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Sobre los encierros

 
Primer premio del Quinto concurso Internacional de Ensayo Breve 2014-2015. 25 años de la Revista Topía. Área: “Problemáticas en Salud Mental”. Primer premio

El jurado compuesto por Emiliano Galende, Alicia Stolkiner, Juan Carlos Volnovich, Vicente Zito Lema y Enrique Carpintero estableció por mayoría que el trabajo “Sobre los encierros” de Claudia López Mosteiro sea el primer premio en el área “Problemáticas en Salud Mental”. Este trabajo es el que publicamos a continuación. Una versión más profunda de sus abordajes e ideas la encontramos en su libro Trabajo Vivo en Acto. Clínica de los encierros, publicado recientemente por la Editorial Topía.
El mismo jurado seleccionó como primera mención al trabajo “Hacia una desmanicomialización posible. Prácticas y subjetividades” de Estefani Vicens y como segunda mención a “Familias que no juegan” de Pablo Juan Tajman. Estos dos textos están ya disponibles en www.topia.com.ar

 

Sobre los encierros

El encuentro con las situaciones de encierro1, con las personas confinadas en sus casas, más o menos locas, más o menos acompañadas, más o menos fracasadas o entregadas a su nada, me fue llevando a preguntarme por las diversas formas de la soledad.

La pregunta por el auto-encierro, en la que reconozco un fantasma -y que en un principio formulé como reproducción de la lógica manicomial- fue deviniendo en otra cosa, ampliándose y diversificándose. Pues como sugiere Barthes, un fantasma puede devenir en un campo de saber.2

En el caso de Barthes, el encuentro con la palabra idiorritmia lo condujo a la exploración de su fantasma. Idiorritmia es una palabra compuesta por idios (propios) y rhytmós (ritmo), pertenece al vocabulario religioso, remite a toda comunidad en la que el ritmo personal de cada uno encuentra su lugar; ritmo alude a cómo el sujeto se inserta en el código social. Modo de vida de ciertos monjes del Monte Athos, que viven solos aunque dependen de un monasterio; solitarios e integrados, a la vez autónomos y miembros de una comunidad situada a mitad de camino entre el eremitismo de los primeros cristianos y el cenobitismo institucionalizado.

Barthes describe el Monte Athos como comunidad idiorrítmica, una forma de vida en la que los sujetos no estén obligados a sacrificar nada para vivir: un tipo de agrupamiento fundado no en las necesidades -que igualan a los sujetos, dice-, sino en las diferencias, que los singularizan. Se pregunta, sin llegar a responderse, ¿a qué distancia debo mantenerme de los demás para construir una sociabilidad sin alienación, una soledad sin exilio?

Aclara que no se propone dar una explicación ni una descripción pseudopsiquiátrica ni pseudo psicoanalítica de las “locuras” de reclusión. Señala simplemente que la clínica habla de claustrofobia, pero no de claustrofilia, ni de claustromanía, formas en las que muchos nos podemos reconocer: gusto por disponer espacios cerrados, de trabajo, de vida, de sueño, protegidos por ardides, por cercos.

Barthes se propone buscar una zona media entre dos formas excesivas: una negativa, la soledad, el eremitismo; y una integrativa, el coenobium, convento, laico o no. Halla una forma media, utópica, la idiorritmia, que no prosperó en la iglesia; ni monasterio, ni familia, fuera de las grandes estructuras represivas.

Encuentra tres estatutos que articulan el Vivir-Juntos: la vida solitaria, la vida lejos del mundo y la vida en común de modelo conventual, atravesadas cada una por dos fuerzas, dos ordenamientos: la domesticación del tiempo, del espacio y de los objetos, y el afecto teñido por lo imaginario.

Habla de la anacoresis como inclinación al retiro; las hay equilibradas, dice, y también las hay locas. No se refiere a una soledad absoluta, sino a la rarefacción de los contactos con el mundo, tal vez para protegerse de ellos; como fantasma de retiro sobrio, en el que hay un acto simbólico de ruptura con el poder.

