La música desde una perspectiva psicoanalítica es un abordaje demasiado arriesgado. Ni Freud ni Lacan tuvieron mucho que decir al respecto. Freud, directamente sentía rechazo por la música, interesantísima cuestión aledaña habiendo sido él un hombre de muy vasta cultura y habiendo nacido en la Viena del siglo XIX, que es como decir que nació en una cuna musical. (1) Lacan, por su parte, dejó la cuestión para un futuro que luego no advino. Por ese campo vacío de mojones y referencias, y para peor, minado de extrañas pasiones e ideas insólitas que priman sobre la música en los tiempos de los multimedia, intentaremos avanzar. En principio, lo que se hace imprescindible para este abordaje, es trazar una línea gruesa, señalar una división taxativa entre dos aspectos bien diferentes a considerar: por un lado, lo que la música es para los cánones propios del arte y de los cuales podemos tomar nota en los estudios musicológicos – cuál es su interior, su secreto, sus tensiones inherentes, etc. – y por otro, lo que la música opera o implica en un sujeto oyente, o para mejor decir, en cada sujeto oyente.
En el primer aspecto, lo que podríamos llamar, con toda cautela, “la música en sí”, el abordaje exige una comprensión adecuada de lo que atañe al fenómeno musical en tanto tal, esto es extirpados de ella las decenas de elementos patógenos que le son paralelos en la cultura de masas (léase las letras de las canciones, el carisma de sus intérpretes, las significaciones sociales, su utilitarismo, las posibilidades de identificación, el ritual social de asistir a un concierto y varios etcéteras más). Esto, en relación con el psicoanálisis, es lo que aparece como más complejo, en tanto la música no significa nada ni representa nada, está conformada de elementos intangibles y efímeros, y de ella, fuera de su esfera teórica, sólo puede decirse algo mediante metáforas.
En el otro aspecto, para la música implicando a un sujeto oyente, no se necesita de la musicología. Para esto podemos valernos de la noción lacaniana de la “función cuadro” para el arte pictórico. Lo que Lacan llama “función cuadro” es del todo independiente de cualquier cualidad de la pintura; nada tiene que ver con el “en sí” del objeto, si convenimos por un momento valernos de este concepto filosófico. Desde la perspectiva de quien mira una pintura, hay arte si opera la “función cuadro”. Esto es, el sujeto obtiene algún tipo de experiencia singular. Recalcati lo dice así:
“¿Cómo podríamos, en consecuencia, definir la ‘función cuadro’? Ponemos de relieve al menos dos significaciones. La primera está en referencia a la tyche, en el sentido en que la obra de arte debe tener, para ser considerada como tal, la capacidad de producir un encuentro con lo real. Pero este encuentro se funda sobre la inversión de la idea de aprehender la obra: no es el sujeto el que contempla la obra, sino que es la exterioridad de la obra que aferra al sujeto.”
En resumen, ¿de qué música hablamos; de dónde nos tomamos? Pues será necesario anclar estos dos aspectos: la música como una entidad que comporta algo de un real, y la música en tanto “función”, función arte para un sujeto. Habría una tercera, subsidiaria, efecto del entrecruzamiento de ambas, algo que podría mencionarse como qué de la música o qué música integra el paradigma cultural de la época, en tanto sus consecuencias. Cierto es que esto es harto difícil de rastrear, pero no imposible. Es decir, su ética, su estética y sus modos de consumo no son inocuos al lazo social. Que la enorme mayoría de la música predominante sea de una simplicidad manifiesta no es sin consecuencias. Luego, el juicio que hagamos de estas consecuencias, ya es otro tópico. Tampoco es inocuo que la valoración artística de los productos musicales sea fruto de rankings de mercado. Tampoco que el modo de consumo sea el que prima. Con esto refiero a que, así como todavía se mantiene la actividad de enfrascarse en la lectura de un libro, el acto efectivo de “escuchar música” es muy inusual, y en general la música se oye como acompañamiento de otra actividad. Cabe la interrogación sobre si ese modo de consumo implica escuchar música, si existe un verdadero acercamiento al fenómeno musical.
