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El último amor

 

A la memoria de Susana López

 

Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero al final uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar
Sigmund Freud

 

Corría el año 79 el equipo de psicología del CAMI (Consejo Argentino de Mujeres Israelitas) recibió de la comisión directiva de la institución la propuesta de realizar una serie de talleres sobre el amor en el club Edad de Plata -a la sazón el sector de la institución que agrupaba a los adultos de la tercera edad. Las razones: “Hay dificultades con las personas que se ponen en pareja dentro del club. Se dan situaciones de reprobación y censura, los que se animan a esas relaciones suelen sentir sentimientos de culpa y exclusión. Se han constituido dos bandos: los que tienen parejas que se forman dentro del club -son los menos- y los que no. Estas últimas, son viudas que hacen un frente común ante estas parejas”.
Esa era la descripción de las asistentes sociales que atinadamente proponían estos talleres para tratar de hacer circular el tema y ver posibles elaboraciones al mismo. La propuesta era remover el prejuicio y el chisme de los pasillos, en definitiva poner la sexualidad, el erotismo y el amor en debate en la institución para que dejara de ser tabú.
Nos preparamos con entusiasmo. La experiencia que se nos ofrecía era lo suficientemente interesante como para que nos preguntáramos cómo sería la misma y las ideas que nos podía brindar. Algunas reflexiones del equipo -previas al encuentro- alertaban sobre el peligro de la posición infantil en la que podíamos caer al coordinar esos grupos, siendo todos más jóvenes que nuestros talleristas se corría el peligro -y la tentación- de deslizarnos hacia una ilusión edípica, algo así como entrar a la habitación de nuestros padres para espiar. Es decir nos preparábamos trabajando sobre nuestras escenas, tratando de que las mismas no nos llevaran hacia un acting -en la coordinación- que hiciera surgir la censura a la sexualidad de los viejos.
Se organizó un dispositivo de cuatro talleres de una hora y media de duración cada uno y con una frecuencia de una vez cada quince días, tanto la frecuencia como el tiempo de duración de cada taller estaba pensado en función de las características de las personas de la tercera edad. Los grupos tenían aproximadamente veinte integrantes cada uno. La coordinación era compartida por dos integrantes del equipo, compartí la experiencia con Graciela Selener. Coordinaba toda la actividad Susana López.
En el grupo había hegemonía de mujeres -como es frecuente en la tercera edad- y, en la primer reunión, predominó el comentario sobre la viudez, el amor perdido por el fallecimiento del compañero de “toda la vida” -frase llamativamente repetida- y la intensa relación con los nietos, es decir los afectos circulaban dentro de la familia ya construida. La gran fuente de gratificación amorosa estaba signada por el amor filial. Ello iba mostrando el predominio de ideas conservadoras sobre las formas de adaptación a la vida que la viudez proponía.
Coherente con lo anterior surgían ideas de desconfianza hacia el hombre que se acercaba. Por ejemplo, se comentaba con temor que muchos varones buscaban a las señoras -no haciendo mención a los varones del club, sino a los varones en general- por interés económico. El varón aparecía así sesgado como una especie de vividor de las jubilaciones o riquezas de las señoras. Por eso las voces más activas del grupo recomendaban “mirar bien al que se acerca”.
Las reflexiones giraron por un cierto apego al vínculo con el marido fallecido y a los hijos como aquellos que observaban y cuidaban de que sus padres no hicieran locuras -se desprendía detrás de esto rigidez y censura a la conducta de los padres.
En el caso del compañero fallecido persistían ciertos remanentes del duelo por el mismo, que no impedía -en el mejor de los casos- nuevas actividades o lanzaba hacia la melancolía sino que “marcaba la cancha” de las experiencias posibles. La sociabilidad “con extraños” debía quedar en un hasta ahí, en recordar que el momento que se vivía no era “para andar haciendo locuras” propias de la juventud. Cuestión que expresaba una clara crítica hacia aquellas mujeres conectadas activamente con sus ganas de encontrar pareja. Esta era sancionada por el grupo de las viudas como una vieja loca y descocada, formalmente se la caracterizaba como “desubicada para la edad”.
La visión del varón como voraz depredador -una vez más como en los años de la más tierna infancia, hacía ya muchos años, estas señoras habían sido advertidas- mostraba a la represión hacia lo nuevos contactos, siendo los hijos las figuras represivas por excelencia.
Para contextualizar la situación debemos recordar que estas mujeres no habían sido alcanzadas por la revolución sexual de los años sesenta, la mayoría de ellas estaba casada ya cuando ésta ocurrió. Así la obvia referencia al depredador hacía del varón una clara caracterización de cómo se vislumbraba la relación entre géneros.
Si el peligro acechaba la mejor manera de defenderse era la valoración narcicista de los hijos y nietos. Así quien pudiese o se animase a llevar la agitación y excitación de los “nuevos amores” estaba mal vista.
A todas luces se negaba la posibilidad de esos vínculos por cuatro cuestiones:
a) La forma específica en que la represión social que espera como ideal al abuelo sabio y sereno alejado de las demandas del deseo sexual. Como que la jubilación exigiera también un “retiro del propio cuerpo erótico”. Un mandato hacia el sosiego, es decir una renuncia más.