En mi caso, la pregunta por las situaciones de encierro -como fantasma-, me llevó a encontrar en esta figura que se puede nombrar de diversas formas, pero que elijo nombrar encierro, todo un campo a desplegar y ya frecuentado por otros.

Y, a su vez, hallé en un personaje de Handke:

“El gusto de Sorger por la investigación se veía espoleado además por el hecho de que, las más de las veces, estos lugares no eran espacios creados por la fantasía de un individuo solo, sino que tenían un nombre heredado del pasado: si bien habían sido redescubiertos por una sola persona, sin embargo, a todos los que vivían allí, se les revelaban como conocidos de tiempo; estaban en catastros y registros con nombres que muchas veces tenían siglos.” 3

 

Cómo vivir solos

Peter Pelbart hace este juego de palabras a partir del Cómo vivir juntos de Barthes, recordando una escena en la que le preguntan a Deleuze por qué hoy en día se dejaba a las personas tan solas, por qué era tan difícil comunicarse; a lo cual Deleuze respondió: el problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan lo suficientemente solos”.

Aclara que esta afirmación provenía de alguien que definió el trabajo del profesor como el de reconciliar al alumno con su soledad; y que a su vez no se cansó de escribir que sufrimos un exceso de comunicación, que estamos “atravesados de palabras inútiles, de una cantidad demente de palabras e imágenes”, y que sería mejor crear “vacuolas de soledad y de silencio” para que por fin se tenga algo que decir.

Cita luego a Bartleby, un personaje de Melville, que ante cada orden de su patrón, responde: I Would prefer not to, “Preferiría no hacerlo”. Lo describe como un hombre “pálido y flaco, hecho un alma en pena, que por poco no habla, ni come, que nunca sale, al que es imposible sacar de ahí, y que sólo repite: preferiría no hacerlo”.

Piensa, con Deleuze, que desde el fondo de su soledad, tales individuos no revelan sólo el rechazo de una sociabilidad envenenada, sino que son un llamado a una comunidad por venir.

Carlos. ¡Deciles que se vayan!

Carlos tiene 42 años, vive solo, sus padres se separaron cuando era pequeño. Convivió con su madre -quien padecía de esquizofrenia, según refiere el padre- hasta su fallecimiento de cáncer hace unos años. Desde entonces su padre -que ya es un hombre mayor y vive con su otro hijo, con quien Carlos no se trata- es quien se hace cargo de él, visitándolo todos los días, llevándole comida y es prácticamente la única persona con la que Carlos se relaciona. Nunca trabajó ni estudió y, para ese entonces, en nuestra primera intervención hace tres años, nunca había recibido ningún tratamiento psiquiátrico, ni psicológico.

Encontramos la casa en un estado de gran desorden y suciedad; Carlos también presentaba un aspecto desaseado y de abandono de sí mismo; no aceptaba nuestra presencia, pedía que el equipo se retirara, no salía de la cocina, dirigiéndose sin violencia, pero a gritos hacia nosotros, sus visitantes. Se mostraba poco colaborador, reticente y sin conciencia de enfermedad. Si bien esta situación era de larga data y no presentaba un “riesgo cierto e inminente”, consideramos que la prolongación de su estado de abandono clínico y de su aislamiento social, podrían generar un agravamiento de su estado general de salud que devendría en una cronicidad que sería cada vez más difícil revertir.

Ante su negativa y la dificultad del padre de articular en ese momento otra respuesta, se suspende la intervención.

Pelbart dice que así como Barthes se permitió revelar su fantasía personal de comunidad, el monasterio en el monte Athos, también él se permite tomar un ejemplo fuera de moda, venido del campo psiquiátrico: La Borde será su fantasía de reclusión, que se propone explorar.