Todas estas cuestiones –sumadas a la indagación sobre la índole del genio musical, acerca de lo cual no hay hasta ahora ninguna argumentación convincente y se presenta fenomenológicamente como una cierta anomalía del sistema cognitivo– no pueden dejarse de lado si pretendemos un acercamiento a la música desde una mirada psicoanalítica, una mirada que incluya la realidad cosmológica de lo que la música venga a ser o venga a decir como modo de expresión humana, y como saber hacer; y paralelamente a ello, en lo que nos impacta, implica y modela como sujetos oyentes y en lo que impacta, implica y modela a la sociedad en la que nos movemos.
Para Lacan, la música, junto con la arquitectura son las artes supremas. Esta supremacía la funda en el ideal estético transmitido por la cultura griega en relación al número áureo: “(…) supremas como lo máximo en lo basal, que produce la relación del número armónico con el tiempo y el espacio, desde el punto de vista precisamente de su incompatibilidad; el número armónico es sólo un colador que no retiene ni este tiempo ni este espacio.” Sabido es que en Grecia se establecieron los primeros estudios sobre la correspondencia entra la música y las matemáticas, y es en donde nacieron las primeras teorizaciones de ambas disciplinas.
La teoría pitagórica conocida como Armonía de las Esferas (“harmonia tou kosmou”) también se menciona como “Música de las Esferas”. En ella se explica el movimiento del Cosmos advirtiendo que esa danza celeste se producía de un modo en el que las partes con el todo guardaban unas proporciones tales que daban cuenta de una combinación maravillosa.
Los sonidos no tienen representación simbólica ni imaginaria. Cada sujeto podrá organizar su mundo privado de fantasías al escuchar música, pero esas construcciones no dependen de ninguna condición prefigurada de los sonidos
La expresión “todo es número” atribuida a los pitagóricos refiere a que toda manifestación del mundo natural puede traducirse en términos matemáticos, en forma de razones y proporciones. Son estos filósofos quienes descubrieron que la armonía musical encuadraba en estos mismos parámetros. En sus enseñanzas matemáticas, Pitágoras incluía la música. A él, inclusive, se le atribuye la invención del monocordio, instrumento musical de una sola cuerda extensible y longitud de determinada proporción, que fue el que le permitió, al dividir la cuerda en doce partes, indagar sobre los intervalos musicales. De esos estudios obtuvo la noción de que aquellos intervalos proporcionales a 12 producían sonidos placenteros.
Ahora bien, ¿de dónde se obtiene ese placer? Los sonidos no tienen representación simbólica ni imaginaria. Cada sujeto podrá organizar su mundo privado de fantasías al escuchar música, pero esas construcciones no dependen de ninguna condición prefigurada de los sonidos. El sonido podrá incitar a la aparición de algún precario valor significante y su notación permitirá alguna traducción en la escritura, y de ello da cuenta la enarmonía. Pero no se traducirá el sonido. Como bien lo marca Didier Weill, una palabra cualquiera “reenvía a un significado traducible, mientras que la bemol no reenvía a un significado sino a un puro real” (2)
Es importante precisar que ese puro real lo refiere a un sonido, como si se tratara de un significante no atado a un S2. Pero la música se expresa discursivamente, y así, cada sonido obtiene su valor especial en contexto de la obra en la que suena, esto es, en relación a otros sonidos con los cuales establece una relación lógica. No puede hacerse una analogía directa con la cadena significante (S1, S2, S3…) puesto que, como quedó dicho, el sonido de una nota, sí se representa a sí mismo. Ocurre, sin embargo, que cada nota determinada es siempre la misma pero no “dice” siempre lo mismo por la razón de que su funcionalidad estará dada según la escala en la que suena. Así, por ejemplo, el mismo do oficiará de tónica o fundamental en su escala, oficiará de cuarto grado en la escala de sol, de séptimo grado en la escala de re, y así en cada una de las doce. Por eso es que la música se inscribe en un margen complejo porque comporta un real pero no se trataría de un “puro real”.