b) Las inhibiciones sexuales que las modificaciones del cuerpo van produciendo. Las mismas solían estar racionalizadas por “los achaques”, entonces la enfermedad era la excusa para anunciar o aceptar el retiro de las relaciones sexuales. Estas inhibiciones impedían un sin número de descubrimientos necesarios para tener relaciones sexuales en la tercera edad. Evitados, básicamente porque los mismos están vinculados a una vuelta hacia el mundo pregenital.
Lo cual no quiere decir que los deseos sexuales se aplaquen, más bien todo lo contrario dado que adquieren nuevas formas y destinos. No pudiendo descubrir y aceptar estos descubrimientos se producían intelectualizaciones que, inevitablemente, volvían a cargar el tema sobre la enfermedad y sus consecuencias.
c) La culpa con relación al cónyuge muerto y
d) Una manera de racionalizar y, con ello, aceptar la falta de varones disponibles. La diferencia entre la cantidad de hombres y mujeres que participaban en el club era marcada, como ocurre habitualmente, debido a la mayor cantidad de decesos de hombres que de mujeres, en la tercera edad. Es de hacer notar que esta causa se articula con la observación de que los hombres se resisten más a concurrir a estas instituciones porque se conectan con lugares de juegos entre hombres, como las plazas, bares de juegos, donde no van las mujeres. Pese a estas observaciones las estadísticas hablan de que los hombres viudos se vuelven a casar, en proporción, más que las viudas.
Sin duda los cambios eran vividos como tan radicales por aquellos apegados a su estado de viudas o viudos que las opiniones vertidas luchaban contra el posible encuentro con otro que hiciese olvidar el recuerdo de quién había sido el compañero de tantos años. Las relaciones de pareja que estas personas tuvieron, habían sido largas y, en muchos casos, únicas.
Ese ideal perdido impedía el reconocimiento de las ganas de una nueva posibilidad amorosa -la que quedaba desprestigiada por los comentarios anteriormente expresados. Como si la muerte del cónyuge hubiese llevado dentro del cajón los sueños amorosos y eróticos personales. Es decir que funcionaba como una atadura que el sobreviviente de la pareja no se animaba a soltar por una culpa investida de fidelidad al muerto. Era además muy importante la descripción del cuerpo como debilitado, viejo, “no está una para esos trotes”, y consecuentemente se describía a la enfermedad corporal como lo que daba cuenta de las posibilidades del mismo. Así empobreciendo o reduciendo el cuerpo era sólo los síntomas y “achaques” producto del inexorable paso del tiempo. Siendo la compasión la única vía para la ternura, buscando así el trato diferente, el cuidado.
Es por todo ello que el grupo de las viudas era portavoz del conformismo por vía del llamado a recato y sensatez.
Luego de dos reuniones los coordinadores de grupo fuimos a la tercera con pocas expectativas de que algo distinto a los comentarios arriba expuestos ocurriera. Promediando la reunión una señora pide la palabra, hasta entonces, en todas las reuniones, había permanecido en silencio. Con energía comenzó comentando que hacía cuatro años que había perdido a su marido, su compañero de treinta años, “mi primer amor”. Que hacía dos que había conocido en el club a un señor, “este que está sentado al lado mío” -lo dice mientras le toma la rodilla- y que luego de seis meses de conocerlo se había ido a vivir con él. Durante un tiempo -continuó- me despertaba con extrañeza e incomodidad por la nueva situación. “Me molestaba su presencia”. Tenía que hacer un gran esfuerzo para quitar el recuerdo de mi difunto marido en mi vida cotidiana, me sentía como que lo estaba traicionando. Un día sin estar ocupada mi cabeza por nada especial me di cuenta que mi primer amor había terminado pero que si seguía así me iba a perder mi último amor. Dado que a este señor -le vuelve a tocar la rodilla- y a mí nos queda poco tiempo por vivir. Como todos los aquí presentes, mi marido y yo no tenemos mucho hilo en el carretel y que la experiencia de vivir acompañados será el último amor. Desde entonces todo cambió, trato de aprovechar cada instante en que estamos juntos dado que no sé cuanto tiempo por delante tenemos.
Como se comprenderá el grupo no volvió a ser el mismo a partir de aquel instante. Las viudas con su defensa sistemática del orden familiar y la propuesta de dar por muerto el erotismo se encontró quebrado tanto en su decir como en su manera de sentir y comprender su propia experiencia. Se había instaurado una verdad distinta y la misma partía del reconocimiento de la finitud de la propia vida, de la elaboración trabajosa que los duelos requieren y surgía, además, una alternativa al cuerpo hipocondríaco. Esa posibilidad del cuerpo del amor se hizo presente luego de ser vista con claridad la muerte. La presencia de la muerte poniéndole plazos y términos a la vida marcaba el camino hacia la esperanza. Por eso se podía soñar y hacer. Así la participante que le puso nombre claro a la experiencia amorosa -el último amor- daba pelea a la frustración -se rebelaba contra ella- que impedía el amor para recomenzar así el ciclo del encuentro con otro. Faltaban seis años para que García Márquez publicara El amor en los tiempos del cólera, cuyo final dice:
“El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
-¿Y hasta cuando cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?- le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida-, dijo”.

César Hazaki
Psicoanalista
cesar.hazaki [at] topia.com.ar
 

 
Articulo publicado en
Agosto / 2005