Relata que Jean Oury, que dirigió junto con Guattari la clínica La Borde, prácticamente se internó con sus pacientes en ese castillo antiguo y decadente. Refiere que:

“La cuestión que lo asedió por el resto de su vida no es indiferente a los Bartlebys que cruzamos en cada esquina, este gran manicomio posmoderno que es el nuestro: ¿Cómo sostener un colectivo que preserve la dimensión de la singularidad? ¿Cómo crear espacios heterogéneos, con tonalidades propias, atmósferas distintas, en los que cada uno se enganche a su modo? ¿Cómo mantener una disponibilidad que propicie los encuentros, pero que no los imponga, una atención que permita el contacto y preserve la alteridad? ¿Cómo dar lugar al azar, sin programarlo? ¿Cómo sostener una “gentileza” que permita la emergencia de un hablar allí donde crece el desierto afectivo?”

Dice que alguien describió La Borde como una comunidad hecha de suavidad, aunque macerada en el roce con el dolor; que estos sujetos necesitan hasta del polvillo para protegerse de la violencia del día. Por eso, cuando se barre, es preciso hacerlo despacito.

Años después el padre de Carlos nos vuelve a convocar, luego de una internación clínica que pudo concretarse a partir del deterioro del estado de sus piernas que ya ni él mismo podía tolerar. Lo tuvieron que sacar del departamento en andas.

Ya estábamos alertados sobre la dificultad del caso -por nuestra propia experiencia-, dada su resistencia a aceptar tratamiento y del padre a consentir una internación -que entendíamos que en esta oportunidad, probablemente sería el dispositivo que más se adecuaría a los cuidados que Carlos estaría requiriendo-.

Para nuestra sorpresa, se mostró más locuaz que en las veces anteriores; aceptó salir de su habitación, recibirnos, hablar con nosotros, y pudimos negociar ante su propuesta de espaciar las visitas, verlo en principio en dos semanas. Le aclaramos que pensábamos que era necesario verlo antes, pero que aceptábamos su propuesta por ahora; y que lo llamaríamos en una semana para ver cómo estaba.

El autor relata una anécdota de una compañía teatral integrada por pacientes de salud mental. Estando de gira, uno de los actores instalado en el sofá del salón de un lujoso hotel posa su taza de café en la mesa y abre el diario elegantemente; cuando mira hacia abajo ve en el dedo gordo de uno de sus pies un bloque de uña amarilla retorcida saltando fuera de la chancleta, como diciendo “no se acerquen”.

Hace hablar a Deleuze-Guattari: el territorio es primeramente la distancia crítica entre dos seres de la misma especie; y agrega: “el bloque animal y monstruoso, la uña indomable, signo de lo inhumano, es su distancia, su soledad, pero también su firma”.

Concluye que el desafío del solitario, contrariamente a cualquier reclusión autista, aún cuando se llame Poroto -el personaje de Pavlovsky cuya preocupación constante es saber cómo va a escapar de las situaciones que se presentan: dónde se va a sentar en una fiesta para poder escabullirse sin ser visto, qué coartada va a inventar para deshacerse de un conocido-, o Bartleby, aunque termine en un hospicio, es siempre encontrar o reencontrar un máximo de conexiones, extender lo más lejos posible el hilo de sus “simpatías” vivas.

En la siguiente visita si bien Carlos manifestaba una mejoría, le dejamos claro que seguíamos pensando que los cuidados que requería eran my difíciles de sostener en su casa; que si no se lo atendía empeoraría. Nos referíamos a que hacía tres meses que no se bañaba, tenía el pelo larguísimo y con pedazos visibles de caspa, las uñas también muy largas y sucias; no veíamos sus pies -que son su punto débil, anda siempre con medias y chancletas, no tolera el calzado- pero podíamos suponer su estado.

A la semana siguiente el padre nos contó que Carlos se había bañado y había ido solo a la peluquería.

Pensamos entonces que su constante “no, no, no” -no necesito nada, no vengan tan seguido, no me voy a bañar, etc.- era su forma de presentarse, de hablar de sí, de dar cuenta de su malestar, de su imposibilidad de imaginarse en otra situación. ¿Preferiría no hacerlo…?

Pero sabemos que la mirada de otro, que al mirar ve otra posibilidad en esa situación de casi absoluta limitación, una mirada que invita a otra perspectiva en tanto se ubica desde otro lugar, puede ser el camino para generar otros efectos.