Esta relación lógica que articula el discurso musical con sus propios elementos sonoros que carecen de referentes en lo imaginario es lo que causa el estupor ante encontrarnos conmovidos ante alguna determinada obra y no ante otra. Y entiendo, es además el obstáculo para que el disfrute de la música en sí no suceda masivamente. La música instrumental es, en la práctica, inexistente en la cultura de masas.
La notación musical se escribe mediante grafías que implican proporciones matemáticas, de altura, de tiempo, de intervalo. Pero la notación musical no es la música. No hay música sin un intérprete que haga discurso de esa notación. Y además porque la notación musical no puede abarcar a la música en su totalidad
La notación musical se escribe mediante grafías que implican proporciones matemáticas, de altura, de tiempo, de intervalo. Pero la notación musical no es la música. No hay música sin un intérprete que haga discurso de esa notación. Y además porque la notación musical no puede abarcar a la música en su totalidad. En las partituras se intercalan textos con indicaciones para la ejecución, indicaciones sobre el carácter o la intensidad de cada pasaje, elementos que no admiten ser cuantificados.
Si “La esencia de la teoría psicoanalítica es un discurso sin palabras”, tal como propone Lacan en su Seminario 16, lo mismo puede decirse de la música, y he aquí una correspondencia señalable. Una melodía “dice” algo, discursea. ¿Qué dice?, ¿Qué interpretamos?, ¿Qué escuchamos?
François Regnault, filósofo francés, autor junto a Jean-Claude Milner de las Conferencias de Estética Lacaniana, propone que el disfrute de la música se trata de “gozar de un desciframiento”. Toma esta idea a propósito de lo que Lacan dice en Televisión acerca del saber jovial como opuesto a la tristeza entendida como cobardía moral: “…no se trata de comprender, de mordiscar en el sentido, sino de rasurarlo lo más que se pueda sin que haga liga para esta virtud, gozando del descifraje, lo que implica que el gay savoir no produzca al final más que la caída, el retorno al pecado. ... saber más que del no– sentido”. Si algo nos provoca la música es ese desencuentro con un saber de sentido que no por eso deja de capturarnos con su decir misterioso y que es a descifrar cada vez. En esto, la idea de Regnault se asemeja a la de Didier Weill para quien la música daría una respuesta a una pregunta inconsciente informulada e informulable. Y entonces añadiré que esa respuesta, cuando gozamos de la música, ella la articula en sus términos, en un más allá del sentido.
Esas respuestas inhallables en lo simbólico llegan desde otro lugar cifradas en un lenguaje que no padece del significante y recordándonos la impotencia de ese orden simbólico; pero sí completa la oración, cierra la frase del discurso sin palabras e impacta en el cuerpo. El encuentro con ese no sentido significante estructural que no es la nada sino el hallazgo de que la verdad no es un enigma, sino enigma en tanto tal habilita ese goce de desciframiento. En ese punto, el goce de la música quedaría marcado por la castración.
La música, como el inconsciente, está estructurada como un lenguaje. Ese lenguaje excede a lo que puede plasmarse en una partitura, del mismo modo que cualquier texto escrito no abarca todo aquello que un lenguaje contiene
La música, como el inconsciente, está estructurada como un lenguaje. Ese lenguaje excede a lo que puede plasmarse en una partitura, del mismo modo que cualquier texto escrito no abarca todo aquello que un lenguaje contiene. Pero la música es un lenguaje de abstracción en la que la ausencia de significantes no abre camino ni a la metáfora ni a la metonimia. Una música puede decir evitando el malentendido, pero nada puede decirnos de su compositor. Bien se puede componer la sonata más triste del mundo en un estado de paz, de plenitud, y hasta de felicidad.
