abstractos, tan deseables desde los principios como indeseables en la vida.

Hay una distancia irreductible entre el discurso del derecho y el de la experiencia. Y la  experiencia del aborto dice que el cuerpo no cabe en el derecho, que la tragedia no se resuelve jurídicamente, que hay poderes no legítimos y derechos impotentes.

Las mujeres ejercen un poder al que no tienen derecho; tienen el poder de infringir la  ley. En él reside la fuerza que hace valer la lucha por su legalización: si la ley puede garantizar el ejercicio de las libertades, nos interpela Levi-Strauss, éstas no existen más que por un contenido concreto que no proviene de la ley, sino de las costumbres. Quienes rechazan esa fuerza niegan la parte de la leona que las mujeres tenemos en la experiencia, desconocen ese poder como si fuera peligroso. Y lo es.

 

Laura Klein

Filósofa y escritora

lau_klein [at] yahoo.com.ar

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Articulo publicado en
Noviembre / 2011

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