En la siguiente visita lo vemos entonces con otro aspecto: aseado, el pelo corto y limpio, sonriente, receptor a nuestras bromas; nos contó que le gustaba correr, que de chico jugaba al fútbol de mediocampista.

Cuando nos vamos, el padre nos acompaña hasta la planta baja; escuchamos un grito desde el 5º piso, “¡teléfono! ¡pediles el teléfono!”. Nos percatamos entonces que hay teléfono de línea en la casa -hasta entonces nos manejábamos con el celular del padre- pero que en sus palabras, Carlos nunca atiende.

¿Se abría la posibilidad de que él mismo nos llamara, que pudiera establecer un contacto con un afuera no mediatizado por el padre?

Ante esta mínima, pero gran apertura -el movimiento que implicaba bañarse, salir, aceptar las visitas- dejamos en suspenso la vía de la internación. Al inicio pensábamos que sería seguramente el destino de esta intervención.

En el recorrido del proceso salud-enfermedad-atención-cuidados, consideramos la firmeza, la suavidad, la convicción, el trasmitir seguridad, son sumamente importantes cuando se trata de decidir por otros.

¿Cómo medir y dimensionar la violencia de alguna de estas prácticas? ¿No es violento acaso también dejar que el otro se perpetúe en su abandono?

En otra entrevista en la que tratamos de acordar con el padre una internación para Carlos, dada la evaluación que hacemos del alcance de nuestra intervención, él nos dice que le da pena imaginarlo encerrado. Le aclaramos que una internación no implica un encierro y entonces le preguntamos si no le da pena ver a su hijo recluido en su casa hace años.

Obviamente para él, su hijo no está encerrado. No considera esta forma de vivir del mismo modo que nosotros la vemos.

¿Cómo dimensionar hasta dónde sostenemos un como sí en el tratamiento, haciendo el juego que el padre nos propone, aceptando su ilusión de que “está un poquito mejor”, promoviendo pequeños cambios tal vez para que nada cambie? Ese es el riesgo, el hilo por el que caminamos.

 

El pequeño encierro

“Las sociedades autoritarias se apoyan y se alimentan de las instituciones represivas. A veces no son necesarias las prisiones porque las instituciones nos recluyen de lunes a viernes, ocho horas por día. Y como en otras zonas de nuestra vida, por ahí nos termina gustando.”4

Una vez un paciente nos dijo: “a los locos se los encierra, los raros se quedan dentro de casa”. Esta afirmación es toda una declaración sobre la percepción que alguien puede tener acerca de cómo la sociedad crea territorios, delimita y distribuye lugares, que pueden registrarse casi como destinos inamovibles.

Así como cuando en el siglo XVlll los médicos acuden a atender la locura, ya la encuentran asociada al encierro y a la exclusión de la vida social, según señala Foucault; cuando visitamos a muchos de nuestros pacientes, los encontramos en una situación de encierro en sus casas.

Foucault describe “El Gran Encierro”. Que las personas se encuentren limitadas al encierro doméstico, ¿nos permite pensar en un “pequeño encierro”? ¿Sería una reproducción de ese otro Gran Encierro, o habría que buscar otras lógicas que nos permitan ubicarlo?

¿Hay algo específico en algunas formas del sufrimiento mental que hace que el afuera sea algo tan inabordable al punto de confinar a personas durante años en sus casas? ¿O bien, por el contrario es una forma más de expresión de las modalidades ya conocidas?

¿Podríamos hablar de una lógica del encierro que terminan reproduciendo sin saberlo? Como si las familias, que alojan en sí a personas con padecimientos mentales severos, no pudieran escapar a la lógica del retiro, el aislamiento, la reclusión. ¿Estarán jugando factores como la vergüenza, el estigma?

Describe Foucault:

“El confinamiento es una creación institucional propia del siglo XVll. Como medida económica y social, es un invento. Pero en la historia de la sinrazón, señala un acontecimiento decisivo: el momento en que la locura es percibida en el horizonte social de la pobreza, de la incapacidad de trabajar, de la imposibilidad de integrarse al grupo, al momento en que empieza a asimilarse a los problemas de la ciudad.”5

Las respuestas sociales disponibles, ¿cómo se ponen en juego y para quiénes? ¿De qué manera se legitiman, se instalan y se instituyen nuevas prácticas?