No hemos tocado otro punto que genera confusiones: la voz. La voz no es la voz como objeto a aquí. La voz como objeto no atañe a lo sonoro; la voz en la música es un instrumento más. Es con ese estatuto como funciona allí. Todos experimentamos el hecho de disfrutar de oír a un cantante, aunque no entendamos el idioma en el que canta. Más aún, por el contrario, si entendemos las palabras puede perturbarnos la audición musical plena. Este fenómeno, sin embargo, es el que sucede en general en la cultura de masas, que no consume sino productos musicales que incluyen voces casi en la totalidad de los casos. Allí, la voz aporta el ingrediente imaginario que la torna consumible. En este ámbito y en esas instancias ya no interesa, pues, si se comprenden las palabras o no, pues la voz (o las voces) es el elemento que captura la audición, cumpliendo la función de intermediar entre el sujeto oyente y la música como fenómeno en sí, haciéndole soportable su consumo. La clave aquí es que en la cultura de masas la relación transferencial del oyente suele ser con la o las figuras de los vocalistas antes que con la música; y aun en la mayoría de los casos se verifica que es “tan sólo” con ellos, es decir, con un elemento periférico, no propiamente musical. Entonces, aquí ya no se trata de un goce de desciframiento, es otro plano de consumo, aunque no hay razones para asegurar que, en algunos casos precisos, excepcionales, algo de este orden pueda tramitarse.
Planteados algunos fundamentos de estas perspectivas queda convenir que la música entraña un mundo singular, un lugar que en nuestra existencia de tres dimensiones tiene el aspecto de un universo paralelo, con su lenguaje, sus comunidades, sus escalafones. Muchos paseamos por allí, nos asomamos, entramos y salimos, y hay otros muchos que habitan allí habiendo llegado como abducidos, y para mejor, encontrando en esos confines, un refugio, un amparo ante las inclemencias de los pesares de la vida. Ejemplos hay a elección: “En verdad, si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco” llegó a decir Piotr Ilich Tchaikovski, ciudadano ilustre de ese universo. Otro tan ilustre como él, Frédéric Chopin, en uno de sus frecuentes momentos de melancolía escribió a alguien: “¡Y yo aquí, condenado a la inacción! Me sucede a veces que no puedo por menos de suspirar y, penetrado de dolor, vierto en el piano mi desesperación”.
Hay que decir que aun siendo ese un territorio complejo, es hospitalario; un universo no destinado sólo a una elite; los abducidos no son solamente los genios, el refugio no toma examen de admisión. Cuántos hay para quienes la música implica un universo de redención, de consuelo, de oxígeno adicional, independientemente del talento que posean. La única diferencia es que, de los genios como Tchaikovski, Chopin y otros que formarían una larga lista obtenemos de ese mundo mejores y más fieles datos, porque además ellos son también sus modeladores, son quienes lo agrandan, lo ennoblecen y nos lo devuelven con la potencia de su decir prodigioso, para darnos las mejores claves sobre de qué va ese universo.
Ricardo Pereyra (Escritor / Músico / Psicoanalista, Participante de la Escuela Freudiana de la Argentina) (*) rgp2110 [at] yahoo.com.ar
(1) “(Mi padre) no mostraba egoísmo excepto en un punto raro: era inflexible su demanda de que no se tocase el piano en el departamento…” (Freud, Martín: Sigmund Freud, mi padre. Hormé, Buenos Aires, 1966)
(2) Didier-Weill, A. (1997). Los tres tiempos de la ley: El mandato siderante, la inyucción del superyó y la invocación musical. Rosario, Argentina: Homo Sapiens Ediciones
Bibliografía
Recalcati, M. (Comp.) Las tres estéticas de Lacan (psicoanálisis y arte) /Buenos Aires, Del Cifrado, 2006.
(*) Libros publicados: Confites Envenenados (2019), Cuentos a Propósito de la Colección Sketches de Nueva York (2018), Así en la Historieta como en la vida (2017), El alegre trinar de los dromedarios (2011). Publicaciones y trabajos como editor en En el Margen (Revista de Psicoanálisis).