Hallamos así otra forma de nombrar la tensión salud/enfermedad como libertad/encierro. Si se habla de procesos de salud-enfermedad-atención, que la atención sea domiciliaria ¿puede propiciar otro tratamiento de esa tensión?

Pensamos el encierro como prisión, como retiro, como lo opuesto a la libertad, a la autonomía. Dice Samaja:

“La salud es un valor esencialmente ligado a la idea de libertad o autodeterminación. La ‘enfermedad’ es una limitación, a través de la cual la libertad debe abrirse nuevamente paso. Ahora bien, si la salud tiene que ver con la libertad, una epistemología de las ciencias de la salud debe afrontar explícitamente la pregunta: ¿es posible pensar científicamente la libertad?”6

Siguiendo este planteo, ¿cómo pensar una clínica de las distintas formas del encierro? La intervención domiciliaria se encuentra ante el desafío de poner en cuestión una lógica y hacerla jugar con otras.

¿Existen las patologías del encierro? ¿El encierro es anterior lógicamente a la aparición de la sintomatología reconocible como patología?

Hay constelaciones familiares que generan encierro. Pero aún así el abordaje conceptual no se puede limitar a los modos de producción familiares del mismo. En todo caso dichas familias encuentran como respuesta social disponible, frente al estigma de la enfermedad, el ocultamiento del que la padece.

 

Los encierros

“Si el poder no fuera más que represivo, si no hiciera nunca otra cosa que decir no, ¿pensáis realmente que se le obedecería? Lo que hace que el poder agarre, que se le acepte, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice que no, sino que de hecho va más allá, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social más que como una instancia negativa que tiene como función reprimir.”7

Se instituyen así prácticas silenciosas de confinamiento a lo largo de todo el tejido social, que quedan muchas veces desapercibidas para los mismos actores, y para los que deberían estar a cargo de visibilizarlas.

Encierro. Ensayamos otras formas de nombrarlo: encerrona, aislamiento, reclusión, clausura, retiro, recogimiento. Escondite, dependencia, confinamiento.

La dimensión del encierro que aparece como más contundente, es la del encierro espacial o retiro en el hogar. Son personas a las que vamos a ver al hogar. A su casa, por lo menos -sabemos que casa no es lo mismo que hogar- ya que entendemos al hogar como un lugar más allá de lo físico, ligado a la familia, a la tradición; que aloja, pero también desaloja; esto es, que propicia el poder irse algún día, que no sea el único destino posible. Las podemos encontrar en un rincón de la casa, en la cama, en el cuarto, en la cocina; hasta en lugares insólitos, como dentro de un placard.

Pero la casuística nos lleva a encontrar que el encierro que se expresa principalmente en su dimensión espacial, como retiro en el hogar, único horizonte posible, se transforma en los encierros en plural, asumiendo matices: el encierro temporal, como imposibilidad de imaginar futuro; el encierro ligado a la repetición, -como planteaba Pichon Rivière, a la estereotipia de roles-, el encierro en el diagnóstico y el riesgo concomitante a responder desde el encierro de los equipos en modalidades de intervención fragmentadas y repetitivas.

 

Encierro y ternura

Ulloa describe lo que llama la “cultura de la mortificación” como paradigma opuesto a la ternura. Entiende a la ternura como el gesto trasmisor de la cultura histórica que habrá de imprimirse en el sujeto infantil, lo cual a su vez posibilita el buen trato.

Es en este escenario, motor primerísimo de la cultura, a través de sus gestos y suministros que se comenzará a forjar el sujeto ético.

Es este terreno de ternura lo que posibilita el “buen trato”, que Ulloa asocia a “tratamiento” en el sentido de “cura” y que se opone a mortificación, cuya forma extrema es el manicomio -no necesariamente limitado a la institución hospitalaria-.

Los procesos de manicomialización y mortificación están asociados, dado que la locura promueve reacciones de maltrato, lo cual incrementa el sufrimiento de la locura. Además del fastidio, el miedo y la rabia que generan la locura, hay algo inherente a la locura misma que se genera en los que están a cargo de su cuidado, que tiene que ver con sus dificultades diagnósticas. La complejidad de su presentación y lo difícil de entenderla es lo que favorece su encuadramiento en entidades nosográficas, lo cual puede producir arbitrariedades anuladoras de la singularidad clínica del sujeto. Y esto se complejiza más con la incertidumbre del pronóstico, casi siempre asociado a cronicidad y deterioro.

Ulloa expresa que lo manicomial es la forma terminal del maltrato, pero que pueden suponerse formas previas que, desde una perspectiva clínica, podrían ser diagnosticadas tempranamente.

“Los encierros de esta naturaleza ocurren en la familia, la escuela, el trabajo, las relaciones políticas y en toda mortificación más o menos culturalizada, extendiendo la mancha hacia una práctica político-administrativa que perfecciona los dos lugares clásicos de marginadores y marginados.”8

Entiende a “la encerrona trágica” como protoescena manicomial -cuyo paradigma es la tortura- donde la víctima en una situación de invalidez extrema depende por completo de alguien -a quien rechaza totalmente- para dejar de sufrir o para sobrevivir. Es una escena trágica con dos lugares, opresor-oprimido, sin tercero de apelación.

Hay un antecedente de esta escena, el tiempo de la invalidez infantil, que es el escenario en el que actúa la ternura parental, como instancia fundadora de la condición humana y que significa la inicial renuncia al impulso al apoderamiento del infantil sujeto. Este límite a la descarga sobre el hijo, genera dos habilidades propias de la ternura: la empatía, que garantiza el suministro adecuado, y el miramiento, como la “posibilidad de mirar con amoroso interés a quien se reconoce como sujeto ajeno y distinto de uno mismo”9. Es decir, es el germen de la autonomía.

Este proceso a su vez crea en el niño la capacidad de sentir confianza en que puede demandar este suministro. También se estructura una relación de contrariedad con lo que daña, en tanto percibido como ajeno a sí mismo, lo cual es fundamental para el desarrollo paulatino de la conciencia de que él puede causar sufrimiento a otro.

El fracaso de la ternura pueda darse tanto por exceso como por defecto del suministro; y en este escenario se propician muchas de las situaciones en las que intervenimos. Expresa Ulloa que “en el apoderamiento se suele estructurar un verdadero incesto pre-edípico que compromete el desarrollo de la autonomía del niño, atrapado en relaciones simbióticas, base de futuras patologías que bordean o llegan a las psicosis”10.

Cuando la carencia ha sido mayor, se puede llegar a una imposibilidad de organizar e imaginar la temporalidad y las personas se encuentran en una indiferencia vital sin proyección a ningún futuro posible para ellos.

Entonces: hay una línea de sentido que va en la línea del buen trato, como sostén del proceso del tratamiento-cura-cuidados que un equipo pone en movimiento, donde se pone en juego algo de la restitución de lo que no fue inscripto en su momento.

Si en la encerrona trágica lo que falta es la figura del tercero de apelación, que también Ulloa relaciona con el abandono del Estado, podemos pensar que el equipo viene a cumplir esa función en tanto figura que puede representar al Estado.

Encierro y diagnósticos

Una investigación realizada en 2010 por un psiquiatra japonés, Takahiro A. Kato11, se propone explorar si el síndrome hikikomori (social withdrawal, retiro social) descripto en Japón, existe en otros países y, en caso afirmativo, cómo son esos casos diagnosticados y tratados. Para ello se enviaron dos viñetas de casos hikikomori a 123 psiquiatras de Japón y 124 de otros países (Australia, Bangladesh, India, Irán, Corea, Taiwán, Tailandia y EEUU). Las respuestas muestran que los consultados perciben que el síndrome hikikomori se presenta en todos los países de la muestra, especialmente en áreas urbanas. Se enunciaron como causas probables, factores biopsicosociales, culturales y ambientales.

Los psiquiatras japoneses sugieren tratamiento ambulatorio y algunos no consideran necesario el tratamiento psiquiátrico. Los de otros países, por el contrario, optan por la internación. Los autores concluyen que se puede hablar de la existencia de pacientes con el síndrome hikikomori en diversos contextos culturales, por lo que los resultados podrían constituir una base para su epidemiología.

En Japón la aparición de este síndrome -que ya tiene una entrada en el diccionario Oxford, “staying indoors, social withdraw”, definido como un completo retiro social de al menos seis meses de duración y de evitación anormal al contacto social- es atribuida a los rápidos cambios culturales y socioeconómicos que sufrió ese país.

Establecen los autores un hikikomori primario, no asociado a trastornos psiquiátricos previos y uno secundario, causado por un trastorno preexistente. Y aclaran que minimizar el impacto o la carga de sus síntomas o desconsiderar los trastornos psiquiátricos que se pueden presentar, reduciría la posibilidad de mejorar la calidad de vida de quienes lo padecen.

Los expertos debaten acerca de si puede ser clasificado con los criterios del DSM IV o CIE 10. Algunos de los entrevistados refieren ya haber diagnosticado bajo ese nombre, otros han utilizado otros diagnósticos ya conocidos.

El hecho de que en el resto de los países sea mayor la recomendación de internación a lo que sucede en Japón, es atribuido a la mayor aceptación social que el síndrome fue allí adquiriendo asociado al concepto de amae, síndrome descripto por Tokeo Doi, relacionado con conductas de dependencia, en particular en lo económico, hacia los padres. El hikikomori estaría entonces promovido por el amae, que favorece la tolerancia hacia la permanencia de los hijos en sus casas.

Consideramos que la inquietud por el diagnóstico que orienta la investigación citada se relaciona con la tendencia a la psicopatologización de lo que tal vez sean expresiones culturales de nuevas formas de vida, de crianza, de cómo se promueven las relaciones intrafamiliares, y por lo tanto, también hacia el afuera.

 

Encierro y hospitalidad

En la práctica hospitalaria, el hospital es el anfitrión. Cuando la intervención se descentra del hospital, el anfitrión es el paciente, quien nos aloja en su ámbito privado para que nosotros alojemos su padecer. Se configura entonces un interesante espacio de articulación de lo privado y lo público donde se abre la posibilidad de una intervención más amplia sobre quienes allí conviven.

Una mujer dice: “ayer atendí al psiquiatra”. ¿Podría estar hablando de una posición activa, distinta a la de la clínica clásica, donde el paciente es visitado en su lecho o donde “es atendido” en un consultorio, en el que es “visitante” y no “local”?

El Diccionario de la Real Academia Española define: “Huésped, da. (Del lat. hospes, -ĭtis). Persona alojada en casa ajena. Persona que hospeda en su casa a otra”. Pero a su vez, como expresa Cacciari, citado por Percia:

“En sus comienzos el término hospes designa a quien recibe al extranjero y hostis, en su primera acepción, no tiene el sentido de alguien con quien mantengo una relación de enemistad. Al contrario, inicialmente el término latino hostis y el griego xénos indican amistad. Con el tiempo, van a servir para nombrar a personas que nos desafían, nos amenazan, nos ponen en peligro. Extranjeros en quienes no confiamos. Extraños de los que hay que cuidarse. Nuestra lengua ya no es capaz de captar el significado original que tenían antes estas palabras, es decir, ese indicar una relación esencial en virtud de la cual ‘hostis’ era un término que se encontraba en el ámbito de la hospitalidad y la acogida.”

Huéspedes somos, entonces, quien llega y quien recibe. Hay algo en común. Alojamos y somos alojados por los devenires que se producen entre nosotros.

Advertidos de la existencia de esta tensión ante el encuentro con lo que se puede percibir como amenaza o la posibilidad de la hostilidad, procuraremos no perder de vista la necesidad de ternura, de suavidad, en la hospitalidad. Con el riesgo de su exceso o de su defecto, como decíamos más arriba.

Si bien no ha sido el foco del presente trabajo, el hecho de que la intervención se realice desde un equipo interdisciplinario, le agrega una cualidad de diversidad que se convierte en una herramienta irreemplazable, como ocasión para ofrecer y dejarnos atravesar por lo diverso, sin sentir amenazada la propia identidad.

Para concluir, las diversas manifestaciones que venimos describiendo, tal vez sean expresión de formas del encierro que aún no somos capaces de leer sin referirlas a categorías conocidas. Por lo tanto, es fundamental indagar las respuestas institucionales actuales, los dispositivos con los que contamos y las lecturas que hacemos de las situaciones que se nos presentan, para no caer en la reproducción de prácticas y saberes que simplemente nos ponen a salvo de nuestro desconcierto.

 

Bibliografía

Barthes, R. (2003), Cómo vivir juntos, Siglo XXI, 1º ed., Buenos Aires.

Foucault, M. (1967), Historia de la Locura en la Época Clásica, Fondo de Cultura Económica, México.

Foucault, M. (1992), Microfísica del poder, de la Piqueta, 3º ed., España.

Handke, P. (2014), Lento regreso, 1º ed., El Cuenco De Plata, Buenos Aires.

Kaminsky, G. (1994), Dispositivos institucionales, Lugar, 3ª ed., Buenos Aires.

Pelbart, P. (2009), Filosofía de la deserción: nihilismo, locura y comunidad, 1ª ed., Tinta Limón, Buenos Aires.

Pavlovsky, E. y Kesselman, H. (1989), La multiplicación dramática, Ayllu, Buenos Aires.

Percia, M. (2004), Deliberar las psicosis, Lugar, Buenos Aires.

Samaja, J. (2004), Epistemología de la Salud, Lugar, Buenos Aires.

Takahiro A. Kato et al, “Does the ‘hikikomori’ syndrome of social withdrawal exist outside Japan? A preliminary international investigation”, Social Psychiatry and Psychiatric Epidemiology, Volume 47, Issue 7, pp 1061-1075. Disponible online http://rd.springer.com/article/10.1007/s00127-011-0411-7#page-2. Consultado 17-7-12.

Ulloa, F. (1995), Novela clínica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires.

 

Notas

1. Trabajo como psicóloga en un programa municipal de atención domiciliaria interdisciplinaria en salud mental. Las situaciones de encierro descriptas han sido un hallazgo clínico del dispositivo.

2. Barthes, R. (2003), Cómo vivir juntos, Siglo XXI, 1ª ed. Buenos Aires p. 48. Define al fantasma como “un retorno de deseos, imágenes, que merodean, se buscan en nosotros, a veces toda una vida y a menudo sólo cristalizan gracias a una palabra. La palabra, significante mayor, induce a la exploración del fantasma”. Discute con Bachelard, quien piensa que la ciencia se constituye por decantación de fantasmas, luchando contra las imágenes. Barthes propone que no hay decantación, sino sobreimpresión del fantasma y la ciencia.

3. Handke, P. (2014), Lento regreso, 1ª Ed. El Cuenco De Plata, Buenos Aires, p 95.

4. Kaminsky, G. (1994), Dispositivos institucionales, Buenos Aires, Lugar, 3ª Ed., p.14.

5. Foucault, Michel (1967), Historia de la Locura en la Época Clásica, México, Fondo de Cultura Económica, p.124.

6. Samaja, Juan (2004), Epistemología de la Salud. Reproducción social, subjetividad y transdisciplina, Buenos Aires, Lugar, p.10.

7. Foucault, Michel (1992), Microfísica del poder, España, 3º Edición, Ediciones de la Piqueta, pp. 185-186.

8. Ulloa, F. (1995), Novela clínica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, p. 244.

9. Idem nota anterior.

10. Idem nota anterior.

11. Takahiro A. Kato et al, “Does the ‘hikikomori’ syndrome of social withdrawal exist outside Japan? A preliminary international investigation”, Social Psychiatry and Psychiatric Epidemiology (2012), Volume 47, Issue 7, pp. 1061-1075.

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Articulo publicado en
Agosto / 2015